14-05-2018
Ponencia
presentada en el Congreso Centroamericano de Sociología, La Antigua
Guatemala, mayo del 2018
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El neoliberalismo es una forma particular del
capitalismo globalizado. No es nada específicamente nuevo, pues sus fundamentos
son los mismos que estudiaran Marx y Engels 150 años atrás. Es decir: es un
sistema basado en la explotación del trabajo asalariado a partir de la
propiedad privada de los medios de producción. Pero hoy, con un planeta
absolutamente globalizado, los capitales se evidencian dominadores casi
absolutos de la escena político-social, con su consiguiente influencia
ideológico-cultural. La idea respecto a que no existe nada más allá del modelo
de democracia de mercado se pretende totalmente válida; ello, con la caída de
las primeras experiencias socialistas del siglo XX, se presenta con fuerza
avasalladora. De esto se desprende la actual ideología dominante, centrada en
un individualismo cada vez más acrecentado, atravesado por una irrefrenable
tendencia consumista, despreocupación por asuntos sociales y una ética del
triunfo personal. Las nuevas generaciones, criadas en forma creciente en ese
caldo de cultivo cultural, bombardeadas de continuo con las nuevas tecnologías
de información y comunicación que fomentan la salida personal por sobre todas
las cosas, junto a una cierta forma de hedonismo al par que un conformismo
político, son las abanderadas de esa ideología. En modo alguno se puede decir
que “todo tiempo pasado fue mejor”, pero no caben dudas que el momento actual
abre interrogantes preocupantes sobre la posibilidad de cambios sociales. En
ese sentido, el llamado neoliberalismo, más que una fórmula económica, parece
un programa civilizatorio. De ahí la trascendencia de plantearse alternativas
al modelo dominante.
Neoliberalismo y globalización
Lo que hoy día conocemos como “neoliberalismo”,
siempre asociado a la idea de globalización, es una forma que el sistema
capitalista adquirió entre los años 70 y 80 del siglo pasado, surgido como
doctrina en los llamados países centrales, en el que retoma la iniciativa
económica, política, militar e ideológico-cultural que había ido perdiendo a través
de décadas de avance popular. Los años 60/70 marcaron un alza significativa de
las luchas anti-sistémicas, con distintas expresiones de rechazo que van desde
organizaciones sindicales combativas hasta movimientos campesinos organizados,
el desarrollo de guerrillas de orientación socialista hasta la aparición de un
ala progresista de la Iglesia Católica surgida luego del Concilio Vaticano II y
su opción preferencial por los pobres, el rechazo a la guerra de Vietnam y el
movimiento hippie llamando al pacifismo y el no-consumismo al Mayo Francés como
fuente inspiradora de protestas, el auge de los procesos de liberación nacional
en África al impetuoso avance de los movimientos feministas y de liberación
sexual, la mística guevarista que va marcando esos años así como el auge de un
espíritu contestatario y rebelde que se expande por doquier. Vale recordar que
para los años 80 del siglo XX, al menos un 25% de la población mundial vivía en
sistemas que, salvando las diferencias históricas y culturales existentes entre
sí, podían ser catalogados como socialistas (Unión Soviética y el este europeo,
China, Vietnam, Corea del Norte, Laos, Camboya, Cuba, Nicaragua, muchos países
africanos de reciente liberación, etc.).
