11 diciembre, 2016
Alfredo Apilánez
“Esta adhesión a unos modos
de interpretar el mundo contra los vientos y mareas de la realidad, esta
obstinada aplicación de los mismos enfoques a cualquier campo o problema en
busca de evidencias empíricas siempre triunfantes, nos recuerda más el
comportamiento de la alquimia que aquel otro acorde con los cánones tantas
veces descritos de la ciencia experimental”
José Manuel Naredo
“La economía es una rama de
la teología”
Joan Robinson
1.
Hermenéutica
¿Qué pensaría un
profano que se acercara con sana curiosidad a los sesudos tratados de los
teóricos de la economía para mejorar su comprensión de las intrincadas aristas
de la realidad económica ante la afirmación de que en esos modelos no hay
cabida para el análisis del dinero, del beneficio, del capital, del tiempo, de
la renta, de las grandes corporaciones o del estado?
Si, llevado por la incredulidad ante tan insólita aseveración,
perseverara en su intención de indagar en las fuentes originales adentrándose
a través de la maraña de ecuaciones y construcciones lógico-formales
hasta los supuestos basales de tan esotérica disciplina encontraría
desarrollos del siguiente tenor, extraído de un comentario -levemente irónico-
de Bernard Guerrien a uno de los manuales canónicos de la
macroeconomía ortodoxa impartida en facultades de medio mundo: “Su libro
empieza presentando “la teoría básica de los precios”. De hecho, Barro nunca
trata en su libro «de los» precios, sino de un precio, denotado
por P, presentado como el nivel de precios, pero que en
realidad designa el precio del único bien de la economía. El capítulo
siguiente versa sobre la «economía de Robinson Crusoe». Barro explica que, en
aras de la «claridad», va a examinar «una economía de familias aisladas
idénticas en la que cada una se parece a Robinson Crusoe». Barro observa de
refilón que con bienes idénticos y familias idénticas “existe entonces un
pequeño problema: ¿por qué razones vendería y compraría la gente éste bien?”.
¡He ahí una pregunta muy pertinente! La “solución”, avanzada por el otro Bob, Lucas, para propiciar algún estímulo al intercambio que
ponga en marcha el engranaje, propone considerar que los bienes difieren en el
color y que cada familia se especializa en la producción de bienes de un color,
aunque desee consumir bienes de todos los colores. Consciente quizá de lo
ridículo de esta “solución”, Barro evoca la naturaleza “abstracta” de su tarea,
que está destinada, sin embargo, “a capturar en un modelo concreto algunas
características del mundo real”.
A nuestro
estupefacto lector esta última pretensión le parecería tan inverosímil, a la
vista de los endebles mimbres utilizados en tan “formidable” ejercicio de
modelización abstracta, que con toda seguridad abandonaría cualquier intención
de continuar profundizando en ulteriores complejidades lógico-matemáticas. Por
esotérico que todo ello pudiera parecer, cualquier estudiante de primer curso
de economía puede dar fe de que galimatías de este cariz, seguidos de una
avalancha intimidatoria de “páginas y páginas llenas del críptico lenguaje de
las matemáticas”, son una buena muestra de la manera de razonar de cualquier
teórico “cabal y de buena reputación”. De nuevo Guerrien: “Está claro que
nuestros sabios y expertos tienen un gran interés en mantener su reputación
complicando sus modelos a su gusto, lo que los vuelve de difícil acceso para
cualquier otra persona que no sean ellos mismos y permite de paso encubrir el
hecho de que actúan en mundos totalmente imaginarios”. Y sin embargo,
precisamente en la supuesta perfección ideal de la “religión
matematizada” en que consiste esta disciplina autista reside su arrogante
pretensión de erigirse en delimitadora de una esfera económica autónoma,
totalmente separada de los otros ámbitos de la vida social y generadora
de leyes inmutables, ajenas a cualquier “contaminación” de tipo ético y cuya aplicación
política adecuada producirá benéficas consecuencias a los ignaros súbditos.
Como explica
Michel Husson:
“El espíritu científico en economía consiste en decir que existen leyes -‘regularidades
sorprendentes’- y la ética del economista es entonces dirigir, sobre la base de
su saber, recomendaciones a la sociedad. También estará probablemente
persuadido que su gestión está libre de toda desviación ideológica y que
solamente lo inspiran las enseñanzas de la ciencia pura. Para él, la ideología
está únicamente del lado de los que sostienen proposiciones alternativas sin
fundamento científico”.
