El salto
16-05-2018
Cómo
hacer de la Reserva Federal un instrumento para el desastre. Un artículo de
Nomi Prins para TomDispatch.com
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DAVID FERNÁNDEZ
Atención: Lo que va a leer a continuación no tiene
que ver con Rusia ni con las elecciones de 2016, ni con la última persona que
dejó la Casa Blanca en medio de una tormenta de tuits. Es la historia del lobby
de Washington escondido a plena vista, con billones de dólares en juego y una
economía que gobernar.
Mientras hemos sido bombardeados con una letanía de
escándalos del Despacho Oval y la familia Trump, hay en Washington una
institución fundamental a la que sólo algunos medios parecen prestar atención
—aun cuando el Presidente Trump se la apropia silenciosamente—. Más oscuro que
las cámaras de la Corte Suprema, es un lugar donde ya ha hecho cambios
sustanciales. Estoy hablando de la Reserva Federal [conocida en Estados Unidos
como la Fed].
Como banco central de los Estados Unidos, la
Reserva configura la política financiera de la economía global manipulando el
nivel de los tipos de interés. Aunque esto afecta a todo el mundo, muy pocos
entienden el alcance de su influencia.
En tiempos de relativa calma económica,
generalmente se olvida a la Reserva. Pero la historia nos enseña que tener
líderes dispuestos a ignorar las faltas de Wall Street a menudo allana el
camino para que vengan los peligros económicos. Por eso los candidatos a la
Reserva son tan importantes.
Hemos llegado a un punto crucial: ningún presidente
desde Woodrow Wilson (durante cuya administración fue creada la Reserva Federal)
habrá nombrado a tantos consejeros de la Reserva como Donald Trump. En otras
palabras, sus huellas estarán no sólo en las decisiones de la Corte Suprema,
sino también (y no menos notablemente) en la política de la Reserva de los
próximos años; aun cuando, como ese tribunal, ocupe un obligatorio lugar de
independencia política.
Los últimos dos candidatos del presidente para el
Consejo de Gobierno de esta entidad son ejemplo de esto. Ha designado a Richard
Clarida —antiguo funcionario del Departamento del Tesoro en los días del
Presidente George W. Bush, y que más tarde se convertiría en asesor estratégico
del gigante de las inversiones Pimco— para el segundo puesto más importante de
la Reserva, mientras daba el visto bueno a Michelle Bowman —una supervisora
bancaria de Kansas— para representar al sector bancario en el mismo consejo.
Como otras tantas entidades de Washington, el
Consejo de Gobernadores de la Reserva ha estado trabajando con una plantilla
inferior a la disponible. Si Clarida es aceptado, se unirá al Presidente de la
Reserva designado por Trump, Jerome Powell, y al próximo responsable del Banco
de la Reserva Federal de Nueva York, John C. Williams. La Reserva de Nueva York
normalmente funciona como una sola mente con Wall Street y como parte del trío
más poderoso de esta entidad.
Williams fue presidente de la Reserva de San
Francisco. Bajo su mandato, el tercer banco estadounidense más grande, Wells
Fargo, creó cerca de tres millones y medio de cuentas falsas, le dio a su
director ejecutivo un aumento espectacular y se llevó una multa de mil millones
de dólares por defraudar a sus clientes en seguros de coche e hipotecas.
No sorprende que Wall Street haya recibido con los
brazos abiertos a la nueva plantilla de Trump para la Reserva, ya que sus
miembros están predispuestos a relajar las restricciones a entidades
financieras de toda clase. Al principio, los mercados financieros reflejaban la
preocupación de que el presidente Powell pudiera resultar ser un halcón con los
tipos de interés, aumentándolos demasiado rápido; pero ha demostrado ser
cualquier cosa menos eso.
