27/04/2017
| Jaime Pastor
“El contenido de los Cuadernos
de la cárcel se resume en la búsqueda del nexo político entre la filosofía
de la praxis y la hegemonía, como aquella relación que sólo puede impedir una
reducción administrativa de los conflictos y un éxito pasivo de la hegemonía”
(Frosini, 2013: 70).
1. Contexto y evolución
La tarea de comentar con cierto rigor la aportación
del pensador sardo a la búsqueda de una estrategia revolucionaria en Occidente
–condensada principalmente en los Cuadernos de la cárcel, escritos
durante los años de 1929 a 1935- no es nada fácil debido a las dificultades en
las cuales se vio obligado a desarrollar sus reflexiones y propuestas y a la
necesidad de tener en cuenta siempre el contexto –histórico, político,
ideológico y cultural- en el que las fue desarrollando. A todo esto se suma el
propio carácter fragmentario, multidimensional (Anderson, 1978: 15-16; 2016) e
inacabado de su pensamiento, agravado por la necesidad de obviar una
terminología más clara debido a la censura carcelaria. Reconocer esos factores
condicionantes y tenerlos siempre en cuenta es importante si queremos evitar
una codificación en forma de tesis o, sobre todo, extrapolaciones interesadas,
como ha ocurrido posteriormente en sucesivas ocasiones hasta llegar a nuestros
días.
Dada la extraordinaria relación de trabajos y
publicaciones que han ido saliendo en torno a la interpretación de su
pensamiento, no es propósito de este texto entrar en diálogo o controversia con
todas ellas, tarea además imposible, si bien me apoyaré en las que me parecen
más relevantes para mi propósito en las siguientes páginas. Me limitaré
únicamente a ofrecer una selección de las categorías y conceptos que pueden ser
extraídos de su lectura y que me parecen fundamentales para nuestros debates
actuales.
Comenzando por el marco histórico general, conviene
recordar que Gramsci se apoyó en las lecciones que dentro de la Internacional
Comunista (IC) se fueron extrayendo de la experiencia de la Revolución rusa
triunfante de 1917 1/, pero también de las fracasadas en Alemania,
Hungría y la misma Italia, en cuyo proceso él participó activamente. Como
resultado de los debates suscitados en torno a las mismas (sobre todo, de las
derrotas sufridas en Alemania en 1921 y 1923) y en el tránsito hacia el cambio
de período que se abría, la tesis de la “ofensiva revolucionaria” pasó a ser
muy minoritaria dentro de la IC, viéndose pronto contrarrestada -por parte de
Lenin 2/ y Trotsky especialmente- por la propuesta de una nueva
orientación basada en una política de Frente Único Obrero –incluyendo a la
socialdemocracia-, así como por la necesidad de elaborar programas que
superaran la vieja división entre programa mínimo y programa máximo mediante la
inclusión de reivindicaciones de tipo transitorio que hicieran un papel de
puente entre ambas. Frente Único Obrero y programas de transición aparecían,
por tanto, estrechamente articulados en el nuevo período que se abría. Así, en
su IV Congreso la IC, al mismo tiempo que defiende la “unidad del frente
proletario”, “se pronuncia decididamente tanto contra el intento de presentar
la introducción de reivindicaciones transitorias en el programa como
oportunismo, como contra toda pretensión de atenuar o sustituir los objetivos
revolucionarios fundamentales por reivindicaciones parciales” 3/. Una
orientación que, sin embargo, no llegó a obtener suficiente acuerdo dentro de
la mayoría de los PCs, afectados por diferencias internas y muy pronto
“bolchevizados” y subordinados al estalinismo ascendente dentro de la nueva
URSS.
Conviene, empero, subrayar que las reflexiones
sobre la experiencia vivida directamente en la revolución italiana fracasada
son “el comienzo de la madurez de Gramsci”, el cual a partir de entonces
“conserva la idea motriz de los consejos: la necesidad de que la revolución
política arraigue en la “productiva”, y el poder político en el de la
producción (…); ésta fue la razón de ser de la política de los consejos en 1920
y será la clave de la ‘guerra de trincheras’ del proletariado en la larga noche
de la estabilización relativa capitalista de los años 20 y 30” (Sacristán,
1998: 144-145).
Partiendo de la reorientación propuesta desde la
dirección de la IC (si bien Gramsci se refirió únicamente a Lenin como “padre” de
esa reorientación, atribuyendo erróneamente a Trotsky la simple defensa de una
“guerra de maniobra” 4/), el esfuerzo por convencer a la izquierda
comunista occidental de la necesidad de superar el mimetismo con el “modelo
ruso” fue la principal preocupación del dirigente comunista italiano. Con mayor
razón cuando constató la entrada en un período de reflujo de las expectativas
revolucionarias que dio paso al ascenso del fascismo en toda Europa, primero en
Italia y, más tarde, del nazismo en Alemania.
El balance desastroso de la aplicación de la
política ultraizquierdista del PC alemán, a medida que se fue materializando el
triunfo del nazismo, tuvo precisamente en Trotsky a uno de sus principales
críticos. Tampoco debemos olvidar otras llamadas de alerta que resaltaron las
debilidades de la IC en la comprensión de los factores que explicaban el
ascenso del nazismo como, por ejemplo, la que partiendo ya del psicoanálisis y
el papel de las emociones hiciera Wilhelm Reich 5/.
Gramsci partió de aquellos debates, como recordó
hace tiempo Perry Anderson (1978), con el fin de darles continuidad y tratar de
responder al impasse estratégico que se abría. A su vez, insertó esa
preocupación en el marco de las influencias que en la formación de su
pensamiento tuvieron sus lecturas: además de las obras de Marx y Engels
publicadas hasta entonces, la de “clásicos” como Maquiavelo, Hegel, Kant o
Ricardo, o, last but not least, Benedetto Croce, Giovanni Gentile,
Georges Sorel, Piero Sraffa o Matteo Bartoli (Losurdo, 2015: 11-164; Liguori,
2014. 44-45; Sacristán, 1998: 105, 111; Jessop, 2014).
Así pues, concentraremos nuestra atención en los Cuadernos
de la cárcel, como han hecho cantidad de lectores e intérpretes de su
pensamiento, no sin dejar de reconocer los problemas de “traducción” (en un
doble sentido de la palabra) que plantea debido a las condiciones de censura y
autocensura en que tuvo que escribirlas, así como a los matices y distinciones
no siempre claras que aparecen en sus notas sucesivas.
