11/10/2016
| Nico Sguiglia
Tras el fecundo proceso de creación organizativa,
los éxitos cosechados en el breve ciclo electoral y los desafíos abiertos en el
ámbito institucional, resulta indispensable abordar un debate político y
organizativo para afrontar una nueva fase. El ya mentado paso de la guerra
de movimientos a la guerra de posiciones o de ‘la máquina de guerra
electoral al movimiento popular’ debe transformarse en hipótesis y líneas de
actuación concretas. El presente artículo son tan sólo unos apuntes que buscan
contribuir al debate sobre la fórmula ‘partido-movimiento’ y la necesidad de
dotarnos de modelos organizativos que aborden algunos desafíos considerados
urgentes: desborde de la forma partido tradicional, despliegue instituyente
hacia lo social, inhibición de tendencias burocráticas y centralistas, creación
de mecanismos que promuevan la democracia y la pluralidad internas, articulación
y construcción de una hegemonía en común con otros actores, etc. Se
trata de problemas o tensiones que no son novedosos, la novedad es la
oportunidad de cambio social y político que vive nuestro país. Por ello el
problema de la organización debe ser afrontado de forma democrática y
productiva, traduciendo sus conclusiones en orientaciones y líneas de
actuación. No hay tiempo ni deseo de cambio que perder.
Partido plebeyo e institucionalidad de clase
En el debate sobre la fórmula partido-movimiento resulta
conveniente revisitar la historia y analizar la experiencia de aquellas
organizaciones políticas que consiguieron un enorme impacto sobre la política
institucional al tiempo que articulaban procesos de participación política de
masas. La articulación entre disputa del poder político y la vertebración
organizativa de amplios sectores sociales ha tenido traducciones prácticas
bastante exitosas en el marco europeo. La hipótesis, que excede los objetivos
de este artículo, es realizar un análisis institucional de algunas experiencias
poniendo en el centro dinámicas expansivas que desbordaron los límites de la
forma-partido. No se trata de negar las contradicciones, cierres burocráticos o
fracasos de muchas de estas experiencias -tan extensamente teorizados desde
diferentes ámbitos- sino de atender a aquellos dispositivos que les permitieron
combinar el trabajo institucional con una apertura y vertebración con lo
social.
Los casos del Partido Socialdemócrata alemán entre
1890 y 1930, el Partido Comunista Italiano de posguerra o la formación del
laborismo inglés son tan sólo algunos ejemplos cercanos de organizaciones que
combinaron, durante cierto tiempo, una función representativa con una función
instituyente compleja y expansiva, articulando la forma-partido con una galaxia
de experiencias organizativas forjadas en el seno del movimiento obrero. En
todas estas experiencias encontramos un proceso de construcción hegemónica en
la que los grandes partidos convivieron con otras instituciones obreras como
sindicatos, centros culturales y locales sociales de todo tipo, periódicos,
equipamientos sanitarios y educativos, clubes deportivos, cooperativas, etc.
Los sectores obreros y populares no sólo contaban con un partido que los
representaba- de forma cada vez más exitosa y con importantes logros
legislativos en las instituciones sino que participaban de un entramado
organizativo extenso y capilar que atravesaba la vida –dentro y fuera de los
lugares de trabajo-, transformando a la población trabajadora, dispersa y fragmentada,
en una clase organizada y con una cultura propia. El desafío político de
entonces -al igual que ahora- no era sólo ‘representar’ a una nueva mayoría
sino instituirla, articularla, dotarla de una vertebración organizativa.
