por aapilanez
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Primera parte
Los mitos de la ortodoxia: el dinero-lubricante
“Hay que
preguntarse si la economía pura es una ciencia o si es “alguna otra cosa”,
aunque trabaje con un método que, en cuanto método, tiene su rigor científico.
La teología muestra que existen actividades de este género. También la teología
parte de una serie de hipótesis y luego construye sobre ellas todo un macizo
edificio doctrinal sólidamente coherente y rigurosamente deducido. Pero, ¿es
con eso la teología una ciencia?” Antonio Gramsci
No debiera resultar difícil suscitar acuerdo unánime acerca de la
consideración del dinero como el elemento más importante de la vida social. En
su extraordinario fresco del mundo
económico precapitalista, el reputado maestro de la escuela de los Annales
Fernand Braudel recoge la lapidaria sentencia de Scipion de Gramont: “El
dinero, decían los siete sabios de Grecia, es la sangre y el alma de los
hombres y aquél que no lo tiene es un muerto que camina entre los vivos”.
Similar dramatismo desprende la famosa cita marxiana: "El
dinero, en cuanto tiene la propiedad de comprarlo todo, de apropiarse de todos
los objetos, es, pues, el objeto por excelencia. Es la
alcahueta entre la necesidad y el objeto, entre la vida humana y su medio de
subsistencia”.
En el tiempo transcurrido desde tan descarnadas afirmaciones, el ‘vil
metal’ ha penetrado, en una escala sin precedentes, en todos los aspectos de la
reproducción social. No deja por tanto de resultar pasmosa, como señala la
economista postkeynesiana Ann Pettifor, autora del best seller ‘La
producción del dinero’, la ignorancia entre los usuarios del ‘poderoso
caballero’ acerca del papel neurálgico que juega en los engranajes de la
maquinaria económica que determinan sus propias condiciones de vida: “Una de
las constataciones más impactantes de la última fase de la evolución del
capitalismo es la total incomprensión de la naturaleza del dinero en nuestras
sociedades”.
Diríase pues que no hemos avanzado mucho en el conocimiento común sobre
la materia pecuniaria desde la irónica reflexión de un arbitrista francés del
siglo XVII, recogida por el historiador marxista, experto en historia
monetaria, Pierre Vilar: “Como la
justicia, la moneda es una necesidad de todos; tiene que inspirar confianza a
todos; posee el mismo valor en el bolsillo del pobre que en el del rico; la
única diferencia está en la cantidad (sic)”. Hasta ahí todos
estaríamos sin duda de acuerdo. ¿Pero qué ocurre cuando escarbamos un poco más
allá del conocimiento trivial sobre ‘el objeto por excelencia’? Un páramo de
confusión y falsos mitos se extiende ante nosotros. En ninguna época ha sido
mayor el contraste entre la relevancia del dinero en la financiarizada vida
cotidiana y la incomprensión de los mecanismos de su creación y de las
funciones que desempeña en las calderas de la sala de máquinas del capitalismo
neoliberal. Tratándose de un elemento tan relevante para una ciudadanía
endeudada y bancarizada hasta las cejas –el 96% de la población tiene algún
tipo de producto bancario- un mayor conocimiento sobre el particular parecería
sin duda más apropiado. La cosa empeora aún más cuando se constata que la
ofuscación y las falsedades acerca de la cuestión monetaria campan por sus
respetos entre el respetable. Según los resultados de una encuesta promovida
por el Cobden Centre,
organización británica en pos del dinero “honesto” y el progreso social,
alrededor del 61% del público sostiene la idea de que los bancos son simples
intermediarios que canalizan el ahorro hacia los esforzados emprendedores y una
proporción similar cree que el dinero lo crea el Estado o un banco público –la
poderosa metáfora de la impresora de billetes-. Nada más lejos, en ambos casos,
de la realidad. ¿Cómo explicar pues que un asunto que concierne, de forma
perentoria, a la totalidad de la población concite asimismo tales niveles de
confusionismo? ¿A qué achacar el grueso velo de misterio y mistificación que
cae sobre lo que es una imperiosa ‘necesidad de todos’? Quizás la confidencia
del magnate criptofascista Henry Ford no anduviera tan desencaminada: “Si la
gente entendiese cómo funciona nuestro sistema financiero, creo que habría una
revolución antes de mañana”. Pettifor avanza una hipótesis similar
acerca de tan sorprendente fenómeno: “esta incomprensión se deriva de los
esfuerzos deliberados del sector financiero para oscurecer sus actividades con
el objetivo de mantener su omnipotencia”. ¡Bum! ¿El elemento esencial de la
vida económica queda totalmente excluido del debate público y alejado del
escrutinio de sus propios usuarios para preservar los turbios privilegios del
sistema financiero global? No se trata obviamente de una tesis peregrina pero,
¿podemos contentarnos con una hipótesis de clara estirpe conspiratoria? ¿Habrá
alguna causa más profunda que explique el apagón generalizado en el
conocimiento ciudadano acerca de las formidables implicaciones del hecho
monetario?
