01-04-2015
"La imaginación al poder". Mayo
Francés, 1968
I
La vida
cotidiana, en todo tiempo y lugar, no es fácil. Al contrario: sobran los
problemas. Ante esa dureza de la realidad los seres humanos necesitamos de
antídotos que la tornen más llevadera. He ahí el principio de las religiones. (“La
religión es el opio de los pueblos”, afirmó Marx).
Las
relaciones sociales, siempre en esta lógica de lo problemático de todo vínculo
interhumano, no son fáciles. La historia de las sociedades humanas nos muestra
un eterno malestar, al menos hasta ahora, basado en injusticias estructurales,
en diferencias de clases antagónicas donde una subyuga a otra, donde siempre
hay -incluso en la relaciones dentro de esas clases- jerarquías de dominación.
Aquí la posibilidad de buscar paliativos se torna más difícil: aunque también
lo intenten, ya no bastan las religiones. Estas diferencias se dirimen en el
campo de lo político; son, de definitiva, diferencias de poder, luchas de
poder.
Por
milenios, las transformaciones políticas se fueron dando en el transcurso de
las relaciones sociales sin teoría académica que las pusiera en marcha, que las
avalase o justificase; simplemente se dieron. Desde hace un par de siglos, sin
embargo, con el desarrollo del pensamiento político occidental, estos cambios
se pretenden matematizables, previsibles; y más aún: se los puede dirigir en un
sentido dado. Aparece en Europa el pensamiento político moderno, y en esa
dinámica nace el materialismo histórico, -popularizado luego como marxismo-,
desde el inicio con la pretensión de saber científico, por tanto, de guía para
la acción.
Fundándose
en una teoría científica de la sociedad, de su estructura y de su historia
(pero faltando, sin dudas, una teoría del sujeto con similar rigurosidad en su
formulación) el pensamiento socialista apareció como propuesta de comprensión
de la realidad humana, y mucho más aún, como propuesta de transformación de la
misma.
Formulada
con valor de teoría, sin ningún lugar a dudas tuvo características de utopía.
Es decir: funcionó como la presentificación de una aspiración, de un deseo puesto
como meta alcanzable. Hoy -más aún luego de la caída del muro de Berlín- la
palabra "utopía" está cargada de connotaciones negativas; es, en todo
caso, sinónimo de quimera, fantasía, mera ilusión. En el socialismo clásico,
por el contrario, era el horizonte de llegada de un proceso racional, estaba
plena de positividad.
"Sociedad
sin clases", "reino de la igualdad", "solidaridad sin
fronteras": sin dudas han sido y siguen siendo utopías. Pero utopías no en
el sentido de sueños vanos, evanescentes fantasías sin asidero. Utopías como
aspiración de un mundo más justo, más equitativo. Utopías -ahí está su fuerza
justamente- como proceso de búsqueda.
Hoy, caídas
las primeras experiencias que transitaron la senda socialista, y con una
sumatoria de hechos criticables en aquellas otras que sobreviven como modelo no
capitalista, es pertinente plantearse en qué medida esas aspiraciones son
utopías en sentido negativo o positivo.
Por lo
pronto parece demostrarse que, en tanto especie humana, necesitamos siempre
esta dimensión de búsqueda de un ideal, de un paraíso que funciona como
horizonte que nos llama. La diferencia que se da con el socialismo científico,
con el marxismo, es que esta construcción pretende tener los pies sobre la
tierra. Es la búsqueda de un ideal, quizá de un paraíso, sobre la base de una
formulación matemática y asentada en una realidad material.
"Utopía,
te odio y te quiero. Te odio porque sólo has existido en la cabeza de los
hombres, no en sus manos. Te quiero porque permaneces en la esperanza de una
segunda oportunidad" , nos dice Marcos Winocur. En
este sentido el socialismo es una utopía éticamente válida; si sus primeros
pasos no dieron todos los resultados que se esperaba, tampoco puede
desvirtuárselos. De lo que se trata es de revisar por qué no funcionó como se
esperaba, por lo que es necesario entonces una relectura de sus principios y de
sus posibilidades. Dicho en otros términos: ¿son posibles las utopías? ¿Qué
valor tienen las mismas? Podría decirse que son como las estrellas: inalcanzables,
pero marcan el camino.
