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Domingo, 30 Abril 2017.
Alberto Maldonado Copello
Rodrigo
Uprimny y William Ospina coinciden en que el sistema de gobierno en Colombia es
una plutocracia y sueñan con que sea distinto.
En su columna del domingo 19 de marzo en El Espectador,
titulada “Dinero y Democracia”, Rodrigo Uprimny, después de mencionar las
noticias sobre financiaciones de Odebrecht a las campañas de Santos 2010 y
Zuluaga 2014 (que permitieron violar los topes electorales) dice que estas
“ilegalidades son graves pues distorsionan profundamente la democracia” (p.
30). Señala que el establecimiento de límites a los gastos electorales y a los
montos de las contribuciones privadas tienen como finalidad evitar que quienes
consigan más aportes financieros tengan ventajas indebidas, y lograr que el
acceso al poder político dependa de la voluntad ciudadana genuina y no del
apoyo del poder económico. Si no se controlan estos aportes, continúa diciendo,
la democracia deja de ser una democracia (gobierno del pueblo) para convertirse
en una plutocracia (el gobierno de los ricos), tal como está ocurriendo en su
opinión en Estados Unidos, donde ya no rige el principio democrático, una
persona un voto, sino el principio plutocrático, un dólar un voto. El asunto es
que en Colombia las normas que establecen los límites no se cumplen y además
rara vez se sanciona el incumplimiento porque el Consejo Nacional Electoral no
tiene la independencia requerida, pues sus miembros los eligen los mismos
partidos que incumplen las normas y a quienes debería controlar. Y termina
planteando que se requiere una reforma profunda de la organización electoral
para que realmente cumpla con sus funciones.
Según los argumentos y la información presentados en el
artículo, en Colombia no existe una democracia sino una plutocracia. En la
primera parte del artículo parecería entenderse que se trata de una democracia
distorsionada por algunas ilegalidades, pero democracia al fin y al cabo, pero
luego claramente señala que realmente no es tal la situación.
Pero el asunto no es tan simple como decir que se trata del
“poderoso caballero don dinero”, como dice Uprimny y que el problema se reduce
a la financiación de las campañas; esto parece una ingenuidad extrema. El poder
económico en una sociedad capitalista está en manos de los capitalistas
(legales e ilegales) y no de unos ricos en general: son ricos capitalistas.
También la clase capitalista que domina los recursos materiales, incluyendo los
medios de comunicación, que están en manos de los grandes propietarios, y el
capital financiero, tiene la capacidad para controlar y dominar el aparato del
Estado con mayor o menor libertad. El Estado actúa principalmente en función de
mantener el sistema capitalista y por tanto su interés fundamental es
garantizar la propiedad privada capitalista y promover su desarrollo mediante
diversas acciones; adicionalmente, los distintos sectores capitalistas
(financiero, industrial, comercial, agrícola, etc.) buscan la manera de tener
representantes directos e indirectos. Basta ver simplemente la gran cantidad de
funcionarios del Estado que pasan del sector privado a los cargos públicos
permanentemente; salen del Ministerio de Minas a dirigir la asociación de
mineros, o del ministerio de comunicaciones a trabajar con RCN y así hasta el
infinito. Pero, aunque no hubiera tantos casos de puerta giratoria es un hecho
evidente que la gran mayoría de funcionarios en cargos altos tiene un origen,
una actitud y predisposición favorable hacia los señores capitalistas y lo
mismo ocurre en el Congreso y en la rama judicial.
