PUBLICADO POR ACUARELA ON DOMINGO, 28 DE
ABRIL DE 2013
HECHIZOS
Los hechizos son los dispositivos de
poder que se hacen cargo del mundo –salud o educación, lenguaje o pensamiento,
seguridad o relación con la naturaleza- en nuestro nombre y por nosotros. Nos
fascinan y paralizan, convirtiéndonos en víctimas dispensadas de pensar y
creer, irresponsables. Canalizan nuestro malestar, a menudo contra un chivo
expiatorio, pero no dan ninguna respuesta de verdad a los problemas de fondo.
De hecho, ocultando sus condiciones, debilitando nuestras capacidades y
bloqueando toda posibilidad de transformación, los hechizos preparan en
realidad nuevos desastres.
Versión completa de la
entrevista con María Naredo aparecida el 23-1-2010 en Público. Óscar la hizo
conmigo en Traficantes de Sueños
María Naredo es jurista. Especializada en género y derechos
humanos, fue responsable hasta 2006 del Área de Mujeres de Amnistía
Internacional. Ha publicado diferentes trabajos sobre pobreza, criminalización y
cárcel. En los últimos años ha realizado varias investigaciones sobre
alternativas al concepto actual de seguridad.
Según estadísticas recientes, los índices de criminalidad en
España bajan. Sin embargo, la percepción subjetiva de inseguridad aumenta y
justifica políticas cada vez más represivas. Algo no cuadra.
¿Cuál es tu relación personal con la cuestión de la seguridad y
el espacio urbano?
Yo estudié Derecho y al acabar la carrera pasé un año en Bolonia
(Italia). Ese año trastocó todos mis conocimientos aprendidos sobre el tema. En
concreto me puso en contacto, no sólo con el uso y la finalidad del Derecho
como herramienta de poder y mantenimiento del statu quo, sino también con
experiencias políticas de seguridad urbana contrarias a las hegemónicas,
ensayos de repensar la seguridad urbana. Contacté con un grupo de gente llamado
“Bolonia, citta aperta” que hacían una serie de cursos, dirigidos a
ayuntamientos y a personas que trabajaban en los municipios, tratando de
repensar y replantear todo el tema de la seguridad en las ciudades. Luego, con
el tiempo, he desarrollado un criterio diferente al que esta gente ensayaba,
pero las bases del tema de la seguridad y mi inquietud por él aparecieron allí
en Bolonia hace ahora 11 o 12 años. En el año 96, muchas ciudades italianas
tenían administración comunista (por ejemplo, Bolonia) y esos ensayos de otra
seguridad trataban de conjugar la convivencia, los intereses de distintos
sectores urbanos, el espacio público como foro de encuentro y la reivindicación
de una ciudad europea frente a las ciudades-modelo más anglosajonas,
estadounidenses. Se ensayaban por ejemplo espacios de mediación grupal entre comerciantes,
vecinos de una zona y mujeres que se prostituían y necesitaban estar en esos
lugares. Todo esto me pareció muy interesante y a la vuelta continué leyendo,
investigando y orientándome por ahí.
¿Por qué no te satisface el modelo actual de seguridad?
Porque su concepto de seguridad es un embudo muy estrecho que
define simplemente la inseguridad como sinónimo de criminalidad callejera,
especialmente criminalidad contra la propiedad. Este concepto de inseguridad se
convierte en una especie de embudo que deja afuera muchas otras dimensiones del
problema. No es una definición gratuita, tiene sus porqués y sus para qués.
Presenta la sensación de inseguridad como única, cuando es una experiencia
múltiple, diversa. Permite canalizar un malestar social más complejo como
simple miedo a la criminalidad, evitando así el cuestionamiento de las
relaciones de poder (económicas, políticas, de género, etc.) que lo provocan.
Justifica una política cada vez más represora frente a los grupos excluidos,
señalados como chivos expiatorios y el mal de todos los males. Y legitima
finalmente la restricción de libertades y derechos ciudadanos en nombre de ese
combate contra el crimen.
¿Qué queda fuera del embudo?
