28-05-2018
Traducido
para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo
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Nerón tocaba la lira, Obama lanzaba canastas y
Trump tuiteaba mientras sus imperios ardían.
Los imperios entran en decadencia o se expanden en
función, básicamente, de las relaciones entre gobernantes y gobernados. Hay
varios factores determinantes, entre los que se incluyen: 1) la renta, la
tierra y la vivienda; 2) la evolución del nivel de vida; 3) el aumento o
descenso de la tasa de mortalidad; y 4) la disminución o aumento de las
familias.
A lo largo de la historia, los imperios en
expansión han incorporado a la población al imperio, distribuyendo a las masas
una parte de los recursos expoliados, proporcionándoles tierras, arrendamientos
reducidos y viviendas. Los grandes terratenientes que tenían que hacer frente a
los jóvenes veteranos a su regreso de las guerras evitaban una excesiva
concentración de la tierra para evitar los disturbios en sus feudos.
Los imperios en expansión mejoraban las condiciones
de vida, pues jornaleros, artesanos, mercaderes y escribientes encontraban
empleo cuando la oligarquía daba rienda suelta a su consumo ostentoso y crecía
la burocracia que administraba el imperio.
Un imperio próspero es causa y consecuencia del
aumento en las familias y en el número de plebeyos sanos y educados que sirven
a los gobernantes y son mantenidos por ellos.
Por el contrario, un imperio en decadencia saquea
la economía interna y concentra la riqueza a expensas de la mano de obra,
ignorando el declive de su salud y de su esperanza de vida. Como consecuencia,
los imperios en decadencia ven crecer la tasa de mortalidad; la propiedad de
tierras y viviendas se concentra en una élite de rentistas que viven gracias a
una riqueza que adquirida inmerecidamente por herencia, fruto de la
especulación o de las rentas, que degrada el trabajo productivo basado en la
pericia y los conocimientos.
Los imperios en decadencia son causa y consecuencia
del deterioro de las familias, compuestas a menudo de trabajadores adictos a
los opiáceos que sufren el aumento de la desigualdad entre ellos y sus
gobernantes.
La historia del Imperio Americano a lo largo del
último siglo encarna a la perfección la trayectoria de la expansión y caída de
los imperios. El último cuarto de siglo es un buen ejemplo de las relaciones
entre gobernantes y gobernados en plena decadencia del imperio.
Las condiciones de vida de los estadounidenses se
han deteriorado a toda velocidad. Las empresas han dejado de cotizar las
pensiones y han reducido o eliminado la cobertura sanitaria de sus
trabajadores, y han visto rebajados sus impuestos de sociedades, lo que redunda
en una merma de la calidad de la educación pública.
En los últimos veinte años, los salarios que
perciben la mayor parte de los hogares se han estancado o reducido; los gastos
en sanidad y educación han arruinado a muchos, y han convertido a los graduados
universitarios en esclavos de sus deudas a largo plazo.
En EE.UU., el acceso a la propiedad de la vivienda
para menores de 45 años ha disminuido del 24% en 2006 al 14% en 2017. Al mismo
tiempo, los alquileres se han disparado, especialmente en las grandes ciudades
de todo el país, y en la mayoría de los casos absorben entre un tercio y la
mitad de los ingresos mensuales.
Las élites empresariales y sus expertos
inmobiliarios desvían la atención hacia las desigualdades “intergeneracionales”
entre pensionistas y jóvenes empleados asalariados, en lugar de reconocer el
aumento de la desigualdad entre altos ejecutivos y trabajadores y pensionistas,
cuyos ingresos han pasado de 100 a 1 a 400 a 1 en las tres últimas décadas.
También han aumentado las diferencias en la tasa de
mortalidad entre la élite empresarial y los trabajadores, pues los ricos cada
vez viven más años sin perder la salud mientras los trabajadores sufren un
descenso en la esperanza de vida ¡por primera vez en la historia de Estados
Unidos! Gracias a los ingresos procedentes de beneficios, dividendos, aumento
del interés, etc., los ricos pueden pagar el elevado coste de la medicina
privada y prolongar su vida, mientras a millones de trabajadores se les recetan
opioides para “reducir el dolor” y precipitarles una muerte prematura.
Los nacimientos han descendido como consecuencia de
la carestía de la sanidad y de la carencia de guarderías y bajas por maternidad
o paternidad remuneradas. Los últimos estudios han revelado que 2017 tuvo el
menor número de nacimientos en 30 años. La supuesta “recuperación de la
economía” posterior al derrumbe financiero de 2008-2009 ha tenido un sesgo de
clase: las élites empresariales e inmobiliarias recibieron un rescate superior
a los 2 billones de dólares mientras más de 3 millones de hogares de
clase trabajadora eran desahuciados y desalojados de sus viviendas por los financieros
que habían adquirido sus hipotecas. El resultado: un aumento acelerado de
personas sin hogar, especialmente en las ciudades con mayores índices de
recuperación de la crisis.
Probablemente, los factores que han producido este
descenso de la maternidad y aumento de la mortalidad son la falta de vivienda y
los desorbitados precios de los alquileres de apartamentos saturados, junto con
los salarios mínimos.
El imperialismo se expande, el nivel de vida
desciende
En las décadas posteriores a la Segunda Guerra
Mundial, la expansión en el extranjero estuvo acompañada en el ámbito interno
por el abaratamiento de la educación superior, hipotecas a precios razonables
que facilitaban la propiedad de una vivienda y mejoras en las pensiones y
cobertura sanitaria a cuenta de los patronos. Sin embargo, en las dos últimas
décadas la expansión imperial se ha basado en la reducción forzosa del nivel de
vida.