Virtudes
“teologales” como que los mercados siempre se ajustan hacia el sagrado
equilibrio; que el dinero es neutral; que los mercados financieros son
“eficientes” (los precios de los activos reflejan siempre los “fundamentos” y
no tiene sentido la especulación); sobre la primacía incuestionable de la
gestión privada sobre la pública o la obsesión patológica con la inflación son
absurdos dogmas que no resisten la prueba de los hechos. Sin embargo, elaborar
modelos que conduzcan a reforzar la creencia en tales entelequias y a combatir
implacablemente a los sacrílegos que osen cuestionarlas es la ocupación de los
mejores cerebros de la disciplina. Como explica Rolando Astarita: “estas abstracciones pueden comprobarse en los
infinitos papers que se elaboran en cientos de universidades
y centros de investigaciones, con miles de economistas resolviendo puzzles insulsos
y escribiendo fórmulas matemáticas, que nadie sabe a qué conducen”. Guerrien,
una vez más, resume el punto nodal: “La profesión se perpetúa de este modo por
cooptación: sólo se aceptan aquellos que hacen el juego, se tragan la purga
matemática y proponen nuevas fábulas y, si es posible, en sintonía con las
corrientes de moda. Estos absurdos y esta ceguera en personas que, por otra
parte, proclaman alto y fuerte el carácter científico de su investigación
únicamente se pueden explicar por el peso de la ideología y de sus convicciones
previas: convencidos de la «eficacia» de los mercados en la asignación de recursos
no pueden hacer otra cosa que intentar “demostrar” que esto es así, aunque sea
a costa de las aberraciones que hemos indicado”.
2.
Política
Algunos popes
de tan transparente y venerable disciplina, sin ápice alguno de cinismo,
practican además la retórica autocomplaciente. En un plúmbeo texto con el
llamativo título de ‘Apología del economista’ –“excusatio non petita…”-
Arthur Pigou hace la siguiente declaración de intenciones sobre
los loables fines de su desinteresada profesión-¡que los arcángeles tañan los
celestiales violines!-: “Concédase al economista que en su ciencia, como en las
otras, la verdad no surge siempre de su asidua búsqueda; pero no es suficiente
encontrar la verdad ya que la justificación final de su obra es fruto de la
práctica, del beneficio que su conocimiento proporcione al bienestar
humano. Hay que transportar de alguna manera la verdad de la sala de estudio
al mercado. La verdad debe llevarse al espíritu de aquellos que dirigen
los negocios y utilizarse en su obra”.
En contraste con
la huera retórica de Mr Pigou –nótese que la aplicación práctica de su preclaro
saber, inicialmente destinada a promover el ‘bienestar humano’, queda
inmediatamente restringida a ‘los que dirigen los negocios’-, otros sumos
sacerdotes de la teología económica muestran una actitud bastante más escéptica
acerca de la posibilidad de “llevar la verdad de la sala de estudio al
mercado”. El celebérrimo exministro griego de finanzas Yanis Varoufakis
relata la siguiente conversación entre Kenneth Arrow
-ilustre teórico y matemático, arquitecto de uno de los pilares basales de la
catedral teórica de la escolástica neoclásica: la teoría del equilibrio
general- y un ingenioso profesor asistente a una sesión magistral del maestro
en los años 90: “Profesor Arrow, la ecuación 3.3 me recuerda al argumento
a favor del tipo de impuesto ad valorem que se podría introducir en
los casos en los que la tasa fiscal progresiva…”; el maestro le interrumpió
inmediatamente y con cierta, quizás excesiva, condescendencia le amonestó del
siguiente tenor: “Querido muchacho, estás teniendo un terrible error: confundir
lo que es interesante con lo que es útil. Lo que dices es interesante pero si
realmente trataras de aplicarlo a cualquier política real sería altamente
peligroso”. Parece pues que los gurús de la férrea axiomática modelizada que
sustenta las bases de la disciplina no tienen excesiva confianza en la
posibilidad de que sus “interesantes” construcciones traspasen el umbral de la
utilidad práctica para aplicarse a los ‘mercados realmente existentes’. Como
añade sarcásticamente Varoufakis –que describe la vulgata de la
teología económica como “una religión basada en ecuaciones y una abundante
dosis de mala estadística”-: “Imaginen un mundo donde la política económica
fuera predicada en base a modelos que asumen en su núcleo axiomático que no
existe el tiempo, ni el espacio, ni las grandes firmas, ni el beneficio o el
dinero. Sería realmente terrorífico”.