Ante todo esto, para el sistema capitalista dominante
entendido como unidad global y monolítica, más allá de diferencias y pujas
intercapitalistas, se prendieron las luces rojas de alarma. El llamado
neoliberalismo fue la reacción a ese estado de cosas. Los Documentos de Santa
Fe [*] (elaborados por los más
ultraderechistas tanques de pensamiento neoconservador estadounidenses) son el
complemento político para América Latina de la arquitectura económica que fija
el neoliberalismo. De hecho, la primera experiencia neoliberal como tal –en
alguna medida: laboratorio para lo que vendrá después– tiene lugar en el medio
de una sangrienta dictadura latinoamericana: el Chile del general Augusto
Pinochet. A partir de ahí, el modelo se expande por innumerables países del
Sur, para llegar luego a las naciones metropolitanas. Allí, Estados Unidos bajo
la presidencia de Ronald Reagan y Gran Bretaña, dirigida por Margaret Tatcher,
son los países que enarbolan el neoliberalismo como insignia triunfal, para
impulsarlo a escala planetaria. Sus mentores intelectuales: los austríacos
Friedrich von Hayek, Ludwig von Mises (la llamada Escuela de Viena) y lo que
luego se conocerá como la Escuela de Chicago, capitaneada por el estadounidense
Milton Friedman y sus acólitos Chicago Boys, reflotan y llevan a un
grado sumo los principios liberales del capitalismo inglés clásico.
En pocas palabras, este nuevo liberalismo se
emparenta directamente con el viejo liberalismo dieciochesco y decimonónico de
los padres de aquella economía política clásica burguesa, aquellos que
inspiraron a Marx en su lectura crítica del capitalismo: Adam Smith, David
Ricardo, Thomas Malthus, John Stuart Mill: el acento está puesto en la
entronización absoluta de la libertad de mercado, reduciendo drásticamente el
papel del Estado a un mero mecanismo garante que asegura la renta de la empresa
privada. El actual neoliberalismo y sus recetas de privatización de los
principales servicios estatales, desarman el Estado de bienestar keynesiano
surgido después de la Gran Depresión de 1930, teniendo como resultado dos
elementos fundamentales: 1) el enriquecimiento exponencial de los grandes
capitales en detrimento de toda la masa asalariada (trabajadores varios y
sectores medios), y 2) el descabezamiento de toda protesta popular. Es
elocuente al respecto lo expresado por la Dama de Hierro, Margaret Tatcher,
para resumir esta nueva perspectiva: “No hay alternativa”. Dicho de otro
modo: “O capitalismo ¡o capitalismo! Eso no se discute”.
El instrumento desde donde se impulsaron esas
nuevas políticas fueron los grandes organismos crediticios de Bretton Woods: el
Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, instancias financieras
manejadas por los grandes capitales corporativos de unos pocos países
centrales, Estados Unidos fundamentalmente. Desde ahí se fijaron las recetas
neoliberales que prácticamente la casi totalidad de países del mundo debió
impulsar estas últimas décadas. Y por supuesto, no para beneficio de las
grandes mayorías populares sino para provecho de esos pocos capitales
transnacionales.
Las dos tareas mencionadas (acumulación de riquezas
y freno de la protesta popular) se han venido cumpliendo a la perfección en
estas últimas cuatro décadas. La acumulación de riquezas de los más acaudalados
se llevó a niveles descomunales. A partir de ello, hoy día 500 corporaciones
multinacionales globales manejan prácticamente la economía mundial, con
fracturaciones que se miden por decenas o centenas de miles de millones de
dólares (una sola empresa con más renta que el PIB total de muchos países del
Sur), y el patrimonio de las 358 personas cuyos activos sobrepasan los 1.000
millones de dólares –selecto grupo que cabe en un Boeing 747, en su gran
mayoría de origen estadounidense– supera el ingreso anual combinado de naciones
en las que vive el 45% de la población mundial. En otros términos: la polarización
económico-social se llevó a extremos que nunca antes había conocido el
capitalismo, surgido con los ideales de la Revolución Francesa (perversamente
engañosos) de “libertad, igualdad y fraternidad”. Esa acumulación fabulosa de
riqueza se hizo sobre la base de un empobrecimiento mayúsculo de las grandes
mayorías.