2. Contra el economicismo
Con todo, su preocupación por responder a la nueva
etapa post-revolucionaria va unida a otra más teórica, a medida que ve cómo en
la nueva dirección de la Internacional Comunista que sucede a Lenin y Trotsky
se va imponiendo una concepción economicista del materialismo histórico (con
Bujarin como protagonista político-intelectual) 6/ que, además, sirve de
sustento ideológico a una estrategia ultraizquierdista a partir de su V
Congreso. Frente a ella, para Gramsci la metáfora base-superestructura del
marxismo no podía reducirse a ver la segunda como mero reflejo de la primera y,
por tanto, había que investigar sobre el papel de los distintos elementos de la
superestructura y su influencia o interacción con las relaciones de producción.
Para ese propósito se remite directamente a las consideraciones del propio
Marx:
“La pretensión (presentada como postulado esencial
del materialismo histórico) de presentar y exponer toda fluctuación de la
política y de la ideología como expresión inmediata de la estructura tiene que
ser combatida en la teoría como un infantilismo primitivo, y en la práctica hay
que combatirla con el testimonio auténtico de Marx, escritor de obras políticas
e históricas concretas. A este respecto son de especial importancia el 18
Brumario y los escritos acerca de la Cuestión oriental, pero también
otros (Revolución y contrarrevolución en Alemania, La guerra civil en
Francia y otros menores) (…). Así podrá observarse cuántas cautelas
reales introduce Marx en sus investigaciones concretas, cautelas que no
podían formularse en las obras generales. Entre esas cautelas podrían
enumerarse como ejemplo las siguientes: 1) La dificultad que tiene el
identificar en cada caso, estáticamente (como imagen fotográfica instantánea),
la estructura; la política es de hecho en cada caso reflejo de las
tendencias de desarrollo de la estructura, pero no está dicho que esas
tendencias vayan a realizarse necesariamente (…). 2) De lo anterior se
deduce que un determinado acto político puede haber sido un error de cálculo de
los dirigentes de las clases dominantes, error que el desarrollo histórico
corrige y supera a través de las ‘crisis’ parlamentarias gubernativas de las
clases dirigentes; el materialismo histórico mecánico no considera la
posibilidad de error, sino que entiende todo acto político como determinado por
la estructura de un modo inmediato, o sea, como reflejo de una modificación
real y permanente (en el sentido de adquirida) de la estructura (…) 3) No se
considera lo suficiente el hecho de que muchos actos políticos se deben a
necesidades internas de carácter organizativo, o sea, que están vinculados a la
necesidad de dar coherencia a un partido, a un grupo, a una sociedad” (Gramsci,
1984a): 161-162) (las cursivas son mías) 7/.
Empero, nada más lejos de la reformulación de esa
metáfora que la tendencia a interpretarla en un sentido “culturalista”, sin por
ello negar su influencia en el desarrollo de los “estudios culturales” 8/,
subalternos 9/ o étnicos 10/; ni tampoco cabe entenderla un
sentido “politicista” 11/, pese a la relevancia que dio a la política.
Su crítica del esencialismo economicista no le condujo a un relativismo
reduccionista o a un “pan-politicismo”, ni tampoco la versión que del mismo
difundiera el “aventurerismo parlamentario” que representó el eurocomunismo
(Thomas, 2009: 264-265 y 2014: 301-302)12/.
Por eso, movido siempre por su preocupación
estratégica, apuesta por un análisis comparado de las diferentes evoluciones
históricas y especificidades de las formaciones sociales y de los Estados. Un
primer punto a subrayar es su insistencia en destacar las diferencias en las
relaciones entre el Estado y la sociedad civil que observaba entre Oriente y
Occidente y, posteriormente, Estados Unidos de Norteamérica. De forma sucinta,
podría resumirse diciendo que sostenía que en Oriente la sociedad civil era más
débil y pesaban más el dominio y la coerción, mientras que en Occidente aquélla
era más fuerte y predominaban la hegemonía y el consenso, aunque en último
término esa hegemonía estaba “acorazada de coerción”:
“En Oriente el Estado lo era todo, la sociedad
civil era primitiva y gelatinosa; en Occidente, entre Estado y sociedad civil
había una justa relación y en el temblor del Estado se discernía de inmediato
una robusta estructura de la sociedad civil. El Estado era sólo una trinchera
avanzada, tras la cual se hallaba una robusta cadena de fortalezas y de
casamatas; en mayor o menor medida de un Estado a otro, se comprende, pero
precisamente esto exigía un cuidadoso reconocimiento de carácter nacional”
(Gramsci, 1984: 157).
Dentro del continente europeo también distingue
entre unos países y otros en función precisamente de qué tipo de revoluciones
burguesas se habían producido: no es lo mismo Francia –en donde se había
producido una revolución nacional-popular- que Alemania o Italia –resultados de
“revoluciones pasivas”, como comentaremos más abajo.
Así mismo, dentro de Occidente reconocía notables
diferencias entre Europa y EE UU: la especificidad de este país sin pasado
feudal y, por tanto, sin clases parasitarias, y sin instituciones de mediación
previas 13/, explicaba que “industrialistas como Ford fueron capaces de
aplicar su programa de ´racionalización’ sobre toda la sociedad basándose en su
predominio en el mundo de la producción”: en ese sentido allí,
incontestablemente, “la hegemonía nace de la fábrica y no tiene necesidad de
ejercerse más que por una cantidad mínima de intermediarios profesionales de la
política y la ideología”; y añade que se trata de un “tipo de sociedad
racionalizada, en la que la ‘estructura’ domina más inmediatamente las
superestructuras y éstas son ‘racionalizadas’ (simplificadas y disminuidas en
número” (Gramsci, 2000: 66) 14/.
3. “Estado integral”, bloque histórico, hegemonía y
sentido común
Pero, ¿qué definición de Estado nos ofrece Gramsci?
De sus escritos se puede desprender una evolución o/y una distinción entre una
concepción reducida (gobierno, aparato) y otra, que es la que desarrolla, la
cual le lleva a sostener que el Estado integral es “todo el conjunto
de actividades prácticas y teóricas con que la clase gobernante no sólo
justifica y mantiene su dominio sino que logra obtener el consenso activo de
los gobernados” (Gramsci, 1999: 186). Una propuesta que sin duda tiene que
ver con los cambios que ha ido observando también en el caso italiano con la
crisis del Estado liberal y el advenimiento del fascismo (Buci-Glucksmann,
1978: 137) En resumen, de ese Estado integral formarían parte todos aquellos
elementos que aseguren la hegemonía de una clase o un grupo social sobre toda
la sociedad: una combinación de coerción y consentimiento variable según
contextos, circunstancias y relaciones de fuerzas, para cuya descripción se
apoya en la referencia al Centauro de Maquiavelo:
“Otro punto que establecer y desarrollar es el de
la ‘doble perspectiva’ en la acción política y en la vida estatal. Varios
grados en que puede presentarse la doble perspectiva, desde los más elementales
hasta los más complejos. Pero también este elemento está vinculado a la
doble naturaleza del Centauro maquiavélico, de la fuerza y del consenso, del
dominio y de la hegemonía, de la violencia y de la civilización (“de la
Iglesia y del Estado”, como diría Croce), de la agitación y de la propaganda,
de la táctica y de la estrategia” (Gramsci, 1984, 259-260).
