Francisco Pereña
Lunes 29 de febrero de 2016
Nuestros ojos están ya cansados de ver durante años
y años las mismas imágenes. Nuestros oídos se aturden con noticias acumuladas
que nos impiden pensar, detenernos a pensar, y así avergonzarnos. Décadas
llevamos contemplando los miles de cadáveres en las costas del Estrecho o de
Canarias, o en el mar de Lampedusa, y ahora en el Egeo. La compasión de Eros,
la potencia de Eros supera toda ley, clama el Corifeo de Antígona ante
los mudos ciudadanos, nosotros mismos, convertidos en espectadores alelados de
un crimen creciente.
Continuamente decimos que no lo podemos soportar,
pero es falso, lo soportamos durante años y años, o sea, que no sólo lo
soportamos sino que lo toleramos. El nivel de tolerancia es tan alto como bajo
es el nivel de hospitalidad. Una sociedad sin hospitalidad es una polis
muerta, políticamente muerta, pues sus miembros languidecen en la negrura del
crimen. Pero, como decía Kavafis, Grecia lleva ya mucho tiempo en bancarrota.
No se refería Kavafis a la bancarrota de las arcas públicas del Estado, sino a
la Grecia que ha sido el corazón y el pulmón de Europa, la sangre y el oxígeno
de Europa, su potencia creadora. Ahora, Europa es un mero residuo criminal de
unos privilegios robados a una masa de indigentes a los que expulsa y asesina
en sus fronteras. Ni el Helesponto, ni la aurora de dedos rosados, pueden ya
contemplarse ante el muro de tantos muertos a manos nuestras que se levanta
hasta los cielos.
Hace años que H. Arendt escribió sobre lo que llamó
El ocaso del Estado-nación y el fin de los derechos del hombre. Es
verdad que recibimos de los griegos esa separación entre el hombre como
artesano o miembro de una comunidad, y lo que Aristóteles llamaría el hombre en
cuanto hombre. Lo diré a mi manera: la diferencia entre el “sujeto” de la
pertenencia y del reconocimiento, y el sujeto del síntoma en su concreto y
precario existir, que proclama desde su penuria, como el Corifeo de Antígona,
la potencia de Eros, la potencia del amor. Por esa razón, el texto de H.
Arendt no deja de ser equívoco, como si no hubiera distinción entre hombre y
ciudadano, por lo cual, como hemos podido ver en la modernidad, al no-ciudadano
se le termina arrebatando su condición humana, su condición de humano, como si
ese crimen estuviera en la razón de ser del Estado-Nación. De hecho, como ya
señaló Agamben, la Declaración de 1789 se titula así: Déclaration des droits
de l’homme et du citoyen, introduciendo así esa ambigüedad. Si el
Estado-Nación quiere poner los derechos del ciudadano aparte del “hombre en
cuanto hombre”, se orienta entonces a hacer prevalecer al ciudadano sobre el xenos,
ese hombre del que no sabemos o no conocemos pertenencia o ciudadanía, con lo
cual el ciudadano pasa a convertirse en quien expulsa al xenos. Que esto
está ocurriendo, de manera escandalosa, en “nuestras” fronteras, parece más que
manifiesto. Si esa oposición entre ciudadano y xenos, extranjero, está
en el origen, significa entonces que el Estado-Nación porta el crimen en el
seno de su propia constitución.
¿Podemos hablar de ocaso del Estado-Nación?
Es fácil confundirse. Si las Bolsas chinas se hunden, Wall Street se estremece
y las europeas se precipitan. El llamado mundo globalizado está tan
interrelacionado que ningún Estado es libre de tomar sus propias decisiones. Si
el gobierno griego toma decisiones a favor de sus “ciudadanos”, en realidad
será en contra de dichos “ciudadanos”, pues el resto de la UE le obligará a
reducir la deuda a costa de sus “ciudadanos”. Estos, y muchos parecidos,
son los argumentos que parecen anunciar el “ocaso del Estado-Nación”. Sin
embargo, este sistema de economías globalizadas, es decir, de dependencias de
los centros, los que fueren, de toma de decisiones, no ha organizado ningún tipo
de organización política global, el ansiado “gobierno mundial” kantiano, como
espacio político de decisiones a favor del hombre y no ya del simple ciudadano
del Estado-Nación, enteramente dependiente, por otro lado, de los centros de
decisiones económicas. Ha sido la política la perjudicada, pero ese poder
económico necesita de un Estado-Nación como Estado-policía de fronteras, tan
inútil y pasivo respecto de las decisiones que pudieran dar valor de comunidad
a una sociedad, como activo y necesario para salvaguardar la inmovilidad
política de los pueblos. La llamada globalización necesita de dichos Estados
para contener los flujos migratorios y proteger la separación entre los
privilegiados y los deshauciados del susodicho sistema de globalización.