La confidencia del
tótem del “equilibrio general” explicita uno de los rasgos esenciales de la
construcción ideológica del mainstream: la completa disociación entre
una teología económica pura, profundamente positivista y metafísica por un lado
y su “interfaz normativa”, dedicada a la fundamentación pseudocientífica del
discurso del capital. De este modo, las concepciones ultraliberales que habían
sido totalmente demolidas por la crítica keynesiana de la época fordista
retoman el control del diseño de la política económica neoliberal por razones
totalmente ajenas a las que deberían estar involucradas en un estricto debate
científico.
Husson capta la
esencia del asunto: “Uno de los efectos de esta configuración es la
desaparición de toda controversia científica abierta. Es una de las paradojas
del campo: el respeto de los criterios de cientificidad tomados prestados a la
física se acompaña con la aceptación acrítica de todo estudio de caso que
satisfaga las normas puramente formales. La idea de los estudiantes críticos de
caracterizar esta disciplina como autista corresponde perfectamente a la realidad
del campo. La economía oficial es aún ciencia inmóvil en el sentido de que no
registra ningún progreso acumulativo por invalidación gradual de hipótesis
erróneas o de modelos incompletos”. Un devoto liberal seguidor de sir Karl Popper
–estrechamente relacionado, dicho sea de paso, con el surgimiento y la
consolidación de la escuela austriaca de Hayek y el monetarismo de Friedmann,
las ramas teóricas más furibundamente apologistas de
la ortodoxia neoliberal- y de su archimanoseado criterio de cientificidad,
probablemente se sentiría sumamente escandalizado. Al igual que la “Santísima
Trinidad” o la “Inmaculada Concepción”, los dogmas de la Ciencia Económica son
inmunes a la falsabilidad racional. Husson de nuevo: “La evolución del campo de
la ciencia económica no obedece a esta tensión, y más bien se caracteriza por
la yuxtaposición de paradigmas alternativos que, hasta cierto punto, figuraban
al menos en estado de esbozo, en el momento de la constitución de la
disciplina. Por ejemplo, la crítica a la que fue sometida la teoría neoclásica
de la producción y de la distribución de la renta en el momento de las controversias
cambridgianas tendría que haber desembocado en una
invalidación irreversible de este esquema teórico”. Sin embargo, el dogma refutado,
inasequible a la crítica racional, continúa siendo el catecismo oficial de la
disciplina y – gracias a la docta perseverancia de los iniciados en los arcanos
principios de la teología económica- sigue impregnando “el mundo de los
negocios y la política”.
La proclamación de
la “religión matematizada” por un sanedrín de teóricos y guardianes del templo
–a pesar de las demoliciones de sus puntales axiales- ha corrido pues paralela
al creciente uso de su racionalidad instrumental –supuestamente despojada de
cualquier contaminación ético-moral- en los diseños de las políticas
económicas. La autista y espuria abstracción de la teoría pura, deslegitimada
por la refutación teórica y por la inverosimilitud de sus principios, no ha
sido óbice para construir en su venerado nombre el arsenal de recetas
neoliberales puesto al servicio del mantenimiento de la rentabilidad del
capital. Excelente ejemplificación de lo que Pierre Bourdieu calificó de “confusión entre las cosas de la
lógica y la lógica de las cosas”. De nuevo Guerrien: “Los políticos
constantemente toman decisiones de orden económico que a veces tienen que
justificar, si es posible, invocando lo que dicta la «ciencia» (tanto si creen
en ella como si no). De ahí la necesidad de disponer de un cuerpo de «sabios» o
de «expertos» que fabriquen modelos (las fábulas) que puedan servir de aval
«científico» a las políticas propuestas. Así, la estúpida fábula del ilustre
“nobelizado” Robert Lucas de las “dos islas” pudo haber servido de aval
teórico a las políticas de retroceso del Estado del Bienestar que surgieron a
finales de los años setenta”.