Una “doble naturaleza” que se complementa con la “corrupción-fraude”
15/, capaz de lograr “la despotenciación y la parálisis del antagonista
o antagonistas”, y que se desarrolla, no siempre con una distinción clara, en
“dos planos superestructurales, el que se puede llamar de la ‘sociedad civil’,
o sea, del conjunto de organismos vulgarmente llamados ‘privados’, y el de la
‘sociedad política o Estado’ y que corresponden a la función de ‘hegemonía’ que
el grupo ejerce en toda la sociedad y al de ‘dominio directo’ o de mando que se
expresa en el Estado y en el gobierno ‘jurídico” (Gramsci, 1986: 357).
Para él, por tanto, el poder no se encuentra solo
en lo que entiende por Estado en sentido estricto (el aparato estatal) sino que
aparece reflejado en ese “conjunto de actividades prácticas y teóricas” que se
desarrollan en muchos centros de la sociedad. Se propone así como tarea
investigar esas actividades de los aparatos de hegemonía, incluyendo
entre ellos los medios de comunicación, la Iglesia (no olvidemos la centralidad
que el catolicismo tenía y tiene en la sociedad italiana), las instituciones
educativas, los centros culturales, los partidos o los sindicatos.
Sin embargo, se puede coincidir con la apreciación
de que “la atención de Gramsci tendió siempre más hacia las instituciones
puramente culturales para garantizar el consentimiento de las masas –iglesias,
escuelas, periódicos y demás- que a las instituciones específicamente políticas
que garantizan la estabilidad del capitalismo con una complejidad y ambigüedad
necesariamente mayores” (Anderson, 1978). En realidad, el interés de Gramsci
está más en estudiar el poder estatal en términos estratégico-relacionales y no
tanto las instituciones como tales, como propone Bob Jessop (2014b)). A propósito
de esto, la concepción de Gramsci de los “aparatos de hegemonía” es distinta de
la que posteriormente desarrollará Louis Althusser con su concepto de “aparatos
ideológicos de Estado”, sin negar por ello, como hace Jessop (2014 c)) la
validez de la crítica que el filósofo francés hiciera a la interpretación
derechista por el eurocomunismo del pensamiento gramsciano (Althusser, 2003:
163-173). En cambio, posteriormente los análisis de Foucault sobre las
relaciones de poder y la “gubernamentalidad” pueden ser vistos desde algunos
enfoques como una propuesta superadora de la categoría de “consentimiento” de
Gramsci (Dardot y Laval, 2013).
Con todo, lo que le interesa es analizar el poder
estatal en términos relacionales y no tanto estudiando cada institución como
tal; un enfoque que se vería luego ampliado, con por Jessop (2008: 7), apoyado
a su vez en la contribución de Nicos Poulantzas.
Dentro de ese marco general, y siempre en
relación-oposición con la clase dominante, la historia de los “grupos sociales
subalternos” es percibida por Gramsci como “necesariamente disgregada y
episódica”:
“Es indudable que en la actividad histórica de
estos grupos existe la tendencia a la unificación, si bien según planes
provisionales, pero esta tendencia es continuamente rota por la iniciativa de
los grupos dominantes, y por lo tanto sólo puede ser demostrada a ciclo
histórico cumplido, si éste concluye con un triunfo. Los grupos subalternos
sufren siempre la iniciativa de los grupos dominantes, aun cuando se rebelan y
sublevan: solo la victoria ‘permanente’ rompe, y no inmediatamente, la
subordinación. En realidad, aun cuando parecen triunfantes, los grupos
subalternos están sólo en estado de defensa activa (esta verdad se puede
demostrar con la historia de la revolución francesa hasta 1830 por lo menos)”
(Gramsci, 2000: 178-179).
De ahí la importancia que da a la necesidad de no
“pasar por alto y, peor aún, despreciar los movimientos llamados ‘espontáneos’,
o sea, renunciar a darles una dirección consciente, a elevarlos a un plano
superior introduciéndolos en la política”, ya que “puede tener a menudo
consecuencias muy serias y graves” (Gramsci, 1981b): 54).
Con su definición de grupos o clases subalternas
Gramsci se referirá, por tanto, a “un conjunto diversificado de clases, todas
caracterizadas por no ser todavía hegemónicas o dominadas pero muy
diferenciadas en su interior” (Liguori, 2016). Y añade:
“Entre los grupos subalternos uno ejercerá o
tenderá a ejercer una cierta hegemonía a través de un partido, y esto hay que
establecerlo estudiando incluso los desarrollos de todos los demás partidos en
cuanto que incluyen elementos del grupo hegemónico o de los otros grupos
subalternos que sufren tal hegemonía” (Gramsci, 2000: 183).
La lucha por la hegemonía aparece así como
la tarea estratégica fundamental para estar en condiciones de conquistar el
poder: para ello un grupo social o una clase social determinada –que para
Gramsci debería ser la clase trabajadora- ha de ser capaz de constituirse en
grupo dirigente antes de llegar a ser también dominante:
“El criterio histórico-político en que debe basarse
la investigación es éste: que una clase es dominante de dos maneras, esto es,
es ‘dirigente’ y ‘dominante’. Es dirigente de las clases aliadas, es dominante
de las clases adversarias. Por ello una clase ya antes de subir al poder
puede ser ‘dirigente’ (y debe serlo): cuando está en el poder se vuelve
dominante pero sigue siendo también ‘dirigente” (Gramsci, 1981 a): 107).
