Guillermo
Almeyra
Una
inaudita concentración de la riqueza; el horror macabro de los asesinatos
masivos y cotidianos; la fuga incontenible de las zonas rurales hacia un
destino inseguro de discriminación y desprotección social en un país extraño y
hostil; el apoderamiento de los bienes naturales y de los recursos productivos
por corporaciones extranjeras; el aumento de la corrupción en el uso de los
puestos públicos como si fuesen botín de guerra; la destrucción sistemática de
las conquistas sociales y políticas de la Revolución Mexicana; la continua
restricción de los márgenes para la democracia, el ataque a fondo contra la
sanidad, la educación, la protección a los trabajadores, indígenas, campesinos;
la militarización del país utilizando al Ejército como policía y
corrompiéndolo, mientras el gobierno somete el país a la dominación abierta de
Washington: esta es la cara siniestra de la moneda mexicana.
Pero
está también la otra cara, la de la resistencia de masas que crece como ola de
fondo, día a día. Pocas decenas de miles de indígenas zapatistas militarmente
organizados, apoyados en un par de centenas de miles de otros
indígenas-campesinos locales, resisten desde hace 20 años frente al Estado y
crean los gérmenes de una organización local más democrática y no capitalista,
aunque estén incluidos en el mercado y en el Estado capitalistas de los que
tratan de separarse. Así, un poder popular local, de masas y asambleario,
enfrenta desde hace décadas al poder del capital nacional y extranjero, y el
semiestado nacional ha perdido en las zonas zapatistas el monopolio legítimo de
la fuerza, si es que alguna vez lo tuvo.
Al
mismo tiempo, a las fuerzas armadas del semiestado en descomposición no se le
oponen sólo las bandas bien armadas del narcotráfico, que mueven decenas de
miles de sicarios y de secuaces y están infiltradas en todos los niveles de ese
semiestado. También aparecen las policías comunitarias y los grupos de
autodefensa en todo el México central, particularmente en Michoacán, Guerrero y
Oaxaca, allí donde hay comunidades campesinas y grupos indígenas que mantienen
sus lazos comunales y solidarios. Estas organizaciones populares, brazos
armados de sus comunidades, expresan también la decisión de construir desde
abajo bases para otra relación social y política. Son decenas de miles de
combatientes que se apoyan en asambleas, las cuales escogen y mantienen a
quienes toman las armas en su defensa y compensan a las familias por los brazos
perdidos en beneficios de todos, discuten qué hacer y hasta dónde ir,
establecen un poder popular en las comunidades y una democracia basada en el
fusil en manos de los trabajadores y en la justicia popular autoadministrada.
Estos
grupos de hombres y mujeres armados, y no el aparato represivo del semiestado
capitalista, son los que ejercen el monopolio de la violencia legítima y tejen
una red de enlaces federativos que se extiende cotidianamente y que cuenta con
un caluroso apoyo popular. Al mismo tiempo, y en otro nivel, aunque no en
contacto estrecho con los grupos de autodefensa, se crean las bases
organizativas y legales de la Organización Política de los Trabajadores (OPT)
que agrupa a sindicatos y a formaciones de izquierda que buscan una salida
política independiente del Estado a la crisis del capitalismo en el país y a la
crisis de dominación que sufre la oligarquía en el poder. Igualmente, millones
de personas se agrupan en Morena, tratando de preservar lo que queda de los
derechos democráticos y esa fuerza, por ahora electoral, no es insensible a la
resistencia indígena ni a la acción auto organizada de las comunidades con las
que mantiene viejos lazos sociales y culturales y podría, si las cosas se
precipitasen, saltar por sobre su actual esperanza electoral y legalista. Por
último, sectores de la intelectualidad –maestros rurales, amplios grupos
estudiantiles y jóvenes profesores– se incorporan por otra parte con sus luchas
y con su actividad a este magma social en movimiento, que aún carece de un
objetivo común explícito.
Por
supuesto, los zapatistas no son anticapitalistas: buscan sólo reformar al
México del capital y los narcos para que los indígenas puedan gozar de
condiciones de igualdad con los demás oprimidos y mejorar algunas medidas y
leyes. Las policías comunitarias, los grupos de autodefensa, defienden los
derechos democráticos pisoteados y las vidas y derechos de los integrantes de
sus comunidades y no pretenden abatir el sistema. Las luchas obreras son
defensivas y no pretenden un cambio social, sino precisamente impedir cambios sociales
para peor, hacia atrás. Son muy pocos los anticapitalistas y menos aún los
autogestionarios y tienen todavía muy escasa audiencia. Pero las revoluciones
no las preparan sólo los revolucionarios y menos aún las hacen sólo ellos. Las
prepara e impone la acción salvaje de las clases dominantes, que niega toda
posibilidad de reformas progresistas. En cuanto a los oprimidos, luchan por
preservar las conquistas anteriores pero, para conservar hay que cambiar las
cosas, las relaciones y las propias ideas, como demostraron los indígenas
chiapanecos del EZLN en 1994, los indígenas ecuatorianos en 1990 y los
bolivianos en la guerra del agua.
Lo
importante es que hoy se mueven pueblos enteros y no detrás de líderes, sino
creando dirigentes para cada acción y cada lucha. Es la auto organización, la
creación de experiencias de poder local, la disputa al semiestado del monopolio
de la violencia legítima. Es el aumento de la autoconfianza y de la creatividad
social, que une elementos restantes de la vieja vida comunitaria en
descomposición con métodos y objetivos propios de un nuevo poder democrático y
popular. Por supuesto, nada nace puro y en los nuevos movimientos puede
infiltrarse gente que quiere que otros le eliminen a su enemigo. Pero la
vigilancia comunitaria puede reducir su impacto. Hoy estamos viendo nacer las
bases de una nueva bola.
Fuente:
http://www.jornada.unam.mx/2014/01/19/opinion/015a1pol
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