El asombro que produce el fenómeno –en una sociedad sojuzgada, para
más inri, por la dependencia de las finanzas que, a través de la
“deuda a muerte”, condicionan las decisiones claves de consumo e inversión de
familias y empresas- se reduce enormemente al indagar en la visión canónica
sobre el funcionamiento de la banca y la naturaleza y las funciones del dinero
que puebla todos los textos académicos de la teoría económica ortodoxa. El
éxito abrumador del empeño de oscurantismo monetario sería pues imposible sin
la activa complicidad de la disciplina –reforzada con sus potentes altavoces
político-mediáticos- cuya función principal sería precisamente iluminar los
intrincados engranajes que acciona la maquinaria financiera en las economías
modernas. Valgan, como botón de muestra de la manera en la que se atizan los
mitos populares sobre la creación de dinero, las siguientes declaraciones de
Milton Friedman, el pope del
monetarismo, la doctrina en boga en la profesión, en las tribunas mediáticas y
–aunque ahora se considere de buen tono renegar sonoramente de sus rígidos y
crueles preceptos- en los altos despachos de los banqueros centrales: "La
función mayor de la Reserva Federal es determinar el suministro de dinero.
Tiene poder para aumentar o disminuir el suministro de dinero de todos los
modos que ella escoge". El hecho de que actualmente el 97% del circulante
en las economías desarrolladas sea dinero-deuda "fabricado" por la
banca privada ilustra la magnitud de la falacia cometida -sin duda con pleno
conocimiento de causa- por el alma mater de los Chicago boys,
el economista más influyente del último medio siglo. El heterodoxo John
Kenneth Galbraith, autor de un
ameno texto divulgativo sobre la historia del ‘poderoso caballero’, resalta el
trasfondo del cambalache: «El estudio del tema del dinero, por encima de otros
campos económicos, es el tema en el cual la complejidad se utiliza para
disfrazar la verdad o para evadirla, en vez de revelarla».
¿En qué consiste la grosera deformación del funcionamiento del sistema
financiero y la naturaleza del dinero perpetrada por el paradigma teórico que
la curia de la iglesia neoclásica disemina por todos los foros y plataformas
mediáticas sobre la ignara ciudadanía? La respuesta no puede dejar de producir
perplejidad: para la escuela marginalista-neoclásica –y para su
descendiente bastardo, el monetarismo friedmaniano- el dinero y la deuda son
cuestiones accesorias, innecesarias en la descripción del sistema económico, en
la asignación de los recursos productivos y en el funcionamiento de los
mercados de bienes y servicios. Aunque pueda resultar increíble para un
profano, como refiere el economista Jordi Llanos, “el dinero
y el sistema financiero carecen de importancia para el paradigma dominante que
sólo se preocupa por describir de forma trivial sus funciones en la
circulación”. Así pues, para la ortodoxia, ‘el dinero no importa’ en la
determinación de las variables económicas básicas. Se trata de un elemento
exógeno y neutral, sin influencia en los aspectos reales, como la producción y
el empleo, y totalmente ignorado en los sofisticados modelos que describen los
sacrosantos equilibrios en los mercados y la determinación de los precios
relativos. El economista británico John Stuart Mill, más
conocido por sus teorías político-morales que por el rigor de sus análisis
económicos, resume elocuentemente la posición oficial: “En resumen, no puede
haber una cosa intrínsecamente más insignificante (sic) en la economía de la
sociedad que el dinero: un artilugio para ahorrar tiempo y trabajo. Es una
máquina para hacer rápida y cómodamente lo que se haría, aunque de manera menos
rápida y cómoda, sin ella”. No resulta pues extraño que, tratándose de algo tan
‘insignificante’, no se considere necesario profundizar en el conocimiento de
su papel en la vida económica y pueda desaparecer alegremente del debate
público y del conocimiento común.