Globalización y comunicaciones
Ese impresionante acrecentamiento de riquezas vino
de la mano de las nuevas tecnologías de la comunicación que convirtieron el
planeta en una verdadera aldea global, eliminando distancias y homogeneizando
culturas, gustos y tendencias, aplastando tradiciones locales de un modo
impiadoso. El internet es su actual ícono por antonomasia. De ahí que, en muy
buena medida como producto de una ilusión mediática que así lo presenta, esa
nueva forma de capitalismo despiadado que se erigió contra el alza de las
luchas populares de décadas anteriores, suele estar asociado a la
mundialización o planetarización, a lo que hoy se llama globalización, y
siempre de la mano de las nuevas Tecnologías de la Información y la
Comunicación, las llamadas TICs (televisión, videojuegos, internet, redes
sociales). Pero ese fenómeno no es nuevo; en realidad, la globalización no
comenzó con la caída del Muro de Berlín en 1989, como malintencionadamente se
arguye, cuando el supuesto “mundo libre” vence a la “tiranía comunista”, sino
la madrugada del 12 de octubre de 1492, cuando Rodrigo de Triana avistó tierra
desde la nave insignia de la expedición de Cristóbal Colón. Ahí verdaderamente
se globaliza el mundo.
La otra faceta del neoliberalismo: la
neutralización de todo tipo de protesta popular antisistémica, igualmente se
llevó a cabo de modo perfecto. En América Latina los planes neoliberales se
asentaron a partir de feroces dictaduras sangrientas que prepararon el terreno.
Fueron gobiernos civiles, llamados “democracias”, los que impusieron y/o
profundizaron las recetas fondomonetaristas y privatistas (Carlos Menem en
Argentina, Carlos Andrés Pérez en Venezuela, Carlos Salinas de Gortari en
México, Collor de Melo en Brasil, Virgilio Barco en Colombia, Álvaro Arzú en
Guatemala, etc. ), sobre montañas de cadáveres y ríos de sangre que les
antecedieron. En el llamado Primer Mundo, esas políticas se impusieron también
a sangre y fuego, pero sin la necesidad de dictaduras militares previas. El
resultado fue similar en todo el mundo: los sindicatos obreros fueron
cooptados, la ideología conservadora fue imponiéndose, y toda forma de
descontento y/o contestación fue reducida a “oprobiosa rémora de un pasado
que no debía volver”. Desmoronado el bloque socialista (fenecida la
revolución en la Unión Soviética y revertida la revolución hacia un confuso
“socialismo de mercado” en la República Popular China), Cuba fue prácticamente
el único baluarte que permaneció fiel al ideario socialista. Y así le fue. El
capitalismo global le ajustó cuentas, haciéndole sufrir el penoso “período
especial”. Sin ningún lugar a dudas, estas nuevas políticas neoliberales (o
capitalismo sin anestesia, para ser más explícito, sin el colchón que había
generado el Estado socialdemócrata de las ideas keynesianas) desarmaron,
desmovilizaron e hicieron retroceder toda protesta social. Conservar el puesto
de trabajo (indignamente en muchos casos) pasó a ser lo único que se podía hacer.
La protesta significa el desempleo, y ante el nuevo paisaje que crearon estas
políticas, eso es equivalente casi a la muerte. En Latinoamérica los campos de
concentración clandestinos, la desaparición forzada de personas y las torturas
pavimentaron el camino para estos planes, de los que todos los trabajadores del
mundo, Norte próspero y Sur mísero, seguimos sufriendo hoy las consecuencias.
Estas recetas de entronización absoluta del libre
mercado se complementan necesariamente con el achicamiento / desmantelamiento
de los Estados nacionales: todas las empresas públicas son privatizadas, la
inversión social (considerada “gasto” social) se reduce a porcentajes ínfimos y
la prédica constante hace del Estado un “paquidermo inservible, corrupto,
disfuncional”. Esa ideología, esas prácticas concretas de ajuste estructural,
las vemos recorriendo todo el mundo, produciendo similares efectos en todas
partes.
