Neoliberalismo = Neocolonialismo
EL PLAN COLOMBIA:
¿LA NUEVA FISONOMÍA DE SUDAMÉRICA?
Por Rafael Bautista S.
En “Cien años de soledad” de García Márquez, la
guerra es un rumor. Lo mismo sucede en “Pedro Paramo”, de Juan Rulfo. Mientras
la guerra les sucede a otros, lo que uno vive tampoco es la paz, por eso el
realismo mágico es como la respuesta mágica a una realidad que sucede al margen
de uno (no olvidemos que, desde el levantamiento comunero de 1781, Colombia ha
sufrido más de dos siglos de guerra). El boom latinoamericano generó también,
en la idiosincrasia urbana (mientras el indio está ausente), una suerte de
ajenidad con la propia realidad: Macondo y Comala no dejan de ser destinos de
turismo intelectual para quien hace de la impotencia conformismo, mientras la
realidad sigue un curso fatídico e inevitable. Eso genera la manía de insistir
un temperamento urbano: la indolencia. Esa es la tarea que hace de los medios,
en la actualidad, un factor determinante en la vida política: produce una
sociedad que vive una doble vida. Por eso la vida política no alcanza su
plenitud y se legitima la guerra, porque apostar por la paz –lo que
significaría apostar por una politicidad plena– implica una renuncia básica: mi
paz no puede significar la guerra al otro.
Lo que sucedió en Colombia, con el triunfo del no
en el referéndum por la paz, retrata, no sólo, la actual insurgencia
neoconservadora en el continente, como respuesta neoliberal a lo que se
denominó “la primavera democrática latinoamericana”, sino también la
insurgencia fatídica del capital en plena crisis civilizatoria del
sistema-mundo moderno. Si los últimos procesos de acumulación global tienen que
ver, literalmente, con el despojamiento sistemático de vida de la humanidad y
la naturaleza, lo fatídico tiene que ver con que esto es imposible sin guerra.
No en vano la guerra es ahora la principal demanda
del sector financiero. La guerra es el único escenario que puede garantizarle
al capital, en la crónica deflación económica mundial, el crecimiento necesario
para su sobrevivencia; pues sin crecimiento económico es imposible el
capitalismo. Por eso nos encontramos en una nueva guerra fría, donde la paz
resulta inútil para el restablecimiento de un mundo unipolar, con hegemonía
absoluta del dólar.
Es en ese contexto que, las implicancias
geopolíticas del no en Colombia, retrata una inclinación decidida, de parte de
las elites, al patrón dólar. Su sobrevivencia implica la guerra, pues se trata
no sólo de recuperar su supremacía geopolítica, descalabrada seriamente en
Siria y Ucrania (y que, la captura de Mosul y Alepo, parece presagiar una
guerra entre USA y Rusia, inevitablemente nuclear), o de reconquistar
geoeconómicamente Eurasia (frenar la expansión de China e impedir el ascenso
estratégico de Rusia), sino de reponer una condición ineludible del
capitalismo: el sistema no lucha por algo particular sino por el todo. Por eso
un mundo multipolar pone en jaque a la hegemonía del dólar y pone fecha de
defunción a la globalización, que exportó el neoliberalismo a todo el planeta.
Sólo un equilibrio de poderes, en un mundo
multipolar, con soberanía económica regionales, acabaría con las pretensiones
monopólicas del ámbito financiero, centrado –desde el tratado de Bretton Woods,
en 1944– en el dólar. La fallida última cruzada de Occidente, en el “gran Medio
Oriente”, grafica el encono con que la prensa occidental trata a todo aquel que
se opone a la “pax americana” (la suerte de Muammar al-Gaddafi se desea
extensiva para Bachar al-Assad y Vladimir Putin). La misma estrategia que opera
en Colombia antes del referéndum: exacerbar el odio, inflamar las mentiras,
desviar la atención, forman parte del arsenal mediático de las guerras de
cuarta generación.
Los analistas mediáticos se convierten en la
infantería de esta guerra no convencional. Portavoces incautos de las elites,
no ahorran esfuerzos en acudir a elucubraciones interpretativas que ven en el
voto por el no un supuesto mensaje subliminal, que va desde un voto castigo a
la clase política, hasta el rechazo de una paz negociada con las FARC. El
famoso voto castigo afirma algo que no hace mella en la política habitual: la usual
incredulidad en el sistema político no pasa de ser una nota folclórica. Lo
segundo es propio de la mezquindad de la propia elite política, lo que
significa no dejar otra opción a los guerrilleros que la guerra, pues no
permitir su tránsito a la vida política significa su rendición incondicional, o
sea, su muerte. La misma lógica imperial se impone localmente: los rebeldes al
sistema no son seres humanos, ergo, no tienen derechos, o sea, no hay paz para
ellos. La democracia es sólo posible para los que consiente el sistema, no para
los expulsados de ésta.