No siempre ha sido así. El dinero –y con él, el otro “elefante en la
habitación” de la ortodoxia neoclásica: la generación del excedente y el
origen del beneficio empresarial- ha sido un elemento significativo en el
análisis económico a lo largo de la historia: Petty, Quesnay, Ricardo, Marx,
Schumpeter, Fisher y Keynes, entre otros, han considerado el dinero como un
engranaje fundamental en el funcionamiento del motor económico del circuito
monetario de producción que es el capitalismo. El lema ‘el dinero importa’
–opuesto a la insignificancia del numerario para la ortodoxia- en el
funcionamiento de la sala de máquinas del sistema podría ser un mínimo común
denominador de las posiciones heterodoxas postkeynesianas y marxistas –e
incluso en algún ilustre representante del mainstream como
Knut Wicksell-. Que una
afirmación de este tenor, considerada una obviedad por cualquier lego en la
materia, sea la marca de la heterodoxia en teoría económica, frente al axioma
de la “neutralidad” postulado por el credo neoclásico, da una idea del nivel de
enajenación alcanzado por la teoría dominante. Las investigaciones acerca de la
naturaleza del dinero y la riqueza provocaron en todas las épocas ríos de tinta
y violentas polémicas. La contundente cita de Aristóteles – base
de su clásica distinción entre economía y crematística- sirve de marco para las
discusiones escolásticas sobre el fenómeno monetario: “El tipo más odiado, y
con mayor razón, es la usura, que extrae provecho del dinero mismo, y no de su
objeto natural. Pues el dinero se creó para emplearse en intercambios, y no
para crecer con intereses –el dinero no engendra dinero-”. Tomás de Mercado y
el resto de los arbitristas españoles
del siglo XVI, obsesionados con la investigación acerca de la relación entre la
llegada masiva de metales preciosos americanos y los infaustos ‘males de
España’; los clásicos de la filosofía moderna –Hume, Locke o William Petty-,
con sus disquisiciones en torno a la teoría cuantitativa y la relación entre la
abundancia de circulante y la malhadada inflación, o las interminables
disquisiciones teológicas sobre la usura y la prohibición del interés,
inseparables del desarrollo de la banca moderna en
los albores de la reforma protestante, muestran palmariamente que las
reflexiones acerca del fenómeno monetario y sus interrelaciones con la
producción, la riqueza de las naciones y los niveles de precios dominan los
albores de la economía política. Pierre Vilar ilustra con una anécdota la
virulencia de las disputas monetarias: en la novela picaresca “El diablo
cojuelo” se describe a un "arbitrista", tan absorto en su
obsesión por la inflación galopante en la que se ahoga la España del siglo de
Oro, que se ha vaciado un ojo con su pluma pero sigue escribiendo sin haberlo notado.
Todavía en una fecha tan tardía como 1658, un siglo después de que se
aceptara el cargo del ignominioso interés como algo legalmente aprobado y
socialmente aceptado, se declara oficialmente en los calvinistas Países Bajos
que “las prácticas financieras sólo estarán sujetas al poder civil”. Como
ironizaba, según relata Vilar, el Primer Ministro británico Gladstone, en medio
del fragor de los debates sobre la política monetaria en los albores de la
revolución industrial inglesa: “En un debate parlamentario sobre las Bank-Acts de
Sir Robert Peel, introducidas en 1844 y 1845, Gladstone hacía notar que la
especulación sobre la esencia del dinero había hecho perder la cabeza a más
personas que el amor”.
El bello símil, con el que define el papel del dinero en la economía
moderna el historiador francés -uno de los fundadores de la escuela de
los Annales- Marc Bloch, nos
sirve de somero resumen de las polémicas monetarias a lo largo de la historia:
“se trataría de algo así como un sismógrafo que, no
contento con indicar los terremotos, algunas veces los provocase".
Magnífica síntesis.
Inflación: la coartada perfecta
"La inflación es una enfermedad, una peligrosa y a veces fatal
enfermedad que, si no es controlada a tiempo, puede destrozar una sociedad"
Milton Friedman
¿Cómo se ha llegado, precisamente cuando el dinero -junto con su
“madrastra”, la deuda- se ha convertido, en una economía financiarizada en una
escala sin precedentes, en el primum mobile de la vida
económica, a la formidable deformación de su neurálgica función llevada a cabo
por los usurpadores de la ‘ciencia lúgubre’ de los clásicos?