Neoliberalismo va indisolublemente de la mano de
globalización. Pero este término, “globalización”, hoy en la cresta de la ola
del discurso sociopolítico y mediático, no aporta en realidad nada nuevo
conceptualmente. Podría definírselo como el proceso económico, político y
social que está teniendo lugar actualmente a nivel planetario por el que cada
vez existe una mayor interrelación en distintos aspectos de la vida entre todos
los rincones del planeta, por alejados que estén, siempre bajo el control de
las grandes corporaciones multinacionales, jugando en ello un papel cada vez
más preponderante las TICs, en mayor medida asociadas a generaciones juveniles.
Con el final de la Guerra Fría y el triunfo del
gran capital transnacionalizado, el discurso hegemónico –el del neoliberalismo–
se siente en condiciones de decir lo que le plazca. Surgen así los mitos post caída
del muro de Berlín que, como todo mito, como toda construcción simbólica,
responde a momentos históricos, a coyunturas sociales puntuales, a tejidos del
poder. “Fin de las ideologías”, “resolución consensuada de conflictos”,
“pragmatismo”, “discurso del posibilismo y la resignación”, “entronización del
hedonismo”, el inglés como lengua universal, creciente fetichización de la
tecnología, Coca-Cola y Mc Donald's como íconos de la época, “colaboradores” en
vez de “trabajadores” y “responsabilidad social empresarial” intentando
reemplazar al Estado, son distintos elementos-baluartes que conforman los
nuevos paradigmas. En esa lógica llegamos al patético absurdo de “post verdad”:
no hay verdad, o la verdad no importa.
Sin dudas las comunicaciones, en tanto uno de los
ámbitos que más creció y sigue creciendo a ritmo vertiginoso entre todo el
quehacer humano en estos últimos siglos, abre un mundo nuevo. El capitalismo,
desde sus albores, es sinónimo de comunicaciones, desde la navegación a vela a
los viajes espaciales, desde la imprenta de Gutenberg a las actuales redes
sociales, desde el telégrafo a los teléfonos inteligentes. El capitalismo que
sale victorioso de la Guerra Fría levanta como una de sus banderas justamente
este elemento: el mundo ha pasado a ser un terreno común a todos, absolutamente
conocido, donde ya no quedan rincones inaccesibles. Los medios masivos de
comunicación completan el panorama de un modo monumental. Y el auge del
internet como red de redes comunicativas –super autopista informática– es la
demostración palpable que el siglo XXI será la patentización de una aldea
realmente globalizada. El panóptico es una realidad palpable, y la privacidad
cede su lugar a un hipercontrol de los grandes poderes que lo saben todo,
siempre y en cualquier lugar.
Si algo puede permitir este proceso de la
mundialización –que, insistamos: no es nuevo, sino que, en todo caso, ahora se
presenta con nuevos bríos sabiéndose el vencedor del momento– es la posibilidad
real de superar la estrechez de una visión localista, provinciana. Una mirada
universal puede ser rica, si se la sabe aprovechar. Y ahí está el internet como
un posible desafío para unir de verdad, para hacer red, para intentar construir
lo que años atrás llamábamos “internacionalismo proletario”.
El paradigma neoliberal y las nuevas generaciones
Pero pareciera que ya no se habla más de
“internacionalismo proletario”. Y también salieron de circulación términos por
el estilo: “socialismo”, “lucha de clases”, “revolución”, “imperialismo”. Los
tiempos que corren, de globalización neoliberal, presentan un nuevo paradigma:
el de lo “políticamente correcto”.
No es ninguna novedad que en este contexto, la
visión ideológica de derecha, tanto en Guatemala como a nivel global, hoy ha
tomado la iniciativa política. Seríamos ciegos si no vemos que en este momento
los ideales revolucionarios de transformación de décadas atrás no están,
precisamente, en avanzada. Pero ello no significa que la transformación social
esté “pasada de moda”, que no sea posible, que haya salido de agenda. Las
causas estructurales que producen explotación, exclusión, miseria y dolor para
las grandes mayorías, así como desastres varios mal llamados “naturales” (no es
“cambio climático”, es ¡catástrofe medioambiental producida por los modelos sociales
dominantes!), esas causas siguen tan vigentes como siempre. De ahí que la
necesidad de cambio sigue tan urgente como antaño. O quizá más aún, porque por
este camino del capitalismo globalizado vamos inexorablemente a la destrucción
de la Humanidad, por la catástrofe ecológica en curso, o por la posibilidad de
una guerra nuclear devastadora.
