I
EL SOL DE TU BRAVURA
En 1999, poco
antes de que Hugo Chávez Frías asumiera como presidente de Venezuela, Gabriel
García Márquez lo entrevistó en un avión durante un viaje de La Habana a Caracas. A medida
que charlaban, el Nóbel colombiano fue descubriendo una personalidad que no se
correspondía con la imagen de déspota que tenía formada a través de los medios.
Existían dos Chávez. ¿Cuál era el real? Un perfil del presidente que se hizo
militar para jugar al beisbol, que recitaba de memoria poemas de Neruda o Walt
Whitman y murió de cáncer a los 58 años.
Carlos Andrés Pérez descendió al atardecer del avión que lo
llevó de Davos, Suiza, y se sorprendió de ver en la plataforma al general
Fernando Ochoa Antich, su ministro de Defensa. "¿Qué pasa?", le
preguntó intrigado. El ministro lo tranquilizó, con razones tan confiables, que
el Presidente no fue al Palacio de Miraflores sino a la residencia presidencial
de La Casona.
Empezaba a dormirse cuando el mismo ministro de Defensa lo
despertó por teléfono para informarle de un levantamiento militar en Maracay.
Había entrado apenas en Miraflores cuando estallaron las primeras cargas de
artillería.
Era el 4 de febrero de 1992. El coronel Hugo Chávez Frías,
con su culto sacramental de las fechas históricas, comandaba el asalto desde su
puesto de mando improvisado en el Museo Histórico de La Planicie. El
Presidente comprendió entonces que su único recurso estaba en el apoyo popular,
y se fue a los estudios de Venevisión para hablarle al país. Doce horas después
el golpe militar estaba fracasado. Chávez se rindió, con la condición de que
también a él le permitieran dirigirse al pueblo por la televisión. El joven
coronel criollo, con la boina de paracaidista y su admirable facilidad de
palabra, asumió la responsabilidad del movimiento. Pero su alocución fue un
triunfo político. Cumplió dos años de cárcel hasta que fue amnistiado por el
presidente Rafael Caldera. Sin embargo, muchos partidarios como no pocos
enemigos han creído que el discurso de la derrota fue el primero de la campaña
electoral que lo llevó a la presidencia de la República menos de nueve
años después.
El presidente Hugo Chávez Frías me contaba esta historia en
el avión de la Fuerza
Aérea Venezolana que nos llevaba de La Habana a Caracas, hace dos
semanas, a menos de quince días de su posesión como presidente constitucional
de Venezuela por elección popular. Nos habíamos conocido tres días antes en La Habana , durante su reunión
con los presidentes Castro y Pastrana, y lo primero que me impresionó fue el
poder de su cuerpo de cemento armado. Tenía la cordialidad inmediata, y la
gracia criolla de un venezolano puro. Ambos tratamos de vernos otra vez, pero
no nos fue posible por culpa de ambos, así que nos fuimos juntos a Caracas para
conversar de su vida y milagros en el avión.
Fue una buena experiencia de reportero en reposo. A
medida que me contaba su vida iba yo descubriendo una personalidad que no
correspondía para nada con la imagen de déspota que teníamos formada a través
de los medios. Era otro Chávez. ¿Cuál de los dos era el real?
El argumento duro en su contra durante la campaña
había sido su pasado reciente de conspirador y golpista. Pero la historia de Venezuela
ha digerido a más de cuatro. Empezando por Rómulo Betancourt, recordado con
razón o sin ella como el padre de la democracia venezolana, que derribó a
Isaías Medina Angarita, un antiguo militar demócrata que trataba de purgar a su
país de los treintiséis años de Juan Vicente Gómez. A su sucesor, el novelista
Rómulo Gallegos, lo derribó el general Marcos Pérez Jiménez, que se quedaría
casi once años con todo el poder. Éste, a su vez, fue derribado por toda una
generación de jóvenes demócratas que inauguró el período más largo de
presidentes elegidos.