La fenomenal maniobra de ocultación tiene su origen en el relato mítico
primigenio, omnipresente en los manuales de cabecera de la corriente dominante,
que constituye la visión canónica sobre la evolución económica de nuestra
laboriosa especie: la ‘natural’ propensión al intercambio y a la división del
trabajo del homo oeconomicus, hilos conductores del
desarrollo del comercio y de la producción de mercancías para la satisfacción
de las crecientes necesidades humanas. En los albores del capitalismo
industrial británico, el fundador de la economía política moderna, el escocés
Adam Smith, sienta las bases de la fábula destinada
a la entronización del capitalismo como el destino ineludible de la evolución
natural de las sociedades primitivas: “el ser humano tiene una inclinación
natural a intercambiar”. En esta mitológica configuración socio-histórica,
construida anacrónicamente a imagen y semejanza del sujeto económico funcional
al capitalismo naciente, se inserta como anillo al dedo la concepción del
dinero-mercancía-medio de cambio, que funge como mero agilizador de las
transacciones (como “vehículo para transportar el valor de las cosas”, decía el
economista clásico, John Babtiste Say, autor de la homónima ley que fue objeto
del despiadado ataque de Marx y Keynes). Se “degrada” pues al dinero a la
condición de “velo”, cuyo fulgor no hace sino ocultar los mecanismos reales que
determinan las magnitudes económicas –precios relativos y cantidades de
equilibrio en los beatíficos mercados- y la "equitativa" distribución
de la renta entre los afanosos participantes en el libre juego de la oferta y
la demanda. La fábula del origen del dinero como medio de superación del
“trueque”, tan funcional a la idílica descripción del capitalismo como un
sistema de producción e intercambio de bienes y servicios progresivamente
perfeccionado y autorregulado –la 'mano invisible' de Smith- para la
satisfacción de necesidades a través de la división del trabajo fue
definitivamente entronizada en el panteón marginalista tras la mutación radical
de la disciplina acaecida en la década de 1870. Carl Menger, fundador de la
rama austriaca del marginalismo, que desembocará en los delirios libertarianos
de la poderosísima secta de Mont Pelerin de Hayek y Friedman -falsa
heterodoxia que, bajo un manto de radicalismo e iconoclastia, comparte los
postulados básicos de los apologistas del capital-, resume el dogma hegemónico
en un famoso panfleto: “El dinero no
ha sido generado por la ley. En sus orígenes es una institución social y no
estatal ligada al intercambio”. De hecho, esta teoría deduce la existencia de
un primitivo mundo idílico –las famosas ‘robinsonadas’, objeto de la mofa implacable de
Marx- en el que surge la ‘propensión natural’ al intercambio sólo a partir de consideraciones
lógicas y abstractas, sin considerar en ningún momento la información
proporcionada por el registro histórico y arqueológico. La conclusión de Menger
tiene un intenso regusto a ‘petición de principio’: “Por eso los seres humanos,
con creciente conocimiento de sus intereses, sin convención ni compulsión
legal, ni consideración por los intereses generales, empezaron a intercambiar
sus mercancías por los bienes más vendibles. Por lo tanto, el dinero es el
resultado espontáneo, no premeditado, de esfuerzos individuales de los miembros
de la sociedad”. Es lo que expresa, en una actualización del mito marginalista
al paradigma neoclásico actual, la famosa sentencia de
Samuelson y Nordhaus: "el dinero no se busca por sí mismo, sino por las
cosas que se pueden comprar con él".
¿Y qué decir del papel del Estado, omnipresente desde los tiempos
babilónicos, con sus perentorias exigencias fiscales en numerario, causa
recurrente de revueltas sociales a lo largo de la historia? ¿O de los
prestamistas de todas las épocas, con su permanente tráfico de títulos de
crédito y múltiples signos monetarios y unidades de cuenta para el registro y
el pago de las deudas? Silencio sepulcral. Alfred Marshall, gran valedor
de la ortodoxia a finales del siglo XIX –su canónico manual, con mínimas
modificaciones, sigue siendo la base del catecismo inculcado en todas las
facultades de economía- popularizó definitivamente el símil del
dinero-lubricante que resume la postura oficial sobre el ‘poderoso caballero’:
“Puede, pues, compararse al aceite necesario para que una máquina funcione
fácilmente. Una máquina no puede funcionar a menos que se engrase, de lo que un
novicio pudiera inferir que cuanto más aceite se ponga mejor funcionará, pero,
en realidad, si se pone más aceite del necesario la máquina quedará obstruida”.