La prédica del campo de la derecha, a través de sus
interminables instrumentos de dominación, intenta desechar toda forma de
protesta. Hasta incluso, en alguna medida ha tomado un discurso con carácter de
“preocupación social”, intentando desplazar cualquier forma real de alternativa
sistémica. Aparecen entonces monstruosidades ideológico-culturales que terminan
siendo la “normalidad” sin más: un espíritu “democrático” y “cívico” que ve en
la violencia un demonio a combatir (sabiendo que “La violencia es la partera
de la historia”); se reemplaza al “poder popular” por “participación
ciudadana”, se entroniza el individualismo, la cultura del “sálvese quien
pueda” y otras preciosuras por el estilo: “¡Marque su nivel: tenga tarjeta
de crédito!”, “¡Obtenga su post grado y triunfe en la vida”, “Izquierda
y derecha son conceptos superados”, “Estamos en la postmodernidad”.
Es decir: una cultura de la superficialidad, del hedonismo inmediatista, del
triunfalismo, que desecha los “grandes relatos”, tal como los ideólogos
postmodernos llamaron al marxismo o al psicoanálisis. No hay grandes verdades
sino verdades fragmentadas, inconexas incluso. Se podría decir, curiosamente, “era
de la desconexión” (pese a estar conectados a los artefactos tecnológicos todo
el tiempo) “Es más fácil para la mayor parte de la gente encontrar un
dinosaurio que a un vecino”, dijo Alain Touraine. Era que se complementa,
forzosamente, con el inducido afán de novedades (léase: obsolescencia
programada), con la cultura de fascinación por todo lo que sea novedoso: el
correo electrónico ya está pasado de moda, ahora que usar whatsapp.
Podría agregarse, para entender cómo se mueve la
cultura neoliberal, que muchas de las luchas “políticamente correctas” actuales
son impulsadas por esos grandes poderes globales que fijan la línea de “lo
que hay que pensar”, justamente imponiéndolo como distractores. ¿No es
altamente significativo que el imperialismo, o los grandes capitales, globales
o nacionales, financien hoy luchas realmente justas, pero que pueden servir
como distractores a la explotación económica? Y ahí está la oenegización del
campo popular y de las reivindicaciones de género y étnicas, “políticamente
correctas”.
En otros términos: además de la furiosa represión
militar de la que el campo popular y la izquierda fueron víctimas, en Guatemala
como en toda Latinoamérica, en estos últimos años la avanzada
ideológico-cultural de la derecha fue fabulosa, tomando la delantera. Sin
dudas, la han desarrollado con precisión científica. De hecho, existe todo un
amplio arco de técnicas de manipulación que logran a cabalidad su cometido.
Tenemos allí refinadas prácticas semiológicas, de psicología social, comunicacionales,
mercadológicas y demás engendros, tendientes todas ellas a mantener adormecida
la protesta social. Los medios masivos de comunicación juegan un papel clave en
el asunto.
De ese modo, el neoliberalismo puede llegar a la
actual noción de post verdad. Como dice Fernando Broncano: “Es la
industria y manufactura de los mensajes que producen reacciones emocionales que
son independientes de su relación con la realidad. (…) No es una actitud
intelectual más o menos escéptica y displicente, sino una forma sistémica y
manufacturada de la circulación de la información en los medios de
comunicación, la política, las instituciones del Estado e incluso los mercados
y empresas en las nuevas formas de capitalismo financiarizado ”. En otros
términos: “ La indiferencia por los hechos ”, la desinformación llevada
a su grado extremo, el reino del adormecimiento.