Muchísimas cosas. Por ejemplo, las fuentes de inseguridad de las
mujeres discurren por otros cauces. La dicotomía entre “espacio público
inseguro” y “espacio privado seguro” se tambalea por todos los lados, porque
donde mayor inseguridad encuentran las mujeres es en sus relaciones íntimas. La
percepción de inseguridad tiene mucho que ver con la socialización. En esta
sociedad patriarcal a las mujeres se nos ha educado para estar muy alerta
frente a peligros difusos (el descampado, el violador anónimo en el espacio
público, etc.) y muy poco alerta ante las relaciones nocivas con los más
íntimos. Pero si en lugar de aprender a cuidarse de unas relaciones desiguales
en el espacio privado (laboral o doméstico), aprendes sólo a temer al
desconocido que te va a atracar y violar por la calle, las relaciones de poder continúan
en su engranaje absolutamente bien engrasado. Eduardo Galeano escribía que “uno
de los miedos de nuestros tiempo es el miedo del hombre a la mujer sin miedo”.
El miedo sirve para buscar hombres protectores que son al final la fuente de
mayor opresión para las mujeres.
¿Quién ejerce esta seguridad?
En el modelo hegemónico de seguridad la función protectora se ha
delegado a estrategias e instancias formales que ya en su origen no
fueron creadas para garantizar seguridad, sino más bien para producir
disciplina. Hemos pasado de confiar en nuestro
entorno más cercano, en la solidaridad y el apoyo mutuo, en el control informal
del vecindario y las calles transitadas, a tener como referentes únicos de
seguridad a la policía y los juzgados. Cuanto más solos nos sentimos, más
acudimos a instancias que no pueden garantizarnos la seguridad porque no están
realmente creadas para eso. Las instancias represivas pueden en todo caso
gestionar algunas situaciones extremas, no procurar nuestra seguridad
cotidiana. El modelo hegemónico funciona en espiral: a mayor percepción de
inseguridad, más represión, y a mayor represión, más sensación de inseguridad.
Recuerdo a mujeres comentar, en algunos momentos donde la presencia policial se
ha hecho masiva en el barrio de Lavapiés: “el barrio está cada vez más
inseguro”. Porque si hay tanta presencia policial por algo será, ¿no? La
relación entre las estrategias policiales y la producción del propio miedo es
una espiral. Eso sucede también en las viviendas. Hoy parece que quien no tiene
portero con cámara está ya completamente desasistido. Todas estas estrategias
-urbanísticas, policiales y del propio mercado de la seguridad- crean todavía
mayor inseguridad y más necesidad de ir a buscar cada vez más lejos la
protección.
¿Por qué crees que ha pasado esto? ¿Por qué hemos dejado de
confiar en el tejido social y sólo nos sentimos protegidos por la policía?
Cada vez nos es más difícil encontrar las raíces de nuestros
propios miedos. Nuestros miedos difusos están cada vez más desordenados. Hay
toda una maquinaria mediática y de poder que se encarga de desordenarnos en ese
sentido. También cómo está concebida la vida en la ciudad -los nuevos barrios,
la zonificación (trabajo en una parte de la ciudad, compro en otra, me divierto
en otra, me relaciono en mi casa, me muevo en automóvil)-, esa forma de vida
nos desarraiga de las relaciones de vecindad y de confianza en el otro más
cercano. Esto nos hace más vulnerables a esos miedos que nos invaden por la vía
de los medios de comunicación. Pienso que una de las claves de resistencia es
retomar la vida de vecindario, reapropiarnos de los espacios públicos y
construir desde ahí redes de autocuidados entre la ciudadanía, aunque
efectivamente las políticas municipales de esterilización y desinfección de los
espacios públicos nos lo pongan cada vez más difícil. Como decía Jane Jacobs, “los propietarios de las aceras deben seguir siendo las
ciudadanas y ciudadanos”. Ni las cámaras de vigilancia, ni la policía, sino la ciudadanía que transita el espacio y lo
hace seguro. Pero si abandonamos eso, pasará lo que ya pasa en muchos barrios
donde la gente vive atrincherada en sus domicilios. Más que hablar de espacios
seguros e inseguros -la seguridad y la inseguridad pueden ser más bien un
continuo-, me parece más interesante hablar de relaciones seguras o inseguras.
