Ellen Meiksins Wood
Jueves 4 de febrero de 2016
“Capitalismo” ha sido durante un tiempo una
palabra vedada, al menos entre los políticos y los medios prosistema, que
consideraban que es un término utilizado en sentido peyorativo por la
izquierda. En su lugar hablaban de “empresa privada”, “mercado libre”,
etc. La palabra ha vuelto ahora al uso común, aunque su significado suele ser
un poco vago. Si se les pidiera una definición del capitalismo, la mayoría de
las personas mencionarían los mercados, la producción y el comercio. Toda
sociedad con una actividad comercial bien desarrollada, particularmente (¿pero
no solo?) si el comercio y la industria están en manos privadas, sería
considerada capitalista. Algunas personas insisten en definir el término de
forma más precisa. Yo soy una de ellas y nos han criticado por plantear una
definición demasiado precisa (más adelante retomaré esta cuestión). Sin
embargo, creo que tiene sus ventajas aclarar qué es lo que distingue
verdaderamente al sistema capitalista de cualquier otra forma social, al menos
si queremos comprender por qué funciona tal como lo hace, tanto en los tiempos
de vacas (relativamente) gordas como en los de vacas flacas.
Definición del capitalismo
Así pues, ¿qué entiendo por capitalismo? El
capitalismo es un sistema en que los principales agentes económicos dependen
del mercado para cubrir sus necesidades básicas para la vida. Ha habido otras
sociedades que tenían mercados, a menudo a gran escala, pero únicamente en el
capitalismo la dependencia del mercado constituye la condición fundamental de
la vida de todos y todas. Y esto es cierto tanto para los capitalistas como
para los trabajadores. La relación misma entre el capital y el trabajo pasa por
el mercado. Los asalariados han de vender su fuerza de trabajo a un capitalista
simplemente para ganarse el sustento y tener acceso a los medios de trabajo; y
el capitalista depende del mercado para acceder a la mano de obra y realizar el
beneficio que generan los trabajadores. Desde luego que existe un enorme
desequilibrio de poder de clase entre el capital y el trabajo, pero los
capitalistas no dependen menos del mercado para mantenerse a sí mismos y a su
capital.
En las sociedades no capitalistas, los productores
directos, como los campesinos, solían ser propietarios de sus medios de
subsistencia y de producción (tierras, herramientas, etc.), de manera que no
dependían del mercado. En consecuencia, la clase dominante tenía que ser capaz
de ejercer un poder superior para apropiarse del trabajo excedentario de otros,
utilizando lo que Marx llamaba “medios extraeconómicos” –es decir, la
fuerza coercitiva de algún tipo u otro: jurídica, política o militar–, como
cuando, por ejemplo, el señor feudal imponía labores o cobraba rentas de los
campesinos. El beneficio capitalista, en cambio, no se extrae directamente de los
trabajadores. Los capitalistas pagan a los trabajadores por adelantado y han de
realizar su ganancia vendiendo lo que producen estos. El beneficio depende de
la diferencia entre lo que el capitalista paga a los trabajadores y lo que
obtiene de la venta de los productos y servicios que le suministran los
trabajadores. El hecho de que los capitalistas solamente puedan realizar el
beneficio si logran vender sus productos y servicios en el mercado y venderlos
por más de lo que les cuesta producirlos, hace que la realización del beneficio
esté sujeto a incertidumbre.
Los capitalistas también han de competir con otros
capitalistas en el mismo mercado con el fin de asegurarse un beneficio. La
competencia es, en efecto, la fuerza motriz del capitalismo, por mucho que los
capitalistas traten a menudo de evitarla, por ejemplo, estableciendo
monopolios. Sin embargo, el promedio social de la productividad, que determina
en cualquier mercado dado el éxito en la competencia de precios, está fuera del
control de los capitalistas individuales. Estos no pueden fijar los precios a
los que se van a vender efectivamente sus productos, y ni siquiera saben de
antemano qué condiciones deberán cumplirse para garantizar la venta, por no
decir ya la venta rentable.
