05/11/2018
El triunfo de Jair Bolsonaro en Brasil
–un exponente de la más recalcitrante expresión política de la derecha– debe
abrir un urgente debate en la izquierda.
Dejamos de lado aquí la exacta
precisión semántica de qué entender por “izquierda”, sabiendo que allí nos
encontramos con un muy amplio abanico de expresiones, desde la socialdemocracia
más conformista hasta grupos radicales que levantan la lucha armada como vía,
desde posiciones favorables a la participación en las elecciones democráticas
en los marcos burgueses hasta variadas manifestaciones de contestación
antisistémica que, a su modo, abren críticas contra el capitalismo
(“progresismo” amplio: movimientos feministas, reivindicaciones
étnico-culturales, expresiones de la diversidad sexual, grupos ecologistas). En
un sentido muy general, todo eso es izquierda, en tanto crítica al modelo
hegemónico vigente.
Pues bien: desde la izquierda,
cualquiera que ésta sea, es imperioso reconocer que la derecha está ganando la
lucha ideológica. ¡Y está ganando agigantadamente! ¿Cómo es posible que
poblaciones hundidas en la miseria, violentadas, alejadas de los logros del
desarrollo social que trae el mundo moderno, opten por estar con su verdugo?
¿Cómo es posible que una persona afrodescendientevote a favor de un blanco
racista? ¿Quién puede explicar casos como la llegada a la presidencia de un
Mauricio Macri en Argentina, o un Jair Bolsonaro en Brasil? El “fracaso del
«progresismo», en Brasil como en otros países, abre grandes las puertas a
gobiernos ultraconservadores y fascistoides que aprovechan la frustración y la
desesperanza de la gente, deslumbrada y enceguecida por las promesas brutales
de un gobierno «fuerte» que resolverá todos los problemas”, apunta el
analista Alejandro Teitelbaum. Algo parecido sucedió en Argentina con el actual
presidente, un neoliberal multimillonario admirador de la dictadura. La
explicación arriba citada no se equivoca: las grandes masas aturdidas,
asustadas, desesperadas, buscan salidas mesiánicas. Ese es el principio de las
religiones. Y también del nazi-fascismo.
Fenómenos así se repiten con mucha
frecuencia: triunfo de un racista xenófobo, machista y homofóbico como Donald
Trump en Estados Unidos, una derecha anti-inmigración de corte neofascista que
va ganando posiciones en Europa, poblaciones atemorizadas que votan por
opciones de “mano dura” en distintos países, británicos que apoyan el Brexit
para salirse de la Unión Europea –como respuesta racista– o candidatos con
posiciones de ultraderecha visceral que ganan elecciones apelando a mensajes
religioso-apocalípticos. ¿Cómo entenderlo? ¿Síndrome de Estocolmo? Quizá la
explicación psicológica no termina de dar cuenta de la complejidad del
fenómeno.
Lo dicho por Teitelbaum es sumamente
coherente. Lo cual nos lleva a profundizar preguntas que se hacía Edgar Borges,
y que hago mías aquí: “¿Son estos sujetos ultraderechistas marcianos que
ganan elecciones en la Tierra, o son interpretaciones de lo que piensa una
mayoría?” (manipulada y asustada, deberíamos agregar), “¿Acaso el avance
mundial de la ultraderecha no se debe a que la izquierda, desde los años 80,
quedó desubicada de la actual metamorfosis del capitalismo?”
Todo ello nos plantea dos ámbitos: 1)
la derecha está manejando con mucha solvencia la lucha ideológica, y 2) la
izquierda no tiene claro su rumbo. Ambas cuestiones son básicas, se
interpenetran e interactúan.
La derecha está manejando con mucha
solvencia la lucha ideológica
También al decir “derecha” tenemos un
campo muy amplio de opciones político-culturales. Son de derecha,
pro-capitalista, tanto la socialdemocracia nórdica como los halcones belicistas
de Estados Unidos, los empresarios industriales como aquellos que medran
(mafiosamente) con la especulación financiera, el Opus Dei como sectores modernizantes
que pueden permitirse, por ejemplo, el matrimonio homosexual mientras no se
toquen los resortes económicos básicos. Pero a todas estas expresiones une algo
en común: defienden a muerte la propiedad privada, “su” propiedad privada. Ser
de derecha, en definitiva, es eso: tener algo que perder. Los trabajadores,
siguiendo el Manifiesto Comunista de 1848, “no tienen nada que perder, más
que sus cadenas”.