Es así como se ha ido conformando o se puede ir
construyendo un bloque histórico nuevo (concepto tomado de Georges
Sorel). Un bloque histórico que ha de ser algo más que una alianza de clases,
ya que, frente a lecturas sesgadas, “implica la transformación de la estructura
y las superestructuras. Existe cuando es completa la hegemonía de una clase
sobre el conjunto social; dicha clase es dominante y dirigente cuando disgrega
a sus adversarios, logra el consenso de las clases y grupos sociales afines,
posee intelectuales orgánicos, produce una crisis orgánica en el viejo orden
social, aglutina y configura una voluntad colectiva en un partido
revolucionario, tiene las riendas de la economía para transformarla de raíz y
consigue la primacía en las superestructuras ideológicas, convirtiendo su
filosofía en cosmovisión de masas y sus intereses en universales (nacionales)”
(Díaz-Salazar, 1991: 141).
Gramsci entiende, por tanto, las “clases” o
“grupos” subalternos, en relación/oposición inmediata con la clase dominante,
como un conjunto diversificado de clases que abarcarían desde el proletariado
industrial hasta los estratos sociales más marginales, periféricos y
espontáneos: padecen la iniciativa de la clase dominante, pero intentan
defenderse, por lo que siempre puede haber en ellas un germen de resistencia
activa (Liguori, 2016).
El “grupo social” que aspira a ser hegemónico debe
ir introduciendo mecanismos de dirección de clase –no solo política sino
también moral e intelectual- en la sociedad civil. Y aquí conviene resaltar
este comentario del pensador sardo:
“El hecho de la hegemonía presupone indudablemente
que se tomen en cuenta los intereses y las tendencias de los grupos sobre los
cuales la hegemonía será ejercida, que se forme un cierto equilibrio de
compromiso, esto es, que el grupo dirigente haga sacrificios de orden
económico-corporativo, pero también es indudable que tales sacrificios y tal
compromiso no pueden afectar a lo esencial, porque si la hegemonía es
ético-política, no puede dejar de ser también económica, no puede dejar de
tener su fundamento en la función decisiva que el grupo dirigente ejerce en el
núcleo decisivo de la actividad económica” (Gramsci, 1999: 42).
Apunta, por tanto, a la necesidad de un compromiso
entre los distintos grupos sociales y, a la vez, a la necesidad de que la
hegemonía se dé también en el plano económico, sin por ello reducir ésta a las
meras relaciones de clase en la esfera de la producción (Cospito, 2007: 80).
Precisamente, ese esfuerzo dirigido a conseguir que
”la hegemonía ético-política” llegue a ser “también económica” no puede obviar
los límites a los que puede llegar aquélla bajo el capitalismo debido a las
diferencias que Marx establecía entre la naturaleza de las revoluciones
burguesas y la de las revoluciones proletarias y que no siempre Gramsci
subrayó, especialmente cuando establecía analogías con el jacobinismo. En
efecto, como recuerda Perry Anderson, “es importante recordar el conocido
principio marxista de que la clase obrera bajo el capitalismo es inherentemente
incapaz de ser la clase culturalmente dominante a causa de haber sido
estructuralmente expropiada, por su posición de clase, de algunos de los medios
esenciales de producción cultural (educación, tradición, ocio), a diferencia de
la burguesía de la Ilustración que pudo generar su propia cultura superior
dentro del marco del ancien regime” (Anderson, 1978).
En resumen, el concepto de hegemonía implica “la
articulación de un bloque histórico en torno a una clase dirigente, y no la
simple adición no diferenciada de la categoría de descontentos; la formulación
de un proyecto político capaz de solucionar una crisis histórica de la nación y
del conjunto de las relaciones sociales” (Bensaïd, 2013: 93). Es así como se
puede llegar al “momento” de la hegemonía, o sea, “planteando todas las
cuestiones en torno a las cuales hierve la lucha, no sobre un plano corporativo
sino sobre un plano ‘universal y creando así la hegemonía de un grupo social
fundamental sobre una serie de grupos subordinados” (Gramsci, 1984 b);
Campione, 2014: 13).
El objetivo a alcanzar es, por tanto, romper el
“cemento ideológico” que asegura el consentimiento de las masas a la
hegemonía de la burguesía. Aquél se basa en un sentido común que
equivale a la concepción popular tradicional del hombre medio, pero que está
siempre en transformación continua, potencialmente bajo la influencia de lo que
define como el buen sentido, es decir, el elemento crítico respecto a
las cristalizaciones y dogmatizaciones del sentido común: es ese “buen sentido”
el que ha de servirnos para luchar por un nuevo sentido común, impulsado por el
nuevo bloque intelectual y moral. El sentido común aparece así como una
variante de la ideología o concepción del mundo y, por tanto, como “un concepto
equívoco, contradictorio, multiforme, y que referirse al sentido común como
confirmación de la verdad es una insensatez” (Gramsci, 1986: 264) (Liguori,
2009).
En el caso italiano, para Gramsci, ya desde 1916,
el sentido común aparece claramente asociado con la religión -y el papel que
juega la Iglesia católica como “aparato hegemónico”-, ya que se ha establecido
como la concepción del mundo y de la vida típica de las masas populares.
Empero, su reconocimiento de que existe una relación entre la fe religiosa y
las normas de conducta conformes a ella no le lleva a plantear la eliminación
de la religión o las Iglesias sino a superarlas “crítica y progresivamente
hasta sustituirlas con una concepción superior de la vida y del mundo y con una
organización social y política diferente”; ésa es la función que atribuye
precisamente al “movimiento-partido-Estado obrero” (La Rocca, 2009: 704),
armado, eso sí, de la “filosofía de la praxis”. Esta ha de ser
precisamente “la crítica y la superación de la religión y del sentido común y
en ese sentido coincide con el ‘buen sentido’ que se contrapone al sentido
común” (Gramsci, 1986: 327).
Fundamenta además esa apuesta partiendo de su
distinción dentro del complejo cultural en el que se mueven las clases
subalternas (y que denomina “folklore”) entre la religión popular y la religión
oficial, viendo por tanto la Iglesia como “un campo de la lucha de clases”
(Tafalla, 2014: 173), como ha ocurrido históricamente y ha de volver a ocurrir 16/.
Por eso “un movimiento cultural que tienda a
sustituir el sentido común y las viejas concepciones del mundo en general” ha
de asumir determinadas tareas: “1) no cansarse nunca de repetir sus propios
argumentos (variando literariamente su forma): la repetición es el medio
didáctico más eficaz para operar sobre la mentalidad popular; 2) trabajar sin
cesar para elevarla intelectualmente a estratos populares cada vez más vastos,
lo que significa trabajar para crear elites de intelectuales de un tipo nuevo
que surjan directamente de la masa aunque permaneciendo en contacto con ella
para convertirse en el ‘armazón’ del busto. Esta segunda necesidad, si es
satisfecha, es la que realmente modifica el ‘panorama ideológico’ de la época”
(Gramsci, 1984: 258).
