11/10/2016
Una interrogante recorre los últimos 40 años de
construcción democrática en América Latina. ¿Debe haber integración en el
sistema democrático o exterminio de los grupos alzados en armas y sus
integrantes para democratizar la sociedad y el Estado en la región? La pregunta
es compleja y seguramente que la respuesta no puede ser la misma por las
diferencias en la construcción democrática en cada país. Sin embargo, podemos
plantear algunos criterios y algunas tendencias.
La reflexión inicial tiene que ir al origen de la
opción por las armas en nuestra América. En los tiempos de la guerra fría y de
las dictaduras oligárquicas era casi imposible pensar en otro método de lucha
por la transformación social que no fuera el asalto al poder. En este horizonte
se enmarca la revolución cubana con el éxito armado de Sierra Maestra, pero
también el atrevimiento de Salvador Allende y de la Unidad Popular en Chile de
querer transformar su país por la vía democrática, lo que a la postre le
costaría la vida a él y a miles de militantes.
Pero la guerra fría se terminó y las dictaduras
oligárquicas también. La democracia apareció entonces, en algunos lugares con
más impulso que en otros, con un afán integrador del conjunto de los actores
políticos. Esto planteó el fin de la lucha armada. En algunos lugares, como en
América Central, se promovieron acuerdos de paz que pusieron fin al conflicto e
iniciaron el proceso democrático con todos los actores incluidos, donde el caso
más relevante es el del FMLN en El Salvador. En los países del cono Sur los
grupos armados fueron aplastados por las dictaduras militares, pero los
militantes sobrevivientes se integraron a la democracia formando nuevos
partidos políticos, como es el caso del Partido de los Trabajadores del Brasil,
con Lula y Dilma, del Frente por la Victoria, que gobernó durante los doce años
de la era Kirchner en la Argentina o de algunos grupos del Frente Amplio del
Uruguay, entre los que destacan los Tupamaros de Pepe Mujica. En todos estos
casos el horizonte ha sido integrar para democratizar social y políticamente
esos países.
En este proceso se ubican los sucesivos intentos de
paz en Colombia que se remontan a la década de 1980 del siglo pasado. Colombia
tiene una larga historia de violencia política como guerra efectiva que viene
del conflicto entre liberales y conservadores desde mediados del siglo XIX. El
conflicto con las FARC pertenece a esta saga. De hecho, las FARC son un
remanente de la última etapa de violencia entre liberales y conservadores luego
del asesinato del gran caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán en 1948. Esta
guerrilla sufre la transformación de su líder, Manuel Marulanda Vélez (a) “Tiro
Fijo”, que empieza liberal y termina comunista. A la postre las FARC son
derrotadas militarmente por el Estado colombiano —Plan Colombia mediante— con
una importantísima ayuda de los Estados Unidos. Esto sucede durante la
presidencia de Álvaro Uribe y con Juan Manuel Santos de ministro de Defensa.
Sin embargo, una vez conseguida la derrota de la
acumulación política por la vía armada de las FARC, viene el dilema: ¿inclusión
o exterminio? Santos, el jefe militar de la guerra, opta por la paz y la
inclusión —y lo dice explícitamente— para fortalecer la democracia. Uribe, en
cambio, por pasar al exterminio. Era el año 2012. Pero el avance de la paz, a
pesar de que no haya sido suficiente para ganar el reciente plebiscito, parece,
en este punto, irreversible. Se podrán cambiar varias de las provisiones del
acuerdo, pero nadie quiere, ya ni Uribe, volver a la guerra. La táctica de la
integración, con sus tropiezos, parece haber ganado.
¿Por qué entonces la opinión negativa de la derecha
peruana y sus voceros mediáticos sobre la paz en Colombia?
El fenómeno de la lucha armada tiene
características distintas en el Perú. Para empezar, es una guerra que empiezan
los grupos insurgentes, en buena medida desligados del movimiento social, y en
un momento —1980— en el que, al amparo de una Constitución progresista, se
reiniciaba, con el apoyo de la mayor parte de la izquierda, la democracia en el
Perú. Su legitimidad entonces era escasa. Al mismo tiempo, la reiterada acción
terrorista, especialmente de Sendero Luminoso, los lleva a un profundo
aislamiento social y político.