Esta música celestial, propalada machaconamente desde todas las tribunas
mediáticas y presente en todos los manuales con los que se lava el cerebro a
los cachorros de economistas, es la principal responsable del velo de misterio
e ignorancia popular que cubre todas las cuestiones relacionadas con el ‘objeto
por excelencia’. El análisis de la naturaleza del dinero y la deuda y su
interrelación con la progresiva financiarización del sistema de la mercancía
corrió el mismo destino que el estudio del origen de la ganancia del capital,
condenado al ostracismo junto con la teoría objetiva del valor trabajo, pilar
de la economía política clásica desde Adam Smith. En la idílica nebulosa de los
equilibrios de los modelos neoclásicos, la “impureza monetaria” fue extirpada
–en el canónico modelo de equilibrio general de Walras, el numerario
representa únicamente la vara de medir que permite la comparación de precios y
cantidades de equilibrio- en aras de la perfección de la modelización
matemática característica de la economía vulgar –así descrita por Marx por su
empeño en borrar cualquier referencia a la teoría clásica del valor y la
distribución de la renta que pudiera contaminar de contenido social la aséptica
fábula marginalista-. Como concluye el economista poskeynesiano Steve Keen en su notable
obra “La economía desenmascarada”, una demoledora crítica de los fundamentos de
la ortodoxia, esta “ligera omisión” pone a la economía neoclásica fuera de la
realidad: “si estás construyendo un modelo sin dinero, no estás modelizando el
capitalismo”. Esteban Cruz Hidalgo, uno de los
mayores adalides de la teoría monetaria moderna, en cuyo seno recalan en la
actualidad los más conspicuos reformistas monetarios, refleja la omnipresencia
de la doctrina dominante: “Esta postura constituye la visión predominante sobre
el dinero en los manuales de macroeconomía, los cuales mantienen con profusión
el legado histórico y artificial del dinero-mercancía y del patrón oro, lo que
entendemos es un fatal malentendido para la comprensión de la importancia del
dinero para la producción, y por tanto, para el empleo.” No se trata, sin
embargo, de un inocente y ‘fatal' malentendido. Tal deformación de un elemento
esencial del funcionamiento del modo de producción capitalista no es en
absoluto absurda ni inocente, sino que tiene unas implicaciones políticas e
históricas de enorme calado.
El antropólogo británico David Graeber, autor de un monumental estudio
histórico sobre el dinero, ‘En deuda’, donde
defiende la tesis del origen y evolución de los usos del dinero principalmente
como unidad de cuenta para el pago de obligaciones e impuestos, describe, con
suma perspicacia, las nada inocentes implicaciones políticas del mito del
dinero-lubricante: “Es esta concepción la que nos permite continuar hablando
sobre el dinero como si fuera un recurso limitado como la bauxita o el
petróleo, para decir simplemente ‘no hay suficiente dinero’ para financiar
programas sociales y para hablar de la inmoralidad de la deuda gubernamental o
del gasto público”. La obra de Graeber -y de los economistas de la teoría monetaria
moderna como Randall Wray- apunta –en las antípodas del relato
canónico- a un origen estatal del dinero, refrendado por un apabullante aparato
probatorio basado en el registro histórico-antropológico. La relevancia del
dinero metálico-mercancía, en comparación con cualquier signo monetario
aceptado por la comunidad como reflejo de las obligaciones contraídas, queda
pues enormemente reducida: el mercado primitivo no sería un espacio para el
trueque ni el núcleo central de las relaciones económicas, como postula la
‘música celestial’ marginalista-neoclásica, sino un lugar para la obtención de
los medios de pago de las deudas contraídas con el Estado y entre particulares.