Mientras Trump pone las cosas a su favor, den por
hecho un impacto económico que se sentirá en los próximos años y podrá dejar el
mundo devastado. Pero pueden estar seguros: si la Reserva puede ayudar a Trump
a mantener la bolsa alta durante un tiempo con dinero fácil para la
especulación de Wall Street y el dólar competitivo para una guerra comercial,
lo hará.
La historia nos advierte
En tiempos en que la desigualdad, las dificultades
económicas y las deudas personales e hipotecarias se incrementan y los sueldos
no, ¿por qué todo esto nos debería importar a los demás? La respuesta es muy
simple: porque la Reserva establece los tipos de interés, y por tanto el precio
del dinero. Esto afecta, a su vez, indirectamente al valor del dólar; es decir,
todo lo que compran.
Desde la crisis financiera, la Reserva ha mantenido
el interés del dinero que prestaba a los bancos a casi el cero por ciento. Esto
permitía a esos bancos pedir dinero para comprar sus propias acciones (como
hacían muchas empresas) para inflar su valor, pero no el valor de su servicio a
la economía real, por supuesto.
Cuando el dinero es fácil porque los tipos de
interés son bajos o casi nulos, se benefician quienes tienen un acceso más
directo a él. Por supuesto, esto significa que los grandes bancos, miembros de
la Reserva desde sus inicios, consiguen los pedazos más grandes del dinero
fabricado y pagan las menores tasas por ello.
Aunque durante la campaña electoral de 2016 Trump
criticó a la Reserva por sus políticas de dinero fácil, evidentemente ha
cambiado de parecer desde entonces; lo que es, por cierto, muy propio de él.
Esto es porque sabe que cuanto más barato sea el dinero, más fácil será para
las grandes empresas pedirlo. Dinero fácil significa especulación fácil para
Wall Street y sus principales clientes corporativos, lo que antes o después
será una amenaza para el resto de nosotros.
Debe parecer que la época de las guerras
comerciales, los mercados a la alza y los errores de Trump ha durado
eternamente. En todo caso, no olvide que hubo un momento hace no mucho en el
que las mismas políticas bancarias causaban agitación, rompían el país y
devoraban la economía de tantos. Merece la pena tomarse un momento para
recordar lo que ocurrió durante el Gran Desastre de 2008, cuando los grandes
bancos libres de restricciones devastaron la economía antes de ser rescatados.
En medio de la euforia actual del mercado, es un pasado fácil de ignorar. Por
eso la toma de la Reserva por parte de Trump y su impacto en el sistema
financiero es tan importante.
Recordemos que el 15 de septiembre de 2008 se
derrumbó Lehman Brothers. Ese banco, antiguo empleador mío al igual que Goldman
Sachs, había existido durante más de 150 años. Su colapso fue un catalizador
clave en la espiral del desastre que casi diezmó el sistema financiero mundial.
En todo caso, no fue la bancarrota la que lo hizo, sino la enorme cantidad de
dinero que los bancos supervivientes ya le habían prestado a Lehman Brothers
para comprar los activos tóxicos que habían creado.
Más o menos al mismo tiempo, Merril Lynch
—competidor de Lehman— fue vendido al Bank of America por 50.000 millones, y el
American International Group (AIG) recibió 182.000 millones en ayudas estatales.
JP Morgan Chase ya había comprado Bear Stearns, que había quebrado seis meses
antes, usando en el proceso 29.000 millones de ayudas del gobierno y la Reserva
Federal.
Tras la bancarrota de Lehman, la Reserva Federal y
el Congreso ofrecieron, fundamentalmente a los grandes bancos de Wall Street,
dieciséis billones de dólares en rescate y otros subsidios. Esta inyección de
dinero les permitió salir del borde del colapso financiero. Al mismo tiempo,
engrasó la bolsa y el mercado de deuda, tan desconectados de la realidad
económica como el globo de El mago de Oz.
Después de casi triplicarse con respecto a la
crisis post-financiera de la primavera de 2009, el año pasado el Promedio
Industrial Dow Jones ascendió mágicamente de nuevo a casi el 24%. ¿Por qué?
