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14/08/2020
Como argumento para justificar su irritación con
China, desde EEUU se ha reiterado, entre otros, su enorme decepción con el nulo
interés oriental en hacer evolucionar su modelo hacia una homologación con el
liberal occidental. Lo cierto es que, desde hace tiempo, Beijing ha insistido
hasta la saciedad en su rechazo a imitar o copiar modelos ajenos, incluso en su
día el soviético, para explorar un marco propio de desarrollo que pudiera dar
respuesta a su problemática específica. Cabe reconocer también que esta
actitud, China la ha combinado con el diálogo, atención y seguimiento de
experiencias ajenas en las que siempre buscó aquellos aspectos que pudieran ser
de utilidad para alcanzar sus grandes objetivos. Puede decirse que tan dúctil
ha sido en esto en los últimos 30 años como nosotros dogmáticos en los últimos
30 en la defensa de la invencibilidad del modelo liberal.
Uno de los focos de crítica que más atención merece
es la obsesión por mantener un sector público fuerte, sólidamente anclado en
los principales ámbitos estratégicos, renunciando a programas de privatización
masiva incluso en los momentos de mayor complejidad y reestructuración como en
los años 90, cuando muchos países del Este europeo se abonaron a las terapias
de shock. Y se ha criticado también hasta la saciedad el estado de ese sector
público: anquilosado, deficitario, obsoleto, clientelar, etc. Sin duda sus
defectos deben ser muchos. En esas circunstancias, lo más ventajoso, en
términos de competencia, para las economías desarrolladas de Occidente hubiera
sido no preocuparse tanto e incluso instar su ampliación y no su reducción. De
ser ciertas las críticas, pesando más los defectos que las virtudes, acabarían
por hundir la economía china. Y habríamos “ganado”. Cuando exigimos con tanto énfasis
su desmantelamiento, paradójicamente, parecemos reconocer por el contrario que
en él reside una de las fortalezas de su modelo económico. La verdad es que eso
es lo que ha demostrado la economía china: disponer de un sector público
fuerte, jugar con las diversas formas de propiedad, equilibrar la planificación
y el mercado, etc., le han permitido incluso lo que parecía imposible hace
pocos años: estar a la vanguardia en la innovación tecnológica al punto de
destronar a EEUU. Por tanto, si con él ha tenido éxito, es difícil convencer a
China para que cambie de modelo, al menos abruptamente. Y de buenas a primeras,
no tiene mucha justificación.
También reivindicamos para Europa un modelo propio
que desarrolle nuestro Estado de bienestar. El balance de la erosión que ha
sufrido en las últimas décadas no es positivo, al menos para la inmensa mayoría
de la población. La homologación en tantos aspectos con el modelo
estadounidense, por ejemplo, ha contribuido a desgarrar la identidad europea.
No nos ha ido bien. Se podría decir que el ultraliberalismo es uno de los
mayores enemigos del proyecto europeo, al menos en su aval social. Por tanto,
lo que cabría plantear es una hoja de ruta para reforzar la singularidad
continental, incluida la reivindicación de esa “autonomía estratégica”, también
en lo económico, que supone contar con una voz propia en el concierto global.
Debiéramos prepararnos para eso. Y nos ayudaría posiblemente mucho para
contener los extremismos de diverso signo que ahora amenazan la estabilidad
continental.
Que Europa o China dispongan de sus propios modelos
de desarrollo, con singularidades específicas, no tiene por qué implicar que
uno se tenga que imponer al otro. Pueden coexistir, naturalmente con
diferencias y conflictos que deben sustanciarse a través de la negociación. Lo
que no cabe es la imposición. Se argumenta que China quiere imponer su modelo,
pero dicha afirmación carece de fundamento. Incluso cuando se da la paradoja de
que sus empresas públicas adquieren las nuestras privatizadas. Obedece a la
lógica del mercado y no a otras premisas. Es verdad que el ejemplo chino podría
servir como modelo exitoso para otros países en vías de desarrollo que se
enfrentan a los mismos problemas que China debió encarar décadas atrás. Pero
ello debe resultar de una decisión soberana. Por el contrario, quien sí
ha querido y quiere imponerlo es Occidente con sus planes de ajuste, por
ejemplo, a economías en dificultades o por la vía de las sanciones. El modelo
chino no es extrapolable. Como en otros modelos, puede haber en él cuestiones
de interés para terceros pero en su conjunto es producto de una evolución
genuina y como tal debe observarse.
La longevidad de los modelos que se pretenden
únicos es efímera. Debiéramos considerar el derecho de cada país a definir su
propio modelo de desarrollo como expresión de esa multipolaridad que debe
suceder a la unipolaridad actual. El futuro está en la diversidad, también en
cuanto a los modelos de desarrollo, siempre en evolución constante y sin miedo
a las hibridaciones.
- Xulio Ríos es director del Observatorio de la
Política China.
https://www.alainet.org/es/articulo/208460
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