Entrevista a Nick Srnicek, autor de Inventar el futuro.
Poscapitalismo y un mundo sin trabajo
CTXT
05-05-2017
¿Debemos temer a las máquinas? Es una pregunta que
preocupa a los trabajadores desde la Revolución Industrial. Ya en el siglo XIX,
los luditas ingleses destrozaban los telares que mecanizaban su trabajo. Hoy la
automatización del trabajo es a la vez fetiche y fantasma en la prensa, que intercala
reportajes aduladores del último gran test de coches autónomos con artículos
que echan la culpa a los robots del descenso en la calidad de vida, el
desempleo y la miseria que vendrán. Los avances tecnológicos, repite el
discurso dominante, amenazan con llevarse por delante puestos de trabajo, desde
los cajeros del supermercado a los camioneros, pasando por los contables. Pero
son también inexorables, como un fenómeno climático sin responsables,
beneficiarios ni capacidad de acción colectiva que lo modele. Eso deja la
izquierda desdibujada, incapaz de ofrecer respuestas, y a menudo temerosa de
los avances. Para Nick Srnicek y Alex Williams, autores de Inventar el
futuro. Poscapitalismo y un mundo sin trabajo (Malpaso), lo que se
presenta como crisis es, en realidad, una oportunidad. Las nuevas tecnologías
ofrecen posibilidades nunca vistas para alcanzar metas emancipadoras. Pero la
izquierda debe darse prisa, abandonar toda tentación de ludismo, y articular un
programa que explote y democratice los beneficios del progreso. Srnicek
(Canadá, 1982), ensayista, filósofo, doctor en Relaciones Internacionales y
profesor en la Universidad de Westminster (Londres), expone a CTXT las líneas
maestras de ese programa, que pasa por la reducción del trabajo y la introducción
de una renta básica.
El libro empieza con una pregunta provocadora:
“¿Adónde ha ido a parar el futuro?”. ¿Hasta qué punto hemos perdido la
capacidad colectiva de imaginarnos un mundo mejor?
La hemos perdido. Siempre pregunto a mis
estudiantes: “¿Creéis que viviréis mejor que vuestros padres?”. El 90% dice que
no. Se ha esfumado la sensación de que las cosas pueden mejorar. Hay que tener
en cuenta las condiciones materiales que nos han llevado hasta aquí: hemos
vivido el deterioro de los movimientos de clase trabajadora que viene desde la
Segunda Guerra Mundial, y cuarenta años de neoliberalismo que dan a entender
que nada cambia en lo fundamental, y que el sistema está organizado para
beneficiar a los más ricos y poderosos. Dadas esas condiciones, es muy
entendible que la gente claudique ante las pocas esperanzas para el futuro.
¿Cuáles son las consecuencias de esa pérdida de
esperanza?
Vemos cómo la gente abandona a los partidos
tradicionales, o a sus representantes, y sus proyectos de futuro, e intenta
construir algo nuevo. Tanto Jeremy Corbyn en el Partido Laborista británico
como Bernie Sanders en EE.UU. o Podemos en España son reflejos de eso. Hay
cambios en las condiciones materiales que por lo menos posibilitan que surja un
horizonte mejor. Ahora es cuestión de encontrar la expresión política adecuada.
Esto engarza con su argumento de que el desarrollo
tecnológico, al contrario de lo que teme la izquierda, no aleja, sino que
acerca, las posibilidades de emancipación. ¿A qué clase potencial no explotada
se refiere?
El ejemplo en el que nos centramos en el libro son
las tecnologías de automatización del trabajo. Se podría automatizar todo un
abanico de trabajos aburridos y sin sentido. Es una de las demandas originales
del movimiento obrero, la reducción del trabajo, desde las jornadas de 80 horas
semanales a las de 40. Incluso en los años 30, se creía que pronto se
alcanzaría la jornada de 20 horas semanales. Hoy lograr esa demanda clásica es
más posible que nunca. Sucede lo mismo con la democracia económica: las
tecnologías digitales nos permiten tener mucho más que decir en lo que sucede,
cómo se hacen las cosas y de qué valores queremos imbuir nuestras decisiones
económicas. Hoy la democracia económica es mucho más posible que antes. Algo
parecido ocurre con las identidades: las tecnologías disponibles que permiten
que la gente cambie de sexo si así lo desea ofrecen posibilidades fantásticas.