II
El
socialismo es, en esencia, la aspiración a un mundo más justo. En sus albores
hacia el siglo XIX -y durante las primeras experiencias de su construcción ya
en el XX- esa justicia se interpretó en términos de equidad económica. Hoy día,
a partir de la enseñanza histórica, podríamos ampliar la mira: la justicia
tiene que ver además con la democratización de los poderes, con su horizontalización.
Problemas como las injusticias de género o la discriminación étnica no fueron
especialmente consideradas en el pensamiento clásico, carencia que en la
actualidad debe revisarse.
"Es
necesario recordar que una economía planificada no es todavía socialismo. Una
economía planificada puede estar acompañada de la completa esclavitud del
individuo. La realización del socialismo requiere solucionar algunos problemas
sociopolíticos extremadamente difíciles: ¿cómo es posible, con una
centralización de gran envergadura del poder político y económico, evitar que
la burocracia llegue a ser todopoderosa y arrogante? ¿Cómo pueden estar
protegidos los derechos del individuo y cómo asegurar un contrapeso democrático
al poder de la burocracia?" , se
preguntaba Einstein, que además de físico genial era un agudo pensador social
-faceta que le es bastante desconocida por cierto-.
Si algo
podemos decir que debe criticarse severamente de las experiencias socialistas
conocidas hasta la fecha es justamente su falta de democratización del poder.
Que su concentración suceda en las sociedades no-socialistas no debe
sorprender; en ellas más allá de la declamada democracia formal -que encierra
básicamente una perversa hipocresía- el poder absoluto queda en manos de las
grandes empresas (hoy transformadas en monstruos multinacionales con
presupuestos mayores al de muchos países pobres, y con un poder político
descomunal, a veces más grande que el de los aparatos estatales). La cuestión
se plantea en el manejo del poder que ha tenido el socialismo. Algo ahí no
funcionó; ¿era una tonta utopía suponer que se iba a poder horizontalizar el
poder?
Poder
popular: ese es el gran desafío. ¿Cómo?
El hecho que
posibilitó pensar en una alternativa real para la construcción del socialismo
fue la Comuna de París, intensa experiencia de poder popular espontáneo de sólo
un breve tiempo de duración ocurrida en el ya lejano 1871. Fue a partir de esta
circunstancia inaugural que los fundadores teóricos del socialismo científico,
Marx y Engels, conciben la "dictadura del proletariado" como mecanismo
para la subversión del poder de la clase actualmente dominante e inicio de la
edificación de una sociedad sin clases.
El espíritu
de la Comuna es lo que ha guiado y sigue guiando este tipo de iniciativas
autogestionarias. Hoy, caídos los modelos de partido único con que se dieron
los primeros pasos del socialismo, es necesario reflexionar sobre aquella
experiencia histórica. La cual, a su vez, se emparienta con otra gesta no menos
importante que también tuvo lugar en París casi un siglo después: el mayo
francés de 1968. Y, por supuesto, con numerosas experiencias de autogestión
popular que han tenido y están teniendo lugar a lo largo y ancho del planeta,
de las que se puede aprender mucho: fábricas recuperadas, cooperativas
diversas, colectivos horizontalizados, movimiento okupa y un largo etcétera.
Definitivamente
el sistema pluripartidista que nos trajo la democracia parlamentaria moderna,
si bien constituye un avance con relación al absolutismo monárquico y las
estructuras feudales, lejos está de ser una auténtica representación de todos
los sectores sociales. En forma disfrazada, no deja de ser una dictadura de la
clase capitalista. Para la gran mayoría de la población mundial ya no es tanto
el látigo el que intimida sino el fantasma de la desocupación (un látigo más
sutil, por cierto. La esclavitud ahora es asalariada).
Ahora bien:
¿puede la utopía socialista ir más allá de este corrupto sistema de partidos
políticos y generar un auténtico poder popular?
