09/11/2018
La mayor proeza de Jair Bolsonaro no
fue haber vencido en las elecciones, sino haber impuesto su agenda en toda la
disputa electoral. Y ese, contradictoriamente, puede ser su talón de Aquiles en
el gobierno. Pero quiero detenerme en el camino que recorrimos hasta aquí.
Hay una interrogante esencial a ser
respondida: ¿Por qué en un país de 14 millones de desempleados, con una
recesión sin señales claras de reversión, en proceso acelerado de
desindustrialización, y con servicios públicos enrumbados hacia el colapso, la
agenda electoral se volteó hacia una pauta claramente moralista y
despolitizada?
Es más: ¿Cómo alguien considerado por
la dirección del Partido de los Trabajadores (PT) como el adversario ideal para
ser derrotado en la segunda vuelta, tuvo ese poder de imponer su agenda a lo
largo de los últimos meses?
Tal vez la llave de la respuesta esté
en cómo el propio PT decidió encarar el enfrentamiento en las urnas. Lula buscó
controlar el timón de la jornada al colocarse como candidato hasta los 44
minutos del segundo tiempo, o sea hasta mediados de setiembre, sin indicar un
vice o un plan B.
Por eso no priorizó la lucha política
abierta. Condenado y encarcelado, resolvió concretar una idea de dudoso efecto
práctico. La vertiente trazada fue la de delegar tácitamente la dirección de la
campaña a sus abogados, que presentaron acciones encima de acciones en una
conmovedora confianza en el sistema judicial brasileño.
El camino escogido no fue el de
cuestionar al gobierno de facto de Michel Temer y sus representantes ocultos en
la campaña electoral, sino de mostrar a Lula como víctima injusta de un proceso
fraudulento.
Es la más pura verdad. Pero hacer de la
condición del expresidente el centro de la campaña, en lugar de los problemas
concretos vividos por la mayoría de los brasileños, fue una apuesta de alto
riesgo. En lugar de un juzgamiento de Temer y sus reformas regresivas, Lula
centró en sí mismo la cuestión. Su táctica fue transformar las elecciones en un
plebiscito sobre sí mismo.
Percibiendo su insuficiencia, esa
opción fue acompañada de otra: la nostalgia de los buenos tiempos, cuando
Brasil crecía y los salarios también; el país era respetado en el mundo, y el
futuro parecía radiante. Parte de eso es verdad.
La nostalgia es un sentimiento
selectivo, como se sabe. Tiende a ser unidimensional. Escogemos qué recordar y
escogemos qué olvidar. A diferencia de mirar críticamente el pasado para
entender el presente – en base al estudio de la Historia – la nostalgia tiene
los dos pies en el idealismo.
Así, los pilares de la campaña petista
hasta el final de la primera vuelta electoral tuvieron en la victimización y la
nostalgia sus líneas maestras. O sea, en sentimientos fuera de la política y la
confrontación.
Una tercera línea de conducta fue
agregada a esas vertientes. Si el centro de todo iba a ser Lula, faltaba una
pieza en el rompecabezas. El raciocinio se volvería redondo con el mantra
“Haddad al gobierno, Lula al poder”, un mal adaptado slogan recogido de la
campaña de Héctor Cámpora (“Cámpora al gobierno, Perón al poder”) a la
presidencia de la Argentina, en 1973.
Ese era el complemento para sustentar
el nombre de Lula como candidato hasta la undécima hora, transformando a
Fernando Haddad en un mero biombo suyo. Además de descalificar al real candidato
petista, la formulación lo dejó en la sombra hasta después de iniciada la
campaña.
Haddad no participó de debates, actos
ni entrevistas hasta finales de septiembre, lo que dificultó mucho la fijación
de su nombre en la politización de la campaña. Como subproducto, los pocos más
de dos minutos de horario televisivo que el PT disponía en la primera vuelta
fueron acaparados por la tentativa de pegar su nombre al de Lula. ¡No hubo
ningún ataque a Jair Bolsonaro, lo que es increíble!