El Imperio se ha expandido y las condiciones de
vida han empeorado porque la clase capitalista ha evadido billones de dólares
de impuestos a través de paraísos fiscales, precios de transferencia y
exenciones fiscales. Por si fuera poco, los capitalistas han recibido inmensas
subvenciones públicas para infraestructuras y transferencias gratuitas de
innovación tecnológica financiada por el Estado.
En nuestros días, la expansión imperial se basa en
la deslocalización de las multinacionales manufactureras con el fin de rebajar
los costes de mano de obra, aumentando así el porcentaje de trabajadores de
servicios mal pagados en Estados Unidos.
El empeoramiento de las condiciones de vida de la
mayoría es consecuencia de la reestructuración del Imperio, la instauración de
un sistema tributario regresivo y la redistribución de las transferencias de
gasto público con fines sociales del Estado del bienestar a subvenciones y
rescates al sector inmobiliario y financiero.
Conclusión
En sus orígenes, el imperialismo llevaba aparejado
un contrato social explícito con la mano de obra: la expansión extranjera
compartía beneficios, impuestos e ingresos con la fuerza de trabajo a cambio
del apoyo político de los trabajadores a la explotación económica imperial en
el exterior, el saqueo de recursos y el servicio de estos en las fuerzas
armadas del imperio.
El contrato social venia condicionado por el
equilibrio relativo de poder: la mayoría de los obreros fabriles, del sector
público y los trabajadores especializados estaban sindicados. Pero este
equilibrio de poder en las relaciones de clase se basaba en la capacidad de la
fuerza laboral para participar activamente en la lucha de clases y, así,
presionar al Estado. Es decir, el imperialismo y la estructura del bienestar se
basaban por completo en una serie específica de condiciones intrínsecas del
pacto social.
Con el tiempo, la expansión imperial tuvo que
enfrentar limitaciones en el exterior procedentes de la oposición que
presentaban grupos nacionalistas o socialistas, creando las condiciones para la
deslocalización de su capital en el extranjero. Los rivales del imperio en Europa
y Asia empezaron a competir por los mercados exteriores, obligando a Estados
Unidos a aumentar su productividad, reducir costes laborales, deslocalizar en
el extranjero o reducir beneficios. Estados Unidos eligió reducir las
condiciones de vida internas y sacar su producción al extranjero.
Los dirigentes sindicales se distanciaron de otros
movimientos generales de base y, al carecer de un movimiento político
independiente, estar asolados por la corrupción y comprometidos con un acuerdo
social en vías de desaparición, fueron reduciéndose en volumen, incapaces de
formular una nueva estrategia combativa que sustituyera al pacto social. La
clase capitalista adquirió control total de las relaciones de clase y, por
consiguiente, empezó a decidir unilateralmente los términos de la política
fiscal, el empleo, las condiciones de vida y, lo más importante, el gasto
público.
Los gastos militares para el mantenimiento del
imperio crecieron en proporción directa a la reducción de subsidios sociales.
Los grupos rivales de poder se peleaban para conseguir su parte de los
presupuestos capitalistas y decidir las prioridades político-militares. Los
imperialistas económicos competían o se unían a los imperialistas militares;
los neoliberales de libre mercado competían con los militaristas por los
mercados exteriores en busca de la ocupación de más territorios, nuevas
conquistas, mercados cerrados y clientes sumisos. Las estructuras de poder
rivales competían para dictar las prioridades imperiales –las poderosas redes
sionistas urdían guerras regionales favorables a Israel mientras las
multinacionales intentaban impulsar su expansión político-militar en Asia
(China, India y los mercados del sureste asiático).
Facciones rivales de las elites monopolizaban
presupuestos, impuestos y gastos comprimiendo las condiciones de vida de la
fuerza laboral. Las clases imperialistas pactaron entre ellas, la calidad y
cantidad de trabajadores disminuyó. Pero los descendiente de esas élites
asistían a las mejores escuelas y se aseguraban los mejores puestos en el
gobierno y la economía.
Los privilegios y el poder no produjeron triunfos
imperiales. China ha sabido integrar sus programas educativos y trabajadores
cualificados en el trabajo productivo y sacar partido de ello. Por el
contrario, los graduados estadounidenses trabajan en puestos financieros
parásitos y lucrativos, no en sectores de la ciencia, la ingeniería y la
asistencia social. Los graduados en la academia militar han creado redes de
“comandantes” que perdonan los abusos sexuales, entrenan y ascienden a
oficiales que lanzan misiles sobre centros de población y entrenan a capitanes
de la armada especializados en colisionar sus buques.
Los graduados en la Ivy League* consiguieron copar
altos cargos en el gobierno y han llevado a Estados Unidos a guerras
interminables en Oriente Próximo, han multiplicado nuestros adversarios,
enemistado a nuestros aliados y gastado billones de dólares en guerras que
favorecen a Israel, en vez de dedicarlos a ayudas sociales y salarios más
elevados para nuestros trabajadores. Y, sí, es verdad, la economía se está
recuperando... pero a las personas les va peor.
*Nota del traductor: Grupo de ocho prestigiosas
universidades privadas de Estados Unidos, muy elitistas, entre las que se
encuentran Harvard, Yale, Columbia y Princeton.
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