Porque a pesar de toda su campaña sobre “drenar el pantano” [frase que Trump
usó en campaña como promesa de que atacaría a la élite de Washington], Trump
adoptó exactamente la misma actitud de mimar a los bancos que el Presidente
Obama. Defendió la política de dinero fácil de la Reserva y contrató a Steve
Mnuchin, un antiguo compañero de Goldman Sachs y amigo especial de Wall Street,
como secretario del Tesoro. Apostó por incentivar la malversación y el fraude
que había al fomentar la desregulación de los bancos, como si la codicia y
tendencia al riesgo de Wall Street se hubieran desvanecido.
Señales inminentes de crisis
Entrados en 2018, las sombras de 2008 ya comienzan
a aparecer. Hace sólo dos meses, el Dow registró su peor descenso por día en toda
su historia, antes de repuntar con fuerza. Entretanto, el país cuyos bancos
causaron la última crisis se enfrenta a niveles récord de deudas de los
consumidores y las empresas, y un paisaje geopolítico global vulnerable.
Es cierto que la tasa de desempleo es notablemente
más baja que en el punto más alto de la crisis, pero para la gente de a pie
este crecimiento no ha sido tan claro. En Estados Unidos, cerca de uno de cada
cinco empleos suponen ingresos menores al umbral de pobreza federal. Los ingresos
medios por hogar sólo han aumentado un 5,3% desde 2008 y permanecen muy por
debajo de la cifra de 1998 (ajustando la inflación). La población activa sigue
casi tan baja como siempre. Entretanto, el 1% superior de los asalariados
estadounidenses vio aumentar sus ingresos a pasos agigantados —cuarenta veces
más que el 90% inferior—, desde que la Reserva empezó a producir dinero.
Igual que antes de la crisis financiera de 2008,
hay un terrible nivel de confianza entre los políticos y los supervisores en
que ni la economía ni el sector bancario tienen posibilidad de hundirse.
Incluso el nuevo presidente de la Reserva Federal ve la posible necesidad de
rescates como una reliquia de tiempos pasados. Como dijo en su audiencia de
confirmación: “En general, creo que el sistema financiero es bastante fuerte”.
Cuando le preguntaron si hay algún banco estadounidense que aún es demasiado
grande para quebrar (“too big to fail”), respondió: “Yo diría que no”.
Esta es una afirmación bastante concluyente, y no
muy diferente de la que la presidenta saliente de la Reserva, Janet Yellen,
hizo el año pasado. Por extensión, significa que el nuevo director de Trump
apoya estructuras más laxas para los grandes bancos, y más dinero fácil para
ayudarles, si fuera necesario. Así que estemos atentos.
Cuando una crisis golpea, la liquidez muere y los
bancos cierran sus puertas al público. A la larga, usar la misma fórmula para
la crisis hará volver arrastrándose a los ejecutivos de Wall Street al gobierno
por ayudas, y entonces Donad Trump sabrá de verdad lo que es la negligencia
financiera.
Tiempos de crisis y complicidad financiera
A medida que aparecen señales de crisis, pocos en
Washington han indagado cómo podemos asegurarnos de que no vuelve a haber otra
crisis sistémica. Por eso nunca olvidaré el extraño mensaje que me llegó un
día. Fue a mediados de mayo de 2015, cerca de un año después de que se hubiera
publicado mi libro “Todos los banqueros del presidente” [sin traducción
publicada], cuando recibí un correo electrónico de la Reserva Federal. Cada
año, la Reserva, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial imparten
una conferencia en la que se reúnen las mayores élites de los bancos centrales.
Para mi sorpresa, dado que no había escrito precisamente un libro simpático
para con la Reserva, había sido invitada a hablar en la inauguración sobre por
qué Wall Street no ayudaba a la economía real.
