El
miércoles pasado el Departamento de Justicia estadunidense reveló la existencia
de una trama internacional de corrupción operada por la empresa constructora
brasileña Odebrecht y su filial petroquímica, Braskem, por medio del cual ese
corporativo pagó, a lo largo de 15 años, unos 788 millones de dólares en
sobornos a funcionarios de Angola, Argentina, Brasil, Colombia, Ecuador,
Guatemala, México, Mozambique, Panamá, Perú, República Dominicana y Venezuela,
para obtener contratos de obra pública que le reportaron utilidades por 3 mil
336 millones.
Tras afirmar, en un comunicado, que se arrepiente
profundamente de su participación en las conductas que llevaron a este acuerdo,
Odebrecht aceptó pagar multas que totalizan 3 mil 500 millones a los gobiernos
de Estados Unidos, Suiza y Brasil, a cambio de ser liberada de cargos. Por
añadidura, en el país de origen de la empresa 77 de sus ejecutivos firmaron
convenios de cooperación con las instituciones de justicia para recibir
ventajas judiciales por la delación de los funcionarios brasileños que
recibieron 348 millones de dólares por firmar contratos favorables para la
constructora.
En México, donde Odebrecht pagó 10 y medio millones
de dólares a servidores públicos aún no identificados, la empresa posee
contratos de suministro de agua potable con los municipios veracruzanos de
Medellín y Veracruz, así como con Pemex para la construcción de gasoductos en
Nuevo León.
Las estrategias ilegales del gigante brasileño de
la construcción resultan exasperantes, pero de ninguna forma novedosas. En
nuestro país diversos contratistas –Grupo Higa y OHL son los más conocidos– han
sido objeto de la sospecha pública por la manera de ganar licitaciones y
concesiones con los tres niveles de gobierno.
Más desalentadora, si cabe, es la menguada
perspectiva de hacer justicia. La opinión pública nacional ha asistido en
reiteradas ocasiones a indignantes revelaciones sobre corrupción que se diluyen
en la deliberada inacción de las instancias responsables de procurar justicia y
en una impunidad total para los señalados por enriquecimiento ilícito,
conflictos de intereses, tráfico de influencias, desvío de recursos y robo
llano de recursos del erario. En los primeros tres lustros de este siglo se ha
sabido de casos como el Pemexgate, los Amigos de Fox, los contratos
energéticos del extinto Juan Camilo Mouriño, la Estela de Luz, las tarjetas
Monex y la llamada Casa Blanca de Las Lomas, entre muchos otros que
únicamente desembocaron en el incremento del descrédito institucional y en el
crecimiento del escepticismo ciudadano. Otro tanto ocurrió con el escándalo de
los llamados Papeles de Panamá, cuyos protagonistas, propietarios de
cuentas en paraísos fiscales y sospechosos, por tanto, de operaciones con
recursos de procedencia ilícita, no fueron tocados ni con el pétalo de una
investigación.
En el caso de las grandes constructoras, todo hace
pensar que Odebrecht es sólo la punta del iceberg de una extendida y voluminosa
red internacional de corrupción con consecuencias desastrosas para las finanzas
públicas de los países afectados, la moral pública y la credibilidad de
entidades gubernamentales, políticos y altos funcionarios.
Esta vez, sin embargo, existe la posibilidad de que
los señalamientos de los ejecutivos arrepentidos de la firma brasileña en
contra de altos funcionarios de una docena de países no puedan ser ignorados y
que el escándalo no pueda ser sofocado y conducido a la impunidad. En suma, tal
vez se conozca a los corruptos. Por su parte, los corruptores ya se han hecho
de un blindaje legal que hace sumamente improbable su castigo.
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