Suele decirse que es un inveterado
vicio de la izquierda estar fragmentada y desunida. Gran verdad, por cierto.
Pero no lo es menos para la derecha. Acaso las guerras –donde ponen el cuerpo
los pobres del mundo, no olvidar– ¿no son una expresión de las luchas mortales
entre los grupos de poder? ¿No hay lucha entre distintas facciones de poder político
de derecha dentro de los países? Lo remarcable es que, ante la posibilidad de
un cambio real en la propiedad privada de los medios de producción, la derecha
se une. Como clase sabe claramente, y no lo olvida ni por un instante, que su
enemigo mortal es la clase trabajadora (proletariado urbano, obreros agrícolas,
pobrerío en sentido amplio –“pobretariado”,
para utilizar la correcta caracterización que realiza Frei Betto–). Ante la más
mínima muestra de protesta y posibilidad de cambio real en lo social, la
derecha, cualquiera sea ella, reacciona. Y reacciona cerrando filas, impidiendo
los cambios justamente.
Derecha e izquierda, como grandes polos
de la sociedad humana, están continuamente enfrentadas, en guerra mortal,
tratando por todos los medios de derrotar al enemigo. No hay ninguna duda que
la derecha (el sistema capitalista) tiene mucha ventaja en esta guerra. Siglos
de acumulación le permiten disponer de toda la riqueza, saber, fuerza bruta,
mañas y demás ingredientes para perpetuar su situación de privilegio. La prueba
está en lo difícil, terriblemente difícil que se hace cambiar algo de verdad en
el aspecto económico-político-social. Cambios superficiales, cosméticos, por
supuesto que son posibles. Gatopardismo: cambiar algo para que no cambie nada
en sustancia. La derecha lo sabe, y se lo puede permitir. Pero cuando las luces
rojas de alarma se encienden, reacciona airada. Si es necesario, reprime, mata,
tortura, arrasa poblaciones completas, olvida las enseñanzas religiosas de
bondad y piedad y no le tiembla la mano para disparar las más mortíferas armas.
En esa guerra ideológica total que
disputa minuto a minuto, no escatima esfuerzos para derrotar a su enemigo de
clase. Por tanto: miente. Miente mucho, tergiversa las cosas, embauca. Logra
hacer que el esclavo piense con la cabeza del amo; y para eso tiene a su
disposición una monumental parafernalia de herramientas, cada vez más
sofisticadas y poderosas: medios masivos de comunicación, especialistas en
imagen, en manejo de masas, psicología publicitaria, iglesias fundamentalistas
de corte neoevangélico, una clase política psicópata dispuesta a todo,
profesionales de la mentira. “Miente, miente, miente. Una mentira repetida
mil veces termina convirtiéndose en una verdad”, enseñaba hipócrita el
Ministro nazi de Propaganda, Joseph Goebbels. No se equivocaba: la derecha es
exactamente eso lo que hace a cada instante; la ideología capitalista encubre
la verdad del sistema, es decir: la explotación.
Últimamente esa derecha ha encontrado
un nuevo “nicho” de maniobra ideológica con el tema de la “corrupción”.
Puede decirse que lo hecho por la estrategia estadounidense durante el 2015 en
Guatemala fue su laboratorio. A partir de ahí, con resultado exitoso –se
consiguió movilizar a parte de la población, básicamente clase media urbana,
con lo que pudo desplazarse del poder al por entonces presidente, Otto Pérez
Molina, acusándolo de hechos de corrupción– se repitió la maniobra en otras
latitudes. Los casos de Argentina y Brasil fueron los más connotados.