III
Según
concibió la teoría marxista clásica debe ser un partido revolucionario en manos
de las fuerzas sociales más progresistas quien lidera el proceso transformador.
Y ahí se abre un debate hasta ahora nunca saldado. ¿Partido obrero? ¿Movimiento
campesino? ¿Vanguardia armada? ¿Frente popular multiclasista? No faltó quien -y
no es chiste- llamara a estrechar vínculos con los extraterrestres, en el
entendido que si estos visitantes tenían un tal grado de desarrollo técnico que
les permitía llegar hasta nuestro planeta, sin dudas también lo tendrían en la
dinámica social, por lo que ya habrían alcanzado la organización superadora de
las clases, y en consecuencia de ellos podíamos nutrirnos entonces.
Como vemos
los pasos que deben llevar a la construcción de un orden nuevo son diversos, debatibles,
incluso cuestionables. La "teoría" de la alianza con los alienígenas,
sin dudas; pero ¿y el partido revolucionario único?
"La
libertad sólo para los partidarios del gobierno, sólo para los miembros de un
partido, por numerosos que ellos sean, no es libertad. La libertad es siempre
libertad para el que piensa diferente" , decía hace
ya casi un siglo Rosa Luxemburgo. Sin dudas la "dictadura del
proletariado" tuvo más de dictadura que de otra cosa. Dicho esto,
sabido y sufrido todo esto (yo no me atrevo a decir que "hasta aquí he
llegado" con respecto a alguna revolución, pero me quedan profundas dudas
respecto a cómo se estructura el poder en todas ellas: ¿por qué nunca hay
mujeres comandantes?, ¿por qué los comandantes comandan tan longevamente, siempre
hasta que se mueren?) debemos abrir la autocrítica.
Sin dudas no
es una quimera, una utopía en sentido despectivo, la intención de cambiar las
relaciones entre los seres humanos. Es, si se quiere, un imperativo ético: la
sociedad de clases es un atentado contra la especie humana, y el capitalismo
desarrollado lo es también contra el planeta. Por tanto no es un sueño infantil
el aspirar a su modificación. De hecho, además, de forma lenta pero sin pausa,
la humanidad va cambiando, va buscando mayores cuotas de justicia, de
participación popular (las monarquías no están en ascenso y la esclavitud
física, aunque no desapareció totalmente, tampoco está en crecimiento). Lo que
se visualiza como utopía -en el sentido que prefiramos- es el camino a seguirse
para conseguir el fin. Dicho en otros términos: ¿cuál es el instrumento que
posibilita cambiar la sociedad a favor de las mayorías explotadas?
La Comuna de
París y el mayo francés se proponen como referentes: el "pobrerío" al
poder, la imaginación al poder. Podemos estar de acuerdo con que otro mundo
es posible ; la cuestión es cómo construirlo. Es decir: ¿cómo se afianzan y
tornan sustentables las experiencias autogestionarias? Más allá de la reacción,
la protesta, la lucha contestataria (momentos imprescindibles en esta
construcción), a la luz de lo que fueron esos intentos de edificación de algo
nuevo, las preguntas siguen abiertas.
¿Habrá que
convencerse que el poder popular, el poder horizontalizado, es una pura
quimera, una utopía en sentido negativo? La figura del Amo y del Esclavo que
Hegel inmortalizara en el capítulo IV de su Fenomenología del Espíritu
como modelo de la dialéctica definitoria de la relación interhumana ¿no se
equivoca entonces? Con lo que tenemos de ejemplo hasta ahora, con todo lo que
las experiencias humanas nos han aportado a lo largo y ancho de la superficie
de nuestro planeta y en lo que llevamos de historia como especie (al menos lo
que conocemos desde que existe propiedad privada, no más de 10.000 atrás), en
principio todo ello nos autoriza a decir que sí, efectivamente, Hegel no
parecía muy equivocado.