Partiendo de todas estas consideraciones –expuestas
sucintamente en este trabajo-, Gramsci reformula el ya viejo debate estratégico
introducido por Kautsky en la Segunda Internacional en torno a qué tipo de
“guerra” hay que desarrollar para hacer posible la revolución. Teniendo en
cuenta el nuevo contexto histórico –de relativo reflujo-, distingue entre guerra
de posiciones y guerra de maniobra o de movimiento, insistiendo en
la necesidad de priorizar la primera, en realidad asimilable a la lucha por la
hegemonía 17/: “se trata, pues, de estudiar con profundidad cuáles son
los elementos de la sociedad civil que corresponden a los sistemas de defensa
de la guerra de posiciones” (Gramsci, 1984: 152), con el fin de ir construyendo
un nuevo consenso que permita transformar los intereses corporativos en
intereses solidarios para así ir articulando ese bloque histórico que aspira a
crear un nuevo tipo de sociedad. Para esto último sí que será necesario pasar a
la guerra de maniobra o movimiento, o sea, a la confrontación abierta. Un
horizonte al que, también frente a lecturas interesadas posteriores, nunca
renunció el pensador sardo, como reconoce, desde su discrepancia, Chantal
Mouffe (Errejón y Mouffe, 2015: 32-33).
Un desacuerdo que sin duda tiene que ver con la
sobreestimación por parte de Mouffe y Ernesto Laclau de la autonomía de la
esfera política -y, con ella, de la capacidad performativa del discurso y del
liderazgo carismático en la construcción de un “pueblo” en las
“(post)democracias de audiencia”- y del Estado respecto a sus bases materiales
y a la relación de fuerzas que en ellas se dan. Por eso se entiende que Mouffe
apueste por convertir el antagonismo pueblo vs. oligarquía en una democracia
agónica en la que el “enemigo” pase a ser “adversario”, sustituyendo así el
horizonte rupturista por una “multiplicidad de rupturas” (ibid.), o sea, por
una estrategia gradualista de conquista del Estado y desde el Estado para ir
sentando las bases de una democracia radical y pluralista (Thomassen, 2016:
168-169). Tampoco sorprende que desde su tendencia a sobrevalorar el papel del
liderazgo carismático desde el ejecutivo estatal Laclau defendiera un
presidencialismo fuerte en casos como el de la Argentina de los Kirchner
(Rivera, 2015: 48)18/.
.
4. “Voluntad colectiva” nacional-popular, reforma
intelectual y moral y partido político. Una pasión razonada
Otra aportación fundamental en esas reflexiones es
la de la necesidad de ir conformando una voluntad colectiva nacional-popular.
Se trata de una propuesta que extrae Gramsci del fracaso de la “revolución de
los consejos” de 1920 por considerar que el proletariado del Norte no supo
forjar una alianza con el campesinado del Sur. Ya en 1924 escribía:
“La cuestión meridional no puede ser resuelta por la burguesía más que transitoriamente, episódicamente, con la corrupción a hierro y fuego. El fascismo ha exasperado la situación y la ha aclarado en gran parte. El no haber sido situado con claridad el problema, en toda su extensión y con todas sus consecuencias políticas, ha impedido la acción de la clase obrera y ha contribuido, en gran parte, al fracaso de la revolución de los años 1919-1920” (Gramsci, 1978: 46).
Para este “marxista de la subjetividad”, como le
definía Manuel Sacristán, los jacobinos son una referencia a seguir para llevar
a cabo esa tarea. Éstos “lucharon hasta la extenuación por asegurar un vínculo
práctico entre la ciudad y el campo y, en este sentido, el espíritu del
jacobinismo ha tenido una relación directa con la configuración histórica de la
voluntad colectiva nacional-popular” (Fernández Buey, 2014: 33).
Por tanto, esa voluntad nacional-popular ha de ser
el resultado de la construcción de un pueblo como el conjunto de clases
subalternas bajo la dirección de la clase obrera, pero para esto habrá que
llegar a suscitar un “espíritu de escisión” 19/ en la sociedad
que permita a aquellas desligarse de los sistemas de consenso de la clase
dominante; la vía para conseguirlo, subraya, sería la de poner en pie una nueva
reforma intelectual y moral (términos tomados, por cierto, del título de
una obra de Ernest Renan a través de Sorel), entendida como una nueva
concepción del mundo, “equivalente laico” de lo que significó la reforma
protestante dentro del cristianismo; o sea, una concepción radical, de cambio
de sentido de época, nada menor.
Pero, ¿quién es el sujeto político principal para
impulsar esa estrategia que, aunque Gramsci no la llegó a emplear, podemos
calificar como “contrahegemónica”? Aquí entra, reformulando a Maquiavelo, el
“Príncipe Moderno”:
“Si hubiera que traducir en lenguaje político
moderno la noción de ‘Príncipe’, tal como ésta se utiliza en el libro de
Maquiavelo, habría que hacer una serie de distinciones: ‘príncipe’ podría ser
un jefe de Estado, un jefe de gobierno, pero también un dirigente político que
quiere conquistar un Estado o fundar un nuevo tipo de Estado; en este sentido ‘príncipe’
podría traducirse en lenguaje moderno por ‘partido político” (Gramsci,
1984: 345) (Fortes, 2015).
El partido es concebido como el “intelectual
colectivo” 20/ de la clase obrera, como el sujeto activo de la
construcción de una nueva voluntad colectiva mediante una “pedagogía
democrática” que sea portadora de un modelo de democracia sustancial
alternativo. El partido sería como el aparato práctico del aparato teórico, el
marxismo -o “filosofía de la praxis”-, entendido como un materialismo histórico
depurado de mecanicismo y determinismo (Cospito, 2009). Sus fronteras también
han de ser porosas, ya que “el partido político no es sólo la organización
política del partido mismo, sino todo el bloque social activo del cual el
partido es la guía porque es la expresión necesaria” (Gramsci, 1999: 228).
Con todo, no podía olvidar las enseñanzas que cabía
extraer de la involución de muchos partidos en los años 20 y 30 del pasado
siglo, como demuestran sus comentarios sobre la obra de Robert Michels,
interesante y esquemática a la vez en su opinión, especialmente en lo
relacionado con sus procesos de burocratización interna:
“La burocracia es la fuerza consuetudinaria y
conservadora más peligrosa: si ésta acaba por constituir un grupo solidario,
que se apoya en sí mismo y se siente independiente de la masa, el partido acaba
por volverse anacrónico, y en los momentos de crisis aguda queda vacío de su
contenido social y queda como apoyado en el aire” (1999: 53).