Las nuevas generaciones (ahí puede apelarse a esa
imprecisa denominación de los “milenial”) son herederas de ese caldo de
cultivo ideológico-cultural; su cosmovisión está modelada en la idea del Estado
como forzosamente deficiente, en la entronización de la iniciativa privada y
del más desvergonzado individualismo egocéntrico, todo ello mediado siempre por
las TICs.
En algún Congreso sobre Medios Alternativos, realizado
en Cuba, se decía que “La evolución de la Web, el surgimiento de los medios
alternativos, las redes sociales de Internet, así como los blogs y wikis, crean
nuevas posibilidades para la comunicación social y política. Este nuevo
escenario comunicativo a nivel internacional demanda cada vez más la creación
de condiciones para maximizar su aprovechamiento”. Sin caer en
empobrecedores maniqueísmos de “bueno” y “malo”, ni tampoco en triunfalismos
exagerados que pierden la verdadera dimensión de las cosas, digamos que toda
esta amplia batería de nuevas tecnologías ofrece interesantes posibilidades si
la pensamos desde una perspectiva transformadora. Pero, al mismo tiempo, no se
pueden desconocer sus peligros latentes. El reto está en ver cómo se navega en
esas aguas y se puede llegar a buen puerto.
Las Tecnologías de la Información y Comunicación
son especialmente atractivas, y con mucha facilidad pueden pasar a ser
adictivas (de la real necesidad de comunicación fácilmente se puede pasar a la
“adicción”, más aún si ello está inducido, tal como sucede efectivamente).
Estas herramientas son el vehículo por excelencia para llevar la nueva
ideología neoliberal, individualista, despreocupada por lo social. Son las
nuevas generaciones, los llamados “nativos digitales” (que hacen de las TICs
una parte obligada de su cotidianeidad), quienes más reciben el impacto de todo
esto.
En una investigación sobre el uso de las TICs
realizada vez pasada en Guatemala, se preguntó a jóvenes usuarios de estas
tecnologías –de distinta extracción social, de ambos sexos, de entre 17 y 25
años– cómo reaccionarían si al estar haciendo el amor reciben una llamada a su
teléfono celular. Muchos y muchas (alrededor de un 75%) respondieron que, sin
dudarlo, contestarían. No hay dudas que asistimos a un importante cambio de
actitudes, a una nueva modalidad de entender la vida.
Estamos invadidos por una cultura del uso de lo
digital; se nos ha dicho, incluso, que la llamada “Primavera árabe”, por
ejemplo, se provocó por la catarata de mensajes de texto transmitidos en los
teléfonos móviles y por el uso de las redes sociales. ¿Las nuevas revoluciones,
entonces, se construirán sobre la base de realidades virtuales que movilizan a
las masas? En Guatemala los movimientos cívicos anticorrupción del 2015 que
terminaron sacando del poder a presidente y vicepresidenta se generaron casi
exclusivamente a través de redes sociales (luego se supo que hubo ahí una
monumental manipulación, con cantidad de perfiles falsos desde donde se
lanzaron las convocatorias. Pero eso no importa: la eficacia de la red social
se evidenció magnífica).
Dejamos aquí el análisis político pormenorizado
tanto del movimiento de los pueblos árabes como lo que se jugó en Guatemala,
porque no es el espacio adecuado para tratarlo, pero no podemos menos de
indicar que estas nuevas modalidades comunicacionales tienen una fuerza
decisiva. En la actualidad vivimos una entronización de lo digital que pretende
presentarlo como panacea. De todos modos, más allá de la interesada prédica que
identifica a las TICs con una nueva pretendida solución universal (que no lo
es), no hay dudas que tienen algo especial que las va tornando casi
imprescindibles. El neoliberalismo y su ideología individualista, triunfalista,
ajena a cualquier interés social, se articula a la perfección con ellas. Y los
jóvenes son sus principalísimas ¿víctimas?