El golpe de febrero parece ser lo único que le ha
salido mal al coronel Hugo Chávez Frías. Sin embargo, él lo ha visto por el
lado positivo como un revés providencial. Es su manera de entender la buena
suerte, o la inteligencia, o la intuición, o la astucia, o cualquiera cosa que
sea el soplo mágico que ha regido sus actos desde que vino al mundo en
Sabaneta, estado Barinas, el 28 de julio de 1954, bajo el signo del poder: Leo.
Chávez, católico convencido, atribuye sus hados benéficos al escapulario de más
de cien años que lleva desde niño, heredado de un bisabuelo materno, el coronel
Pedro Pérez Delgado, que es uno de sus héroes tutelares.
Sus padres sobrevivían a duras penas con sueldos de
maestros primarios, y él tuvo que ayudarlos desde los nueve años vendiendo
dulces y frutas en una carretilla. A veces iba en burro a visitar a su abuela
materna en Los Rastrojos, un pueblo vecino que les parecía una ciudad porque
tenía una plantita eléctrica con dos horas de luz a prima noche, y una partera
que lo recibió a él y a sus cuatro hermanos. Su madre quería que fuera cura,
pero sólo llegó a monaguillo y tocaba las campanas con tanta gracia que todo el
mundo lo reconocía por su repique. "Ese que toca es Hugo", decían.
Entre los libros de su madre encontró una enciclopedia providencial, cuyo
primer capítulo lo sedujo de inmediato: Cómo triunfar en la vida.
Era en realidad un recetario de opciones, y él las
intentó casi todas. Como pintor asombrado ante las láminas de Miguel Angel y
David, se ganó el primer premio a los doce años en una exposición regional.
Como músico se hizo indispensable en cumpleaños y serenatas con su maestría del
cuatro y su buena voz. Como beisbolista llegó a ser un catcher de primera. La
opción militar no estaba en la lista, ni a él se le habría ocurrido por su
cuenta, hasta que le contaron que el mejor modo de llegar a las grandes ligas
era ingresar en la academia militar de Barinas. Debió ser otro milagro del
escapulario, porque aquel día empezaba el plan Andrés Bello, que permitía a los
bachilleres de las escuelas militares ascender hasta el más alto nivel
académico.
Estudiaba ciencias políticas, historia y marxismo
al leninismo. Se apasionó por el estudio de la vida y la obra de Bolívar, su
Leo mayor, cuyas proclamas aprendió de memoria. Pero su primer conflicto
consciente con la política real fue la muerte de Allende en septiembre de 1973.
Chávez no entendía. ¿Y por qué si los chilenos eligieron a Allende, ahora los
militares chilenos van a darle un golpe? Poco después, el capitán de su
compañía le asignó la tarea de vigilar a un hijo de José Vicente Rangel, a
quien se creía comunista. "Fíjate las vueltas que da la vida", me dice
Chávez con una explosión de risa. "Ahora su papá es mi canciller".
Más irónico aún es que cuando se graduó recibió el sable de manos del
presidente que veinte años después trataría de tumbar: Carlos Andrés Pérez.
"Además", le dije, "usted estuvo a
punto de matarlo". "De ninguna manera", protestó Chávez.
"La idea era instalar una asamblea constituyente y volver a los
cuarteles". Desde el primer momento me había dado cuenta de que era un
narrador natural. Un producto íntegro de la cultura popular venezolana, que es
creativa y alborazada. Tiene un gran sentido del manejo del tiempo y una
memoria con algo de sobrenatural, que le permite recitar de memoria poemas de
Neruda o Whitman, y páginas enteras de Rómulo Gallegos.
Desde muy joven, por casualidad, descubrió que su
bisabuelo no era un asesino de siete leguas, como decía su madre, sino un
guerrero legendario de los tiempos de Juan Vicente Gómez. Fue tal el entusiasmo
de Chávez, que decidió escribir un libro para purificar su memoria. Escudriñó
archivos históricos y bibliotecas militares, y recorrió la región de pueblo en
pueblo con un morral de historiador para reconstruir los itinerarios del
bisabuelo por los testimonios de sus sobrevivientes. Desde entonces lo
incorporó al altar de sus héroes y empezó a llevar el escapulario protector que
había sido suyo.