De nuevo, es un desarrollo tecnológico reciente el que hace posibles demandas
tradicionales de la izquierda.
También menciona el software libre o la
impresión en 3 dimensiones. ¿Qué le hace pensar que tienen potencial
emancipador?
Las aplicaciones más interesantes ahora mismo
tienen que ver con experimentos de imprimir una casa. Habría cemento que viene
ya preparado con el aislamiento, el cableado y las tuberías y se pueda imprimir
una casa extremadamente barata. Aunque falta mucho por desarrollar, la
impresión en 3D ofrece un gran potencial para resolver la crisis de vivienda,
desde los guetos de los países pobres a la falta de vivienda social en Londres.
Supongo que el problema entonces sería quién es
dueño de la impresora y de la tierra.
Sí. Lo más sencillo sería tener una impresora 3D
nacional que imprima vivienda social. Nacionalizar las impresoras 3D. Eso es lo
que necesitamos.
Sobre la cuestión de la propiedad y la escala:
incluso con los avances tecnológicos de los que habla, nada de lo que viene
describiendo está disponible para la mayoría de la población. ¿Qué nos impide
disfrutar de esos avances?
El capitalismo, dicho lisa y llanamente. Tres mil
doscientos millones de personas en todo el mundo necesitan trabajar para ganar
un salario con el que sobrevivir. Dependen del mercado de trabajo para
conseguir cualquier dinero. Esto supone toda una serie de exigencias para los
trabajadores: tienen que salir a competir los unos con los otros por el
trabajo. Eso hace que bajen los salarios, y a su vez otorga más poder a los
propietarios de los medios de producción, los dueños del capital, el 1% de la
población que es dueño del 50% de la riqueza. Esas simples relaciones de
propiedad tienen repercusiones en el resto de la sociedad. Podríamos vivir en
una sociedad en la que la gente no tenga que trabajar. Tenemos la tecnología
disponible para ello. Pero también tenemos las relaciones sociales que exigen
que la gente trabaje para sobrevivir. Librarse de esas relaciones sociales
debería ser el gran proyecto de la izquierda y es alcanzable en las próximas
décadas.
¿Qué le hace pensar que lo es?
De nuevo, tiene que ver con las posibilidades
materiales. Tradicionalmente, esto hubiera supuesto grandes recortes en calidad
de vida. Hoy tenemos la capacidad de mantener nuestro nivel de vida, reducir la
huella ecológica y librarnos del trabajo asalariado. Lo más difícil no son las
posibilidades materiales, sino construir la capacidad colectiva, especialmente
bajo la presión devastadora a la que nos ha sometido el neoliberalismo. Pero lo
hemos hecho en el pasado, y volveremos a hacerlo.
Cuando habla de trascender el trabajo asalariado,
¿piensa en una renta básica que desligue el trabajo del ingreso?
Es la manera más útil de enfrentar esa cuestión,
aunque hay grupos anarquistas que han experimentado con la ayuda mutua y otras
vías de construir un sistema de reproducción al otro lado del capitalismo. Es
interesante aprender de esos experimentos, pero tienen sus límites.
Hay quien respondería diciendo que el trabajo es
importante para el ser humano, y que el problema son la explotación y las malas
condiciones laborales. ¿Está en desacuerdo?
En absoluto. Creo que la gente necesita un proyecto
significativo en el que trabajar y esforzarse, pero pensar que la única manera
de hacerlo es mediante el trabajo asalariado es equivocarse. La mayoría de la
gente encuentra sus trabajos aburridos y sin sentido.
Volviendo a lo que llama “la parálisis del
imaginario social”. La atribuye al ascenso del neoliberalismo, pero también al
declive de la socialdemocracia. ¿Cómo se sale de ese punto muerto?
En 2008, cuando la mayor crisis del capitalismo en
décadas llegó, parecía una enorme oportunidad para la izquierda. Pero nadie
tenía las ideas necesarias para hacer uso de esa oportunidad. Eso contrasta con
lo que hicieron los neoliberales en los 70: tenían un análisis del capitalismo
keynesiano, los problemas a los que se iba a enfrentar y sus soluciones. Cuando
llegó la crisis, la utilizaron como oportunidad. Así que debemos desarrollar
una serie de ideas que nos permitan aprovecharnos de lo que inevitablemente
será otra crisis en los próximos cinco años, para construir un proyecto más
amplio.