Aquí reside el quid de la cuestión: el relato mitológico no se sustenta
por sí mismo sino por su papel legitimador de la política del capital y su
función encubridora de la auténtica naturaleza del dinero y de la deuda en la
fase actual del capitalismo neoliberal. El hecho pasmoso es que la doctrina
dominante pone sólo el acento en el control del déficit y la deuda públicos en
su ardoroso afán por prevenir la ominosa inflación, ignorando olímpicamente el
papel crucial de la enorme pirámide de deuda privada en la gestación de las
burbujas de activos causantes, sin ir más lejos, del colapso de la última
década. Pero las fábulas incorporadas al acervo popular mantienen su poder
persuasivo más allá de la refutación racional. Cualquiera puede aceptar, y así
se ha inoculado en el inconsciente colectivo como algo a todas luces evidente,
que si el dinero es el lubricante de los intercambios, al echar demasiado, cuál
si de una biela se tratara, “la máquina quedará obstruida”. En el capítulo titulado ‘¿Cómo curar la
inflación?’ de su exitosa, y profundamente manipuladora, serie televisiva
“Libre para elegir” el apóstol de la ortodoxia monetarista Milton Friedman se
recrea –apareciendo repetidas veces con la impresora que fabrica los dólares en
la cámara acorazada de la Reserva Federal- en la idea del dinero como stock,
que se vuelca irresponsablemente a la circulación por el gobierno
despilfarrador provocando inflación –‘el peor de los males’- y miseria rampantes.
Existe pues un hilo conductor entre el mito ortodoxo del dinero-lubricante y
las políticas del austericidio neoliberal. Las pertinaces patrañas acerca de la
‘consolidación fiscal’ y la acuciante necesidad de reducción del déficit,
esgrimiendo el espantajo de la inflación como ‘herramienta disciplinaria’,
encajan a la perfección con las leyendas inoculadas en la "sabiduría"
popular. Al relacionar el dinero únicamente con ‘la circulación’ –sosteniendo,
contra toda evidencia, la irrelevancia e inocuidad de la deuda privada en la
generación de actividad económica, al considerar a los bancos como meros
intermediarios que canalizan el ahorro hacia la inversión-, resulta evidente
que si se vierte demasiado al cauce de los intercambios, no hay otra cosa que el
caudaloso flujo pueda hacer salvo desbordarse. ¿No resulta un razonamiento de
una lógica aplastante? ¿Cómo negar el irresistible atractivo del sano sentido
común de la identificación del Estado con una familia que ha de apretarse
dolorosamente el cinturón después de los excesos cometidos? Recordemos que la
sacrosanta estabilidad de precios sigue siendo el ‘target’ primordial de
toda la banca central actual –con el integrista BCE en posición
destacada- y la coartada omnipresente para estigmatizar las políticas
redistributivas de estirpe keynesiana. El economista Marco Antonio Moreno resume el
punto esencial del trampantojo inflacionario: "El control de la inflación
ha sido la trampa del modelo económico vigente. Y, como muestra de ello,
basta revisar los datos de la distribución del ingreso en todos los países que
han seguido la norma: en todos se ha ampliado la brecha entre ricos y pobres,
con la omnipresente coartada del cuidado de los precios". El deletéreo
pero irresistible influjo de tales planteamientos recuerda a las palabras de
Keynes sobre la descarnada aspereza de la 'ciencia lúgubre' de Ricardo y Malthus, dos de los
padres de la economía clásica: “Que sus conclusiones aplicadas a la realidad
sean austeras y desagradables le confiere una virtud moral. Que presente muchas
injusticias sociales y otras crueldades evidentes la justifica como el
inevitable tributo a pagar para proseguir en la marcha hacia el progreso. Que
provea ciertas justificaciones a la actividad del capitalismo individual le
permite obtener el apoyo de las fuerzas sociales dominantes agrupadas en apoyo
de dicha autoridad”.
Evitemos pues, como destaca Clarke, caer en la trampa de entrar en una
discusión científica honesta de los fundamentos de la fábula monetarista pues
ello sólo supondría “atribuir muchísima coherencia y poder a teorías que sirven
más para legitimar que para guiar la práctica política. Las ideas del
monetarismo son importantes pero su importancia es ideológica, proporcionando
coherencia y dirección a las fuerzas políticas que poseen raíces más
profundas".
Legitimar la política del capital en la fase neoliberal y esconder bajo
siete llaves la función real de las finanzas en la sala de máquinas del sistema
deviene pues la agenda oculta tras el mito del dinero-lubricante y su correlato
político neoliberal-monetarista. Un somero recorrido por el desarrollo
histórico del sistema financiero moderno, mostrando su progresiva adaptación a
las necesidades de rentabilidad del capitalismo crecientemente financiarizado,
mostrará la enorme utilidad del relato hegemónico en pos de camuflar los dos
motores que propulsan actualmente la acuciante búsqueda de la ganancia en el
sistema de la mercancía: la creciente explotación del trabajo y el uso del
poder colosal que proporciona el control privado de la generación de
dinero-deuda como matrices de la, crecientemente degenerativa, pugna por la
reproducción del sistema.
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