Lo que sí pueden controlar los capitalistas, hasta
cierto punto significativo, son sus costes. Así, puesto que sus beneficios
dependen de que la relación precio/coste les sea favorable, harán todo lo
posible por reducir sus costes con el fin de asegurarse un beneficio. Esto
supone, ante todo, reducir el coste de la mano de obra, lo cual exige a su vez
mejorar de modo constante la productividad del trabajo y hallar los medios
organizativos y técnicos necesarios para detraer tanta plusvalía como sea
posible de los trabajadores dentro de un determinado espacio de tiempo al menor
coste posible.
Para mantener este proceso en marcha hace falta
invertir regularmente, reinvertir los superávit y acumular capital
constantemente. Esta necesidad les viene impuesta a los capitalistas independientemente
de sus necesidades y deseos personales y de si son altruistas o avaros. Hasta
el capitalista más modesto y socialmente responsable está sometido a estas
presiones y se ve obligado a acumular capital maximizando su beneficio
simplemente para mantenerse a flote. La necesidad que tienen los capitalistas
de adoptar estrategias de “maximización” es una característica básica
del sistema. Por tanto, el conjunto del sistema capitalista está regido por los
imperativos del mercado, las servidumbres de la competencia, la maximización
del beneficio, la acumulación de capital y la obligación constante de mejorar
la productividad del trabajo para reducir los costes y con ellos los precios.
¿Qué no es el capitalismo?
Esto nos lleva a delimitar qué no es el
capitalismo. Sigo hablando de imperativos del mercado capitalista, y lo que
quiero decir es que existe una diferencia fundamental entre imperativos y
oportunidades. A lo largo de toda la historia de la humanidad han surgido, en
varios continentes, redes comerciales muy desarrolladas; para mencionar tan
solo algunos casos europeos destacados, ha habido sociedades, como la República
de Florencia o la República de los Siete Países Bajos Unidos, en que los
intereses comerciales fueron dominantes desde el punto de vista político y
económico. Francia también contaba con una red comercial amplia y avanzada,
pero ni siquiera estas sociedades comerciales desarrolladas estaban sometidas a
la necesidad específicamente capitalista de acumular constantemente para afrontar
la competencia de un modo permanente, es decir, la presión incansable de
aumentar la productividad del trabajo para reducir costes.
En estas sociedades, las élites solían basar
todavía su riqueza en el poder “extraeconómico”, es decir, en la
superioridad y en la coerción legal, política o militar. Un cargo público, por
ejemplo, era una importante fuente de ingresos. Incluso el éxito comercial
dependía en gran medida en la superioridad en la negociación entre mercados
distintos (que no es lo mismo que la competitividad en un mercado integrado),
mediante, por ejemplo, el dominio del transporte y el control de las rutas
comerciales, así como los monopolios y privilegios concedidos por los
gobiernos, por no hablar ya de la fuerza militar directa empleada a menudo por
compañías privadas. Estas sociedades comerciales podían llevar a cabo una
importante labor de producción e incluso lograr innovaciones técnicas
significativas, pero estas tenían menos que ver con la mejora de la
competitividad que con el aumento de la producción para sacar provecho de un
mercado en crecimiento. Probablemente, al declive de las oportunidades de
mercado respondían entonces con el abandono de las inversiones en producción, a
diferencia del capitalismo, que ante el declive de las oportunidades de mercado
puede intensificar realmente, en vez de debilitar, la necesidad de responder a
los imperativos del mercado.
Así, cuando las economías europeas entraron en
crisis después de 1660, las élites acomodadas de la República de los Siete
Países Bajos Unidos desinvirtieron de las tierras y finalmente también de la
producción industrial. A mediados del siglo XVIII, los rentistas improductivos
eran los que acumulaban mayor riqueza. Esto contrastaba claramente con lo que
estaba ocurriendo en Inglaterra en esa misma época. Hasta poco antes,
Inglaterra iba a la zaga, en algunos aspectos, de sus vecinos europeos en
materia de desarrollo comercial, pero la economía inglesa, especialmente el
sector agrario, era la primera de la historia en que la producción obedecía
directamente a los imperativos de la competencia, la maximización del beneficio
y la acumulación de capital.