El nuevo Príncipe es, por tanto, el que ha de ser
capaz de forjar un “espíritu de escisión” “en términos políticos, sin el cual
las clases subalternas permanecen disgregadas en una sociedad civil meramente
corporativa y no directiva de sus clases antagonistas” (Thomas, 2009: 438). Su
tarea histórica es, por tanto, enorme. Con palabras, de nuevo, del pensador
sardo: “El moderno Príncipe debe y no puede dejar de ser el pregonero y
organizador de una reforma intelectual y moral, lo que además significa crear
el terreno para un ulterior desarrollo de la voluntad colectiva nacional
popular hacia el cumplimiento de una forma superior y total de civilización
moderna” (Gramsci, 1999: 17) 21/.
Empero, insiste en su relación con la esfera
socio-económica:
“¿Puede haber reforma cultural y, por lo tanto,
elevación civil de los estratos deprimidos de la sociedad sin una previa
reforma económica y un cambio en la posición social y en el mundo económico?
Por eso una reforma intelectual y moral no puede dejar de estar ligada a un
programa de reforma económica, incluso el programa de reforma económica es
precisamente el modo concreto en que se presenta toda reforma intelectual y
moral” (1999: 17).
Conviene recordar que su concepción del intelectual
es muy amplia: para este pensador-estratega no existen los no-intelectuales, ya
que todas las personas (aunque él se refería a “los hombres”) son filósofas de
algún modo, aunque no todas ejercen la función de intelectual en la sociedad.
Existen los intelectuales orgánicos y los tradicionales y el proletariado
necesita dotarse de los primeros para su emancipación. Para ello debería haber
una interconexión entre saber-comprender-sentir; las masas, sobre todo,
“sienten”, pero no siempre “comprenden” y “saben”; a la inversa, los
intelectuales “saben”, pero no siempre “comprenden” y “sienten” las
aspiraciones de las masas” (Voza, 2009: 72).
Partiendo de reflexiones como la anterior sobre la
relación entre el “saber” y el “sentir” se entiende “la pasión (razonada) con
que Gramsci defendió siempre la veracidad en política” (Fernández Buey, 2001:
118). En efecto, insiste el pensador sardo en que “no se hace política-historia
sin esa pasión, o sea, sin esa conexión sentimental entre intelectuales y
‘pueblo-nación’. En ausencia de tal nexo las relaciones del intelectual con el
pueblo nación son o se reducen a relaciones de orden puramente burocrático,
formal; los intelectuales se convierten en una casta o un sacerdocio (el
llamado centralismo orgánico)” (Gramsci, 1986: 347; Forenze, 2009: 628).
De lo anterior se desprende también su preocupación
creciente por el uso de un lenguaje adecuado a la lucha por la hegemonía
cultural:
“Cada vez que aflora, de un modo u otro, el
problema de la lengua, significa que se está imponiendo una serie de otros
problemas: la formación y ampliación de la clase dirigente, la necesidad de
establecer vínculos más sólidos y seguros entre los grupos dirigentes y la masa
popular-nacional. Es decir, la necesidad de reorganizar la hegemonía cultural”
(Gramsci, 2000: 229)22 /.
5. Crisis, cesarismos y transformismo vs. hegemonía
expansiva. El factor geopolítico
La crisis “de autoridad”, “de hegemonía e incluso
del Estado en su conjunto” (Gramsci, 1999: 52) y el interregno que abre fue
descrita por Gramsci en muchas partes de sus notas. Una de ellas ha sido quizás
la más repetida en los últimos tiempos:
“Si la clase dominante ha perdido el consenso, o
sea, si ya no es ‘dirigente’, sino únicamente ‘dominante’, detentadora de la
pura fuerza coercitiva, esto significa precisamente que las grandes masas se
han apartado de las ideologías tradicionales, no creen ya en lo que antes
creían, etcétera. La crisis consiste precisamente en el hecho de que lo
viejo muere y lo nuevo no puede nacer: en este interregno se verifican los
fenómenos morbosos más variados” (1981 b): 37)
Partiendo de esa necesidad de prepararse ante la
crisis de hegemonía del bloque histórico dominante, Gramsci propone una
estrategia que puede llegar a ser aplicable en mayor o menor grado en función
de los distintos tipos de crisis que surjan en un país. Por eso encontramos en
sus apuntes la distinción entre crisis orgánica (la que llega a afectar
al propio Estado), o sea, aquélla que, debido al fracaso de la política de la
clase dirigente, puede conducir a la disgregación del bloque histórico
dominante frente al desafío organizado de las clases subalternas, sin el cual
la crisis no provocará repercusiones en el interior de aquél); crisis
coyuntural, de gobierno, o de régimen, diríamos ahora, y crisis
histórica, que puede estar relacionada con la primera pero como trasfondo
económico e incluso sistémico.
Es la primera la que merece más atención, ya que
del desarrollo de la misma pueden resultar diferentes salidas, sobre todo si se
da un “equilibrio de fuerzas de perspectivas catastróficas”: es en esas
circunstancias cuando pueden surgir los “monstruos” o los “cesarismos”, que
pueden ser conservadores pero también progresistas:
“Se puede decir que el cesarismo o bonapartismo
expresa una situación en la que las fuerzas en lucha se equilibran de modo
catastrófico, o sea que se equilibran de modo tal que la continuación de la
lucha no puede concluir más que con la destrucción recíproca (…). Pero el
cesarismo, si bien expresa siempre la solución ‘arbitral’, confiada a una gran
personalidad, de una situación histórico-política caracterizada de equilibrio
de las fuerzas de tendencia catastrófica, no tiene siempre el mismo significado
histórico. Puede haber un cesarismo progresista o un cesarismo regresivo, y el
significado exacto de cada forma de cesarismo, en último análisis, puede ser
reconstruido por la historia concreta y no por un esquema sociológico. Es
progresista el cesarismo cuando su intervención ayuda a la fuerza progresista a
triunfar aunque sea con ciertos compromisos limitativos de la victoria; es
regresivo cuando su intervención ayuda a triunfar a la fuerza regresiva,
también en este caso con ciertos compromisos y limitaciones, que no obstante
tienen un valor, un alcance y un significado distintos que en el caso
precedente. César y Napoleón I son ejemplos de cesarismo progresista. Napoleón
III (y también Bismark) de cesarismo regresivo” (Gramsci, 1986: 102).