Aprovechando hechos reales de corrupción, se magnificaron las denuncias
consiguiendo “indignar” a buena parte de la población, lo cual sirvió de base
para frenar propuestas medianamente progresistas. Y así surgieron,
respectivamente, un Macri –aliado servil del FMI y del Banco Mundial– y un
impresentable Bolsonaro –un ex militar ultraderechista–.
¿La gente es tonta por aplaudir esas
propuestas? La explicación resulta más compleja: la “tontera” no explica nada.
El ser humano es, en términos colectivos, parte de una masa. Las operaciones
psicológicas, es decir, las groseras manipulaciones de
pensamiento y sentimiento de las masas, existen. Y por cierto: ¡dan resultado!
“La masa no tiene conciencia de sus actos; quedan abolidas ciertas
facultades y puede ser llevada a un grado extremo de exaltación. La multitud es
extremadamente influenciable y crédula, y carece de sentido crítico”,
anticipaba Gustave Le Bon a principios del siglo XX. Si las religiones por
milenios estuvieron haciendo eso, las modernas técnicas de manipulación masiva
(¡ingeniería humana se las llama!) no hacen sino llevar a grados superlativos
esa tendencia, con precisión científica. El tema de la corrupción,
indudablemente, posibilita esos manejos.
¿Cómo es posible, por ejemplo, que en
un país como Brasil, con una de las distancias entre ricos y pobres más
insultante del planeta, con millones de personas desocupadas, viviendo en
condiciones indignas, con niveles de violencia cotidiana monstruosos, hayan
permeado tan significativamente las denuncias de corrupción? Porque, sin dudas,
ese manejo está muy bien hecho. La corrupción es una lacra, desde ya, pero ni
remotamente constituye la verdadera causa de esa situación estrepitosa del país
carioca. ¿La gente es tonta y solamente piensa en fútbol y el carnaval, como
maliciosamente se ha dicho? No, en absoluto. Pero la ingeniería humana del caso
apunta a que así sea.
La izquierda no tiene claro su rumbo
Junto a esta avanzada ideológica de la
derecha, la izquierda parece estar sin rumbo. La represión sufrida en décadas
pasadas paralizó grandemente al campo popular. El miedo aún está incorporado.
Las montañas de cadáveres y ríos de sangre que enlutaron toda Latinoamérica en
años recientes han dejado secuelas. La “pedagogía del terror” hizo bien su
trabajo.
Por otro lado, el discurso mediático
sin precedentes que va teniendo lugar a través de los medios comerciales y toda
la parafernalia comunicacional (consiguiendo resultados evidentes), es una
marea incontenible. La izquierda, además de no disponer de todos los medios de
que sí dispone la derecha, no puede ni debe apelar a la mentira como método.
“En política se vale todo”…, para la derecha. La izquierda mantiene posiciones
éticas irrenunciables. La guerra de cuarta generación (guerra
mediático-psicológica con operaciones encubiertas) no puede ser, nunca jamás,
un medio de acción política revolucionaria. Si de algo se trata en el ideario
mínimo de la izquierda, es la pasión por la verdad.
Pero ¿qué pasa que las poblaciones
parecieran rechazar las propuestas de izquierda? ¿Será cierto que la misma “quedó
desubicada de la actual metamorfosis del capitalismo”? Porque, sin dudas,
el sistema capitalista se va reciclando a una velocidad fabulosa. Décadas
atrás, con el auge de un capitalismo industrial, Estados Unidos entronizaba la
imagen de “buenos” (acérrimos defensores de la propiedad privada) castigando a
“malos” (quien osara enfrentar a esa propiedad). Hoy, con un desaforado
capitalismo financiero y guerrerista, el mensaje cambió: se entroniza al
“exitoso”, no importando cómo logre su éxito. De ahí que la nueva tendencia es
vanagloriar al “que la supo hacer”. “Mate, robe, viole, transgreda, estafe,
haga lo que sea… ¡pero conviértase en el Number One!”, pasó a ser
la actual consigna. El capitalismo cambia, encuentra nuevas caras, atrapa con
sus luces de colores. O, mejor dicho, enceguece. En otros términos: vive
transformándose, ofreciendo nuevas mercancías.