Una categoría sustancial de los productores
agrícolas ingleses, principalmente los aparceros, había emergido de las ruinas
del campesinado, al que habían expropiado sus tierras. Separados de sus medios
de subsistencia, estos capitalistas agrícolas dependían del mercado y, por
tanto, no tenían más remedio que obedecer a dichos imperativos,
independientemente de sus propias necesidades de consumo. Puede que no tuvieran
que obtener forzosamente una tasa de beneficio media, como ocurre con el
capitalista moderno, pero producir para obtener beneficio más allá de sus
propias necesidades de subsistencia era condición necesaria para mantener el acceso
a las tierras y para poder producir para su propia subsistencia. Así, estos
productores estaban sometidos a las presiones de precio y coste de una manera
completamente nueva, con la consecuencia de que cuando la crisis paneuropea y
la caída de los precios agrícolas provocó una intensificación de la
competencia, en Inglaterra dio lugar, a diferencia de los Países Bajos y del
resto de Europa, a un incremento de la inversión productiva en nuevas
tecnologías para mejorar la productividad del trabajo y la eficiencia
económica.
El resultado, calificado a menudo de revolución
agraria en la Inglaterra del siglo XVIII, fue una reducción sostenida de los
costes, que a su vez dio lugar a un aumento de los salarios reales, al
crecimiento del mercado nacional y a la superación de los topes poblacionales
malthusianos, en suma, el primer paso decisivo hacia el “crecimiento
autosostenido”. Este contraste histórico ilustra la diferencia esencial
entre las sociedades comerciales no capitalistas y una economía regida por el
imperativo del mercado de mejorar la competitividad mediante el incremento de
la productividad del trabajo. Por decirlo con otras palabras –de acuerdo con la
jerga económica contemporánea–, en esas sociedades comerciales no capitalistas,
las finanzas, junto con el comercio y las rentas, eran la “economía real”, en
contraste con las sociedades capitalistas, en las que el sector financiero
suele diferenciarse de la producción “real” de bienes y servicios y estar
subordinado a ella.
Los mercaderes y comerciantes dependían normalmente
de su capacidad para comprar barato en un mercado y vender caro en otro, o bien
del arbitraje y la mediación entre mercados separados. Si dejaban de invertir
en la producción, la actividad comercial podía continuar en su forma tradicional.
Al mismo tiempo, los productores –por ejemplo, los agricultores–, que poseían
los medios de subsistencia y por tanto estaban exentos en gran medida de las
obligaciones competitivas, nunca dependieron fundamentalmente de la
satisfacción de los imperativos del mercado y podían seguir produciendo para
cubrir sus propias necesidades de subsistencia. Esto contrasta claramente con
las sociedades capitalistas desarrolladas, en las que, tanto para el capital
como para el trabajo, la continuidad de la producción y su misma supervivencia
dependen de que obedezcan a los imperativos del mercado que están en la base
del orden social. Es cierto que los intereses financieros pueden desprenderse
de la producción o de la “economía real”, pero en este caso hay que explicar
cómo y por qué, en un sistema capitalista, la especulación financiera puede
separarse de esa “economía real” de una manera que solo puede acabar mal (como
ha ocurrido con la crisis actual), una explicación que requiere una noción
específica de qué es (y no es) el capitalismo.
La vacuidad de la revolución burguesa
Las nociones vagas sobre el capitalismo no permiten
explicar cuál es la especificidad del sistema capitalista que lo diferencia de
cualquier otra forma social, y esto se debe en parte a que eluden otra
cuestión: cómo surgió. Si el capitalismo ha existido siempre, de una manera u
otra o si no hay ningún proceso discernible de cambio histórico de las
sociedades no capitalistas a las capitalistas, entonces no habrá mucho que
decir sobre su especificidad.