En contextos como ésos es cuando la lucha por la
hegemonía y la conformación de un nuevo bloque histórico son tareas clave a
través de la mediación de un partido que sepa evitar el transformismo (trasvase
de una clase al grupo enemigo, bien por voluntad propia o por dejarse absorber
gradualmente por los dirigentes de la clase antagónica); o, lo que es lo mismo,
la revolución pasiva:
“El concepto de revolución pasiva me parece exacto
no sólo para Italia sino también para los demás países que modernizaron el
Estado a través de una serie de reformas o de guerras nacionales, sin pasar por
la revolución política de tipo radical-jacobino” (Gramsci, 1984a): 216-217).
Ésa es la enseñanza que saca del Risorgimento
italiano –en donde el Partido de Acción sufrió un proceso de transformismo y se
fue configurando un nuevo bloque histórico entre la oligarquía agraria del Sur
y la burguesía industrial emergente del Norte-, que aplica también a los casos
del fascismo y el “americanismo”: o sea, las “revoluciones pasivas” son
aquéllas en las que en el mejor de los casos se logre cambiar las formas
políticas de la sociedad (el gobierno, el régimen) pero no sus contenidos
económicos, ya que para lograr esto último haría falta llegar al “momento
jacobino-popular”, o sea, a una revolución protagonizada por un bloque
histórico alternativo.
Superado el riesgo de “transformismo” mediante ese
momento de ruptura con el viejo orden, es cuando se puede ir más lejos, hacia
una “hegemonía expansiva” que vaya abriendo el camino hacia una “sociedad
regulada” y, por tanto, hacia una redefinición de las funciones del Estado.
Será entonces cuando se podrá pasar a “una fase de Estado-vigilante nocturno, o
sea de una organización coercitiva que tutelará el desarrollo de los elementos
de sociedad regulada en continuo incremento, y por lo tanto reduciendo
gradualmente sus intervenciones autoritarias y coactivas” (Gramsci, 1984: 76).
Esa idea de “sociedad regulada” es, por tanto, la de una sociedad que podría
definirse como autogestionada; en suma, una sociedad en la que se irá superando
la distinción gobernantes-gobernados (Liguori, 2009: 211).
En el desarrollo de los períodos de crisis el
análisis de la evolución de las relaciones de fuerzas es fundamental.
Gramsci distingue diferentes “momentos o grados”: primero, el de las relaciones
de fuerzas sociales objetivas, o sea, de las clases sociales, “estrictamente
ligada a la estructura”; luego, el de las relaciones de fuerzas políticas,
entre las que incluye la valoración del grado de homogeneidad, autoconciencia y
organización de los distintos grupos sociales, pero también el factor internacional
o geopolítico en un sentido o en otro: en ese marco se debería producir el paso
del nivel económico-corporativo al de solidaridad de intereses y, finalmente,
el de la existencia real de una conciencia ético-política de clase; es entonces
cuando considera que se hace necesario tener en cuenta cuál es la relación de
fuerzas entre los contendientes en el plano militar (Gramsci, 1981 b):
169-171).
El factor internacional o geopolítico fue resaltado
por el pensador sardo en muchas de sus notas. Proponía analizar los elementos
que se debe tener en cuenta para analizar la jerarquía de poder entre los
Estados (extensión del territorio, fuerza hegemónica, fuerza militar y
posibilidad de imprimir a su actividad una dirección autónoma, cuya influencia
deban sufrir las otras potencias (Gramsci, 1981b): 223), distinguiendo también
entre los hegemónicos y los subalternos:
“Como en cierto sentido en un Estado la historia es
historia de las clases dirigentes, así en el mundo la historia es historia
de los Estados hegemónicos. La historia de los Estados subalternos se
explica por la historia de los Estados hegemónicos” (1999: 181).
De lo anterior deducía que “cuanto más subordinada
está la vida económica inmediata de una nación a las relaciones
internacionales, tanto más representa esta situación un determinado partido y
la explota para impedir que ganen ventaja los partidos adversarios”. Por eso,
“a menudo el llamado “partido del extranjero” no es precisamente el que como
tal es vulgarmente indicado, sino precisamente el partido más nacionalista que,
en realidad, más que representar las fuerzas vitales de su propio país,
representa su subordinación y el sometimiento económico a las naciones o a un
grupo de naciones hegemónicas” (Gramsci, 1999: 19).
Unas consideraciones que le llevaban a reafirmar
los conceptos de “revolucionario” e “internacionalista”, ya que “en el sentido
moderno de la palabra, son correlativos al concepto preciso de Estado y de
clase: escasa comprensión del Estado significa escasa conciencia de clase
(comprensión del Estado existe no sólo cuando se le defiende sino también
cuando se le ataca para derrocarlo), en consecuencia, escasa eficiencia de los
partidos, etcétera” (Gramsci, 1981b): 50).
Éste es el breve y sintético recorrido que me ha
parecido de más interés hacer en torno a las principales categorías de análisis
y de estrategia política que a lo largo de sus trabajos he podido extraer,
siendo consciente de que son unas reflexiones complejas e inconclusas, en
reelaboración permanente y en unas condiciones personales, físicas y
psicológicas cada vez más difíciles que le conducirían finalmente a su temprana
muerte (Fernández Buey, (2010).
Jaime Pastor es profesor de Ciencia Política de la UNED y
editor de viento sur
NOTAS
1/ Una breve síntesis sobre las posiciones de
Gramsci ante esta revolución y el devenir del nuevo Estado se puede encontrar
en Modonesi (2017).
2/ La enfermedad infantil del ‘izquierdismo’ en
el comunismo’, publicada en 1920, supone ya una primera y dura controversia
con los comunistas “de izquierda” de distintos países europeos.
3/ Para un balance crítico de esta orientación:
Romero (2015).
4/ Si bien no por ello deja de reconocer la
distinción que hace Trotsky entre Oriente y Occidente en su discurso ante el IV
Congreso de la IC en noviembre de 1922, aunque no ve en el mismo “indicaciones
de carácter práctico” (Gramsci, 1999: 63 y 468-469). En cambio, el Informe
(“Cinco años de la revolución rusa y perspectivas de la revolución mundial”)
que presentó Lenin en ese Congreso, al que asistió Gramsci, sí influyó mucho en
él (Ragionieri, 1976: 192-196).
5/ Reich escribía en junio de 1934: “Mientras
nosotros exponíamos a las masas magníficos análisis históricos y disquisiciones
económicas sobre las contradicciones interimperialistas, ellas se entusiasmaban
por Hitler desde lo más profundo de sus sentimientos. Habíamos dejado la
práctica del factor subjetivo, por decirlo con Marx, a los idealistas y nos
habíamos convertido en materialistas mecanicistas y economicistas” (1974: 86).
