Silvina M. Romano
ALAI AMLATINA,
12/03/2018.- El problema de América Latina es la corrupción, pero
no la corrupción “a secas”, sino especialmente aquella asociada a los gobiernos
progresistas o posneoliberales1. Lo aseveran
los think-tanks, los asesores de Instituciones Financieras Internacionales
(IFI) y voces expertas sobre lo que “sucede” en la región2. Lo advertía
John F. Kelly, ex Comandante del Comando Sur de los EEUU y hoy Jefe de Gabinete
de Trump3. Aseguran
que los gobiernos progresistas se abusaron de los pobres para enriquecer a un
puñado de funcionarios de gobierno corruptos. Agrandaron el Estado y lo
repolitizaron, intervinieron en la economía y revalorizaron lo público, con el
único objetivo de “saquearlo” luego. Privilegiaron la utilización de
influencias y fondos públicos para beneficio personal y recurrieron a los
poderes del Estado para evitar la rendición de cuentas. Desde esta perspectiva,
los funcionarios y políticos involucrados en gobiernos progresistas que
exaltaron ese derrotero, son por definición corruptos y además ineficientes.
Son incapaces de manejar al Estado como a una empresa privada, poniendo en
riesgo el rumbo de la economía y (supuestamente) del Estado en su totalidad4. Esta serie
de argumentos son los que urden la trama de un sentido común reproducido por
las derechas y la prensa hegemónica desde hace varios años y que ha contribuido
al menos a dos fenómenos: el primero y de corto-mediano plazo, es el de la
“judicialización de la política” desde arriba; el segundo es el de la
despolitización de la política, el desprecio por “lo público” y el prejuicio
respecto de lo estatal como ineficiente.
El hecho de que este
relato haya devenido en “sentido común”, de que haya calado profundo en la
opinión pública, no es fruto de una campaña mediática particular, o el
resultado “inminente” del retorno de gobiernos de derecha. Tampoco obedece
únicamente a factores coyunturales. Por el contrario, forma parte de un proceso
histórico que encuentra parte de sus raíces en el ajuste estructural
implementado en América Latina a partir de la década de los ’80 y que tuvo como
actores principales a las IFI y a las agencias bilaterales del gobierno
estadounidense. La “modernización” del Estado, que tenía por objetivo una mayor
eficacia y eficiencia para acabar con la corrupción y el favoritismo, fue
argumento clave para el adelgazamiento/desaparición y desprestigio de lo
público en virtud de lo privado. El Consenso de Washington puede ser un ejemplo
de sistematización de tales premisas como lineamientos para la acción de
gobiernos dedicados a procurar que el Estado se subsumiera a las necesidades
del sector privado. La empresarialización del Estado5.
Las reformas
judiciales
Uno de los sectores
en los que se intervino tempranamente para la “modernización del Estado” fue el
judicial. Tuvieron especial protagonismo los organismos de “asistencia para el
desarrollo” bilaterales y multilaterales, como la USAID y el BID.6 Este
asesoramiento en la transformación de los aparatos judiciales constituye un
eslabón más en una cadena de relaciones dependientes y asimétricas establecidas
por la dinámica y normativas inscritas en la asistencia para el desarrollo (al
menos desde la Guerra Fría hasta la actualidad)7. El objetivo
era lograr la “buena gobernanza” por medio de una reorganización del Estado, ajustando
las leyes e instituciones a las normativas internacionales que permitieran el
flujo de inversión extranjera directa y el acceso a mercados “sanos”. Debía
garantizarse un “buen funcionamiento” de las instituciones para garantizar el
desarrollo8.
Guatemala fue uno de
los mayores receptores de asistencia para la reforma judicial, tras la firma de
los Acuerdos de Paz. Fluyeron asesores, recursos para infraestructura e
informática y el “know how” de la experiencia en países centrales,
particularmente en EEUU9. El
resultado fue una reforma superficial, en el plano de lo técnico, con una
fuerte dependencia de la asesoría y fondos provenientes del extranjero. Los
avances a partir de la creación de la Comisión Internacional contra la
Impunidad en Guatemala (desde el juicio al dictador Ríos Montt hasta el Caso la
Línea)10 se ven
limitados por estar enmarcados en un Estado que en términos generales
representa los intereses de una minoría privilegiada (tanto la vieja oligarquía
como los nuevos empresarios) asociada directa o indirectamente a un Estado
contrainsurgente y genocida. Un Estado ausente en materia de bienestar
socio-económico para las mayorías, que nunca fue refundado11. Un Estado
que, desde 1954 hasta la actualidad, sigue dependiendo de los lineamientos,
recomendaciones y financiamiento del sector público-privado estadounidense y
las agencias de asistencia para el desarrollo de otros países centrales.
Guatemala es un país condenado por la opinión pública internacional debido a la
corrupción y la violencia, pero de ningún modo se lo coloca como el peor caso.
Por el contrario, la corrupción es particularmente “grave” en aquellos Estados
donde hubo o están vigentes procesos de cambio de la mano de gobiernos
posneoliberales, notándose una mayor presión local e internacional para una
judicialización de la política desde arriba.