Dos meses más tarde, me vi sentada frente a una
sala llena de banqueros de todo el mundo, escuchando a Janet Yellen, la
presidenta de la Reserva, afirmando que lo peor de la crisis y sus causas ya
había pasado. En respuesta, lo primero que pregunté a esa célebre multitud fue:
“¿Queréis saber por qué los grandes bancos de Wall Street no ayudan a la
economía real tanto como podrían?” La sala estaba en silencio. Hice una pausa
antes de responder: “Porque nunca les habéis obligado”.
Añadí: “Los seis mayores bancos de Estados Unidos
han sido recompensados por su peligroso comportamiento con una línea
interminable de crédito fácil en rescates y préstamos. Se les ha dado pleno
acceso a esos fondos sin consecuencias mayores, y sin normas que seguir a la
hora de usar la generosidad de la Reserva para mejorar la economía real. ¿Por
qué deberíais esperar su altruismo?”
Después de volver a casa, me obsesioné con destapar
precisamente que los rescates y los préstamos de entonces eran sólo la punta
del iceberg —la clase de iceberg que derribó el Titanic—; que ese dinero barato
fabricado para Wall Street no había sido un caso aislado en EEUU.
Lo que la investigación de mi nuevo libro
—“Colusión: cómo los banqueros centrales amañaron el mundo” [sin traducción
publicada]— reveló fue cómo los bancos centrales y las entidades financieras
han trabajado juntas para manipular los mercados globales durante la década
anterior. Los principales bancos centrales se dieron a sí mismos un cheque en
blanco con el cual resucitar a bancos sin solución, comprar bonos del Estado,
hipotecarios y corporativos, y en algunos casos —como en Japón o en Suiza—
acciones. No han tenido que explicar al público a dónde iban esos fondos o por
qué. En vez de eso, sus políticas han inflado burbujas de activos, mientras
miman a bancos privados y empresas bajo el disfraz de ayudar a la economía
real.
Las políticas de bancos centrales de tipos cero y
de compra de bonos, que se imponen en EE UU, Europa y Japón, han sido parte de
un esfuerzo coordinado que ha cubierto la potencial inestabilidad financiera en
los países más grandes y en los bancos privados. A su vez, ha creado burbujas
de activos que podrían estallar en una crisis aún más grande la próxima vez.
Así que hoy estamos cerca —cómo de cerca es algo
que aún no sabemos— del filo de un peligroso precipicio financiero. Los riesgos
planteados por los mayores bancos privados aún están ahí, sólo que ahora son
todavía más grandes de lo que eran en 2008, y en un escenario de mayor deuda.
En los EE UU de Donald Trump, esto significa que hoy se están fomentando las
mismas políticas arriesgadas. La diferencia es que el presidente está nombrando
miembros de la Reserva que sólo aumentarán el peligro de estos riesgos en los
próximos años.
La peor herencia que deje el residente Trump podría
ser una crisis económica. Trump —y la Reserva que está ayudando a crear— no
sólo no está prestando atención a las alarmas que suenan (ignoradas también por
la última reiteración de la Reserva), sino que se ha asegurado de que ninguno
de sus designados tampoco lo hará. Después de hacer una fuerte campaña contra
los males de las finanzas globales en las elecciones de 2016 y prometer una Ley
de Bancos moderna para separar los depósitos bancarios de las actividades más
especulativas de Wall Street, el giro y los cargos a dedo de la política de
Trump dejan nuestra economía más expuesta que nunca.
Cuando los políticos y los supervisores se duermen
al volante, seremos el resto de nosotros quien lo sufra tarde o temprano.
Porque la complicidad que ha seguido y sigue entre los principales bancos
centrales del mundo es ahora un problema internacional.
Nomi Prins es colaboradora de TomDispatch.
Su nuevo libro, Colusión: cómo los banqueros centrales amañaron el mundo
(Nation Books), acaba de ser publicado en Estados Unidos. Fue ejecutiva en Wall
Street.
Traducción: Sergi Martos García
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