Nuestros
conspicuos representantes de la “nueva macroeconomía neoclásica” –Mr. Barro y
su estrecho colega Mr.Lucas- no tienen
pues empacho alguno en descender de sus elevadas elucubraciones sobre los
intercambios de bienes de colores entre isleños aislados (sic) para
iluminar a los ignaros tribunos de la plebe con sus enérgicas recomendaciones
de política económica extraídas de las honduras de su saber superior: “En 1983,
Barro
aplicó los argumentos de información asimétrica para mostrar que los bancos
centrales deberían tener objetivos claros de inflación para luchar de
forma efectiva contra ésta, objetivos que no deberían ser violados para reducir
el desempleo. Esta línea de pensamiento ha tenido una enorme influencia en el
diseño de las políticas de los bancos centrales (incluido el objetivo del 2% de
inflación que el Tratado de Maastricht impuso al Banco Central Europeo).
Así pues, bajo el
manto “bendito” de la lucha contra la inflación –enemigo mortal de la
rentabilidad rentista hegemónica en el capitalismo financiarizado- se esconde
la finalidad real de lograr la desaparición de la soberanía monetaria de los
estados, maniatados por la sacrosanta “independencia” del todopoderoso Banco
Central e incapacitados para facilitar estímulos a la economía a través del
gasto con déficit, cuarto jinete del Apocalipsis para los apóstoles de la
“libertad económica”. Toda la matraca del ariete neoliberal se dirige pues a
culpar al gasto público y a los precarios restos del estado del bienestar de
sofocar la inversión privada conllevando un incremento de la ineficiencia y un
irremediable perjuicio a la “sana gestión privada de los asuntos económicos”:
“El gobierno debilita a la empresa privada mediante políticas fiscales
(impuestos y deuda) y ocasiona la inflación con una política monetaria
expansionista, provocando desempleo creciente y desestabilizando la
economía. Además de aumentar la demanda agregada y hacer subir los
precios, los déficits fuerzan al gobierno a competir con el sector privado al
pedir dinero prestado. Los tipos de interés más altos «expulsan» los créditos
de la inversión privada, lo que en última instancia lleva a unas tasas de
crecimiento más lentas de la productividad y el output”.
Basándose en esta
papilla de argumentos pseudocientíficos de la vulgata neoliberal, propalados
hasta el paroxismo en todas las tribunas de los mass media, los
gobiernos de todo el mundo, siguiendo las ideas monetaristas de Hayek y
Friedman, han implementado desde los años 80 un programa sistemático destinado
a fomentar y proteger privilegios legales –monopolios privatizados, regalías
fiscales, desregulación financiera, reformas laborales, etc-, rebautizados como
“derechos” sagrados de la iniciativa privada, cuyo único objetivo real es
garantizar el pago de rentas a la plutocracia financiera y rentista y la
creciente expropiación de derechos de la masa laborante.
3.
Genealogía
¿Cuáles son pues
las raíces históricas de esa disociación, de esta huida de la realidad hacia la
teoría “pura” de la teología económica -basada en la metafísica vulgar del homo
oeconomicus, individuo aislado, racional y optimizador en un entorno de
mercados perfectamente eficientes y equilibrados- combinada con una apología
sin tapujos de la política del capital? ¿Dónde se sitúa el nudo gordiano que
explica la escisión entre este intento metafísico de evacuación de todo lo que
de material pueda haber en el reino de la mercancía y el análisis racional de
la realidad de la vida social bajo condiciones capitalistas? Nada de lo
anterior se puede comprender sin acudir a la génesis de la llamada “teoría subjetiva del valor”, surgida a finales del siglo XIX como
reacción a la “teoría objetiva del valor”, que constituyó la base del análisis
teórico de la economía clásica. El fulcro del que nació la escolástica
marginalista, en palabras de Pierre Vilar, “fue la violenta reacción ante la
tradición de economía política que arranca con Smith y Ricardo y que culmina
con la demoledora crítica de Marx –cuya obra lleva el significativo subtítulo
de ‘crítica de la economía política’- y la consiguiente inserción del
capitalismo en la sucesión de modos de producción con su tiempo histórico y su
fecha de caducidad”. Ante esta historia “razonada” a través del conflicto entre
las clases por el excedente económico –el “materialismo histórico”- la
aterrorizada ortodoxia huyó de la realidad hacia el aséptico universo de la
teoría pura y el subjetivismo: “la negación de la realidad por parte de una
clase”. El hecho de que las obras fundamentales de Jevons, Walras y Menger –los
fundadores del marginalismo y de la ortodoxia vigente hasta nuestros días-
se publicaran entre 1871 y 1873, justo después de la violenta explosión social
de la Comuna de París y cinco años después de la publicación de “El Capital”
constituye una prueba irrefutable. La magnífica exposición de Cole, Cameron y Edwards merece ser citada in extenso:
“Esta combinación de economía teórica despojada del concepto de clase y de
política práctica dotada de creciente agresividad es quizás la inevitable
respuesta conservadora a un formidable desafío. En 1871, la Europa
burguesa había sido sacudida por el primer proceso revolucionario contra la
legitimidad de su autoridad: la Comuna de Paris. El proyecto de Smith de
reconciliar la búsqueda del interés propio individual con la armonía social se
resucitó entonces para demostrar que la «clase» no necesitaba ser una categoría
analítica central en economía. Sólo que esta vez este proyecto iba a expresarse
en términos matemáticos para así ganar tanto la credibilidad como la mística
propia de una ciencia.
