Guillermo
Almeyra
Durante
siglos, salvo durante el breve intervalo de los gobiernos militares
nacionalistas de clase media de Toro y Villarroel, Bolivia fue gobernada por
una minoría oligárquica ferozmente racista que rotaba en la ocupación de los
principales puestos. Nunca hubo un Estado digno de ese nombre, ya que la
mayoría indígena de la población no daba su consenso ni ejercía la ciudadanía.
Con la revolución boliviana de 1952 –en la que las milicias obreras destruyeron
al ejército e impusieron de hecho una vasta reforma agraria– esa situación
cambió radicalmente. Los obreros y campesinos entraron en la vida política y ni
siquiera las dictaduras pudieron evitar su posterior evolución independiente ni
afirmar un poder estatal todopoderoso.
El proceso actual nació de la irrupción de los
pobres y los trabajadores en la guerra del agua, en Cochabamba, y en la
posterior del gas, que derrocó al gobierno proimperialista del hombre más rico
del país. Un sindicalista y diputado indígena, Evo Morales, que no había
dirigido esas luchas, sin embargo las canalizó hacia las elecciones nacionales,
que ganó, y una Asamblea Constituyente, que logró organizar. La nueva
Constitución mantuvo el carácter unitario del Estado pero lo declaró
plurinacional y basado sobre las autonomías indígenas, campesinas y regionales
y la democracia directa.
Los regionalismos dirigidos por distintas fuerzas
oligárquicas locales –en Santa Cruz, Tarija, el Beni–, y los otros
regionalismos, fruto del atraso cultural de amplios sectores de los
trabajadores, fueron momentáneamente vencidos. La derecha clásica y sus
partidos perdieron fuerza y unión y el gobierno inventó un partido, el
Movimiento al Socialismo, que era en realidad un pool de direcciones
burocráticas o semiburocratizadas de sindicatos y sectores sociales, muchas
veces con conflictos de intereses y necesitados de un árbitro.
Evo Morales, como buen sindicalista, desempeñó ese
papel desde 2006. El problema principal que tuvo que enfrentar fue la carencia
de una formación política mínimamente homogénea y con intereses comunes porque
los dirigentes del MAS están desesperados por tener un lotecito de poder propio
y compiten entre sí por los cargos estatales más prestigiosos (y, en muchos
casos, más lucrativos). Eso favoreció la fusión consiguiente entre el MAS y el
Estado, que corrompió a los dirigentes sociales, los sometió al aparato estatal
y les quitó la posibilidad de ejercer un control de las clases trabajadoras
sobre un organismo, como el Estado, destinado a defender los intereses de las
clases dominantes y explotadoras.
Evo tenía que asegurar la unidad de las diferentes
naciones indígenas preservando sus derechos e identidades, construir las bases
de un Estado más democrático plurinacional apoyado en la democracia directa y
en las autonomías y, al mismo tiempo, modernizar el país, modificar su base
económica y elevar la productividad y la cultura de los trabajadores
bolivianos. Pero fracasó en esta tarea nada fácil, para la cual no estaba ni
está política ni culturalmente preparado y recurrió a un indigenismo
superficial y folclórico representado por ritos prehispánicos, flores y ropajes
semiindios, y por funcionarios y diputados indígenas, sin preguntarse qué
cubría ese pachamamismo de oropel.
Mientras tanto, su eminencia gris y teórico
oficial, el vicepresidente Álvaro García Linera, trabajaba para construir un
Estado jacobino, decisionista y verticalista que llevase a Bolivia a un
capitalismo moderno, no a superar el sistema y construir las bases del
socialismo. Primero habló de un capitalismo andino, formado por los restos de
los ayllus y por la nueva burguesía aymara, que acumula sobre la base de
la explotación gratuita o mal pagada de la mano de obra familiar o comunitaria.
Después, de un socialismo comunitario que no es ninguna de las dos cosas, sino
un capitalismo de Estado en un país dependiente. Aprovechando los altos precios
de las materias primas, ese capitalismo de Estado y su política desarrollista y
extractivista logró importantes progresos económicos y sociales, pero dejó
intacta la estructura capitalista y aplicó una política de imposiciones (como
el gasolinazo), eliminando las consultas previas a las autonomías, como
en el caso de la carretera por el TIPNIS, mientras facilitaba la corrupción de
los funcionarios del MAS. Después, los precios de las materias primas (soya y
minerales) se derrumbaron, y aunque la economía boliviana aún crece a 5 por
ciento anual, en 2015 las exportaciones cayeron a la mitad.
Entonces García Linera, aprovechando el evismo de
Evo Morales, creyó que funcionaría hacer un referendo cuando Evo tiene aún un
amplio apoyo antes de que la situación económica empeorase. O sea, dar una
salida tecnoburocrática al problema político de la carencia de cuadros, de
partido y de políticas no capitalistas. La soberbia y el aislamiento de lo que
siente la gente eran tan grandes que Evo esperaba un gran triunfo y declaró muy
confiado que no se presentaría como candidato si el Sí no lograba el 70 por
ciento (consiguió poco más del 48 y perdió votos a raudales incluso donde
ganó).
Por olvidar que, como decía Bernard Shaw, a los
pañales y los políticos hay que cambiarlos a menudo, por las mismas razones,
una derecha reaccionaria, dividida y aislada se encontró de repente con el
caudal popular del NO y finge encabezar y representar a amplias masas de
obreros y campesinos que en realidad votaron por la democracia, contra la
corrupción del MAS y hasta contra el vicepresidente, pero no contra el
gobierno, su política, y menos aún contra Evo Morales. Éste ha perdido así
parte de su prestigio de ganador y mediador. En los cuatro años que quedan
hasta las elecciones se impone la necesidad de dar vida a la democracia, la
autogestión y las autonomías para crear cuadros. Las medidas antidemocráticas y
las calificaciones estalinistas contra los críticos de izquierda agravarán, por
el contrario, la situación.
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