Uno de aquellos días atravesó la frontera sin darse
cuenta por el puente de Arauca, y el capitán colombiano que le registró el
morral encontró motivos materiales para acusarlo de espía: llevaba una cámara fotográfica,
una grabadora, papeles secretos, fotos de la región, un mapa militar con
gráficos y dos pistolas de reglamento. Los documentos de identidad, como
corresponde a un espía, podían ser falsos. La discusión se prolongó por varias
horas en una oficina donde el único cuadro era un retrato de Bolívar a caballo.
"Yo estaba ya casi rendido, -me dijo Chávez-, pues mientras más le
explicaba menos me entendía". Hasta que se le ocurrió la frase salvadora:
"Mire mi capitán lo que es la vida: hace apenas un siglo éramos un mismo
ejército, y ése que nos está mirando desde el cuadro era el jefe de nosotros
dos. ¿Cómo puedo ser un espía?". El capitán, conmovido, empezó a hablar
maravillas de la Gran
Colombia , y los dos terminaron esa noche bebiendo cerveza de
ambos países en una cantina de Arauca. A la mañana siguiente, con un dolor de
cabeza compartido, el capitán le devolvió a Chávez sus enseres de historiador y
lo despidió con un abrazo en la mitad del puente internacional.
"De esa época me vino la idea concreta de que
algo andaba mal en Venezuela", dice Chávez. Lo habían designado en Oriente
como comandante de un pelotón de trece soldados y un equipo de comunicaciones
para liquidar los últimos reductos guerrilleros. Una noche de grandes lluvias
le pidió refugio en el campamento un coronel de inteligencia con una patrulla
de soldados y unos supuestos guerrilleros acabados de capturar, verdosos y en
los puros huesos. Como a las diez de la noche, cuando Chávez empezaba a
dormirse, oyó en el cuarto contiguo unos gritos desgarradores. "Era que
los soldados estaban golpeando a los presos con bates de béisbol envueltos en
trapos para que no les quedaran marcas", contó Chávez. Indignado, le
exigió al coronel que le entregara los presos o se fuera de allí, pues no podía
aceptar que torturara a nadie en su comando. "Al día siguiente me
amenazaron con un juicio militar por desobediencia, -contó Chávez- pero sólo me
mantuvieron por un tiempo en observación".
Pocos días después tuvo otra experiencia que rebasó
las anteriores. Estaba comprando carne para su tropa cuando un helicóptero
militar aterrizó en el patio del cuartel con un cargamento de soldados mal
heridos en una emboscada guerrillera. Chávez cargó en brazos a un soldado que
tenía varios balazos en el cuerpo. "No me deje morir, mi teniente"...
le dijo aterrorizado. Apenas alcanzó a meterlo dentro de un carro. Otros siete
murieron. Esa noche, desvelado en la hamaca, Chávez se preguntaba: "¿Para
qué estoy yo aquí? Por un lado campesinos vestidos de militares torturaban a campesinos
guerrilleros, y por el otro lado campesinos guerrilleros mataban a campesinos
vestidos de verde. A estas alturas, cuando la guerra había terminado, ya no
tenía sentido disparar un tiro contra nadie". Y concluyó en el avión que
nos llevaba a Caracas: "Ahí caí en mi primer conflicto existencial".
Al día siguiente despertó convencido de que su
destino era fundar un movimiento. Y lo hizo a los veintitrés años, con un
nombre evidente: Ejército bolivariano del pueblo de Venezuela. Sus miembros
fundadores: cinco soldados y él, con su grado de subteniente. "¿Con qué
finalidad?" le pregunté. Muy sencillo, dijo él: "con la finalidad de
prepararnos por si pasa algo". Un año después, ya como oficial
paracaidista en un batallón blindado de Maracay, empezó a conspirar en grande.
Pero me aclaró que usaba la palabra conspiración sólo en su sentido figurado de
convocar voluntades para una tarea común.
Esa era la situación el 17 de diciembre de 1982
cuando ocurrió un episodio inesperado que Chávez considera decisivo en su vida.
Era ya capitán en el segundo regimiento de paracaidistas, y ayudante de oficial
de inteligencia. Cuando menos lo esperaba, el comandante del regimiento, Ángel
Manrique, lo comisionó para pronunciar un discurso ante mil doscientos hombres
entre oficiales y tropa.