Cuanto más nos relacionemos desde claves de cooperación y respeto mutuo, más
estaremos en disposición de vivir una vida más segura en todas partes. Las
políticas de seguridad hegemónicas no son muy democráticas: se dirigen a
proteger a un ciudadano-tipo (masculino, propietario, etc.), pero no se han
elaborado a partir de lo que la gente piensa o siente. Todo viene de arriba a
abajo. Por eso creo que la salida es la reapropiación de la calle y la
expresión pública de lo que nos hace seguros o inseguros.
¿Qué tipo de efectos produce el modelo hegemónico de seguridad?
¿Es un simple placebo?
La gente necesita expresar las inseguridades vitales y sociales.
Vivimos en un momento de mucha inseguridad estructural (precariedad en el
empleo, etc.). El modelo hegemónico de seguridad lo que ofrece es una manera de
canalizarla a través de un chivo expiatorio (el inmigrante, etc.) y un lenguaje
simplista que clasifica lo social en bueno/malo, blanco/negro. Son políticas
instrumentales, políticas-biombo que canalizan los malestares y ocultan otras
vías de elaboración más molestas para el poder, para el sistema. El nivel al
que se está llegando en la construcción de un chivo expiatorio hace que la
indignación que puede producirnos la vulneración de los derechos de los
excluidos quede bajo mínimos. ¿A quién ha convocado la protesta contra la nueva
ley de extranjería que recorta derechos de modo lamentable a una buena parte de
la población? A muy poca gente, porque los afectados son “los otros”, el
“enemigo interno” que viene a quitarme el empleo, a atracarme y a violar a mis
mujeres. Si no hacemos nada para evitarlo, esta espiral se irá recrudeciendo:
porque cuanto más malestar necesitemos expresar, más necesidad habrá de un
chivo expiatorio y de castigos ejemplares a ese chivo expiatorio.
¿Seguridad y libertad son valores antagónicos?
En el modelo hegemónico, sí. Concibe la seguridad como un
derecho “contra”: mi seguridad contra tu libertad, mi seguridad contra mi
propia libertad, mi seguridad contra la seguridad de otros ciudadanos definidos
como “peligrosos”. Porque, ¿quién se ocupa de la seguridad de las prostitutas
de la calle Montera? ¿Quién se ocupa de la seguridad del que va a comprar droga
a un poblado marginal porque en el centro ya no se puede encontrar? Pero
realmente, la seguridad entendida como securitas,
es decir, como cuidado de sí, no sólo no es contraria a la libertad, sino que
está ligada a ella. Una ciudad segura es una ciudad donde el tránsito es libre,
donde podemos expresarnos, donde no existen relaciones de opresión, etc.
Empezando por la libertad y la seguridad de las mujeres. Si hay dos franjas de
población que podrían hablar de manera muy diferenciada de sus necesidades de
seguridad son los hombres y las mujeres, aunque hay muchos hombres que por su
edad y su condición tienen necesidades de seguridad muy parecidas a las de las
mujeres (los hombres mayores, los niños, los hombres con algún problema de
movilidad…). Pero hablando en general existe esa diferencia.
¿Qué tipo de ciudad construye este modelo hegemónico de
seguridad?
Construye una seguridad más virtual que real en una ciudad
disciplinada, en la cual los espacios públicos son referente de inseguridad
porque son lugares de encuentro entre ciudadanía potencialmente diversa. Por
tanto se conciben como espacios de circulación y no de relación. Construye una
ciudad donde hay “islotes de seguridad”: zonas defendibles, urbanizaciones que
viven hacia dentro, centros comerciales tipo panóptico, etc. Islotes de
seguridad en un espacio bastante esterilizado, poco dado a la confluencia de
personas, al encuentro espontáneo entre personas…
¿Lo que se teme es la relación?
La relación entre desconocidos en el espacio público. En la
experiencia de las mujeres hay relaciones muy peligrosas, pero suelen ser entre
conocidos y en espacio privado: laboral o doméstico. Sin embargo, este sistema
ha tomado más la experiencia masculina que dice que la inseguridad viene más
bien del encuentro entre desconocidos en el espacio público. No sólo la
experiencia masculina, sino la experiencia masculina de un hombre de clase
media, motorizado por lo general, propietario…
¿Dices que ese modelo hegemónico de seguridad se puede calificar
de masculino?