La formación de ese actor mayoritario y hegemónico
-al menos en Occidente durante más de un siglo- llamado ‘clase obrera’,
descrita magistralmente por E.P.Thompson/1, se desarrolló mediante dos
procesos estrechamente interconectados. Por un lado, la emergencia de una
identidad colectiva y una conciencia de clase forjada mediante la unificación o
articulación de intereses entre todos los grupos diversos de la población
trabajadora -mucho más heterogénea de lo que se cree- y contra los intereses de
otras clases. Por otro lado, el desarrollo de formas de organización política,
social y sindical que se tradujo en una tupida red de instituciones obreras
socialmente arraigadas pero también en ‘tradiciones intelectuales obreras,
pautas obreras de comportamiento colectivo y una concepción obrera de la
sensibilidad’. Este proceso de maduración y extensión organizativa queda
reflejado en el paso de las sociedades populares de orientación jacobina a la
proliferación de sociedades de socorro mutuo y la formación de trade unions
en prácticamente todos los asentamientos obreros, lo que produjo ‘una
alteración radical de las actitudes subpolíticas del pueblo’. Sólo cuando
las ideas y programas de la tradición jacobina y los reformadores plebeyos
lograron articularse con el proletariado sansculotte se logró componer,
mediante una nueva institucionalidad y el ejercicio de lo que podríamos
denominar un socialismo populista, un proceso de subjetivación política
que cambiaría la historia. Un partido-movimiento debe otorgar un lugar central
a la creación de una institucionalidad popular que exceda a las funciones de
representación y buscar una articulación permanente entre las expresiones
contemporáneas de aquellos jacobinos, reformadores plebeyos y sansculotte.
El nivel de protagonismo de los sectores plebeyos y populares y la capacidad de
desbordar y exceder a las vanguardias jacobinas son buenos indicadores
tanto de la salud de una organización política como de la potencia de un
proceso de cambio político y social.
Partido en movimiento y sindicalismo social
A la hora de caracterizar la idea de ‘movimiento’
conviene ir más allá de las experiencias y teorizaciones enmarcadas en los
llamados ‘nuevos movimientos sociales’ y extraer algunos rasgos de la
forma-movimiento que pueden ser útiles para el debate organizativo actual. En
primer lugar, la forma-movimiento señala ante todo la existencia de una
multiplicidad de instancias organizativas que, en relación con la
forma-partido, presentan mayores cotas de plasticidad, dinamismo, informalidad
y descentralización. En segundo lugar, se caracteriza por un tipo de acción y
organización colectiva fundamentalmente extra-institucional y que, si bien
puede producir impactos en la forma-estado y las políticas públicas, no tiene
como objetivo central la participación en los órganos de representación
política sino una vertebración organizativa de lo social. En tercer lugar y
estrechamente vinculado a lo anterior, la forma-movimiento se ha especializado
en una política situacional, que busca desplegar o fortalecer la potencia de
autoorganización de los sujetos afectados por una determinada problemática.
Este trabajo en situación, que tiene su revés en un excesivo particularismo o
sectorialización, ha permitido enriquecer y profundizar el conocimiento sobre
los múltiples mecanismos de dominio y explotación pero también sobre las formas
de resistencia y subjetivación política (pensemos la contribución del
movimiento feminista o anticolonial por poner tan solo dos ejemplos). Ha
permitido a su vez que sea en la forma-movimiento donde se han producido
mayores niveles de innovación (organizativa, técnica, comunicativa, etc.) y
donde se han ensayado prototipos organizativos capaces de adaptarse y
anticiparse en muchos casos a los cambios sociales y subjetivos en curso. Una
vez más, no se trata de negar los innumerables problemas y limitaciones que
existen en la hipótesis movimentista ni la tendencia a la
institucionalización, la marginalidad o la evanescencia que han acompañado a
los movimientos sociales. La propuesta es pensar la relación partido/movimiento
en términos de articulación y ensamblaje y no de dicotomía o disyunción. El
desafío es ensamblar las piezas de la forma-partido y la forma-movimiento,
abordando la relación desde un análisis institucional o maquínico interesado ante
todo en su funcionamiento, sus dispositivos y su adaptabilidad a los objetivos
y actores presentes en el actual momento político. Desde esta perspectiva,
resulta indispensable analizar y extraer saberes organizativos de muchas
experiencias de movimiento.