Un caso clave es el
de Bolivia, país que recibió un importante flujo de asistencia de la USAID en
los ’80 y ’90, entre otros rubros, para la reforma judicial. Estos fondos
tendieron a beneficiar a gobiernos y sectores altamente corruptos y que
trabajaron sistemáticamente en desmedro del bienestar de las mayorías12. Con la
llegada del MAS y la refundación del Estado, se llevaron a cabo reformas
estructurales, incluida la democratización del aparato judicial: es el único
país de América Latina donde los representantes judiciales son elegidos en las
urnas. Sin embargo, sigue fluyendo asistencia, en particular proveniente de la
National Endowment for Democracy (NED) en el rubro de “reforma jurídica” a
través de fundaciones13.
Una de las últimas
campañas desatadas contra el MAS, previa al referéndum de febrero de 2015, se
centró en la difamación y desmoralización del gobierno de turno por “corrupción
y tráfico de influencias”, sin pruebas fehacientes. Sin proceso legal adecuado,
se manufacturó el “caso Zapata”. La red de intereses tejida entre la prensa
local, fundaciones, think tanks y voces expertas hicieron campaña destacando la
corrupción como principal atributo del gobierno de MAS. Luego del debido
proceso judicial, se mostró que las acusaciones al presidente y ministros de
gobierno eran falsas, pero el Caso Zapata influyó para que buena parte de la
ciudadanía se inclinara por el NO al momento del referendum14. Se desvió
la batalla política al campo judicial.
Brasil es sin dudas
el paradigma de la judicialización de la política desde arriba, como parte de
una campaña mediática, política y empresarial orientada (aparentemente) a
combatir la corrupción, pero que tiene por objetivo destruir la imagen del
Partido de los Trabajadores y “expulsar de la política” a sus principales
líderes. El impeachment a Dilma Rousseff muestra el modo en que opera un
aparato judicial intervenido desde fuera. El Juez Moro, líder del Lava Jato,
fue uno de los “mejores alumnos” de los cursos de capacitación realizados por
el Departamento de Justicia estadounidense para funcionarios judiciales
latinoamericanos en el 2009, en el marco del “programa Puentes”15. Técnicas
de recolección de información como la “delación premiada”, así como el
espionaje (intervención de líneas telefónicas, mails, etc.) a funcionarios
públicos o burós privados de abogados, parecen formar parte del know how
adoptado. El juicio a Lula da Silva es otra muestra: considerando el modo en
que “apresuraron” su expediente frente a otros casos, la ausencia de pruebas y
la campaña mediática que lo cubrió16, da cuenta
del modo en que EEUU y las derechas de América Latina están recurriendo a la
“justicia” como arma para una guerra librada contra la política de gobiernos y
procesos progresistas. Es “lawfare”, la guerra jurídica17.
“Lucha contra la
corrupción”
Esta guerra contra la
corrupción se equipara a la guerra librada contra las drogas (íntimamente
vinculadas a los intereses del sector público-privado de EEUU): más allá de los
protocolos y discursos políticamente correctos, apuntan a aniquilar sectores,
grupos, líderes y procesos que disputan con mayor o menor fuerza y/o éxito
alternativas al neoliberalismo (por ejemplo: que obstaculizan el flujo de
combustibles y materiales estratégicos, que amenazan el acceso a mercados y la
rentabilidad de las inversiones). Para ello, se presenta como objetivo de
mediano-largo plazo la anulación de lo político, la despolitización del Estado,
evitar ante todo su intervención en la economía, lograr que devenga en un ente
técnico subsumido a las reglas del mercado. Se promueve que sea dirigido por
tecnócratas o empresarios capaces de vaciarlo de soberanía, apartarlo de la
causa de las mayorías. Hacerlo más eficiente para el sector privado.
Este es el objetivo
de la “lucha contra la corrupción” librada desde los medios hegemónicos,
think-tanks, fundaciones y gobiernos como el de EEUU, que exportan un modelo de
democracia y gobernabilidad que nada tiene que ver con la inclusión política,
económica, cultural y social de mayorías históricamente postergadas. Es la
democracia de una “clase media” (imposible de ser definida) cuya única causa
sería la de “instituciones transparentes”, “índices de violencia cero” y
“cárcel para todos los corruptos, para todos los políticos”. La democracia de
una sociedad que (aparentemente) desea ser gobernada por empresarios y
tecnócratas que no tengan “nada que ver” con la política. Así, en los discursos
contra la corrupción, la “delincuencia” y “los criminales”, se va reforzando la
urdimbre de la ideología dominante, alimentada por la “frustración” generada
por gobiernos que (aparentemente) traicionaron a sus pueblos. Unido a este
relato, resurge con fuerza el neoliberalismo, un camino que ya hemos transitado
en América Latina, que garantiza la salud de los mercados y la profundización
de la miseria, injusticia y violencia ¿y quién se atrevería a afirmar que ese
rumbo (¡ya transitado!) está exento de corrupción?
----Silvina M. Romano es Dra. en Ciencia Política. Investigadora del Consejo Nacional de
Investigaciones Científicas y Técnicas en el Instituto de Estudios de América
Latina y el Caribe, Universidad de Buenos Aires.
Artículo publicado en
la Revista de ALAI América Latina en Movimiento 531, marzo 2018 La corrupción: Más allá de la
moralina
URL de este artículo:
https://www.alainet.org/es/ articulo/191549
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