Digo que es un modelo que encaja más con las fuentes de
inseguridad masculinas que con las femeninas. Las fuentes de inseguridad de las
mujeres son más diversas, como también lo es su uso de la ciudad. En general
los hombres hacen un uso más pendular de la ciudad (casa-trabajo-centro
comercial), mientras que las mujeres nos movemos por la ciudad de modo más
reticular, precisamente porque la vida nos hace desempeñar tareas más complejas
(de cuidados, en el trabajo, el ocio…). Concebir la seguridad asociada
estrechamente a la criminalidad callejera contra la propiedad, obviando otras
fuentes de inseguridad, encaja más con el estilo de vida masculino de un
determinado, como ya digo, tipo de hombre: clase media, propietario que tiene
que defender su propiedad, etc. Por supuesto hay hombres que tienen otras
necesidades de seguridad, pero que son excluidos de ese modelo hegemónico.
En la última novela de Isaac Rosa, que trata la cuestión
del miedo, el protagonista es uno de esos
ciudadanos-tipos de que hablas (hombre, clase media, propietario…). Sin
embargo, tiene dentro todos los miedos imaginables. ¿Crees que el modelo
hegemónico de seguridad protege siquiera a quien dice proteger?
Yo diría que el modelo hegemónico de seguridad trata de inocular
ese miedo. Este modelo no tendría justificación sin el miedo. El miedo del
ciudadano es el ingrediente básico que le da sentido. Como dice un amigo, no
hay sociedad más disciplinada que la que tiene miedo y está hipotecada.
Ciudadanos con hipoteca y con miedo son ciudadanos más fáciles de gobernar. La
novela de Isaac Rosa muestra muy bien lo potente de lo simbólico de las
políticas de seguridad, qué bien les viene el miedo, la búsqueda de chivos
expiatorios… Incluso gente como el protagonista de la novela, más o menos de
izquierdas, sienten en su fuero interno un rechazo a esos sectores excluidos
porque son “el otro” queramos o no queramos.
Además, estos ciudadanos-tipo, hombres de clase media, etc., son
también más victimizados en el espacio público que las mujeres. ¿Qué sucede?
Las mujeres aprendemos muy pronto a auto-protegernos, a no transitar por
determinados lugares. Los hombres van más seguros y eso les hace enfrentarse
más a menudo objetivamente con el peligro. Las mujeres mamamos todas esas
medidas de auto-protección. Pero eso no es inocuo, sino que tiene un gran coste
para nuestra libertad de tránsito por la ciudad, nuestra auto-confianza y la
confianza en las personas desconocidas. Nos han enseñado que hay que temer
muchas más cosas, que tienes que defenderte de muchas más cosas en el espacio
público. El cuento de Caperucita es un cuento escrito para mujeres, todo eso se
transmite de generación en generación.
¿Tememos a cualquiera, un peligro que viene de cualquiera, o a
“grupos-riesgo” determinados?
El trabajo depurado del modelo hegemónico de seguridad es
canalizar nuestros miedos difusos hacia determinados colectivos bien visibles y
diferenciados, unas determinadas acciones, etc. Las diferencias no sólo se dan
entre la población autóctona y la migrante, sino también entre los diferentes colectivos
migrantes. Esas inseguridades que no logramos canalizar por otros lados se
canalizan ahí. El círculo se cierra bastante bien. Es más una espiral que un
círculo: cuanto más malestar, más política represiva “contra” reclamo o tolero
o justifico, pero todo ello me hace estar más alerta. En realidad no se ofrece
verdaderamente una solución, porque se necesita el miedo como caldo de cultivo.
¿Y para qué sirve todo esto? Para mantener el statu quo, las relaciones de
poder de género, de clase y de etnia: control migratorio policial, control de
los barrios, imposición de nuevas formas de vida urbana que sin ese miedo
serían tan aburridas que la ciudadanía las rechazaría… Hay que vivir con mucho
miedo para querer vivir en un búnker.
Hablas de inventar otra seguridad, una seguridad que llamas
“relacional”, ¿qué significa esto?