Como demuestra la historia, cuando el capital
avanza y deja de someterse al mando democrático, la vida (incluido el planeta)
se vuelve precaria y vulnerable. No es casual que las situaciones en las que se
han articulado movimientos en los últimos años estén atravesadas por la
desposesión y la precarización, rasgos centrales de la regulación neoliberal
del conflicto capital-vida. Lo que estos movimientos señalan son escenarios
donde existe una disputa, viva y encarnada, por el significante democracia y la
orientación de las políticas públicas: luchas por la vivienda, en defensa de la
sanidad, la educación y otros servicios públicos; galaxia de micro-conflictos
entorno al paro, la exclusión y la desregulación laboral; demandas y conflictos
vinculados a la democracia urbana; redes por la defensa de los comunes
(naturales o digitales), etc. Un partido-movimiento debe habitar e intervenir
en estas situaciones porque en ellas se juega la vida. Y para ello debe
incorporar dispositivos más propios del mejor sindicalismo, las mareas, la PAH,
las asociaciones vecinales y las redes que de los partidos políticos
tradicionales. En la actual ofensiva neoliberal sobre la vida el
partido-movimiento tiene que ser capaz de articularse también como un sindicato
social, combinando funciones de asesoramiento, organización, conflicto,
negociación colectiva y defensa y ampliación de derechos. El desafío de crear y
fortalecer procesos de organización frente a la precarización y forzar una
tendencia expansiva de los salarios directos e indirectos es una cuestión
inaplazable. Sabemos que para construir una nueva mayoría no bastará con buenos
y honestos representantes institucionales. Necesitamos una sociedad abigarrada
que acompañe y protagonice, desde múltiples situaciones y escenarios, el
proceso de cambio social en curso, para lo cual precisamos de modelos
organizativos que sepan ensamblar de la forma más virtuosa posible los mejores
dispositivos de la forma-partido, la forma-sindicato y la forma-movimiento.
Partido y territorio
En política no hay vacíos, y la gobernanza urbana
es una buena muestra de ello. A poco que se analice con cierto detenimiento, se
puede percibir como el territorio está enteramente atravesada por múltiples
dispositivos de regulación neoliberal, tanto a nivel espacial como subjetivo.
En la ciudad los efectos dispersivos y despolitizadores de la hegemonía
neoliberal conviven con redes más o menos difusas que, si bien debilitadas y
envejecidas, continúan vinculando las dinámicas asociativas y vecinales con los
partidos tradicionales. Estas redes, claves en la gestión clientelar municipal,
siguen estando operativas para ‘militar el voto’ en época electoral, decantar
posiciones en torno a políticas públicas o amortiguar los conflictos urbanos.
Si bien los vínculos vecinales y las identidades colectivas se han visto
profundamente alterados en las últimas décadas, los barrios -sus calles,
plazas, comercios, equipamientos, etc.- siguen siendo un espacio compartido en
el que transcurre la vida de millones de personas, una vida atravesada, con
mayor intensidad por la política en los últimos años. No tenerlos en cuenta
como espacios de socialización política supone dejar en manos del mercado -y
sus efectos materiales y subjetivos- o las redes políticas clientelares la suerte
de la ciudad. La experiencia del movimiento ciudadano y vecinal del
tardofranquismo y los primeros años de la democracia deja lecciones que no
conviene despreciar. En primer lugar, el diseño de la ciudad está enteramente
atravesado por un conflicto de clase y sólo a través de la organización
colectiva se puede equilibrar mínimamente la asimetría de poder entre las
élites urbanas y los sectores populares. En segundo lugar, el barrio no se
define espacial o geográficamente sino que se construye sobre la creación de
vínculos y trama social entre los sujetos que lo habitan, y la construcción de
vecindad en un escenario de atomización y dispersión es de por sí un hecho
político. Finalmente, la creación de espacios, dispositivos e instituciones
populares (AAVV y sus múltiples servicios, peñas, clubes, fiestas) son piezas
clave para el impulso de la cooperación, la organización vecinal y la acción
colectiva para mejorar la vida en los barrios. Asumiendo las profundas
transformaciones espaciales y subjetivas que han sufrido nuestras ciudades, un
partido-movimiento no puede eludir el desafío de intervenir y fortalecer la
organización colectiva en los barrios de nuestras ciudades.
