PUBLICADO POR ACUARELA ON DOMINGO, 28 DE
ABRIL DE 2013
HECHIZOS
Los hechizos son los dispositivos de
poder que se hacen cargo del mundo –salud o educación, lenguaje o pensamiento,
seguridad o relación con la naturaleza- en nuestro nombre y por nosotros. Nos
fascinan y paralizan, convirtiéndonos en víctimas dispensadas de pensar y
creer, irresponsables. Canalizan nuestro malestar, a menudo contra un chivo
expiatorio, pero no dan ninguna respuesta de verdad a los problemas de fondo.
De hecho, ocultando sus condiciones, debilitando nuestras capacidades y
bloqueando toda posibilidad de transformación, los hechizos preparan en
realidad nuevos desastres.
Versión
completa de la entrevista con Frederic Neyrat aparecida
el 21 de junio de 2009
Frederic Neyrat es filósofo. Fue director de programas del
Colegio Internacional de Filosofía y, actualmente, es miembro del comité de
redacción de la revista francesa Multitudes.
En 2008, publicó Biopolítica
de las catástrofes, referencia imprescindible en el debate de la
ecología política.
Desastres ecológicos, epidémicos, terroristas, políticos,
económicos… Frederic Neyrat nos propone pensarlos, no como simples riesgos
posibles, eventuales o pasajeros, de los que una sabia combinación de
políticos, técnica y expertos pueden protegernos, sino como procesos en curso
cuyos efectos dañan ya el mundo y que reclaman una transformación sustancial de
nuestras maneras de habitarlo.
¿Qué diferencia establece entre riesgo y catástrofe?
El término de riesgo, así como el de crisis, es muy débil. No
toma realmente en consideración lo existente, los daños reales, la profundidad
de los desafíos planetarios. Por ejemplo la crisis actual no es sobre todo
financiera, sino algo mucho más grave y profundo: son todas las condiciones
materiales, espirituales y geo-ecológicas las que están mutiladas. La noción de
riesgo invita a creer en posibilidades, peligros eventuales, ahí donde la noción
de daño insiste sobre la visibilidad, o la necesidad de hacer visible,
sensible, el estado del mundo, el estado de nuestras vidas individuales y
colectivas. En ese sentido, las catástrofes no son del orden de los riesgos,
sino procesos en marcha que manifiestan aquí y ahora sus efectos. Una
catástrofe siempre sale de alguna parte, ha sido preparada, tiene una historia.
Por ejemplo, un atentado tiene una historia política. ¡Incluso un cometa que
golpease la Tierra tiene la historia de su propio trayecto! La misma explosión
de Chernobyl fue programada: construir la central suponía ya programar una
explosión.
¿A qué llama “biopolítica de las catástrofes”?
Es el nombre que doy a una forma de gobierno que, bajo un modo
conjuratorio (profético) o regulador (analgésico), pretende hacerse cargo de la
totalidad de lo vivo. Se sirve de los riesgos y de las crisis para que nada
cambie. Es una forma de katechon,
podríamos decir, en el sentido que le daba Carl Schmitt en una carta a Julien
Freund: “‘Katechon‘ no significa retrasar, sino más bien no dejar que
algo estalle”, es decir, vigilar y controlar.
Lo específico de esta gobernabilidad es que invierte de un modo
extraño la línea del tiempo: previene “riesgos”, o en términos penales
franceses la “peligrosidad”, supone “intenciones” terroristas y aplica
preventivamente medidas de excepción, etc. Hay toda una serie de nuevos
conceptos jurídicos que nos permiten hablar, tras las sociedades de vigilancia
y de control, de sociedades clarividentes que anticipan las catástrofes con el
fin de conservar intactas las estructuras de poder existentes, de impedir
cualquier cambio verdadero. Por ejemplo: como hoy en día los gobiernos no
quieren modificar las condiciones que conducen a los cambios climáticos, se
sitúan en “el día después”, como el título de la película de Roland Emmerich.
El nuevo nomos [ley] que se instala hoy por
todas partes tiene por función gestionar un mundo de supervivientes y en este
sentido hay que entender también las leyes “anti-terroristas”, que son medidas
de excepción tan flexibles como el capitalismo.
Al mismo tiempo que anticipa, la biopolítica de las catástrofes
es profundamente adaptativa y opera en tiempo real, gestionando las catástrofes
efectivas de tal modo que todo pueda continuar como si nada hubiera ocurrido.
¿Sobre qué se sostiene esa gobernabilidad?
Sobre la idea de que podría existir una política capaz de
proteger destruyendo todo lo que impide esa protección. La inmunidad es el
fondo fantasmático de la política, su fondo inconsciente. Pero según una lógica
desvelada por Derrida, toda operación inmunitaria tiende a transformarse en
procedimiento auto-inmunitario, volviéndose así contra el propio cuerpo. Existe
un umbral a partir del cual la protección -de la democracia, de las
poblaciones, de la propia vida- destruye la democracia y la misma vida. La
inmuno-política fantasea sobre la posibilidad de una seguridad pura y absoluta,
una “indemnidad” ontológica que tiene sin ninguna duda mucho que ver con lo que
decía Freud del inconsciente: que ignora la muerte. Y tiene también que ver con
una cierta forma de narcisismo que podríamos definir así: reclamar la excepción
para uno mismo.