Frente al espacio público esterilizado, frente a las políticas
represivas y de exclusión social, frente a la seguridad de arriba a abajo, hay
que oponer una seguridad basada en el encuentro, la relación y el diálogo. Se
trata de pensar la seguridad, no como un derecho “contra”, sino como un gran
pacto de convivencia entre los diferentes “cuidados de sí” de una ciudadanía
múltiple y diversa. Un pacto donde una parte de la ciudadanía no imponga a otra
sus necesidades de seguridad o le eche a la cara sus miedos, sino mediante el
que sea posible encontrarse, hablar de los miedos, poder bucear en nuestras
realidades hasta llegar a las raíces reales de nuestro malestar e inseguridad,
plantearnos qué es lo que me resulta agresivo u opresivo del otro, empezando
por las relaciones personales y siguiendo por las relaciones más grupales, pero
a partir del cuestionamiento de las relaciones de género, laborales, de uso del
espacio público, etc. Otra seguridad pasa por saber, por tener la confianza de
que si te pasa cualquier cosa en la calle, está el tendero de la esquina, la
vecina del quinto o el del bar de abajo, que siempre hay gente cerca con la que
puedo contar. Si la ciudadanía se reapropia de las aceras y las calles, la
seguridad vendrá por añadidura. Pero si las abandonamos a la policía y las
cámaras de seguridad, ocurrirá lo que ya pasa en muchos barrios donde la gente
vive atrincherada en sus domicilios.
¿Hay experiencias concretas que den ejemplo de esta otra
seguridad?
Hace ya años, desde la década de los 90, a partir de
experiencias en municipios canadienses, se empezó a trabajar lo que se llama
“mapas de inseguridad desde el punto de vista de las mujeres”. En los
municipios vascos se está elaborando un “mapa de la ciudad
prohibida”. Las mujeres hablan sobre sus
miedos, sus modos de circular por la ciudad, sus formas de relacionarse. Ya no
es un policía quien define mi miedo, sino que tengo que decirlo yo y además
hablarlo con mis vecinas. Al mismo tiempo se realizan “caminatas” colectivas de
reencuentro y reapropiación de espacios públicos normalmente vedados a las
mujeres por razones varias (su situación objetiva, razones culturales…). Todo
esto parte del convencimiento de algunas organizaciones de mujeres de que el
espacio público no es vivido de la misma manera por mujeres y hombres, porque
en muchos casos las mujeres tienen miedos difusos que, sumados a las
experiencias de auto-protección aprendidas desde la infancia, hacen que no
transitemos libremente por el espacio público (aunque por otro lado hacen que
tengamos un radar más sensible hacia espacios desagradables, mal cuidados, mal
iluminados, etc.).
Hay una parte muy interesante en estas iniciativas, que es la
participación directa de la ciudadanía en la definición colectiva de sus miedos
y formas de seguridad. Hay otras partes que no me convencen tanto, como lo que
se llama “prevención situacional”: pensar que por poner dos farolas en una
calle, el tema de la seguridad está resuelto. Hay quien plantea este tipo de
mapas como maneras de detectar espacios hostiles, entonces se pone algún
artilugio en ellas y punto. Un ejemplo de cómo se pueden pervertir estas
iniciativas es el mapa de la seguridad de Madrid. Plantea, a partir de
estrategias concebidas en despachos por arquitectas, funcionarios de la
administración y policía municipal, talar por ejemplo determinados árboles
porque podían ser focos de inseguridad, iluminar mejor una calle, etc. No se va
a la raíz, sino a esterilizar el espacio. Se piensa revitalizar los centros de las
ciudades, el comercio tradicional o el pequeño comercio. Políticas de mezcla de
usos se llaman. Vale, muy bien. No hay nada más inseguro que una calle vacía.
Pero todo esto, ¿a costa de quién? Las mujeres que se prostituían en la calle
Montera han llegado expulsadas a zonas como los polígonos de Villaverde,
Fuanlabrada, etc. Allí no las molesta la policía, pero ahora están más
desprotegidas, son más vulnerables a la agresión de un chulo, de un cliente. En
la “prevención situacional” prima lo estético: mejor ocultar algunas cosas
aunque sea en detrimento de la seguridad de estas mujeres.
Pienso que la mejor solución pasa porque la gente se reapropie
de los espacios, los repiense, exprese qué siente seguro o inseguro, lo
comparta con otros, etc. En Italia se han lanzado también iniciativas de
mediación inter-grupal: procesos para pensar cómo se plantea el espacio de tal
manera que ningún grupo se sintiese excluido.