A propósito de estas reflexiones: Jakopovich (2008).
6/ Con su obra Teoría del materialismo histórico.
Ensayo popular de sociología marxista, publicada en 1921; como recuerda
Michael Krätke (2011), Gramsci, amigo de Piero Sraffa, no llegó a conocer otras
obras relevantes, como las de Issac Rubin y Yevgueni Preobrazhenski, que le
habrían permitido un conocimiento mayor del debate que se abrió en los primeros
años del nuevo Estado.
7/ Así será también en las siguientes citas de este
autor. Para facilitar el acceso a sus fuentes en castellano me remitiré siempre
a los sucesivos Tomos de Cuadernos de la cárcel, publicados por Era.
8/ Si bien no por parte de Raymond Williams, quien,
apoyándose en la referencia de Gramsci a El 18 Brumario de Luis Bonaparte (Williams,1980:94-95),
resaltó su contribución a “pensar” el poder de una forma, a la vez cultural
y material, que fuera más allá de la dicotomía “base-sobreestructura” (Alonso,
2014: 11).
9/ Con Ranajit Guha como pionero de esa corriente,
cuya obra Dominance without Hegemony (1997) es considerada por Perry
Anderson la más relevante entre las inspiradas en Gramsci (Anderson, 2016).
10/ Empero, Stuart Hall, figura destacada de esta
corriente, sobresalió en dar relevancia a la aportación de Gramsci al estudio
del racismo pero también para analizar el ascenso del “thatcherismo” como
“revolución regresiva”; pese a las críticas que recibió por sobrevalorar el
papel de la ideología, reconocía que para el pensador sardo “no puede haber
hegemonía sin ‘el decisivo núcleo de lo económico” (Hall, 1988: 171; cit. por
Blackburn, 2014: 93); para un balance crítico posterior del debate de Hall con
Thompson y Milliband, entre otros: Falzon (2013).
11/ Ésa es la tendencia achacable principalmente a
Laclau y Mouffe (Jessop, 2014 a)).
12/ Ernest Mandel desarrolló también una crítica a la
interpretación oportunista de Gramsci por el eurocomunismo en el capítulo 9 de
su Crítica del eurocomunismo (1977).
13/ “El americanismo (…) consiste en el hecho de que
no existen clases numerosas sin una función esencial en el mundo productivo,
vale decir, clases absolutamente parasitarias. La ‘tradición’, la
‘civilización’ europea, se caracteriza en cambio por la existencia de tales
clases, creadas por la ‘riqueza’ y ‘complejidad’ de la historia pasada, que
dejó un cúmulo de sedimentaciones pasivas” (Gramsci, 1984 b): 287).
14/ Es precisamente en torno al papel que puede jugar
EE UU en el futuro de Europa que Gramsci se pregunta: “El problema es éste: si
América, con el peso implacable de su producción económica, obligará y está
obligando a Europa a una transformación de su base económico-social, que
igualmente se hubiera producido pero con ritmo lento y que por el contrario se
presenta como un contragolpe de la ‘prepotencia americana’, esto es, se está
creando una transformación de las bases materiales de la civilización, lo que a
largo plazo (y no muy largo, porque en el período actual todo es más rápido que
en los períodos pasados) llevará a una transformación de la civilización
existente y al nacimiento de una nueva” (1981 b): 23).
15/ “Entre el consenso y la fuerza está la
corrupción-fraude (que es característica de ciertas situaciones de difícil
ejercicio de la función hegemónica, presentando el empleo de la fuerza demasiados
peligros) o sea, el debilitamiento y la parálisis infligidos al adversario o a
los adversarios acaparando sus dirigentes bien sea encubiertamente o, en caso
de peligro emergente, abiertamente, para provocar confusión y desorden en las
filas adversarias” (Gramsci, 1984b): 126). Perry Anderson (2002) subraya este
factor, generalmente poco mencionado, extendiendo su aplicación al ámbito de
las relaciones entre Estados.
16/ Para un estudio sistemático, y a la vez crítico,
de las reflexiones de Gramsci sobre la religión: Díaz-Salazar (1991).
17/ “La guerra de posiciones, en política, es el
concepto de hegemonía, que sólo puede nacer después del advenimiento de ciertas
premisas, a saber las grandes organizaciones populares de tipo moderno, que
representan como las ‘trincheras’ y las fortificaciones permanentes en la
guerra de posiciones” (Gramsci, 1984 a): 244).
18/ En realidad, para Laclau, como bien observa
Villacañas, “el punto de palanca es el dominio del poder ejecutivo” (2015: 89).
Con todo, no pretendo simplificar, ya que la funcionalidad electoral del
populismo en determinados contextos y momentos críticos es innegable y en todo
caso “implica un desafío para la izquierda, pues debe abandonar todo aristocratismo
político basado en el concepto de ‘falsa conciencia’ y ser capaz de superar
el populismo sobrepujando y articulando toda una serie de valores, demandas e
identidades. Se trata de distinguir el contenido estratégicamente diferencial
entre el socialismo y el populismo, así como comprender su entrecruzamiento”
(Sanmartino, (2007).
19/ “¿Qué puede oponerse, por parte de una clase
innovadora, a este complejo formidable de trincheras y fortificaciones de la
clase dominante? El espíritu de escisión, o sea la progresiva adquisición de la
conciencia de la propia personalidad histórica, espíritu de escisión que debe
tender a extenderse de la clase protagonista a las clases aliadas potenciales:
todo ello exige un complejo ideológico, cuya primera condición es el exacto
conocimiento del campo que se ha de vaciar de su elemento de masa humana”
(Gramsci, 1981 b): 55-56).
20/ “Que todos los miembros de un partido político
deban ser considerados como intelectuales: he aquí una afirmación que puede
prestarse a la burla; no obstante, si se reflexiona, nada es más exacto. Habrá
que hacer distinciones de grado, un partido podrá tener mayor o menor
composición del grado más alto o del grado más bajo; no es eso lo que importa:
importa la función que es educativa y directa, o sea, intelectual” (Gramsci,
1981 b): 190).
21/ La voluntad colectiva nacional-popular podría
ser, por tanto, asociada a la reivindicación de la soberanía popular “o, más
precisamente, como base de la acción del legislador” (Coutinho, 2009). Para una
reflexión de interés sobre el partido en Gramsci y los problemas de
“anacronismo” que suscita hoy: Douet (2017).
22/ Citado por F. Fernández Buey (2000: 192).
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