Pero esto ha sido así siempre…
Por supuesto, ese fantasma de inmunidad no tiene nada de nuevo,
pero está particularmente activo por la forma misma de nuestras sociedades, una
forma epidérmica, permanentemente en guardia, sometida a estímulos de todas
clases, electrónicos o afectivos. Una situación que describo con el término de
“sobreexposición” en un libro llamado precisamente Surexposés [sobreexpuestos]. Ahora bien, esta
sobreexposición no es más que excesiva acentuación de nuestra condición
original de estar expuestos. Exposición, existencia, exilio, todos esos
términos que podemos leer en Heidegger, Bataille o Nancy, significan: ser
“fuera de sí”, es decir, estar en el mundo, “estar embarcados”, ser frágiles y,
por tanto, precarios, inestables… Pero cuando el mundo, o bien una situación
existencial cualquiera, se convierte en una especie de inmanencia compacta,
cerrada sobre sí misma y en ese sentido sobreexpuesta, entonces se rechaza la
exposición insuperable de nuestra existencia en favor de protecciones
terribles, de reclamos de seguridad auto-destructivos, que tienden siempre a
superar -cerrar, completar, evacuar- la exposición de nuestra existencia.
¿Considera negativa la idea misma de protección?
No, tenemos necesidad de protecciones para vivir. Existen
protecciones buenas que, en su relación con los otros y con uno mismo,
favorecen la vida, la buena vida. Pero sólo son buenas las protecciones que
provienen de las formas de vida mismas y de sus modos de auto-organización, en
sentido biológico o político. No hay teoría general de las protecciones, hay
que analizar caso por caso, pero podemos aprender a analizarlas con el fin de
saber cuáles favorecer y cuáles abandonar.
¿Y qué protecciones deberíamos abandonar?
Hay diversos tipos de insularidad. La insularidad es para mí una
forma de pensar la individuación, pero en términos, digamos, geo-filosóficos.
En Surexposés,
hablo de insularidades cosmológicas, una metáfora que trata de decir que
ninguna individuación es posible sin relaciones con lo que está ya individuado
o todavía es impersonal fuera de uno mismo, no únicamente en sí. Trataba de ese
modo de luchar contra el autismo de la individuación, porque no hay
auto-organización sin multiplicidad. Las insularidades autistas son las
tentativas de protegernos cortando con todo lo que hay fuera. Son insularidades
catastróficas que producen finalmente su propia ruina. Y no hablo en términos
conceptuales, sino muy concretamente de la manera que tenemos de fabricar
casas, ciudades… El 4×4, por ejemplo, es la materialización del fantasma inmunitario
y ahora podemos ver hasta qué punto era, económicamente, catastrófico. Los
constructores americanos de coches se tiran de los pelos… Una insularidad
catastrófica fabrica su propia ruina, pero la gran pregunta es: ¿por qué
fabricamos máquinas que fabrican su propia ruina? ¿Es una especie de delegación
de la pulsión de muerte? Yo hablo de un “crash-test” global(1) que muestra
hasta qué punto nuestro régimen pulsional está mal construido, sobre este punto
deberíamos releer a Marcuse. La catástrofe programada es, en cualquier caso, la
elección de la muerte y no de la vida.
¿Qué rescata de Arne Naess, teórico de la deep ecology (ecología
profunda)?
Hay que romper la clausura del mundo, lo que hace poco en un
artículo para la revista Lignes he llamado “rupturas de defensa”. La inmanencia
compacta del globo, de la que se dice equivocadamente que no tiene afuera,
encierra al ser humano sobre sí mismo y lleva a cabo el proyecto biocida de la
Modernidad: el principio de inmunidad ontológica que el ser humano explota
conscientemente, desde el principio de la época moderna por lo menos, consiste
en instalar un estatuto de excepción para sí mismo, fuera de todo campo
relacional, fuera de toda relación con lo que no es él mismo. Frente a esa
exclusión, Arne Naess propone el concepto, eminentemente disensual, de igualdad
ecosférica, que hace volar en pedazos nuestra concepción de la democracia y la
república. Me parece que podemos utilizar la ecología profunda de Naess como un
saludable caballo de Troya para romper nuestro narcisismo como especie.
Otra idea a abandonar, según usted, es la de medio ambiente.
La ecología profunda se opone a la medioambientalista, que es la
ecología dominante entre el saber y los aparatos de representación política.