Ha mencionado a Sanders y a Corbyn. Mucho de lo que
proponen son, en el fondo, medidas socialdemócratas. En su libro, defiende que
“podemos aspirar a algo más” que la socialdemocracia. ¿Qué tienen de malo las
respuestas socialdemócratas a la crisis?
Cuando hablo de socialdemocracia, me refiero al
sistema de bienestar cimentado en el pleno empleo, a menudo de un cabeza de
familia masculino, con toda la división de género que lleva aparejado. Podía
haber pleno empleo siempre que la mitad de la población se quedase en casa.
Obviamente, no aspiramos a volver a eso, ni a la explotación continuada de
países por todo el mundo, la división colonial, que también estaba en la base
de aquel sistema. Pero el problema fundamental es que el pleno empleo ya no es
posible.
¿Por qué lo dice?
Si analizamos los datos, el capitalismo ya no
produce suficientes empleos, ni cuantitativa ni cualitativamente. Desde 2008,
todos los empleos netos creados en EE.UU. han sido ‘acuerdos de empleo
alternativos’: trabajo temporal, freelance, a tiempo parcial… Uno puede
imaginarse al capitalismo produciendo más empleos de ese tipo, pero no son
significativos ni suficientes para la gente. Tenemos que construir un sistema
social que no dependa del pleno empleo.
Acuña un término –‘folk politics’, política
folclórica— para explicar las insuficiencias de los movimientos sociales para
enfrentar los problemas de nuestro tiempo. ¿Qué significa el término y qué
relevancia tiene?
La política folclórica es el sentido común
dominante en la izquierda, tanto en los académicos como en los activistas, que
guía sus acciones. Cambia con el tiempo. Hoy en día, todos nos hemos volcado
hacia la inmediatez para encontrar solución a nuestros problemas. Si el
problema es que las élites no nos escuchan, la solución es la democracia
directa local. Si tenemos un cambio climático masivo, cultivemos en nuestros
jardines, y sigamos la dieta de las cien millas. O si el problema es el sistema
financiero global, adoptemos monedas locales para escaparnos de él. Subyace una
presuposición de que si nos retraemos al nivel local más inmediato, podremos
resolver problemas de gran escala. Lo vimos en Occupy Wall Street y, en cierta
medida, en la Nuit Debout, en Francia, donde la gente se movilizó para
asambleas generales, en las que se debatía, pero luego no se intentó expandir
el movimiento, incorporar una serie de demandas que pudieran excluir a cierta
gente pero hicieran el proceso mucho más interesante, ni construir sistemas
organizativos duraderos.
¿Cree que esta ‘política folclórica’ está
relacionada con el miedo al poder?
Más bien una actitud de sospecha hacia el poder.
Muchas de estas ideas surgieron en los 60 y 70, cuando las organizaciones de
izquierda dominantes eran muy excluyentes para ciertas minorías, y muy
autoritarias. En aquel contexto, resistirse a esas dinámicas era algo lógico y
útil. Desde entonces, perdura una sospecha del poder. Pero el poder es
absolutamente necesario para lograr el cambio político. Tenemos que
arriesgarnos a usarlo.
Se detiene a analizar algunas tácticas como las
recogidas de firmas o incluso las huelgas, que dice que han perdido su utilidad
para cambiar estructuras de poder. ¿Por qué ha sucedido esto?
Casi a diario, la gente recoge firmas para toda
clase de causas. Ya no significa nada. Es una idea colectivista, que permite el
acceso fácil para la participación, pero pierde todo significado. Con las
huelgas, al menos en occidente, el capital ha ganado mucho poder sobre el
trabajo. Si hay una huelga en una fábrica de Canadá o EEUU, la empresa puede
trasladarla a otro país muy fácilmente. Las huelgas ya no tienen el poder de
antes. Hay espacios en las que lo tienen. Por ejemplo, aquí en Londres, el
sindicato de transportistas que se encarga del metro tiene un enorme poder,
porque cuando va a la huelga paraliza la ciudad. Gente como el antiguo alcalde,
Boris Johnson, son conscientes de eso y han intentado quitarles ese poder
automatizando los trenes.
Es interesante que mencione eso. Es justo lo
contrario a lo que propone usted. ¿Qué le hace pensar que alguien como Boris
Johnson pueda ver la automatización como una herramienta para quitarles poder a
los trabajadores, o que muchos de estos la vean como una amenaza, aquello que
se llevará por delante su trabajo?