El muy extendido
desafío socialista, y no el intercambio internacional del conocimiento, ayuda
pues a explicar por qué William Stanley Jevons (1835-82), un economista
británico, Carl Menger (1840-1921), un profesor de economía en Austro-Hungría,
y Leon Walras (1834-1910), profesor de economía en Lausana, Suiza, publicaron
libros a principios de los años 70 del siglo XIX exponiendo ideas que
aparentemente se habían desarrollado independientemente, pero que mantenían un
parecido sorprendente. En los años 70 del siglo XIX, la necesidad histórica (la
respuesta al desafío revolucionario) y la búsqueda de la legitimidad
metodológica (el manto de la ciencia asociado a la formulación matemática) se
combinaron para configurar el nuevo paradigma”.
El corolario
inevitable de la búsqueda de una teoría que describiera “un orden esencialmente
sin clases sociales” fue la fulminante eliminación del campo de estudio de la
flamante teoría económica –que, nada casualmente, había perdido por el camino
el adjetivo de ‘política’ procedente de la ominosa época clásica- de la
distribución del excedente entre los partícipes del “juego económico”:
capitalistas, asalariados y rentistas. En palabras de Astarita: “La necesidad
de ocultamiento -ocultar la explotación del trabajo- y la inclinación a la
apología de lo existente, han llevado a construcciones abstractas, que ni
siquiera sirven para captar a vuelo de pájaro lo que está sucediendo en el
mundo real”. El “racionalismo desesperado” de la formalización
lógico-matemática posibilitó el abandono de la peligrosa visión holística de la
economía como ciencia social rectora en la búsqueda de una “historia total”
para recubrirse espuriamente del manto legitimador de los métodos de las
“auténticas” ciencias formales–física y matemáticas-. Como dice Vilar: “si el
cálculo no vale más que en la economía pura, el historiador puede abandonarse a
su colección de hechos inconexos, el sociólogo a su colección de formas y el
político a su eterna improvisación”. Operando esta artificial e ideológica
fragmentación del campo de las ciencias sociales para asimilarse – a través de
la visión mecanicista de la ciencia cristalizada en el enérgico positivismo de
las monografías “de lo concreto”- a las metodologías de las ciencias
lógico-matemáticas quedó aparentemente neutralizado el peligroso intento de la
tradición clásica que culmina en Marx de hacer una “historia razonada”
integradora de las ciencias del hombre. De nuevo Vilar: “la reacción, después
de 1871, de las ciencias humanas burguesas contra Marx, instintiva o
sistemáticamente, las ha conducido en realidad fuera de la ciencia”.
Y precisamente por
eso, por tratarse de la forma ideológica mistificadora más depurada de
legitimación del orden social vigente, generadora de una esfera pretendidamente
autónoma, dotada de pretensiones de cientificidad y constituida más allá de la
política, de la ética o de la justicia social, cualquier intento sólido de
construcción de un sujeto de cambio debe incluir la crítica frontal del
discurso del capital que es la teología económica.
Continuará.
No hay comentarios:
Publicar un comentario