Le dijeron que su posición era “excelente”; que
haría un papel brillante en la XXV Cumbre Ibero Americana de Jefes de Estado y
de Gobierno; que alumbraría el camino para que todos los otros mandatarios
saludaran su postura; que lo aplaudirían de pie, por su “valor y coherencia”;
que recibiría el beneplácito de la Comunidad Internacional tanto en América
como en Europa; que concitaría la “admiración unánime”, y se convertiría en un
“paladín de la libertad en América”. Ninguno de sus contertulios habituales, le
dijo la verdad: que haría un papelón, y que nadie le haría caso en el
tema de sus posturas anti bolivarianas contra Venezuela. Hoy, le queda un
consuelo: Francisco Tudela -el calamitoso y deplorable Canciller del
Fujimorato- llora en su hombro.
PPK acudió a la cita de Cartagena de Indias, en la
bella Colombia de la Paz, con el sable desenvainado, dispuesto a batirse a
muerte “en defensa de la democracia”; amenazada -como se sabe- por el legado de
Hugo Chávez que hoy reivindican millones en la Patria Llanera.
Y sí, planteó su “preocupación” por “el destino” de
la democracia venezolana, en medio de la más absoluta indiferencia de todos,
que no lo tomaron en cuenta siquiera para la foto final del evento, a cuya
solemnidad llegó tarde, sin hacer caso a la puntualidad británica, por lo que
tuvo que repetirse la escena.
¿Qué fue lo que ocurrió en la publicitada cita?
¿Por qué no concitó el discurso de PPK la jubilosa adhesión que él esperaba?
¿Por qué no lo acompañaron otros mandatarios del continente en su demanda? ¿Por
qué no se sintió el aplauso unánime, y tan esperado?
Es que hay determinados principios -y criterios-
que rigen las relaciones internacionales. Dos de ellos tienen que ver con el
tema: la Libre Determinación de los Pueblos, y la No Injerencia en
los Asuntos Internos de los Estados.
Se trata de normas básicas, rígidas, inamovibles ya
en nuestro tiempo. Se desobedecieron antes, cuando el Imperio era el único
dueño de la pelota; pero hoy, eso ya no es posible. Ha cambiado la correlación
de fuerzas en América y los pueblos han madurado, y adquirido conciencia. La
presencia de gobiernos realmente independientes del dictado de Washington, como
Cuba, Venezuela, Nicaragua, Ecuador, Bolivia, El Salvador y otros, así lo
acredita.
Nadie puede eludir valores ni principios en un
marco así. Todos saben que quien detenta el Poder en el Palacio de Miraflores,
en la Caracas de nuestro tiempo, no está allí gracias a un Golpe de Estado ni a
un ardid anticonstitucional. Nicolás Maduro fue elegido Presidente de Venezuela
en comicios electorales limpios, y confirmados largamente por la Comunidad
Internacional.
Y se mantiene en el Poder con el apoyo del pueblo
organizado que trabaja firmemente por defender las conquistas alcanzadas por el
proceso emancipador iniciado por Hugo Chávez.
Los asuntos internos de Venezuela, son competencia
exclusiva del pueblo de Venezuela. Y ningún otro gobierno puede organizar, ni
alentar, injerencia alguna. Los ciudadanos en un país pueden tener simpatía, o
antipatía, por un proceso de cualquier signo. Y eso es legítimo. Pero ningún
Estado puede pretender derribar a un régimen “porque no le gusta”.
Esto, en materia de política exterior, constituye
algo así como una verdad de Perogrullo. Y los mandatarios de todos los países
se atienen a eso, entre otras razones porque se curan en salud: mañana pueden
pretender hacer lo mismo contra ellos.
Adicionalmente, hay otro argumento: todos los
asistentes a Cartagena saben qué es realmente qué es lo que está ocurriendo en
Venezuela, y son conscientes que la verdad -y la razón- asisten a Maduro.
Pero, además, hay otros que pondera la Comunidad
Internacional independientemente de simpatías o adhesiones. Veamos:
Dos conceptos han sido levantados recientemente por
Alberto Adrianzén, el respetado ex parlamentario andino que fuera, en su
momento, consejero del único Presidente honrado que tuvo el Perú en el siglo
XXI: Valentín Paniagua.