IV
El poder
fascina. Esto, parece, es válido universalmente. Cualquier
experiencia de ejercicio de poder nos confronta con la dificultad tan grande de
lograr evitar caer en similares tentaciones, desde el Gengis Khan a Ceauscescu,
del poder que confiere manejar un automóvil respecto al peatón al hecho que un
sirviente nos abra la puerta del ascensor, del profesor en su cátedra a Idi
Amin con todo su despliegue de abusos impunes. Renunciamientos al halo mágico
del poder, aunque de hecho puedan darse, no son fáciles. Por otro lado, ¿por
qué habrían de serlo?, si justamente lo humano es tal en torno a esa
dialéctica, se constituye sobre ese paradigma amo-esclavo.
Si el Che
Guevara renunció a su puesto en la Revolución Cubana, ¿fue realmente para
seguir con la causa universal de la lucha revolucionaria, o porque no había
lugar para dos grandes en la isla? Eva Perón, en la década de los 50 del siglo
pasado en Argentina, ¿renunció a la vicepresidencia por lealtad con su pueblo,
o porque la oligarquía vernácula y la embajada estadounidense la obligaron?
En la
tradición socialista nunca se ha debatido seriamente el tema del poder, de la
fascinación del poder. La sola mención de "poder popular" como
fórmula mágica no excusa -la historia lo constata- de la necesidad de
mantenerse alertas ante las recaídas en las mismas repeticiones de siempre.
¿Por qué siempre las revoluciones socialistas estuvieron ligadas a la figura de
un gran líder? (por cierto, siempre varón). ¿Por qué estos líderes se permiten
legar herederos políticos? ¿Por qué siempre los mismos errores? Se podría haber
pensado que en la construcción del mundo nuevo las purgas en masa de Stalin
quedaban en la historia estigmatizadas como lo que nunca debería repetirse, y
que ya nunca volvería a verse un abuso de autoridad por parte de un dirigente
revolucionario. Pero no: el verticalismo y las decisiones autoritarias aún
persisten como práctica en buena parte de las organizaciones de izquierda.
Cuando se ha
pensado en transformar el mundo (utopía en el sentido literal que el inventor
de la palabra -Tomás Moro- le dio: "lugar que no está en ningún
lugar"), cuando la tradición socialista apuesta por la construcción de
una cosa nueva, ahí es donde surgen los problemas.
Los
problemas son de dos tipos: por un lado -esto no es ninguna novedad obviamente-
la reacción de las fuerzas conservadoras, de aquellos que perderían con un
cambio. Obstáculo de enormes proporciones a vencer, mucho más grande que hace
un siglo, cuando se comenzaba a hablar de poder popular, de la comuna de París.
Obstáculos que hoy, con un poder militar inconmensurable por parte del
capitalismo desarrollado, y más aún de su potencia hegemónica, son de una naturaleza
casi insalvable (hoy quizá sea más fácil molestar a la lógica capitalista por
medio de un hacker que con un llamado a la toma de las armas por parte del
pueblo unido).
"Todos
sabemos lo que hay que hacer, pero no hay voluntad política de hacerlo", dijo recientemente, en una reunión del Foro Mundial Económico de Davos,
Suiza, la por ese entonces ministra de finanzas de Nigeria Okonjo-Iweala. Es
decir, si bien las fuerzas conservadoras no quieren en lo absoluto cambiar
nada, desde las izquierdas se sabe por dónde empezar; y también desde la
derecha se sabe qué cosa no se desea cambiar. La cuestión por así decir
"técnica" de una transformación es más que sabida: tocar el gran
capital a favor de las masas paupérrimas (expropiaciones, reforma agraria,
políticas sociales a favor de las mayorías). Pero esto lleva al segundo tipo de
problemas: ¿cómo se logra?
Descartando
-al menos en principio- que los extraterrestres puedan sernos de provecho en la
edificación de nuestra utopía terrena, ¿qué hacer? La pregunta que se formulara
Lenin en 1902 dándole título a una de sus más connotadas obras y pensando la
situación de la Rusia de ese entonces, sigue vigente en nuestros días,
¡radicalmente vigente!
