Álvaro Renzi Rangel
ALAI AMLATINA, 27/09/2016.- Con la firma del presidente Juan
Manuel Santos por el gobierno y del comandante Rodrigo Londoño
("Timochenko") por las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia
(FARC-EP), se puso fin el 26 de setiembre de 2016 al conflicto armado
interno más antiguo de América Latina que causó más de 220.000 muertos y al
menos cinco millones de refugiados y desplazados.
América Latina asistió en Colombia a un momento
clave de su propia historia, sin precedentes desde que en la última década del
siglo pasado se firmaran los acuerdos de paz en Nicaragua, El Salvador y
Guatemala. El sueño de una región de paz se agiganta. Hay nuevas palabras que
se irán incluyendo en el vocabulario político colombiano: legalidad,
democracia, participación popular, equidad, justicia social
Culminaron cuatro años de un proceso de negociación
arduo, difícil y por momentos sumamente frágil en La Habana, donde la comunidad
latinoamericano-caribeña y mundial puso todo su empeño para que se lograra un
acuerdo que le otorgara herramientas al país para transitar hacia los cambios
necesarios, hacia la pacificación definitiva.
El acuerdo no significa el fin del conflicto, pero
abre la perspectiva de superar la guerra y su permanente pérdida de vidas, crea
las condiciones para el retorno de miles de desplazados a sus tierras, permite
un proceso de justicia por los crímenes de lesa humanidad cometidos durante el
conflicto. Pero, sobre todo permite consolidar la vida democrática del país y
alentar su desarrollo.
Ahora hay que construir la paz, entre todas las
partes. El fin formal de la guerra es apenas el inicio para la construcción de
la paz. El proceso comienza por la aprobación refrendataria de los acuerdos por
parte de la ciudadanía, así como la ratificación parlamentaria de diversas
modificaciones legales previstas en los acuerdos.
Hay sectores políticos, encabezados por el
expresidente Álvaro Uribe, y corporativos de lo que se ha calificado como el
poder fáctico del país, interesado en bombardear el proceso de pacificación. La
guerra ha sido para este poder fáctico un gran negocio por más de 50 años,
cuando se han apropiado de la tierra y su explotación.
Las inercias de la violencia no necesariamente se
detendrán de manera automática, y tal vez resulte inevitable la persistencia de
núcleos irreductibles en uno y otros bandos. Pero ese fenómeno marginal es
consustancial a cualquier proceso de paz y cabe esperar que tanto las partes
firmantes como la sociedad tengan la capacidad y la tenacidad requeridas para
impedir que altere el curso de la pacificación, señala en un editorial el
diario mexicano La Jornada.
No hay que olvidar que por varias décadas la alta
burguesía, en su afán por el lucro, siempre se opuso a una política de paz que
mermara sus ganancias. Quizás por temor a los cambios democráticos y sobre todo
a ser afectados en sus intereses económicos y de influencia en la opinión
pública, es que los dueños de los medios habían definido por décadas una línea
adversa a las negociaciones de paz y hostil a toda iniciativa y propuesta de la
guerrilla. ¿Cambiarán ahora? Nada se habla en los acuerdos sobre la necesaria
democratización de la comunicación.
¿Cómo hablar de una comunicación para la paz en un
país donde hasta no hace mucho tiempo el gobierno negaba la existencia de un
conflicto, donde los periodistas y los medios se abstenían de hablar de los
falsos positivos y de las masacres de campesinos e indígenas? ¿Cómo hablar de
paz en un país que aloja siete bases extranjeras? ¿Cómo se hace para cambiar el
chip? ¿Será que los grandes medios se volvieron democráticos? ¿O será que la
guerra ya no es negocio y que ahora para los negocios hace falta la paz?,
comenta el comunicólogo uruguayo Aram Aharonian.
Hay un aspecto por demás importante en el Acuerdo
Final, la transformación de las FARC en partido o movimiento político, que
además de ampliar el espectro político del país, le dará un impulso al
movimiento social y popular colombiano, para posicionarse como una fuerza
política con posibilidades de ser poder y gobierno. Esto sin duda aportaría a
la unidad latinoamericana y al fortalecimiento de los proyectos alternativos ya
existentes en la región.
Y quedan muchas las preguntas que se hacen desde
los sectores progresistas: si se desmovilizarán los paramilitares, si los
acuerdos mejorarán las condiciones de la lucha social y de vida de las grandes
mayorías, si terminará la violencia contra los dirigentes campesinos e
indígenas, de los movimientos sociales, de los defensores de los derechos
humanos. El problema de fondo lo identificó muy bien el papa Francisco: tierra,
techo, trabajo para todos, es el desafío.
El galardonado escritor colombiano William Ospina
se pregunta por qué la gente está tan escéptica. Y se responde: “porque nadie
siente que este proceso esté cambiando las condiciones que nos llevaron a la
guerra y que la hicieron posible durante 50 años. Algo en el corazón de la
sociedad presiente que una paz sin grandes cambios históricos, una paz que no siembre
esperanzas, es un espejismo, hecho para satisfacer la vanidad de unos políticos
y la hegemonía de unos poderes, pero no para abrirle el horizonte a una
humanidad acorralada por la necesidad y por el sufrimiento…”
Existen riesgos en la implementación de los
acuerdos: uno, que el propio Estado incumpla lo pactado, otro el fenómeno del
paramilitarismo, pues con el antecedente del exterminio de la Unión Patriótica
los colombianos bien saben cuánto puede costar y retroceder un proceso de paz.
“Si el Estado no toma medidas políticas para
contrarrestar el avance del fortalecimiento de este fenómeno, el punto tres
sobre la terminación del conflicto estaría en evidente peligro y por ende los
otros puntos acordados también. (…) Si esto llegará a suceder el papel de la
izquierda latinoamericana radica en la solidaridad que podamos tejer para
lograr fortalecer la lucha del movimiento social y popular colombiano de exigir
el cumplimiento de los acuerdos”, señala la exsenadora Piedad Córdoba.
Un acuerdo no garantiza la paz, es solo un marco
para construirla. Y el otro marco debería ser la justicia. Justicia también
para establecer los mecanismos que muchas empresas utilizaron para apoyar y
financiar a grupos paramilitares, cuyas acciones causaron miles de muertos,
torturados y desaparecidos en todo el país, violencia de la cual finalmente
ellos se lucraron para ampliar sus propiedades y riquezas, con el silencio
cómplice de los grupos mediáticos.
- Álvaro Renzi Rangel
Sociólogo, investigador del Observatorio de
Comunicación y Democracia y del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico
(CLAE)
URL de este artículo: http://www.alainet.org/es/articulo/180545
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