Las experiencias de los Ayuntamientos del cambio
están demostrando enormes potencialidades pero a su vez grandes limitaciones
para la implantación de nuevas políticas públicas municipales, certificando la
intuición de que gobierno y poder no son sinónimos y que la política, también
la municipal, es ante todo una relación de fuerzas. En una reciente entrevista,
Gerardo Pisarello explicaba con absoluta claridad que, pese a gobernar la
ciudad de Barcelona, les era imposible ejecutar determinadas medidas "por
falta de un contrapoder social fuera de las instituciones"/2.
De modo que un partido-movimiento debe destinar recursos, energía e
inteligencia a fortalecer procesos de organización y contrapoder que se
articulen, incluso de forma conflictiva, con el trabajo institucional. No se
trata tanto de un llamamiento a "volver a las calles" como a
"volver al territorio", lo que requiere no solo precipitar la
movilización y la protesta sino algo más difícil e importante: conocer la
ciudad y desarrollar una vertebración organizativa con sus habitantes. Para
ello un partido-movimiento debe incorporar en su diseño organizativo
herramientas de intervención propias de la organización comunitaria y de los
movimientos vecinales, así como un plan de trabajo que posibilite su
implantación territorial y el fortalecimiento de la organización colectiva en
los barrios y distritos.
Un partido del hacer.
La experiencia de la organización Ciudad Futura
(tercera fuerza política en la ciudad de Rosario, Argentina) aporta
interesantes reflexiones y prácticas en torno a lo que llaman un "Partido
de Movimiento"/3. En primer lugar parten de una contraposición
entre un Partido de Movimiento y un Partido de Estado, señalando de ese modo
diferencias sustanciales en cuanto a objetivos, marcos o lógicas de
construcción y métodos de trabajo y organización. Mientras el segundo se articula
en torno a una racionalidad estatal basada en la representación (y con ello la
tendencia a la autonomización de lo político-representante y la pasivización
de lo social-representado) y tiene como referencia central al Estado, el
Partido de Movimiento opera mediante una racionalidad política basada en la
expresión (y con ello la tendencia a una ampliación de la potencia política de
lo social que se despliega también en lo estatal) y tiene como referencia
central a la sociedad en movimiento. En segundo lugar, esto se traduce
en un modelo organizativo de tres patas que, si bien funcionan de forma
articulada, responden a lógicas y modos de hacer singulares: la institución, el
territorio y las prácticas prefigurativas. El trabajo institucional asume el
desafío de implementar nuevas formas de expresión y representación radicalmente
democráticas así como impulsar, con rigor y eficiencia, políticas públicas al
servicio de los sectores populares. El trabajo territorial supone la gestación
y desarrollo de procesos de empoderamiento y organización social en los
distritos y barrios, entendiendo la ciudad como uno de los escenarios
privilegiados de la disputa entre el poder de las élites y el poder popular.
Las prácticas prefigurativas señalan una vocación instituyente y la apuesta por
impulsar proyectos e iniciativas (emprendimientos productivos, centros sociales
y culturales, medios de comunicación, etc.) que expresan y anticipan, desde el
hacer aquí y ahora, el cambio que queremos. Un partido-movimiento pone en marcha
proyectos e iniciativas que demuestran mediante el hacer la posibilidad y
viabilidad de modos alternativos, eficientes y democráticos, a la gestión
neoliberal.
Democracia, confianza en las bases y leninista
sencillez.