Estar “conectado”, estar todo el tiempo con el
teléfono celular en la mano, estar pendiente eternamente del mensaje que puede
llegar, de las redes sociales, del chat, constituye un hecho culturalmente
novedoso. ¿Quién, perteneciente a una generación anterior a la actual,
respondería en forma afirmativa a la pregunta arriba citada, respecto a la
intimidad de su vida sexual y el uso de un teléfono?
Todas estas tecnologías van mucho más allá de una
circunstancial moda: constituyen un cambio cultural profundo, un hecho
civilizatorio, una modificación en la conformación misma del sujeto y, por
tanto, de los colectivos, de los imaginarios sociales con que se recrea el
mundo. La ideología neoliberal encuentra aquí un espacio ideal. Pero esa
penetración que tienen las TICs no es casual ni ingenua: tiene agenda.
Ahora bien: si gustan de esa manera, es por algo.
Como mínimo se podrían señalar dos características que le confieren tal grado
de atracción: a) están ligadas a la imagen, y b) permiten la interactividad en
forma perpetua.
La imagen juega un papel muy importante en las
TICs. Lo visual, cada vez más, pasa a ser definitorio. La imagen es masiva e
inmediata, dice todo en un golpe de vista. Eso fascina, atrapa; pero al mismo
tiempo no da mayores posibilidades de reflexión. Lo cierto es que el discurso y
la lógica del relato por imágenes están modificando la forma de percibir y el
procesamiento de los conocimientos que tenemos de la realidad. Hoy, la
tendencia es ir suplantando lo racional-intelectual –dado en buena medida por
la lectura– por esta nueva dimensión de la imagen como nueva deidad. Estamos en
el reino de la imagen…, y de ahí a la “imagen fotoshopeada”, un paso. Es
decir: pura fantasía. ¿Pura banalidad? El neoliberalismo necesita y genera esa
cultura banal, superficial, casi irreflexiva, para manejar a su antojo. Las
nuevas generaciones, sin saberlo, son su objetivo.
Junto a eso cobra una similar importancia la
fascinación con la respuesta inmediata que permite el estar conectado en forma
perpetua y la interactividad, la respuesta siempre posible en ambas vías,
recibiendo y enviando todo tipo de mensajes. La sensación de ubicuidad está así
presente, con la promesa de una comunicación continua, amparada en el anonimato
que confieren en buena medida las TICs. La llegada de estas tecnologías abre
una nueva manera de pensar, de sentir, de relacionarse con los otros, de
organizarse; en otros términos: altera las identidades, las subjetividades.
¿Quién hubiera respondido algunas décadas atrás que prefería contestar el
teléfono fijo a seguir haciendo el amor? Para un nativo digital eso puede
resultar impensable.
Hoy día la sociedad de la información, por medio de
estas herramientas, nos sobrecarga de referencias. La suma de conocimiento, o
más específicamente: de datos, de que se dispone es fabulosa. Pero tanta
información acumulada, para el ciudadano de a pie y sin mayores criterios con
que procesarla, también puede resultar contraproducente. Recordemos que hoy ya
se habla de “post verdad”. Toda esta saturación y sobreabundancia de
¿información?, y su posible banalización, se ha trasladado a la red, a las TICs
en general, inundando todo. De una cultura del conocimiento y su posible
apropiación se puede pasar sin mayor solución de continuidad a una cultura del
mero divertimento, de la superficialidad. Las TICs permiten ambas vías. Se ha
hablado, entonces, de intelicidio (Mario Roberto Morales). Pareciera que
las redes sociales contribuyen mucho a eso: el olvido (¿o la muerte?) del
pensamiento crítico. La opinión política, el análisis pormenorizado, la
reflexión profunda se ven reemplazadas por un tuit de 150 caracteres. A
la ideología neoliberal dominante todo esto le es perfectamente funcional.
Cuanto menos se piense, cuanto menos se critique: mejor. Las nuevas
generaciones han sido moldeadas en esa matriz.
¿Quién dijo que todo está perdido?