Pero lo más grave es que democráticamente se
generan las condiciones para imposibilitar una convivencia pacífica; eso se
genera a partir de un ámbito cautivo por la propaganda mediática, retratado en
la propia composición social del voto por el no: en los lugares donde se sufre
la violencia, la apuesta por el sí es el mayoritario, mientras que el no vence
en los lugares –sobre todo urbanos– donde la violencia es apenas un rumor
televisivo. Es decir, quienes no sufren directamente la guerra, les niegan
–“democráticamente”– a las víctimas la posibilidad de la paz.
Los institucionalistas no saben resolver esta
aporía: cómo democráticamente se puede socavar la propia democracia. Para estos
la democracia se reduce a un modelo de funcionamiento perfecto (o sea, divino),
donde el voto, como única intromisión humana permitida, legitima un conjunto
institucional que se impulsa gracias a un automatismo propio. No en vano este
modelo, en USA, llama al gobierno “administración”. Un modelo perfecto sólo
admite una administración eficiente. Este tipo de democracia, propia del
neoliberalismo, es lo que se impone en nuestros países por la globalización del
dólar. Lo que administra es la “perfecta subordinación” política del Estado a
las necesidades del capital transnacional. Por eso se trata de un modelo
institucional, porque se trata de someter la vida social, cultural y política
de los pueblos al sistema globalizado del mercado capitalista (entonces lo
divino es la “consagración institucional” de nuestros Estados al dios capital;
en consecuencia, aquel institucionalismo no puede sino considerar, a las
instituciones y a la ley –que hace posible este sometimiento–, como
“sagradas”).
Por eso responde y se resiste, como sistema
institucional, a toda experiencia política que pretenda democratizar, o sea,
incluir, integrar y amplificar la vida política, sobre todo a los sectores
populares (si el voto resume la esencia misma del modelo democrático, lo
sucedido en Brasil es antidemocrático, pero el golpe constitucional se realiza
democráticamente y, en nombre de la democracia, desconoce el voto popular).
Entonces nos hallamos ante una paradoja, la democracia instituida no se funda
en el voto popular, puede prescindir –como en Brasil– de éste. Pero lo más
grave: se puede democráticamente votar en contra de todo aquello que hace
posible la democracia. Y eso se demostró en Colombia: se puede votar en contra
de la paz. Si esto es así, la validez democrática se hace inconsistente consigo
misma. Esto es lo que delata una merma en la propia concepción que, de
democracia, se ha ido constituyendo en nuestros países (incluso en gobiernos de
izquierda).
Los análisis superficiales subrayan ciertos favores
que, en los acuerdos, se les haría a las FARC; pero no se menciona, por
ejemplo, las 10 millones de hectáreas que, en los acuerdos de paz,
pasarían a ser devueltas a los campesinos expulsados de sus tierras. Más de la
mitad de la tierra despojada es ahora propiedad de latifundistas, terratenientes
y ganaderos provenientes del narcotráfico, grupos paramilitares, sicarios y
militares (socios del poder político –extrema derecha y grupos empresariales– y
únicos beneficiarios del crimen organizado), a quienes nada molesta más que oír
hablar de los intentos de revertir la tierra a los campesinos desplazados o de
compensar a las víctimas de guerra. Estos partidarios del no, son los mismos
que boicotearon los acuerdos de paz de 1985. El expresidente Álvaro Uribe es su
figura visible y la política que plantean, en su continuo boicot a la paz, es
la rendición incondicional del otro bando: Dios ofrece perdón, el capital no
(política anti-terrorista inaugurada después del auto-atentado a las torres
gemelas, en New York).
La paz es el cese de la beligerancia y eso conduce
a ceder, pero la derecha colombiana no cede un ápice (muestra de ello son los
7000 asesinatos de militantes de las FARC, en 1985, cuando se pretendía dejar
las armas y hacer vida democrática mediante la Unión Patriótica, convertida en
la tercera fuerza política). Por eso los acuerdos debían generar garantías, de
lo contrario, en la vida civil, todos serían blancos expuestos.