"(…) Temo que los desfiles y los mausoleos,
los honores y rituales pompas, en su rigidez, cubran de empalagoso óleo la
leninista sencillez". En su bello y sentido poema escrito tras la muerte de Lenin en 1924,
Maiakovsky señalaba un problema, extensamente teorizado, que acompañó desde
siempre al marxismo y la izquierda: el abandono del carácter conflictivo,
dinámico y expansivo de las organizaciones obreras en aras de una
"responsabilidad de Estado" marcada por el conservadurismo, la
burocratización y una excesiva centralización. El "devenir Príncipe"
de las clases subalternas, recuerda Gramsci, supone dotarse de una consistencia
organizativa y un proyecto estratégico claro que supere las posiciones subversivistas
inorgánicas que "mantienen un estado febril sin porvenir
constructivo". Dicha consistencia no debe caer, sin embargo, en una
excesiva centralización en la que los órganos de dirección suplanten al partido
y ahoguen la iniciativa política de las bases y otras formas organizativas de
clase. Si eso ocurriera, advierte ya en 1925, "el partido se
convertiría, en el mejor de los casos, en un ejército (y un ejército de tipo
burgués); perdería lo que es su fuerza de atracción, se separaría de las
masas"/4. Son innumerables los ejemplos de
organizaciones que se fueron fosilizando a causa de un creciente dogmatismo
ideológico, una férrea centralización o dinámicas irreversibles de
burocratización tan bien descritas por Robert Michels. No basta por lo tanto
con alertar de este peligro y señalar las contradicciones propias del
crecimiento organizativo y el trabajo institucional. El desafío pasa por
diseñar e implementar mecanismos concretos que inhiban esta tendencia y
permitir que las organizaciones se mantengan como espacios vivos y dinámicos.
Gramsci destaca la necesidad de un programa intensivo de formación que permita
que "todo miembro del Partido sea un elemento político activo, sea un
dirigente." La formación política no pasa sólo por aspectos teóricos
sino que aborda cuestiones relacionadas con la intervención práctica y con el
fomento de una determinada ética militante, alejada del narcisismo
vanguardista, el oportunismo burocrático y el patriotismo de partido. Un
militante no debería ser un soldado acrítico sino ante todo un organizador,
para quien la lealtad y el crecimiento de su organización es importante, pero
aún más la creación de una sociedad abigarrada y en movimiento capaz de
resistir y sobre todo crear alternativas a la gestión neoliberal. Además de
formar organizadores y promover una ética militante basada en la leninista
sencillez, un partido-movimiento debe dotarse de instrumentos que aseguren
su permeabilidad y apertura con una membresía laxa, lo que requiere de formas
de participación que se adapten a la flexibilidad de los tiempos y las
situaciones vitales de la gente (no todo el mundo puede o quiere participar en
calidad de militante) y crear programas de trabajo y líneas de intervención que
permitan una vinculación productiva al proyecto, sostenida en el hacer (con
múltiples modos e intensidades) y no tanto en admirar, criticar o debatir ad
nauseam las acciones de la dirección. Esto requiere una apuesta firme por
una democracia interna que lejos de conformarse con plebiscitar decisiones ya
tomadas confía en la descentralización y en la inteligencia colectiva de sus
bases para el diseño, ejecución y evaluación de los planes de trabajo y las
orientaciones políticas de la organización.