Es estas condiciones se produjo el conflicto armado
interno y la solución que tuvo la guerra en el Perú. El terrorismo que
desarrollaron los grupos armados, especialmente Sendero Luminoso, fue respondido
con terror de Estado, configurando lo que se llamó la “guerra sucia” —con un
altísimo costo en violaciones de los derechos humanos— que finalmente llevó a
la derrota de los subversivos. Este triunfo militar, sin embargo, se consolida
destruyendo la democracia con el golpe militar del 5 de abril de 1992, lo que
les permitió a la coalición dominante, esta vez como fujimorismo, continuar con
la política como guerra, por la vía de la dictadura, contra todo aquel que
planteara el cambio social y/o finalmente la democracia.
Para colmo de males, fujimorismo y senderismo hacen
una comedia de “Acuerdo de Paz” en 1993. En esa oportunidad Alberto Fujimori y
Vladimiro Montesinos le hacen creer a Abimael Guzmán que querían negociar la
paz a cambio de algunas eventuales ventajas penitenciarias. El resultado no es
otro que el uso oportunista de la intención por parte del dúo
Fujimori/Montesinos para ganar el referéndum constitucional de octubre de 1993
y un senderismo irredento que sigue creyendo en la bondad de todo lo que hizo.
La vuelta de la democracia a fines de 2000 no
cambió esta perspectiva de guerra sucia en nuestras élites, calificando a toda
fuerza contraria al orden neoliberal de antisistema y manteniendo sobre los
senderistas y/o ex senderistas la voluntad, más imaginaria que real, del
exterminio. Esto se ha manifestado en la insistencia de un combate casi
exclusivamente policial al senderismo derrotado militarmente, abandonando el
debate político e ideológico con el mismo. Esta actitud sugiere que se pretende
mantener vivos a los remanentes senderistas para usarlos como chivo expiatorio
frente a cualquier situación de tensión social, acusándolos a ellos, o a
cualquiera que ose luchar por la justicia social, como terroristas. Ello ha
sido un factor más para tener como resultado una democracia sin
democratización. Es decir, un régimen formal en el que los actores sociales y
políticos que reclaman son sistemáticamente reprimidos y excluidos.
Por ello el grito histérico cada vez que el
senderismo vuelve a manifestarse, evitando el debate para derrotar política e
ideológicamente al mismo y prolongando infinitamente el problema, lo que se ha
convertido paradójicamente en una de las garantías de su dominación. Persiste
entonces un senderismo que se niega a la revisión crítica de la inmensa
tragedia que causó y una derecha que parece feliz con eso porque,
paradójicamente, la hace dormir tranquila.
¿Qué hacer ante esta situación? Ciertamente es
imposible la integración democrática de alguna organización irredenta como
Sendero Luminoso que sigue creyendo en el “Pensamiento Gonzalo”, base
ideológica de su accionar. La democracia ni aquí ni en ninguna parte puede
reconocer como actor válido a quien plantea su destrucción. Pero ese no es el
caso de quienes abandonen esa ideología, paguen sus culpas y, por lo tanto,
mantengan su derecho constitucional a la participación política. Esas personas
no pueden estar condenadas de por vida al ostracismo porque la ideología
senderista, por más intensa que sea, no es un virus incurable que merezca la
cuarentena eterna para quienes la profesaron. El debate entonces debe buscar
separar la paja del grano e integrar a quienes adhieran a la democracia.
En el fondo, lo que existe en estas élites
hegemónicas es un temor a que las fuerzas de izquierda, que han denunciado
reiteradamente el terror, democraticen el régimen político, por lo que
pretenden constantemente desprestigiarlas, presentándolas como lo que no son
para espantar cualquier posible base electoral mayoritaria que afecte sus
intereses.
http://www.alainet.org/es/articulo/180870
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