A la una de la tarde, reunido ya el batallón en el
patio de fútbol, el maestro de ceremonias lo anunció. "¿Y el
discurso?", le preguntó el comandante del regimiento al verlo subir a la
tribuna sin papel. "Yo no tengo discurso escrito", le dijo Chávez. Y
empezó a improvisar. Fue un discurso breve, inspirado en Bolívar y Martí, pero
con una cosecha personal sobre la situación de presión e injusticia de América
Latina transcurridos doscientos años de su independencia. Los oficiales, los
suyos y los que no lo eran, lo oyeron impasibles. Entre ellos los capitanes
Felipe Acosta Carle y Jesús Urdaneta Hernández, simpatizantes de su movimiento.
El comandante de la guarnición, muy disgustado, lo recibió con un reproche para
ser oído por todos:
"Chávez, usted parece un político". "Entendido", le replicó Chávez.
"Chávez, usted parece un político". "Entendido", le replicó Chávez.
Felipe Acosta, que medía dos metros y no habían
logrado someterlo diez contendores, se paró de frente al comandante, y le dijo:
"Usted está equivocado, mi comandante. Chávez no es ningún político. Es un
capitán de los de ahora, y cuando ustedes oyen lo que él dijo en su discurso se
mean en los pantalones".
Entonces el coronel Manrique puso firmes a la
tropa, y dijo: "Quiero que sepan que lo dicho por el capitán Chávez estaba
autorizado por mí. Yo le di la orden de que dijera ese discurso, y todo lo que
dijo, aunque no lo trajo escrito, me lo había contado ayer". Hizo una
pausa efectista, y concluyó con una orden terminante: "¡Que eso no salga
de aquí!".
Al final del acto, Chávez se fue a trotar con los
capitanes Felipe Acosta y Jesús Urdaneta hacia el Samán del Guere, a diez
kilómetros de distancia, y allí repitieron el juramento solemne de Simón
Bolívar en el monte Aventino. "Al final, claro, le hice un cambio",
me dijo Chávez. En lugar de "cuando hayamos roto las cadenas que nos
oprimen por voluntad del poder español", dijeron: "Hasta que no
rompamos las cadenas que nos oprimen y oprimen al pueblo por voluntad de los
poderosos".
Desde entonces, todos los oficiales que se
incorporaban al movimiento secreto tenían que hacer ese juramento. La última
vez fue durante la campaña electoral ante cien mil personas. Durante años
hicieron congresos clandestinos cada vez más numerosos, con representantes
militares de todo el país. "Durante dos días hacíamos reuniones en lugares
escondidos, estudiando la situación del país, haciendo análisis, contactos con
grupos civiles, amigos. "En diez años -me dijo Chávez- llegamos a hacer
cinco congresos sin ser descubiertos".
A estas alturas del diálogo, el Presidente rió con
malicia, y reveló con una sonrisa de malicia: "Bueno, siempre hemos dicho
que los primeros éramos tres. Pero ya podemos decir que en realidad había un
cuarto hombre, cuya identidad ocultamos siempre para protegerlo, pues no fue
descubierto el 4 de febrero y quedó activo en el Ejército y alcanzó el grado de
coronel. Pero estamos en 1999 y ya podemos revelar que ese cuarto hombre está
aquí con nosotros en este avión". Señaló con el índice al cuarto hombre en
un sillón apartado, y dijo: "¡El coronel Badull!".
De acuerdo con la idea que el comandante Chávez
tiene de su vida, el acontecimiento culminante fue El Caracazo, la sublevación
popular que devastó a Caracas. Solía repetir: "Napoleón dijo que una
batalla se decide en un segundo de inspiración del estratega". A partir de
ese pensamiento, Chávez desarrolló tres conceptos: uno, la hora histórica. El
otro, el minuto estratégico. Y por fin, el segundo táctico. "Estábamos
inquietos porque no queríamos irnos del Ejército", decía Chávez. "Habíamos
formado un movimiento, pero no teníamos claro para qué". Sin embargo, el
drama tremendo fue que lo que iba a ocurrir ocurrió y no estaban preparados.