El primero de ellos se basa en la idea que no se
puede “juzgar” a Venezuela fuera del contexto latinoamericano. El problema
no es entonces qué pasa en Venezuela, sino qué ocurre en nuestro continente. Y
lo que ocurre es que se ha iniciado un proceso emancipador que compromete a los
pueblos de todos los países.
Cuando en un país -llámese como se llame- se
impulsa ese proceso liberador, hay fuerzas internas y externas que buscan
derrotarlo a cualquier precio y recurren, en ese empeño, a todos los ardides
posibles, desde el uso de las armas, hasta las campañas de desprestigio,
pasando por cierto por el boicot, el bloqueo económico y las agresiones
puntuales. Eso es lo que hoy sucede en Venezuela.
La Patria de Miranda sufre el ataque concertado de
todas las fuerzas que dentro y fuera del país prenden acabar con el proceso
bolivariano a cualquier precio porque creen –o saben- que este es “un mal
ejemplo” para sus propios pueblos: a lo mejor se animan, y hacen lo mismo.
La otra idea tiene que ver con la debilidad que
muestran algunos que se dicen de izquierda o, incluso, lo son- pero que no
tienen el coraje que mostró Mariátegui cuando le hablaron del “terror rojo”
supuestamente desatado por los Bolcheviques en la Rusia Soviética. En esos años
hablaron también de la “dictadura de Lenin, con el mismo desenfado con que
hablan hoy de la “dictadura de Castro” o la “dictadura de Maduro”.
Un proceso revolucionario expresa las
contradicciones de clase en un nivel muy alto. Las fuerzas reaccionarias -como
se ha demostrado hasta la saciedad en todas partes, y también en Venezuela- se
valen de todos los recursos para frustrar los cambios y derrotar a las fuerzas
que los impulsan.
En Venezuela hoy, matan policías, promueven
violencia, organizan disturbios, provocan incendios, alientan el sabotaje,
saludan el caos, planifican el desabastecimiento, generan el terror político,
social y económico en todas sus modalidades y variantes. El Poder
Revolucionario, se defiende. Si no lo hiciera, sería pasto de sus enemigos.
Mariátegui lo sabía, pero hay quienes -aquí- parecen no saberlo, o prefieren no
recordarlo.
La Dictadura, es otra cosa. “Dictaduras, las de
mismo tiempos”, dice Adrianzén. Y claro: ¿dictaduras? Pinochet, Videla,
Stroessner, los fascistas uruguayos, o brasileños: Batista, Somoza, o incluso
Pérez Jiménez.
En esos gobiernos se capturaba a los “disidentes”
se los torturaba y se les arrojaba al mar –desde aviones- para que se los
comieran los tiburones; se secuestraba y mataban en centros clandestinos de
reclusión; se fusilaba a los adversarios -recordar “La Caravana de la Muerte”,
en Chile; y a los fusilados de Trelew, en Argentina, para no hablar ya de
Accomarca, Cayara, o Llocllapampa, en el Perú-. ¿Algo de eso hay en Venezuela?
En absoluto.
¿Hay presos? Sí que los hay. Pero no son “presos
políticos” encarcelados por su “oposición” al gobierno. Son quienes han
organizado todas las modalidades de violencia, y de terror, que hoy se
registran en Caracas y otras ciudades.
Cuando las personas cometen delitos de esa
magnitud, deben ir presos y ser juzgados. No hay otro camino. Las dictaduras,
no juzgan. Ni Videla ni Pinochet juzgaron, ni condenaron a nadie. Ellos,
simplemente, mataron.
PPK, y la Cancillería peruana, debieran considerar
estos elementos, para no hacer el ridículo ante el mundo. Por no atenerse a
principios ni a valores, se podría decir del Mandatario peruano, que fue por
lana, y salió trasquilado.
Gustavo Espinoza M., Colectivo de Dirección de
Nuestra Bandera / http://nuestrabandera.lamula.pe
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