Por cierto
la naturaleza en la dificultad de los dos problemas es diversa; sin dudas el
primero de ellos es más acuciante. ¿Cómo enfrentarse al Fondo Monetario
Internacional, a las bombas inteligentes, a los satélites de espionaje, al
fantasma de la desocupación? El mundo de hoy, luego de la caída del muro de Berlín,
está inclinado de modo escandalosamente unipolar hacia el lado del gran
capital, y por cierto que no se ve muy fácil cómo golpearlo. La derecha ha
aprendido de sus errores más rápido y mejor que la izquierda, y hoy día ya no
son concebibles ni una comuna de París ni un mayo francés, sencillamente porque
el poder dominante lo puede controlar con relativa suficiencia.
Pero si
eventualmente la correlación de fuerzas permitiera -concédasenos jugar un
momento a las utopías- realizar los cambios pertinentes, surge con no menos
fuerza el otro problema: confiscadas las empresas industriales, repartidas las
tierras, promovido el estado de bienestar por medio de iniciativas populares
(salud y educación públicas y de calidad, créditos hipotecarios, arte y cultura
para todos), ¿cómo organizamos el poder popular? ¿Cómo evitar que se repitan
las purgas stalinistas o el machismo y la impunidad de "un
comandante"? (que también, a veces, son todo eso).
V
Quizá no
haya antídoto contra mucho de lo que conocemos como experiencia humana. Si el
poder fascina a todos por igual, si el sujeto se constituye contra la
imagen del otro, parece que es utópico buscar una "bondad natural"
entre los seres humanos. Pero más aún: quizá sea desubicado, tonto,
inconducente, mantener un maniqueísmo de buenos y malos, de carácter más bien
religioso, donde el poder y los poderosos son intrínsecamente "malos"
y los desposeídos son los "buenos". El "hombre nuevo" -que
por definición tiene que ser "bueno"- no está cerca de prosperar.
¿Hay ya "hombres nuevos" por algún lado? ¿Puede haberlos?
¿"Nuevos" en qué sentido: que ya no se fascinan con el poder? No
debemos olvidar que el Che, por ir a luchar al África en nombre de la
revolución universal, dejó abandonada su familia en Cuba. ¿Qué decir de eso
desde una lectura crítica con perspectiva de género? Además, ya que hablamos de
"hombre nuevo", ¿no se filtra ahí un prejuicio machista?:
"hombre" como sinónimo de Humanidad. Sin dudas, hay cosas que
revisar, y la distribución de poderes sigue siendo una agenda pendiente en el
campo de la izquierda.
Quizá lo que
podemos plantear, con mayor simpleza, sin aspirar a algo tan monumental como un
"hombre nuevo", es la necesidad de la participación popular como un
camino importante, tal vez de la más vital importancia para la
construcción de un mundo distinto.
Que
"otro mundo es posible" está fuera de discusión; posible e
imperiosamente necesario. Sobre lo que debemos seguir profundizando es en el
cómo lograrlo. Participación popular, poder popular, son conceptos que van más
allá de la concurrencia a las urnas cada tanto tiempo, o la participación en un
acto público el 1º de mayo. La experiencia de los intentos socialistas habidos
nos va demostrando que la construcción del partido revolucionario presenta significativas
contradicciones. La supuesta pluralidad partidaria de las democracias burguesas
no tiene absolutamente nada que ver ni con la participación ni mucho menos con
el poder popular. Autogobierno local, autogestión obrera de la producción,
movimientos cooperativos -y en esa línea también: comuna de París y mayo del
68- son hitos que ya existen y deben potenciarse. He ahí donde debemos
nutrirnos para ver por dónde caminar. Alimentando el debate sobre el tema del
partido revolucionario, decía Rosa Luxemburgo en 1904: "El
ultracentralismo preconizado por Lenin no nos parece impregnado de un espíritu
positivo y creador, sino del espíritu estéril del vigilante nocturno. Toda su
atención se concentra en el control de la actividad del partido y no en su fecundación,
en su restricción antes que en su despliegue, en el recelo y no en la puesta en
marcha del movimiento". Debate que, un siglo después, probablemente
haya que seguir dando.