De hecho, en los primeros años de la “ilusión”
europea se hablaba de la Europa de las regiones. Ahora, eso sería imposible,
está del todo descartado. El Estado-Nación aparece con fuerza renovada como
Estado-policía, es decir, un Estado en el que el derecho y la violencia se dan
de consuno, están enteramente confundidos, un Estado progresivamente vaciado de
moralidad. Como diría Teseo a Creonte, una polis en la que no figure la
hospitalidad arruina su propio fundamento. Pues bien, ese es el Estado que hoy
predomina en Europa, un Estado-Nación convertido en Estado-policía, en el que
los “derechos del ciudadano” se han separado definitivamente de los “derechos
del hombre”, y ha devenido, en consecuencia, en Estado criminal.
Las cifras son escalofriantes. En 2015 los muertos
en las costas mediterráneas fueron 3700. Sólo en lo que va de año ya son 400
los muertos en las costas de Lesbos. Unos cinco millones de sirios y afganos
huyen de las guerras iniciadas por el Estado-policía por antonomasia de
occidente. Casi cuatro millones están refugiados en Líbano, Turquía y Jordania,
mientras que la UE reduce la admisión a 160 000. Este año se prevén 580 000
nuevos refugiados. A las listas de posibles admisiones de la UE se opone la
mayoría de los Estados, el español incluido (España ha recibido únicamente a 12
refugiados). Y esto sin hablar, por ejemplo, de los africanos.
Así pues, este Estado-Nación que carece de la menor
capacidad de decisión sobre medidas tan esenciales como garantizar las
pensiones de sus “ciudadanos” o atender a sus enfermos, sí puede, por el
contrario, poner vallas en sus fronteras contra los extranjeros, los
no-ciudadanos (el xenos), que suplican hospitalidad. Incluso le está
permitido incumplir los hipócritas y desvergonzados acuerdos políticos europeos
sobre refugiados. Francia ha intentado incluso la des-nacionalización de
franceses de origen árabe que no se comporten como buenos “ciudadanos”
franceses. En Suiza vuelven los “referendum” para expulsar a más extranjeros,
por no hablar de Hungría o de Austria. En Alemania una asustada masa de
alemanes quiere recuperar el valor y el orgullo patriótico quemando residencias
de refugiados.
Llevamos décadas contemplando los cadáveres de
nuestras costas, pero muchos “ciudadanos” europeos empiezan a movilizarse no por
esos cadáveres sino por la expulsión de los que sobrevivieron. El círculo
infernal es el siguiente: el Estado-Nación se ha humillado y se ha visto
ridiculizado por un poder económico mundial que lo utiliza simplemente como
Estado-policía para mantener la injusticia de un orden mundial dado como
necesario y, por tanto, como inevitable. Dicho Estado-policía recupera la
posición activa en el entusiasmo patriótico, no contra los poderes de la
necesidad sino contra los sujetos que encarnan y desvelan la “locura” de ser
hombre y no la “razón” del ciudadano. El Estado-Nación se convierte así en
baluarte imprescindible del imperialismo económico. Soportamos todo, toleramos
la mayor humillación, por ejemplo, de la conocida y anónima troika, pero
no soportamos ni toleramos la llamada de súplica de los pobres del mundo a
nuestras puertas. Esta reunión, esta fusión entre el Estado-Nación y el
Estado-policía, esta vuelta “ideológica” al Estado-Nación, ya únicamente se
sostiene en la xenofobia fascista. En nombre de la Patria ya tenemos una tarea
pendiente: el exterminio del xenos. El círculo se cierra sobre un
Estado-Nación que excluye toda posibilidad, que simplemente expulsa la
no-conclusión de la posibilidad, la que Odiseo descubre en Áyax: que somos
vidas no concluidas y orientadas por el amor de lo no concluido, de lo á-polis,
de los sin patria.
¿Cerraremos una vez más los ojos, recluidos en el
confort “ciudadano” que asiste, mudo, al griterío esperpéntico de una pandilla
televisiva que alza el muro invisible que oculta lo que muestra? No queda ya
tiempo o estamos en el tiempo en el que cada territorio y cada casa aparece
bajo la inscripción, ya desgraciadamente conocida, pues no es tan lejana, que
dice: Mein Haus ist meine Welt, immer’ raus wem’s nicht gefällt (mi casa
es mi mundo y a quien no le guste que se largue). Ya estamos en el horror. No
hay tiempo. Pero aún así, la posibilidad revolucionaria es la inesperada
coincidencia de muchos en la no-conclusión de la posibilidad, en suma, en no
hacer coincidir, al menos, lo imposible con lo necesario.
28/02/2016
Francisco Pereña es psicoanalista
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