Tienen razón. El poder del capital es tal que
cualquier grupo con poder, como el sindicato del transporte o el de estibadores
en EEUU, va a recibir ataques principalmente por la vía de la automatización. Durante
las últimas cuatro décadas, la automatización ha traído consigo desaparición de
trabajos clásicos de la clase media, y ahora tenemos una nueva oleada
tecnológica que nos lleva a la automatización de gran parte de los trabajos de
baja cualificación y mal remunerados. Veremos cómo aumenta la presión para
lograr trabajos más precarios, a tiempo parcial y eventuales. Así que la
cuestión no es si rechazamos la automatización, sino cómo aceptamos que va a
suceder inevitablemente y nos adelantamos para construir un sistema que permita
que no sea tan devastadora para los trabajadores.
¿Cómo se hace eso?
En parte, es cuestión de que los sindicatos
establezcan conexiones con la comunidad, fuera del lugar de trabajo, que pierde
potencia como espacio de lucha con la automatización. Hay que pensar en cómo
intervenir e interrumpir los procesos sociales más amplios del capitalismo, no
solo la producción. El movimiento Black Lives Matter ha entendido esto, al
bloquear sistemas de transporte como los trenes y las autopistas. Pero, en
último término, se trata de otorgar control público sobre qué se automatiza, en
qué tecnologías se invierte y cuáles se utilizan. También hay que construir el
sistema social. Si es necesario menos trabajo, reducir la jornada laboral es
una manera muy útil de hacerlo. Mi preferencia es recortar un día de trabajo
semanal, para llegar a las 32 horas, con los viernes libres y fines de semana
de tres días. Ya existen los ‘puentes’, y nos encantan, por lo que creo que
podríamos utilizar un sentimiento populista para articular esta demanda.
Volviendo a la democracia directa: señala usted que
el principal problema de la democracia hoy no es tanto que la gente no tenga
capacidad de decisión sobre todos los aspectos de su vida, sino que los asuntos
más importantes de nuestras vidas escapan al control democrático. ¿Cómo se
reinventa la democracia cuando esos problemas son tan grandes que a menudo
trascienden el Estado?
Es una pregunta muy grande. No es cierto que
queramos poder decidir sobre cualquier aspecto de nuestras vidas colectivas. Si
piensas en la promesa de la privatización del agua, se supone que abrirá la
libertad de elección a todo el mundo. Pero la respuesta es obvia: no queremos
libertad de elección sobre el agua. Queremos abrir el grifo y que salga agua
limpia y saludable siempre que la necesitemos. Sucede lo mismo con muchos de
los asuntos básicos de nuestra existencia: queremos estar seguros de tenerlos
disponibles, para poder dedicarnos a cuestiones más importantes. Parte del
problema es cómo concebir una democracia que nos dé poder no tanto sobre todo
sino sobre las cuestiones más importantes. Esto significa tener mecanismos que
nos permitan decir que lo que era un asunto mundano pasa a ser político de
nuevo.
También señala que los movimientos sociales tienden
a ganar solamente batallas pequeñas, mientras pierden terreno en lo
fundamental. ¿A qué se refiere?
Un ejemplo clásico son las sucesivas luchas que
hemos tenido en el Reino Unido para evitar el cierre de diferentes hospitales
locales. Son proyectos políticos loables, con sentido y útiles, pero, por otro
lado, la situación más amplia es que tenemos un gobierno conservador que trata
de privatizar la sanidad. No se trata, por tanto, de batallas individuales.
Debemos articular una narrativa que deje claro cómo estas cuestiones están
conectadas a un sistema más amplio y construir organizaciones que no se centren
en un asunto, sino que estén conectadas entre sí.
¿En qué consiste la política que propone como
alternativa?
Brevemente, es un proyecto contrahegemónico para
construir una sociedad del postrabajo. No es todavía poscapitalista, sino de
transición hacia un proyecto de sociedad que pueda serlo. No es la eliminación
total del trabajo, algo que sería imposible, sino su reducción masiva. También
consiste en eliminar la necesidad de la gente de tener un trabajo para
sobrevivir. La renta básica es la mejor manera de lograrlo.
Fuente: http://ctxt.es/es/20170503/Politica/12530/trabajo-capitalismo-empleo-renta-basica-sociedad.htm
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