Pero los acuerdos iban más allá de la simple
legalización de las FARC. Además de la devolución de tierras, se proponía la
autonomía para los campesinos, derechos de género en el agro, erradicación del
trabajo infantil, reformas políticas orientadas a fortalecer la participación
ciudadana, la fiscalización civil del poder, acceso a los medios de
información, políticas de inclusión y reconciliación, sustitución y
erradicación de cultivos de drogas, desmantelamiento de organizaciones de
origen paramilitar, etc., etc.
No se trataba sólo de un acuerdo de cese de la
guerra, sino de una insólita propuesta de transformación nacional; algo que
muchos han señalado como una especie de “milagro del entendimiento y el
diálogo”. Pero es precisamente este tipo de milagros políticos lo que no puede
permitir la beligerancia de un sistema decadente que, para sobrevivir, no
consiente otra opción que la extensividad del conflicto y la amplificación del
“caos constructivo”, según la nomenclatura de las guerras de cuarta generación.
Lo que sucede en Colombia retrata la connivencia de
las elites con la geopolítica del dólar en nuestro hemisferio. El “Plan
Colombia” de exportación (como el “Plan Mérida”) es ahora la estrategia
geopolítica de convertir a nuestros países en Estados fallidos. Que los
debates, entre Clinton y Trump, no toquen el tema Latinoamérica, no desdice
esta aseveración; pues la planificación que los think tanks gringos hacen de su
política exterior, muestra hasta qué punto su backyard es sustancial para sus
pretensiones hegemónicas.
La actualización más decidida de la doctrina Monroe
está fuera de duda; lo cual supone estrangular toda posible integración
regional y someter nuestras economías a los tratados comerciales impuestos por
USA. La sobrevivencia del dólar está en juego, sobre todo con la promoción, de
parte de China, del Banco de Inversiones de Infraestructura del Asia, y de la
aceptación del FMI del yuan como divisa mundial. En medio de esta guerra
financiera, la convivencia espuria y adúltera entre el dólar y las oligarquías
latinoamericanas, muestra hasta qué punto se halla seriamente comprometido
nuestro destino en la nueva fisonomía del tablero geopolítico global.
Las oligarquías locales (al son de la receta
colombiana) se brindan a generar escenarios propicios para anidar caos y
conflicto para, de ese modo, hacer legítimo un asalto decidido del dólar y una
reposición definitiva de la hegemonía gringa (por lo menos continental),
asegurando a Latinoamérica como el área inmediata de influencia gringa, frente
a la más que posible expansión de China y Rusia hacia Occidente. USA se
recompone a costa nuestra, usando toda la institucionalidad que ha creado el
neoliberalismo para socavar la democracia en nuestros países. Balcanizar
nuestra región ya no es impensable desde que el “gran Medio Oriente” se escapa
de la influencia gringa y se inclina más hacia Rusia y China; con el aditamento
del distanciamiento de Turquía y la recuperación estratégica de Irán en el
contexto regional.
Frente al inminente desplome de la Unión Europea,
después del “brexit”, que daría lugar al desmantelamiento de todo el sistema
institucional, post segunda guerra mundial, que había sido creado para hacer de
Europa un actor estratégico en la geopolítica mundial, Sudamérica podía haber
aprovechado esa situación para promover una nueva arquitectura institucional
económico-financiera, para descentrar definitivamente la economía mundial. Pero
nuestros gobiernos de izquierda no supieron trascender su provinciana
perspectiva histórico-política, todavía presa del siglo XX; su eurocentrismo no
les permitió situarse, de modo original y novedoso, en esta transición civilizatoria
del siglo XXI; la “colonialidad subjetivada” de sus líderes les hizo perder la
gran oportunidad de constituirse en referentes de un cambio epocal.
La Alianza del Pacífico no triunfa sólo por cuenta
propia, sino por la inoperatividad y falta de impulso decidido del ALBA; por
confiar la estabilidad económica a la macroeconomía, se potenció al sector
financiero y alternativas como un MERCOSUR más nuestro, dejaron de serlo; por
ausencia de visión geopolítica multipolar, la UNASUR dejó de tener importancia
regional. Ni Brasil supo estar a la altura de su condición de economía
emergente y parte de los BRICS, para liderar una apuesta de independencia
regional. El único lucido en esta historia fue el comandante Hugo Chávez, quien
incluso, se puede decir, sacrificó la estabilidad de su propio país en aras de
consolidar una integración hemisférica, no supeditada a la hegemonía imperial.
Su lección era clara y coherente con su visión bolivariana: Sudamérica sólo
será un actor estratégico, a nivel global, si su liberación es conjunta y
unificada.