"Es decir -concluyó Chávez- que nos sorprendió el minuto
estratégico".
Se refería, desde luego, a la asonada popular del
27 de febrero de 1989: El Caracazo. Uno de los más sorprendidos fue él mismo.
Carlos Andrés Pérez acababa de asumir la presidencia con una votación caudalosa
y era inconcebible que en veinte días sucediera algo tan grave. "Yo iba a
la universidad a un postgrado, la noche del 27, y entro en el fuerte Tiuna en
busca de un amigo que me echara un poco de gasolina para llegar a la
casa", me contó Chávez minutos antes de aterrizar en Caracas.
"Entonces veo que están sacando las tropas, y le pregunto a un coronel:
¿Para dónde van todos esos soldados? Porque que sacaban los de Logística que no
están entrenados para el combate, ni menos para el combate en localidades. Eran
reclutas asustados por el mismo fusil que llevaban. Así que le pregunto al
coronel: ¿Para dónde va ese pocotón de gente? Y el coronel me dice: A la calle,
a la calle. La orden que dieron fue esa: hay que parar la vaina como sea, y
aquí vamos. Dios mío, ¿pero qué orden les dieron? Bueno Chávez, me contesta el
coronel: la orden es que hay que parar esta vaina como sea. Y yo le digo: Pero
mi coronel, usted se imagina lo que puede pasar. Y él me dice: Bueno, Chávez,
es una orden y ya no hay nada qué hacer. Que sea lo que Dios quiera".
Chávez dice que también él iba con mucha fiebre por
un ataque de rubéola, y cuando encendió su carro vio un soldadito que venía
corriendo con el casco caído, el fusil guindando y la munición desparramada.
"Y entonces me paro y lo llamo", dijo Chávez. "Y él se monta,
todo nervioso, sudado, un muchachito de 18 años. Y yo le pregunto: Ajá, ¿y para
dónde vas tú corriendo así? No, dijo él, es que me dejó el pelotón, y allí va
mi teniente en el camión. Lléveme, mi mayor, lléveme. Y yo alcanzo el camión y
le pregunto al que los lleva: ¿Para dónde van? Y él me dice: Yo no sé nada.
Quién va a saber, imagínese". Chávez toma aire y casi grita ahogándose en
la angustia de aquella noche terrible: "Tú sabes, a los soldados tú los
mandas para la calle, asustados, con un fusil, y quinientos cartuchos, y se los
gastan todos. Barrían las calles a bala, barrían los cerros, los barrios
populares. ¡Fue un desastre! Así fue: miles, y entre ellos Felipe Acosta".
"Y el instinto me dice que lo mandaron a matar", dice Chávez.
"Fue el minuto que esperábamos para actuar". Dicho y hecho: desde
aquel momento empezó a fraguarse el golpe que fracasó tres años después.
El avión aterrizó en Caracas a las tres de la
mañana. Vi por la ventanilla la ciénaga de luces de aquella ciudad inolvidable
donde viví tres años cruciales de Venezuela que lo fueron también para mi vida.
El presidente se despidió con su abrazo caribe y una invitación implícita:
"Nos vemos aquí el 2 de febrero". Mientras se alejaba entre sus
escoltas de militares condecorados y amigos de la primera hora, me estremeció
la inspiración de que había viajado y conversado a gusto con dos hombres
opuestos. Uno a quien la suerte empedernida le ofrecía la oportunidad de salvar
a su país. Y el otro, un ilusionista, que podía pasar a la historia como un
déspota más.
Este artículo fue publicado originalmente en la
revista Cambio de Colombia en febrero de 1999 con el título: “El enigma de los
dos Chávez”.