¿Qué piensas de esas iniciativas de mediación, que parten muchas
veces de las instituciones? ¿Son algo más que parches?
Todo lo que tenga que ver con crear puentes de diálogo añade
complejidad y eso me parece bien. Es más complejo dialogar que excluir e
imponer. Es verdad que cuando existe una cultura, alimentada desde lo
institucional, de racismo, xenofobia, miedo al otro, es muy difícil que luego
se establezca una figura de mediación inter-grupal que sea recibida con los
brazos abiertos y que todo fluya como la seda. Las políticas y los mensajes
institucionales van por un lado y por otro van estas pequeñas iniciativas casi
marginales que son las que habría que potenciar. Cuando la centralidad de las
políticas lleva un enfoque excluyente, que incluso se podría calificar de
“xenofobia institucional”, ¿cómo entender luego esas otras figuras? Pueden ser
un simple escaparate (“mira lo modernos que somos y lo que estamos haciendo por
la integración en el barrio”), o bien funcionar como simple válvula de escape
de conflictos vecinales muy explosivos. Eso es cierto. La alternativa desde mi
punto de vista pasaría por un replanteamiento muy de raíz que tome la relación
con el otro como algo fundamental, no como algo que no tiene remedio pero que
ojalá no se diera. Todo esto supondría delegar mucho menos en las estrategias
de control formal (policía, juzgados, etc.), que deberían estar ahí sólo para
gestionar situaciones extremas. Pero esas otras inseguridades de las que hemos
hablado deberían elaborarse desde la cercanía, la participación, la relación,
etc. Así desentrañaríamos esas raíces más profundas.
Los miedos de los que hablas, ¿son virtuales o tienen una base
real?
Yo no digo que esos miedos no tengan una base real, que no
tengan que ver por ejemplo con el hecho de tener que compatibilizar de pronto
el uso del espacio público con un grupo de ciudadanos que ha venido nuevo y que
a mí me resulta hostil. Yo no digo que eso no sea realidad en muchos barrios.
Pero creo que la virtualidad empieza cuando los medios de comunicación o
determinadas políticas me hacen ver a ese vecino nuevo como un potencial
delincuente. A lo mejor alguno lo será, pero no todos. Sin embargo, lo virtual
es que yo represento en mi imaginario a ese grupo de personas como un colectivo
que me va a hacer mal. Ahí está la desconexión con lo real y ahí es donde
habría que trabajar. Evidentemente los problemas están y cuanto más complejo es
un vecindario, más problemas de relación tiene, pero también más riqueza.
Reducir esa complejidad mediante fórmulas simples que dividen la ciudadanía en
buenos y malos, los que tienen derecho a ocupar el espacio público y los que
no… Precisamente porque hay complejidad, muchas más instancias deberían ser
convocadas a la participación, no sólo la policía, como ocurre en el modelo
hegemónico de seguridad. También figuras vecinales, organizaciones, ciudadanía
en general, comerciantes… Una dinamización espontánea del espacio público daría
mucha más seguridad al barrio que las políticas de control maquilladas con
alguna figura de dinamizador cultural con un margen estrechísimo de maniobra.
Si la ciudadanía se hace propietaria de las aceras y las calles, la seguridad
vendrá por añadidura.
Los taxis rosas son una iniciativa italiana que se ha extendido.
Me recuerda a la iniciativa de Ciudad de Méjico de separar los vagones de metro
para hombres y mujeres. Luego la copió Japón. Esas intervenciones pueden servir
para poner de relieve que la seguridad de las mujeres pasa por la ausencia de
violencia masculina. Según varios estudios, el referente de inseguridad de la
mujer siempre es un hombre. En el espacio público y en el privado, claro. Los
hombres también citan a otros hombres como referentes de inseguridad. Esas
medidas que citas son -o deberían ser- coyunturales, forzadas, pero pueden
poner de relieve y visibilizar de modo atroz una realidad: las mujeres se
enfrentan en el espacio público a violencias masculinas en mucha proporción y
los transportes públicos son algunos de los focos de violencia masculina más
intensos. Si esas medidas sirven para visibilizar esto, bienvenidas sean. Pero
debería profundizarse bastante más: ir a causas, a raíces, a esas
socializaciones de las mujeres que decíamos que nos llevan a confiar y desconfiar
en la persona equivocada.
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