Esta supone que hay un centro y un entorno que podemos desechar de nuestra
atención. Pero, más allá de Naess, esa idea de centro no tiene ningún sentido
desde un punto de vista práctico: en el mundo globalizado, el de la “subsunción
real” (Marx) o el del “capitalismo mundial integrado” (Guattari), no hay
entorno, sino relación y exposición, a corto o largo plazo. Por supuesto, se
puede forzar un centro, por ejemplo hoy asistimos a forzaturas nacionalistas,
al retorno a la insularidad conocida como soberanía estatal, etc. Es ridículo,
desde luego, pero sobre todo sangrante y lo será cada vez más. Porque cuanto
más descubran los gobiernos autistas que lo que pasa no pasa en su entorno sino en el interior de sí mismos, más
violencia y control habrá. Nos las tenemos que ver, al más alto nivel de los
Estados, con una alianza del ridículo y la muerte. Frente a eso, hoy más que
nunca la exigencia es afirmar las potencias de vida, que son potencias capaces
de contener la muerte.
¿El humanismo es otra insularidad catastrófica?
Hay que ponerse de acuerdo sobre este término y no podemos
hacerlo más que sobre la base de una interpretación. Porque el humanismo es una
construcción retroactiva, ¡jamás los llamados “humanistas”, Erasmo o More,
emplearon el término humanista! Llamo humanismo al proceso antropo-céntrico que
pone la humanidad como un fin inaccesible sobre un fondo de ausencia de
esencia: “no se nace hombre, sino que se deviene hombre, pero nunca se deviene
del todo porque somos libres y lo somos ahí donde otros no lo serán jamás,
otros “pseudo”-humanos, animales, seres tecnológicos”, etc., etc. El humanismo
es la encarnación del principio del “indemne”, da forma a la inmuno-política y
es preciso ser, en ese sentido, profundamente anti-humanista. Lo que supone un
pensamiento de la finitud que dice que no todo es producido. El espacio de
relaciones no puede construirse más que sobre un fondo inconstruible, un vacío
si se quiere.
¿Qué es la ecología política?
La ecología política es un mínimo, el mínimo exigible a todo
pensamiento hoy. Sin ella no podemos comprender nada de lo que ocurre y esto se
va a volver cada vez más cierto. La ecología es un materialismo de la finitud y la finitud implica la relación: no
podemos existir solos, absolutamente solos. Existir significa estar en
relación, “ser con”, como dice Jean-Luc Nancy. El materialismo de la finitud
supone la fragilidad del ser y de las relaciones, así como su sostenimiento,
siempre meta-estable y no sólo estable, y su acontecer, tan imperceptible como
un clinamen, para
retomar ese término imposible de Lucrecio.
Esa fragilidad puede en ocasiones asumir la forma de la penuria,
producida y organizada por los aparatos de captura de los que hablaban Deleuze
y Guattari, aparatos que producen la carencia, que expropian, o la forma de la
penuria catastrófica, que significa la carencia real, la falta a secas. Las dos
penurias están vinculadas: la ecología es política en tanto que hereda el
análisis de Marx sobre los procesos de expropiación, de enclosure [cercamiento], que hoy en día los
teóricos del capitalismo cognitivo siguen desarrollando. Por tanto, hay que
pensar el vínculo entre expropiación y destrucción, los dos procesos están
ligados pero la gran dificultad, en la cual tropieza muy a menudo el
pensamiento de izquierda aunque sea menos inmunitario que el de derecha, es
pensar esa relación y su génesis. Hay que establecer esa relación hasta el
punto de intrincar anti-capitalismo y anti-humanismo.
¿Qué aporta la ecología política al anti-capitalismo?
El anticapitalismo no sirve para disponer un mundo nuevo. Ser
anticapitalista significa simplemente oponerse a las formas de expropiación de
la vida. Pero el término no dice nada sobre lo que podrían ser las formas de
vida y los vínculos entre ellas, no dice nada sobre el sentido que otorgamos o
no al ser. Porque siempre hay, en el interior de una forma de vida, de un modo
de existencia, de un colectivo, de una práctica o una lucha, un sentido
otorgado al ser, único o múltiple, centrado sobre un punto de trascendencia
fuera del mundo o centrado sobre un sí-mismo estanco. O hay una ausencia de
sentido, que es todavía una manera de dar uno. La cuestión del ser no es
meta-física, sino física, material, situada. Yo afirmo que nos hace falta una
nueva imagen del ser, nuevas imágenes que den forma al sentido. Imágenes que
evoquen, como he venido diciendo, las turbulencias, los clinamen, la
meta-estabilidad, la no-seguridad (inassurance) y la fragilidad, lo
inconstruible y la finitud, la madeja de relaciones en las cuales el ser humano
es una emergencia significativa junto a otras emergencias significativas,
existiendo siempre en colectivos inexpertos en materia de vivir, siempre
agujereados, irremediablemente expuestos, sin esperanza de protecciones
eternas. Hay que recordar siempre cómo sólo una delgada línea azul nos protege
de lo irrespirable. Es un modo de gozar con la conciencia, con la sensación de
esta emergencia, siempre lejos del equilibrio.
1. http://colaboratorio1.wordpress.com/2009/02/05/de-la-civilizacion-como-crash-test-frederic-neyrat-2007/
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