Entiendo que
para quienes damos por supuesto que hay que seguir buscando modelos más justos
de vida, el problema se nos plantea al abordar cómo impulsar ese poder popular.
Debemos estar conscientes que cada individuo es, ante todo, parte de una masa;
y que la masa tiende a ser conservadora, no crítica, fácilmente exaltable. La idea
de "hombre nuevo" es casi la antípoda del hombre-masa. En algún
sentido todos somos masa, y la organización de una sociedad tiene mucho que ver
con ese fenómeno. De todos modos el capitalismo desarrollado llevó esa
formación a niveles jamás vistos anteriormente en la historia; no puede haber
sistema capitalista eficiente si no hay masa, tanto como productora como
consumidora. La masa, preciso es reconocerlo, difícilmente pueda proponer,
sopesar, decidir con sutileza. La masa es amorfa, sigue a un líder, prefiere el
inmediatismo. De eso se aprovechan hoy las técnicas de manipulación del
capitalismo, y ahí están la publicidad omnipotente y los espectaculares manejos
de masas (hoy la política es básicamente un espectáculo mediático, igual que el
llamado deporte profesional, o las religiones de los telepredicadores). Hay que
reconocerlo: ¡se aprovechan muy bien!
Ahí está el
reto justamente: ¿cómo lograr que ese conjunto incordiando y manipulable como
es la masa pueda ejercer el poder? ¿Cómo puede gobernarse a sí misma? "Las
masas" -como decía una pintada callejera durante la guerra civil
española- "no son revolucionarias sino que, a veces, se ponen
revolucionarias". Insistamos con el interrogante: ¿es posible
perpetuar ese espíritu revolucionario de la masa? ¿Es posible construir una
sociedad a partir de ese espíritu? ¿Cómo hacer para que en realidad la
imaginación tome, conserve y ejerza productivamente el poder? Resolver esto
es el desafío que nos espera.
La dictadura
del proletariado, es decir: un gobierno revolucionario sin jefes dispuesto a
cambiar el curso de la historia, fue lo que hizo pensar a Marx un siglo y medio
atrás en la pertinencia de ese mecanismo luego de entusiasmarse con los hechos
de París de 1871. Las contadas ocasiones en la historia del siglo XX en que
esas masas dejaron de acatar las reglas establecidas y derrocaron regímenes que
las agobiaban (Rusia, China, Cuba, Nicaragua), se pusieron en marcha procesos
que significaron mejoras. Claro que siempre esos movimientos tuvieron una
figura fuerte (masculina) que terminó poniéndose al frente. ¿Es posible
prescindir de los líderes acaso? Si no lo es en un primer momento (en
Venezuela, por ejemplo, toda la revolución depende de la carismática figura de
Hugo Chávez, vivo o ahora muerto), ¿cuándo dejan de ser pieza clave? ¿Cómo y en
qué momento el poder popular sigue adelante, más allá de una burocracia ya
constituida?
Hecho el
balance de lo que significaron tales experiencias sociales, está claro que hubo
grandes avances populares (se redujo o extinguió el hambre crónica, creció el
bienestar cotidiano, la población tuvo acceso a salud, educación, tierras y
viviendas, aumentó la producción y la investigación científica, hubo acceso
para todos al arte, la cultura y el deporte), definitivamente más que
retrocesos. Aunque se pueda criticar la burocracia y la falta de derechos
individuales en China, por ejemplo, ¿quién podría negar que las grandes masas
tienen hoy un mejor nivel de vida que con los mandarines? Aunque no falten
cubanos que abandonan la isla hastiados de la monocromía del partido único y la
crónica escasez buscando el presunto paraíso adorado de Miami, ¿quién podría
negar que la situación socioeconómica y cultural de la población de Cuba es hoy
absolutamente más digna que la de cualquier país latinoamericano?
De todos
modos la pregunta sigue en pie: ¿y el poder popular?
VI
Quizá
debemos poner un especial énfasis en la pequeña célula de autogestión, en el
pequeño grupo que se organiza y se autogobierna, y no tanto en la idea de gran
proyecto universal que cambia el mundo y abre las puertas del nuevo paraíso.