Multiplicidad y hegemonía
Conviene recordar que las categorías gramscianas
de hegemonía y bloque histórico pretenden nombrar procesos vivos y dinámicos
que exceden y desbordan a los actores políticos formales. No es una
organización -por más potente que sea- la que construye hegemonía ni el bloque
histórico adquiere la forma de un frente (único, amplio, etc.) o federación de
organizaciones. La construcción de hegemonía y la forma del bloque histórico
tienen en común tres palabras: multiplicidad, expansión y articulación. En
términos estrictamente políticos emergen dos lecciones inmediatas para un
partido-movimiento que intervenga en la coyuntura. En primer lugar, el desafío
no es construir una organización inmensa que tienda a unificar sobre sí a las
fuerzas del cambio sino el articular con la máxima potencia política a la
multiplicidad de actores con los que se comparte una construcción hegemónica en
común. Pasar del catch-all party [partido atrapalo-todo] al articulate-all
party [partido que lo articula-todo]. Un partido-movimiento no busca
absorber o subordinar a otras experiencias sino producir la mejor articulación
posible con ellas, componiendo -no imponiendo- de ese modo un proceso expansivo
de cambio. En la práctica esta articulación entre demandas y actores diferentes
y asimétricos muestra toda su complejidad y emergen multitud de conflictos. Los
procesos de confluencia ensayados en los últimos años reflejan esa dificultad,
pero también una enorme potencia política y el desarrollo de una cultura de la
articulación y una diplomacia de base que deben ser optimizadas. En
segundo lugar, si no se expande no es política. Esta voluntad expansiva exige
tener mirada larga y vocación mayoritaria, siendo capaces de desbordar a las
organizaciones formales y determinadas identidades ideológicas para interpelar
y afectar al conjunto de la sociedad. Y aquí es donde se requiere del mismo
modo de significantes abiertos y prácticas discursivas inclusivas como de un
contacto y cooperación material con la miríada de actores que habitan e
intervienen en la formación de la cultura popular y el sentido común. El 15M
mostró una forma de politización, capilar y expansiva, que alteró y agrieto la
hegemonía neoliberal. Fue un proceso que desbordó tanto a los actores políticos
formales como a los medios, las instituciones públicas y otros instrumentos de
organización cultural. Mostró las costuras también de una izquierda con métodos
y discursos propios de una situación defensiva y minoritaria, inoperativos para
adaptarse a una coyuntura expansiva y construir una nueva mayoría social y
política. De modo que conviene entender el bloque histórico como una
articulación de una multiplicidad de actores y la construcción hegemónica como
un proceso vivo más parecido a un clima o una marea que a un boletín oficial.
Un proceso que crece en común y de forma expansiva, con una vocación
mayoritaria que requiere de métodos y discursos flexibles y sobre todo
contemporáneos:
1) La búsqueda de confluencias con otros actores
desde la diplomacia y una cultura de la articulación;
2) El desborde de las organizaciones formales y los
límites de la izquierda para construir una nueva mayoría; y
3) La disputa sobre la formación del sentido común
tanto en su formación por arriba (medios, marcos discursivos mainstream,
normas institucionales, etc.) como en la compleja formación y reproducción, por
abajo, de la cultura popular.
Tres orientaciones necesarias para la construcción
de hegemonía por parte de un partido-movimiento.
Partido y máquina de guerra
El concepto de Máquina de Guerra, utilizado
frecuentemente por la dirección de Podemos, fue teorizado extensamente por
Deleuze y Guattari/5 para nombrar una forma de organización social
opuesta, externa e irreductible al aparato de Estado. Lejos de posibles
analogías con los ejércitos y la institución militar -propia de los Estados- ,
se trata de una figura dinámica y expansiva caracterizada por la multiplicidad,
la desmesura, la forma-manada y la metamorfosis. Los Nómadas, Amazonas y otros
pueblos sin-Estado no habitan el territorio estriado y estratificado de la ley
y la institución sino que el suyo es un medio sin horizonte, un espacio liso
como las estepas, el desierto o el mar. Las máquinas de guerra tienen jefes,
pero a diferencia del aparato de Estado no tiende a perpetuar o conservar los
órganos de poder sino un tejido de relaciones inmanentes. Sus principales armas
son el secreto (una lengua extraña para la lógica estatal), la velocidad (un
nuevo ritmo del tiempo capaz de combinar catatonías con fulguraciones) y los
afectos (no ya sentimientos interiorizados sino una fuerza de catapulta que
proyecta hacia el exterior unos afectos que ‘atraviesan el cuerpo como
flechas, son armas de guerra’). La victoria del aparato de Estado frente a
la máquina de guerra no pasa tanto por su aniquilación como por su captura,
estriando y codificando el territorio, transformando sus jefes en hombres de
Estado, regulando toda posible exterioridad y desborde, incorporando sus
flujos (incluidos los afectos) en una lógica gobernable. Esta victoria estatal
sobre la máquina de guerra no es nunca definitiva y la relación antagónica
entre ambas no debe entenderse "en términos de independencia, sino en
términos de coexistencia y competencia, en un campo en constante
interacción". La profundidad filosófica y la estetización del
nomadismo frente al aparato estatal fue interpretado frecuentemente, más aún
tras la derrota del Mayo del 68, como una apología de lo minoritario que no
conseguía ocultar un repliegue defensivo hacía formulas políticas marginales,
ya sea en devenires de pequeño-grupo, fugas literales de la realidad (en vertientes
comunitaristas o autodestructivas) o posiciones de espera y
mistificación de algún tipo de acontecimiento o fulgor insurreccional. En
relación al debate que nos atañe resulta útil extraer al menos dos lecciones de
Deleuze y Guattari (cabrían muchas más).