Pero si bien es cierto que esta cibercultura abre
la posibilidad de cierta liviandad, también da la posibilidad de acceder a un
cúmulo de información y a nuevas formas de procesar la misma como nunca antes
se había dado, por lo que estamos allí ante un fenomenal reto.
Eso, sin dudas, implica una lucha (¿hay acaso algún
aspecto de lo humano que no la implique?), pues quienes dominan utilizan este
instrumental con fines conservadores para que nada se altere. Y, por cierto, lo
hacen muy bien. De hecho, cada vez más asistimos a un uso mentiroso de estas
posibilidades tecnológicas. Por lo pronto, en forma creciente y en todas partes
del mundo, la práctica política se basa en el más artero engaño bien montado,
mercadológicamente ofrecido. “En la sociedad tecnotrónica el rumbo lo
marcará la suma de apoyo individual de millones de ciudadanos incoordinados que
caerán fácilmente en el radio de acción de personalidades magnéticas y atractivas,
quienes explotarán de modo efectivo las técnicas más eficientes para manipular
las emociones y controlar la razón”, pedía el polaco-estadounidense
Zbigniew Brzezinsky. Lo que se llama “guerra de cuarta generación” (guerra
mediático-psicológica-cultural e ideológica) está al rojo vivo. Los jóvenes
(70% de la población en Guatemala es menor de 30 años) son su principal
objetivo.
Pero son esos jóvenes, también, la mayor fuente de
esperanza para un cambio. El neoliberalismo cumple a cabalidad ese doble
propósito arriba indicado: acumulación fabulosa de riqueza en una pequeña
minoría y control monumental de la protesta social. Pero no todo está perdido.
Actuando como diría Gramsci, “con el pesimismo de la razón y el optimismo
del corazón”, puede decirse que tanto control y tanto intento de
sofocamiento del pensamiento crítico significa algo: que, parafraseando a
Hegel, el Amo tiembla aterrorizado delante del Esclavo, porque sabe que
inexorablemente tiene sus días contados, pues éste, en algún momento, abrirá
los ojos.
Las nuevas generaciones fueron disciplinadas en el
pensamiento neoliberal, privatista e individualista, intento de intelicidio
mediante. Sin dudas, lograron mucho (recuérdese el 75% de jóvenes que contesta
el celular mientras hace el amor). Pero “podrán cortar todas las flores, mas
no detendrán la primavera”, como dijo Neruda. Las juventudes, sin caer en
falsas idealizaciones románticas, siguen siendo un fermento de cambio. Con todo
lo que se pueda criticar, la Primavera árabe o las movilizaciones
anticorrupción guatemaltecas del 2015, fueron impulsadas por jóvenes. No
significaron un cambio real y permanente de paradigmas, pero dejan ver que el
cambio sí es posible, porque no todo está perdido, la historia no está
terminada. Y son, como siempre, las nuevas generaciones, los jóvenes, la
verdadera chispa del cambio. Producto de esas movilizaciones, en Guatemala hoy
tenemos una nueva AEU que desplazó a viejas mafias corruptas: los cambios sí
son posibles, aunque se quieran evitar. Pensar que “todo tiempo pasado fue
mejor” no es sino nostalgia y ejercicio de poder adultocéntrico. La experiencia
enseña, en Guatemala y en todas partes del mundo, que las nuevas generaciones
siguen siendo la esperanza.
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Bibliografía
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[*] Cuatro documentos surgidos entre
1980 y el 2000, que toman su nombre del Grupo de Santa Fe (en referencia a la
capital del estado de Nuevo México), redactados por pensadores de derecha y la
Heritage Foundation. Como ejemplo –uno entre tantos– de su significado
histórico: en el Documento Santa Fe II se establece la avanzada de los nuevos
cultos evangélicos para controlar la propuesta de izquierda de la Teología de
la Liberación que en ese entonces crecía por Latinoamérica.
Blog del autor: https://mcolussi.blogspot.com/
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