Eso, por lo que vemos, no funcionó en ese sentido.
Ante esos
experimentos fallidos -no sé si decir fracasos, pero sí tanteos a revisar- está
claro que hay que presentar otras alternativas. Lo que podemos extraer como
primeras conclusiones es que si de cambios se trata, la masa debe ser crítica,
acompañar e involucrarse en los procesos sociopolíticos, ser un contralor
riguroso. Tal vez a principios del siglo XX, en Rusia, un campesinado casi
feudal, muy poco desarrollado educativa y políticamente, lejos de la cultura
industrial urbana, no estaba en condiciones de ser el garante de un proceso
autogestionario genuino; por eso, más allá de los soviets, pudo aparecer un
Stalin.
Esa es una
forma de interpretar un fenómeno muy complejo, y quizá una forma errónea; en
esa dimensión podría preguntarse: ¿pero por qué una clase obrera como la
alemana, o la japonesa, altamente desarrolladas, con buenos niveles educativos,
con tradición de organización sindical, no proponen entonces el control de la
producción en sus países? ¿Por qué no toman en sus manos el control de sus
Estados y organizan una sociedad nueva? Ahora bien: ¿quién dice que esas clases
sociales quieren cambiar su estatus? Tal vez cada trabajador individual
querría, ante todo, devenir funcionario de la fábrica donde labora, duplicar su
ingreso, incluso tener personal a su cargo. En países de alto consumo el ideal
es poder consumir más todavía y la solidaridad es una exótica pieza de museo.
El actual neoliberalismo se ha encargado de elevar la tendencia a su máxima
expresión haciendo del individualismo una religión obligada.
Tanto en el
norte hiper desarrollado como en el sur famélico, hoy por hoy, caídos los
modelos del socialismo clásico y entronizado el "sálvese quien pueda"
de un capitalismo salvaje y voraz, replantearse los términos del poder es de
vital importancia. En el ánimo de aportar alternativas en este debate, entiendo
que la cuestión básica estriba en pensar en procesos micro, locales, en
pequeños poderes realmente horizontales y democráticos: la comunidad barrial,
la unidad sindical, la cooperativa puntual, el grupo de consumidores, los
colectivos particularizados. Experiencias de autogestión hay numerosísimas a lo
largo y ancho del planeta, y de ahí debe salir la nueva savia revolucionaria.
En un mundo
globalizado con poderes descomunales de impacto planetario, buscar alternativas
especulares a esos poderes no se ve conducente. La Guerra Fría, por cierto,
terminó asfixiando en su monstruosa, loca carrera de dos gigantes -uno más que
el otro, evidentemente- a uno de los polos, el que, mal o bien, podía servir
como contrapeso al capitalismo; por tanto, volver a oponer misil nuclear contra
misil nuclear en tanto método de lucha no parece lo más fructífero.
No podemos
ser ingenuos y pensar que una comunidad rural organizada en alguna provincia de
Tanzania, o un colectivo de madres solteras en Rawalpindi, puedan ser inquietantes
para los grandes bancos que manejan la economía mundial, o para las fuerzas
armadas de Estados Unidos o de la OTAN. Seguramente no. Pero dado que estábamos
hablando de cómo darle forma a la utopía, entiendo que he ahí el germen del que
debemos nutrirnos. Pensar en las utopías significa creer que son posibles (si
no, no vale la pena siquiera considerarlas).
"La
arena es un puñadito, pero hay montañas de arena" , dijo algún poeta latinoamericano. La organización comunitaria, el
trabajo de hormiga en la base, la resistencia de los cristianos en las
catacumbas del imperio romano si queremos decirlo con una figura
legendaria, ese fermento de poder popular es lo que puede vislumbrarse como
camino.