II
Mario Vargas Llosa
Domingo, 10 de marzo de 2013
El
comandante Hugo Chávez Frías pertenecía a la robusta tradición de los
caudillos, que, aunque más presente en América Latina que en otras partes, no
deja de asomar por doquier, aun en democracias avanzadas, como Francia. Ella
revela ese miedo a la libertad que es una herencia del mundo primitivo,
anterior a la democracia y al individuo, cuando el hombre era masa todavía y
prefería que un semidiós, al que cedía su capacidad de iniciativa y su libre
albedrío, tomara todas las decisiones importantes sobre su vida. Cruce de
superhombre y bufón, el caudillo hace y deshace a su antojo, inspirado por Dios
o por una ideología en la que casi siempre se confunden el socialismo y el
fascismo –dos formas de estatismo y colectivismo– y se comunica directamente
con su pueblo, a través de la demagogia, la retórica y espectáculos
multitudinarios y pasionales de entraña mágico-religiosa.
Su
popularidad suele ser enorme, irracional, pero también efímera, y el balance de
su gestión infaliblemente catastrófica. No hay que dejarse impresionar
demasiado por las muchedumbres llorosas que velan los restos de Hugo Chávez;
son las mismas que se estremecían de dolor y desamparo por la muerte de Perón,
de Franco, de Stalin, de Trujillo, y las que mañana acompañarán al sepulcro a
Fidel Castro. Los caudillos no dejan herederos y lo que ocurrirá a partir de
ahora en Venezuela es totalmente incierto. Nadie, entre la gente de su entorno,
y desde luego en ningún caso Nicolás Maduro, el discreto apparatchik al que
designó su sucesor, está en condiciones de aglutinar y mantener unida a esa
coalición de facciones, individuos e intereses encontrados que representan el
chavismo, ni de mantener el entusiasmo y la fe que el difunto comandante
despertaba con su torrencial energía entre las masas de Venezuela.
Pero una
cosa sí es segura: ese híbrido ideológico que Hugo Chávez maquinó, llamado la
revolución bolivariana o el socialismo del siglo veintiuno, comenzó ya a
descomponerse y desaparecerá más pronto o más tarde, derrotado por la realidad
concreta, la de una Venezuela, el país potencialmente más rico del mundo, al
que las políticas del caudillo dejan empobrecido, fracturado y enconado, con la
inflación, la criminalidad y la corrupción más altas del continente, un déficit
fiscal que araña el 18% del PIB y las instituciones –las empresas públicas, la
justicia, la prensa, el poder electoral, las fuerzas armadas– semidestruidas
por el autoritarismo, la intimidación y la obsecuencia.
La muerte
de Chávez, además, pone un signo de interrogación sobre esa política de
intervencionismo en el resto del continente latinoamericano al que, en un sueño
megalómano característico de los caudillos, el comandante difunto se proponía
volver socialista y bolivariano a golpes de chequera. ¿Seguirá ese fantástico
dispendio de los petrodólares venezolanos que han hecho sobrevivir a Cuba con
los cien mil barriles diarios que Chávez poco menos que regalaba a su mentor e
ídolo Fidel Castro? ¿Y los subsidios y/o compras de deuda a 19 países,
incluidos sus vasallos ideológicos como el boliviano Evo Morales, el
nicaragüense Daniel Ortega, a las FARC colombianas y a los innumerables
partidos, grupos y grupúsculos que a lo largo y ancho de América Latina pugnan
por imponer la revolución marxista? El pueblo venezolano parecía aceptar este
fantástico despilfarro contagiado por el optimismo de su caudillo, pero dudo de
que ni el más fanático de los chavistas crea ahora que Nicolás Maduro
pueda llegar a ser el próximo Simón Bolívar. Ese sueño y sus subproductos, como
la Alianza
Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), que
integran Bolivia, Cuba, Ecuador, Dominica, Nicaragua, San Vicente y las
Granadinas y Antigua y Barbuda, bajo la dirección de Venezuela, son ya
cadáveres insepultos.
En los
catorce años que Chávez gobernó Venezuela, el barril de petróleo multiplicó
unas siete veces su valor, lo que hizo de ese país, potencialmente, uno de los
más prósperos del globo. Sin embargo, la reducción de la pobreza en ese periodo
ha sido menor en él que, digamos, las de Chile y Perú en el mismo periodo. En
tanto que la expropiación y la nacionalización de más de un millar de empresas
privadas, entre ellas de tres millones y medio de hectáreas de haciendas
agrícolas y ganaderas, no desapareció a los odiados ricos sino creó, mediante el
privilegio y los tráficos, una verdadera legión de nuevos ricos improductivos
que, en vez de hacer progresar al país, han contribuido a hundirlo en el
mercantilismo, el rentismo y todas las demás formas degradadas del capitalismo
de Estado.