En primer lugar, diseñar y aplicar dispositivos que
impidan que una organización pueda ser capturada por el aparato de Estado y
tienda a incorporar rasgos propios de una máquina de guerra: multiplicidad
interna, liderazgos provisionales, plasticidad y capacidad de adaptación, uso
virtuoso de la velocidad y los afectos, un movimiento expansivo y constituyente
que permite la fundación de un pueblo nuevo, etc.
En segundo lugar, entender que la política molar y
la molecular se relacionan en términos de conjunción y no de disyunción. Ni
política de mayorías que no se contagie y se articule con los devenires
minoritarios de la sociedad, ni política de minorías que utilice la lengua
menor como dialecto, cultive el gueto y una autonomía o exterioridad ilusoria con
respecto a la forma-Estado, pensando que basta con ignorarlo para destruir o
transformar su poder. Un partido-movimiento debe prestar atención a la
micropolítica y saber articularse y componerse con las minorías organizadas
inhibiendo toda pulsión hegemónica, y éstas deben abandonar toda posición
reactiva o paranoica y, como invitaba Guattari a los movimientos en relación
con el PT brasilero en 1982, "encontrar sus modalidades de inserción,
intentar desarrollar una ambigüedad en la expresión, una agitación, un estilo
de vida que sobrepase todas las estructuras de pequeño grupo que se adhieren
como ostras y moluscos en ese proceso"/6.
13/09/2016
Nico Sguiglia es Enlace de organización de Podemos Andalucía en
la provincia de Málaga y dinamizador del trabajo territorial de Málaga Ahora
Publicado originalmente en Diagonal:
Notas:
1/ Thompson, E.P (1963). La formación de la clase
obrera en Inglaterra. trad. es. Madrid, Capitan Swing, 2012.
2/ Iborra, Y. Franca, J. (2016, Agosto, 22).
‘Barcelona y Madrid debemos presionar conjuntamente al Estado’ Entrevista a
Gerardo Pìsarello. ElDiario.es. Recuperado de: http://www.eldiario.es/catalunya/barcelona/Barcelona-Madrid-presionar-conjuntamente-gobierno_0_550495174.html
3/ Ver Partido-Movimiento y construcción
territorial: la experiencia de Ciudad Futura. Entrevista de Nicolás
Sguiglia a Juan Monteverde, Alejandro Gelfuso y Franco Ingrassia (Ciudad
Futura).
4/ A. Gramsci (1925). Necesidad de una preparación
ideológica de la masa. Recuperado en: https://www.marxists.org/espanol/gramsci/mayo1925.htm
5/ Deluze G. y Guattari F. (1980). Mil Mesetas.
Capitalismo y esquizofrenia. Valencia: Ed. Pre-Textos.
6/ Rolnik, S. y Guattari, F. (2006). Micropolítica.
Cartografías del deseo. Madrid: Traficantes de Sueños.
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