Tomado literalmente eso de “saber
adecuarse a la metamorfosis del capitalismo”, podría hacer pensar en la
necesidad de “actualizarse” siguiendo los tiempos que corren, con lo que
dejaríamos de hablar de lucha de clases para centrarnos en buscar paliativos,
amansar al sistema, hacer un capitalismo de rostro humano. Pero ello no es así.
Hoy como ayer, “no se trata de reformar la propiedad privada, sino de
abolirla; no se trata de paliar los antagonismos de clase, sino de abolir las
clases; no se trata de mejorar la sociedad existente, sino de establecer una
nueva”, como dijera Marx hacia 1850. Pero no caben dudas que el llamado de
la izquierda no termina de cuajar. Impactan más las iglesias neopentecostales y
un llamado apocalíptico que la consigna de luchar aquí en la tierra.
Ahora bien: estos progresismos,
supuestamente a la izquierda, que atravesaron varios países de Latinoamérica en
años recientes, no constituyeron, en sentido estricto, propuestas de
transformación real. Fueron buenas intenciones (matrimonio Kirchner en
Argentina, el PT en Brasil, etc.), pero no tocaron los resortes estructurales
de sus sociedades. Por tanto, no hubo ningún cambio sustancial. Y sumado a
ello, no dejaron de moverse con las prácticas corruptas y clientelares de
cualquier partido político de la derecha. En otros términos: resultaron una muy
mala –quizá pésima– propaganda para la izquierda.
Llegados a este punto, la izquierda –la
que sienta que aún la revolución socialista sigue siendo posible y necesaria,
aquella que sigue fiel al ideal marxista de “no mejorar la sociedad
existente sino establecer una nueva”– debe formularse una profunda
autocrítica. Es hora de reflexión. ¿Por qué puede ganar una propuesta de
ultraderecha en las favelas más pobres? ¿Qué está pasando?
Además de los golpes sufridos, además
de las más refinadas técnicas de manipulación de masas de que dispone la
derecha, ¿qué se está haciendo mal en la izquierda?
Por lo pronto, y como mínimo, tener
claro que las propuestas tibias, de progresismo superficial, de socialismo sin
socialismo, más que contribuir a avanzar en la justicia social, terminan siendo
un tiro por la culata. Valen palabras de Rosa Luxemburgo de 1917 cuando
analizaba la naciente revolución bolchevique: “No se puede mantener el
«justo medio» en ninguna revolución. La ley de su naturaleza exige una decisión
rápida: o la locomotora avanza a todo vapor hasta la cima de la montaña de la
historia, o cae arrastrada por su propio peso nuevamente al punto de partida. Y
arrollará en su caída a aquellos que quieren, con sus débiles fuerzas,
mantenerla a mitad de camino, arrojándolos al abismo”.
Quizá la peor atadura que pueda tener
la izquierda es su miedo, su propio temor a autocriticarse, su conformismo. Si
“ser realistas es pedir lo imposible”, tal como rezaban las consignas
del Mayo Francés de 1968, pues habrá que ser un soñador con los pies sobre la
tierra, ser utópicamente realistas.
Sin dudas luego de la derrota sufrida
en las pasadas décadas por parte de la izquierda y el campo popular, luego de
años de silencio y dolor, una propuesta medianamente progresista que hablara de
redistribución de la riqueza –tal como empezó a suceder en varios países de
América Latina en estos últimos años– parecía ya un fenomenal avance. Pero
luego del deslumbramiento inicial, ahora podemos ver que la izquierda sigue
ausente, golpeada, secuestrada. Hay que reflexionar tranquila, serena y muy
profundamente sobre estos tópicos. Quizá es momento de revisar supuestos
básicos, no para negarlos, sino para enriquecerlos.
La mentira de la derecha, aunque se
pavonee victoriosa, está sentada sobre una bomba de tiempo, pues sabe
–aterrada– que en algún momento las clases oprimidas, que nunca desaparecieron
de la lucha, pueden volver a tomar la iniciativa. La cuestión es cómo encontrar
los caminos que devuelvan la posibilidad de tomar esa iniciativa. El debate
está abierto.
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