Chávez no
estatizó toda la economía, a la manera de Cuba, y nunca acabó de cerrar todos
los espacios para la disidencia y la crítica, aunque su política represiva
contra la prensa independiente y los opositores los redujo a su mínima
expresión. Su prontuario en lo que respecta a los atropellos contra los
derechos humanos es enorme, como lo ha recordado con motivo de su fallecimiento
una organización tan objetiva y respetable como Human Rights Watch. Es verdad
que celebró varias consultas electorales y que, por lo menos algunas de ellas,
como la última, las ganó limpiamente, si la limpieza de una consulta se mide
solo por el respeto a los votos emitidos, y no se tiene en cuenta el contexto
político y social en que aquella se celebra, y en la que la desproporción de
medios con que el gobierno y la oposición cuentan es tal que esta corre de
entrada con una desventaja descomunal.
Pero, en
última instancia, que haya en Venezuela una oposición al chavismo que en la
elección del año pasado casi obtuvo los seis millones y medio de votos es algo
que se debe, más que a la tolerancia de Chávez, a la gallardía y la convicción
de tantos venezolanos que nunca se dejaron intimidar por la coerción y las
presiones del régimen, y que, en estos catorce años, mantuvieron viva la
lucidez y la vocación democrática, sin dejarse arrollar por la pasión gregaria
y la abdicación del espíritu crítico que fomenta el caudillismo.
No sin
tropiezos, esa oposición, en la que se hallan representadas todas las variantes
ideológicas de la derecha a la izquierda democrática de Venezuela, está unida.
Y tiene ahora una oportunidad extraordinaria para convencer al pueblo
venezolano de que la verdadera salida para los enormes problemas que enfrenta
no es perseverar en el error populista y revolucionario que encarnaba Chávez,
sino en la opción democrática, es decir, en el único sistema que ha sido capaz
de conciliar la libertad, la legalidad y el progreso, creando oportunidades
para todos en un régimen de coexistencia y de paz.
Ni Chávez
ni caudillo alguno son posibles sin un clima de escepticismo y de disgusto con
la democracia como el que llegó a vivir Venezuela cuando, el 4 de febrero de
1992, el comandante Chávez intentó el golpe de Estado contra el gobierno de
Carlos Andrés Pérez, golpe que fue derrotado por un Ejército constitucionalista
y que envió a Chávez a la cárcel de donde, dos años después, en un gesto
irresponsable que costaría carísimo a su pueblo, el presidente Rafael Caldera
lo sacó amnistiándolo. Esa democracia imperfecta, derrochadora y bastante corrompida
había frustrado profundamente a los venezolanos, que, por eso, abrieron su
corazón a los cantos de sirena del militar golpista, algo que ha ocurrido, por
desgracia, muchas veces en América Latina.
Cuando el
impacto emocional de su muerte se atenúe, la gran tarea de la alianza opositora
que preside Henrique Capriles está en persuadir a ese pueblo de que la
democracia futura de Venezuela se habrá sacudido de esas taras que la
hundieron, y habrá aprovechado la lección para depurarse de los tráficos mercantilistas,
el rentismo, los privilegios y los derroches que la debilitaron y volvieron tan
impopular. Y que la democracia del futuro acabará con los abusos del poder,
restableciendo la legalidad, restaurando la independencia del Poder Judicial
que el chavismo aniquiló, acabando con esa burocracia política elefantiásica
que ha llevado a la ruina a las empresas públicas, creando un clima estimulante
para la creación de la riqueza en el que los empresarios y las empresas puedan
trabajar y los inversores invertir, de modo que regresen a Venezuela los
capitales que huyeron y la libertad vuelva a ser el santo y seña de la vida
política, social y cultural del país del que hace dos siglos salieron tantos
miles de hombres a derramar su sangre por la independencia de América Latina.
Lima,
marzo de 2013
No hay comentarios:
Publicar un comentario