Lo anterior no significa que el Estado no realice algunas
actividades a favor de la clase trabajadora y de los sectores más pobres; el
desarrollo del capitalismo con sus efectos devastadores sobre las condiciones
de vida de amplias masas de la población hace necesario la intervención del
Estado para generar unas condiciones mínimas en materia de educación, salud,
atención a los niños y a la vejez, etc.; incluso el Estado debe intervenir para
intentar hacer cumplir las normas laborales. Esto es algo viejo y consolidado
dentro del Estado capitalista, que responde en buena medida a las presiones de
la clase trabajadora y a la necesidad de evitar que se estallen o se agudicen
conflictos que puedan afectar negativamente la estabilidad política y
económica. Por esto, aún los gobiernos con mayor énfasis neoliberal mantienen
un conjunto de servicios de apoyo a la población trabajadora en condiciones más
precarias. Pero en lo fundamental se trata de un Estado cuya misión principal
es sostener el sistema capitalista y garantizar que se generen y obtengan las
ganancias más altas para los dueños del país: el lema de moda es promover la
confianza inversionista. Desde esta perspectiva, el Estado colombiano, si
asumimos que los ricos son los capitalistas es claramente, como lo plantea
Uprimny, un Estado plutocrático y por tanto no existe una forma de gobierno
democrática sino plutocrática.
Parecería que Uprimny piensa que hubo en algún momento una
democracia (gobierno del pueblo) que dio paso a una plutocracia (gobierno de
los ricos) cuando afirma que “si no se controla la influencia en las elecciones
de ese ‘poderoso caballero” que es ‘don dinero’, la democracia deja de ser
democracia. ¿Es que en algún momento de la historia del país ha existido esa
democracia? Esto es algo que habría que probarlo. Se trata de una idea
frecuente entre columnistas en el país. En la misma edición de El Espectador,
escribe William Ospina una columna que se titula “Este mundo nuestro”; Ospina
afirma que “la política dejó de ser una vocación de servicio a la comunidad y
de altos sueños colectivos para convertirse en un negocio vulgar de calumnias,
zancadillas y robos” (p. 40). ¿Se refiere Ospina a Colombia? ¿Cuándo fue la
política en Colombia una vocación de servicio a la comunidad? Igual que Uprimny
se refleja aquí la añoranza de un pasado que nunca existió, pero quizá es más
una expresión transfigurada de un deseo. Ospina coincide con Uprimny en que lo
que existe actualmente es una clase política que trabaja para las corporaciones
y que solo escucha los cantos de sirena del lobby empresarial; no se atreve a
decir que la forma de gobierno de Colombia es una plutocracia, pero se aproxima
dando un rodeo: “la actual deformación plutocrática de la democracia.” Es
decir, hay democracia, pero está deformada por la plutocracia.
No hace falta ser marxista para considerar que en la sociedad
capitalista no hay realmente democracia (ni económica, ni social, ni política)
así existan ciertos márgenes de libertad de organización y de expresión;
reconocidos autores de la ciencia política norteamericana y europea señalan
cómo las diferencias en las condiciones de acceso al poder son tan grandes
entre las clases sociales que resulta iluso considerar a la forma de gobierno,
incluso en los países más desarrollados, como una democracia1. Por
esta razón Dahl prefiere hablar de poliarquía debido a la imposibilidad de una
verdadera democracia: “me gustaría reservar en este libro el término democracia
para designar el sistema político entre cuyas características se cuenta su
disposición a satisfacer entera o casi enteramente a todos sus ciudadanos, sin
importarme, por el momento, si ese sistema existe hoy día, o ha existido alguna
vez, o puede darse en el futuro. Hipotéticamente es posible concebirlo, y como
tal ha llenado plena o parcialmente el ideal de muchos. Como sistema
hipotético, en el extremo de la escala, o en el límite de un estado de cosas
puede servir –como el vacío absoluto- a modo de fiel de contraste para valorar
el grado de aproximación de los distintos sistemas al ideal político.” (Dahl,
1989:13). Los arreglos institucionales reales pueden aproximarse a este ideal,
pero según Dahl no existe ningún régimen totalmente democratizado, razón por la
cual prefiere utilizar el término de poliarquías que son “regímenes
relativamente (pero no completamente) democráticos”.