Luego del
derrumbe de la Unión Soviética, del mundo unipolar vivido estas últimas décadas
y del mensaje triunfal del neoliberalismo individualista -coronado con algo
simbólico como la invasión a Irak por parte de los Estados Unidos pasando por
sobre la Organización de Naciones Unidas- todos, y la izquierda en especial,
hemos quedado golpeados, sin referentes, profundamente asustados. El fantasma
de la desocupación no es poca cosa, y los cerca de 200 millones de desocupados
en el mundo ayudan a mantener la precariedad laboral en un bochornoso proceso
de retroceso social (hasta en el seno de las Naciones Unidas los contratos son
por tiempo limitado, sin prestaciones ni derecho sindical). Si "la
historia ha terminado" -según se nos informó pomposamente- ¿para qué
pensar en utopías?
No es
utópico decir que hay que enfrentarse a todo esto: es, en todo caso, una
obligación, un imperativo ético. Durante la comuna de París era más claro -pero
no por ello más sencillo- fijar el norte: la clase obrera industrial debía ser
el motor de cambio universal tomando el poder y construyendo una sociedad nueva
(claro que esa conclusión se sacaba en uno de los países más industrializados
del mundo, en muy buena medida rector de la historia global por su influencia
política y cultural. Quizá una sublevación indígena en América -que en 1871
también ocurrían- no hubiera permitido sacar la misma conclusión).
Hoy,
seguramente el panorama no permite aquella misma claridad. ¿Contra quién lucha
el campo popular en la actualidad? Si bien sigue siendo claro que contra un
sistema injusto, como mínimo hay que formular algunos matices: en el
capitalismo desarrollado un trabajador no tiene mucho por lo que protestar, o
no tanto, al menos, como cuando la comuna parisina en el siglo XIX. Allí,
quizá, el mayor enemigo es el mismo consumismo. En el sur, por el contrario,
dada la complejidad e interdependencia planetaria a que se fue llegando, se
hace casi imposible pensar en procesos de autonomía nacional antiimperialistas
(¿cuánto podría resistir hoy una revolución socialista en un estado africano,
por ejemplo?, o ¿hasta dónde podrá llegar la Revolución Bolivariana en
Venezuela si decide radicalizarse más?); en el Tercer Mundo, tal vez lo más
revolucionario hoy es no pagar la deuda externa. Hablar de antiimperialismo
pasó a ser casi una reliquia. ¡Pero el imperialismo sigue siendo una cruda
realidad!
Ante todo
esto, entonces, ¿hay que olvidarse de las utopías?
VII
¡De ningún
modo! El solo hecho de escribir estas líneas, de intentar hacerlas circular, de
contribuir a este debate, está mostrando que la utopía nos sigue convocando. Y
estoy seguro que no somos pocos los que así pensamos.
Desde hace
unos años ya ha pasado a ser costumbre realizar encuentros internacionales
alternativos a las cumbres de los super poderes: el G-8 alternativo, el Foro
Social Mundial. Sin dudas tienen, antes que nada, un valor político: hacer
ruido al lado de los factores de poder dominadores del mundo. Hasta ahora no ha
salido de ahí un claro programa de acción para oponernos al capitalismo salvaje
que nos agobia. Incluso es probable que nunca salga; que no aparezca un plan
concebido como guía para implementar. Y ahí está su fuerza quizá.
Estos
espacios alternativos pueden ser lugares de encuentro, de intercambio, de
aprendizaje, donde las fuerzas progresistas de la Humanidad (que las sigue
habiendo, pese al post modernismo depresivo que nos invade) pueden ver que no
todo está perdido. Con un espíritu de horizontalidad, de democracia, es
importante seguir creyendo en que otro mundo es posible, que no todo se reduce
a asegurar el propio empleo, tomar Coca-Cola y olvidarse del vecino.
Si algo
tienen de positivo estos encuentros es que constituyen una invitación a
repensar las cuestiones sobre el poder y su fascinación. Que el capitalismo y
su expresión imperial máxima dada por los Estados Unidos son el enemigo, eso no
es novedad. Que el stalinismo es una vergüenza histórica para la izquierda, eso
tampoco es novedad. Lo que nos debe unir como movimiento popular es la búsqueda
de alternativas viables al modelo miserable que hoy se presenta vencedor.
La utopía no
ha muerto porque ni siquiera ha terminado de nacer.
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