El concepto de “North-America ampliado”, propuesto
por el Council of Foreign Relations, manifiesta la geopolítica de los
“halcones” o neo-conservadores straussianos (muy cercanos a Hillary Clinton),
donde se prioriza no sólo nuestros recursos en hidrocarburos para impulsar la
hegemonía del dólar, sino también los acuíferos de la cuenca del Orinoco, el
amazónico y el guaraní y toda la biodiversidad cautiva de los business (desde
el turístico hasta el energético). Reponer la supremacía gringa en el
hemisferio es sólo posible anulando geopolíticamente a Sudamérica.
Esto es lo que se advierte en la negativa a la paz
por parte de la oligarquía colombiana. Es parte de la nueva estrategia
geopolítica que propone el Pentágono para América latina. Mantenernos en
conflicto es la mejor manera de control que pueda desplegarse en la región.
Porque, además, la composición orgánica del capital que ostentan las nuevas
elites tiene origen espurio, proveniente de actividades ilícitas, ligadas a la
corrupción y al desfalco estatal, también del narcotráfico y del crimen
organizado. Por eso se entiende el interés que manifiestan por la sobrevivencia
del dólar. Toda la riqueza despojada de nuestros países se expresa, en los
paraísos fiscales, en dólares (no es entonces de extrañar que los garantes
impongan compromisos a sus clientes). Las actividades ilícitas son ahora el
componente orgánico mayoritario en las finanzas mundiales, por eso no interesa
la paz. Porque lo que se defiende no se nutre de lo que promueve la convivencia
pacífica sino todo lo contrario.
A esto hay que añadir el hecho de que la
acumulación de riqueza es cada vez más grosera y sucia, generando un
socavamiento moral que atraviesa a la misma sociedad. Por eso no es rara la apuesta
urbana por el no a la paz. Los gringos lo tienen muy claro: nuestra
estabilidad, que es nuestro confort, lo debe pagar el tercer mundo. La paz es
inútil en un mundo conquistado por el negocio hecho forma de vida; si lo útil
es lo que genera ganancias, entonces todos nos hallamos en una guerra no
declarada donde compiten las ganancias, entre la vida y la muerte de la
humanidad y la naturaleza. La beligerancia militar no es más que el reflejo de
un mundo en guerra.
La activación de la Cuarta Flota gringa tiene ahora
una triangulación perfecta para el control de Sudamérica (Colombia, Perú y
Chile garantizan el pacífico): a la base aérea de Alcántara, en el Estado
norteño de Maranhão, en Brasil, hay que sumar ahora las Islas Malvinas, en el
atlántico sur (ni Temer ni Macri dicen nada al respecto). Controlar los
recursos estratégicos que sostendrían la reposición de la hegemonía gringa,
requiere de la fuerza militar; si se balcaniza nuestra región, el
desplazamiento bélico, bajo la nueva rótula de “ayuda humanitaria”, sería
inmediato.
En ningún país la elite conservadora propone algo
que no sea la reposición neoliberal (algo ya tan anacrónico en la propia
Europa), lo que significa desmantelar el carácter social del Estado y cancelar
todas las conquistas populares, lo que nos llevaría al conflicto y al caos;
pero lo más preocupante es que los gobiernos de izquierda, si bien se declaran
anti-neoliberales, no promueven un post-neoliberalismo y menos un
post-capitalismo.
Atrapados en un socialismo de manual, insisten en
ver al capitalismo como la etapa desarrollista previa para revolucionar las
fuerza productivas. Esto hace que reafirmen un sistema normativo que es el
corazón mismo de una economía que no puede ser otra cosa que lo que es. En este
contexto, sólo los pueblos podrían redireccionar un fatídico desenlace y
recuperar el horizonte popular que había desatado tanta esperanza en esta
transición civilizatoria. No se trata sólo de declarar a Sudamérica un
continente de paz. Si el “Plan Colombia” es la nueva fisonomía pensada para la
región, oponerse a la guerra no puede ser sólo una cuestión declarativa. La
misma democracia queda en entredicho cuando sus “mecanismos” sirven muy bien
para socavar la propia vida en democracia. El neoliberalismo no sólo refundo nuestros
Estados (para beneficio del capital transnacional) sino también transfiguró la
democracia que habíamos recuperado. La propia cultura política que impuso
(basada en la corrupción) es lo que imposibilita cambios estructurales. Si no
es posible la vida, en justicia y dignidad, tampoco es posible la paz.
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