Ni Uprimny ni Ospina profundizan en las causas, simplemente
señalan que hay plutocracia o por lo menos una aproximación a ella en Colombia
y que es necesario enfrentarla; para Ospina se trata de sacar el dinero de la
política, algo que solo lo puede hacer “la vigilancia ciudadana y una
democracia ecológica local que cambie el poder de los negocios centralizados
por el poder de hacer las cosas y de proteger el equilibrio irrigando recursos
a la comunidad.” (p. 40). Uprimny, por su parte espera las recomendaciones la
Misión Electoral Especial, creada por el Acuerdo de Paz, pero no menciona las
condiciones para llevar a cabo dichas reformas.
La Misión Electoral Especial ha formulado un diagnóstico y
planteado un conjunto de propuestas en varios temas, uno de ellos el relativo
al financiamiento político y específicamente de las campañas. La Misión
comparte la posición de que un problema central se encuentra en la financiación
de los partidos y de los procesos electorales, como si la forma de gobierno
plutocrática dependiera fundamentalmente de estos procesos. Las propuestas
apuntan a la buena voluntad de quienes tienen el poder y al ejercicio eficaz de
controles por parte de aquellos que tradicionalmente están vinculados a quienes
cometen todas las prácticas irregulares. En consecuencia, con el diagnóstico se
proponen medidas como la mayor financiación pública para el acceso a medios de
comunicación y a transporte masivo de electores y el establecimiento de topes a
los recursos de origen privado, medidas que pueden atenuar en algo la excesiva
concentración y dar cierto espacio a partidos y movimientos contrarios al
sistema, pero que básicamente son paños de agua tibia.
El dominio económico, político e ideológico del capitalismo
en Colombia es muy grande. De hecho, en el espectro político actual
prácticamente ningún partido o movimiento se opone al capitalismo y propone una
alternativa socialista bajo alguna modalidad. En estas circunstancias el
sistema no tiene ninguna fuerza económica y política que lo confronte y por
tanto las perspectivas de cambio, aún de mejoramientos formales dentro del
sistema son muy bajas. Los buenos deseos de Ospina y Uprimny, y de la Misión
Electoral, se quedarán en eso, en deseos y aspiraciones. Sin embargo,
contagiado de la ilusión de las reformas propuestas por la Misión, me pregunto
por qué en vez de controlar las fuentes no se establece un esquema de
participación en los medios de comunicación privados y en los canales locales
(vallas, volantes, etc.) que sea realmente igualitario: todos los partidos
deben tener los mismos tiempos en televisión y radio, e internet en los mismos
horarios; la misma ubicación y tamaño en la prensa escrita, y el mismo número y
tamaño de vallas, volantes y otras formas de difusión. La única diferencia
debería estar en el contenido de los diagnósticos y las propuestas.
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1La
democracia es un ideal. Bobbio (1984) plantea que hay una diferencia importante
entre la democracia ideal y la democracia real y destaca seis puntos básicos
que inciden en esta distancia: el desarrollo de una sociedad pluralista
caracterizada por la competencia entre grupos de interés; el predominio de los
intereses particulares; la persistencia de las oligarquías; el espacio limitado
en el cual se aplican los procedimientos democráticos; la persistencia del
poder invisible y las razones de Estado; y la falta de educación política y de
participación del ciudadano. Con relación a estos seis temas señala Bobbio que
se trataba de promesas que no se podían cumplir a causa de obstáculos que no se
previeron o que sobrevinieron con la transformación de la sociedad civil.
Sartori, por su parte afirma: “Aparentemente estamos ante una paradoja. Para
los griegos, la democracia, literalmente entendida, era una forma posible de gobierno. Para nosotros,
en cambio, la democracia en sentido literal es una forma imposible de gobierno. He aquí la
cuestión: ¿Por qué nos empeñamos en restaurar, después de 2000 años de olvido y
descrédito, un término cuyo sentido originario y literal manifiesta su evidente
imposibilidad? (Sartori, s.f.:492)
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