Trazados todos esos vectores, un
resultado sobresale: el PT optó por despolitizar la campaña en la primera
vuelta, dejando una avenida abierta para que apareciera algún aventurero.
Cuando Jair Bolsonaro sufre el atentado
el 7 de septiembre, la campaña cambia de rumbo. Hospitalizado y con su vida en
riesgo, él también se convierte en víctima. Lula pierde la primacía y
exclusividad en esa condición.
Con eso, el excapitán consigue, al
final, asentar su agenda como la central. Sin política, valiéndose de miedos y
preconceptos arraigados en la población, Bolsonaro adiciona un ingrediente más,
el antipetismo. Y se evidencia un antipetismo de nuevo tipo. Se trata de una
repulsa popular al partido, diferente a su versión conservadora y de derecha,
que veía en el ascenso de los pobres un problema a ser vencido.
El nuevo antipetismo sensibilizó a los
huérfanos del proprio PT, las víctimas de la depresión de 2015-16, promovida
por Dilma y su ministro de Economía Joaquim Levi. Los que aceleradamente
perdieron empleos, oportunidades y enfrentaron una situación económica que se
degradaba aceleradamente. Los que confiaron en el discurso desarrollista de la
petista en aquellas elecciones y cambiaron su contrato sellado a través del
voto para ser roto sin explicación, con la adopción del programa de Aécio Neves
para la economía.
Ellos formaron la masa de decenas de
millones que se sumaron al desempleo y cayeron en el discurso fácil de la
propaganda fascista y de sus respuestas simples para problemas complejos.
Es preciso mirar esas líneas de fuerza
trazadas en la campaña de 2018 y que tuvieron sus raíces afincadas en los
últimos años para que intentemos entender lo que aconteció. Claro, está Ciro
Gomes y su vergonzosa omisión en la lucha, irrespetando hasta a quienes lo
apoyaban y a sus correligionarios. Está también el uso criminal de WhatsApp,
herramienta que precisamos comprender más profundamente.
Pero si no nos enfocamos en las
evaluaciones en la política y en nuestras insuficiencias, empujaremos el
problema con la barriga para más adelante. Podemos confraternizar en nuestros
dolores y frustraciones –lo que debe ser hecho– y hacer como los republicanos
españoles después de la dramática derrota de la Guerra Civil (1936-38). Ellos
decían: “Perdemos, pero nuestras canciones son incomparablemente más bellas”.
No hay dudas. No sólo nuestras
canciones son más bellas; reunimos lo mejor que hay en el mundo del trabajo, de
la academia –destacando a los estudiantes-, de la cultura, las artes y la
inteligencia.
Tenemos de nuestro lado al más
importante líder popular de nuestra historia, un candidato – Fernando Haddad –
que se agigantó en la jornada y líderes de primera línea, como Guilherme
Boulos. Y más que nada, unimos a la izquierda, a los demócratas, parte de los
liberales, a los nacionalistas y a los que luchan por un Brasil socialmente
justo.
Tenemos que cumplir un camino doloroso,
llorar solitos y juntos, tomar aliento, entender racionalmente lo que aconteció
y volver a la acción.
Lamer nuestras heridas está siendo
duro. Encarar la bestia-fiera fascista exige cohesión y comunión de propósitos.
Que el examen y las evaluaciones de este período no logre resignarnos, sino que
consoliden la unión por la resistencia y superación. El fascismo no
permanecerá.
Ya vencimos en el pasado y venceremos
en el futuro. No estamos solos. Somos millones.
- Gilberto Maringoni, periodista,
profesor de Relaciones Internacionales, docente de Posgrados en Ciencias
Humanas y Sociales de la Universidad Federal del ABC (UFABC), Brasil. Analista
asociado al Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, estrategia.la)
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