A partir del siglo XVIII, las explicaciones al uso
sobre el origen del capitalismo han dado por hecho que el capitalismo existe en
forma embrionaria desde tiempos inmemoriales, desde que hay mercados y
comercio. Si hay suficiente comercio y suficientes oportunidades de hacer
dinero, los vendedores comenzarán pronto o tarde a actuar más o menos como
capitalistas: especializándose, acumulando e innovando. Desde este punto de
vista, si algo requiere una explicación es la incapacidad de eliminar los
obstáculos, políticos o culturales, que impidieron durante mucho tiempo que la
actividad comercial adquiriera una masa crítica y generara espontáneamente del
capitalismo propiamente dicho. Podemos hablar en este caso del “modelo de
comercialización” de la historia del capitalismo y se remonta al propio
Adam Smith en La riqueza de las naciones/1.
De modo que esta versión de la historia del
capitalismo viene de lejos. No obstante, la vaga noción del capitalismo que
encierra en el fondo se ha tornado particularmente esencial en tiempos muy
recientes para una escuela de pensamiento marxista que ha acusado a personas
como yo (a quienes gustan llamar “marxistas políticos”) de tener “una
noción excéntricamente estrecha del capitalismo”. (Alex Callinicos y
Camilla Royle, “Pick of the Quarter”, International Socialism 142,
2/4/2014/2). Su concepción es en su mayor parte coherente con el modelo
de comercialización, con especial hincapié en el avance tecnológico como fuerza
motriz fundamental. Pero en el corazón de su planteamiento se halla el concepto
de “revolución burguesa”. En efecto, la consecuencia principal de su vaguedad
en la definición y la historia del capitalismo es el rescate del dicho
concepto. (Véase en particular Neil Davidson, How Revolutionary Were the
Bourgeois Revolutions?, Haymarket, 2012/3; “Is There Anything to
Defend in Political Marxism?”, International Socialist Review 91,
14/8/2014/4.)
Como el propio modelo de comercialización, la
revolución burguesa también es una vieja historia, no inventada por los
marxistas, pero el relato histórico habitual sobre el capitalismo dio un giro
significativo cuando llegó a asociarse con la idea de que la “revolución
burguesa” había sido decisiva para eliminar los obstáculos al avance de la
sociedad comercial. Fueron historiadores franceses, particularmente François
Guizot, quienes comenzaron a pensar la historia moderna de Occidente –o de
hecho mundial– como la marcha triunfal de la burguesía en conflicto con fuerzas
más atrasadas, y a interpretar hechos históricos (revueltas sociales, guerras
civiles o incluso el proceso de industrialización) a través de la imaginería
revolucionaria derivada de la experiencia revolucionaria reciente de su propia
nación.
Historiadores como Guizot confirieron a la guerra
civil inglesa/5 la condición de revolución burguesa (y a la posterior
industrialización británica la de “revolución industrial”). El hecho de mezclar
la historia francesa con la inglesa tuvo por efecto la equiparación del ascenso
del capitalismo al avance de la burguesía. Es difícil exagerar las confusiones
generadas por esta equiparación histórica, que es en gran medida responsable de
la identificación de “burgués” con “capitalista”. En su significado original en
francés, la “bourgeoisie” se refería a los habitantes del burgo o
ciudad, y en algún momento pasó a designar a los elementos más prósperos del
Tercer Estado. Pero el capitalismo en cualquier sentido preciso tuvo poco que
ver con aquello. Podría ser razonable calificar la Revolución Francesa de
burguesa –es decir, de conflicto entre burguesía y aristocracia–, siempre que
por burgués no se entienda lo mismo que capitalista y se comprenda que la
cuestión en liza no era el capitalismo. El burgués revolucionario típico no era
un capitalista o ni siquiera un mercader precapitalista, sino el titular de un
cargo público o un profesional. La oposición de la burguesía a la aristocracia
no tenía que ver con la promoción del capitalismo, sino con el cuestionamiento
del privilegio aristocrático y el acceso privilegiado a los cargos públicos.
La Revolución Inglesa, por otro lado, podría
calificarse razonablemente de capitalista porque estuvo basada en la propiedad
capitalista e incluso fue dirigida por una clase que era esencialmente
capitalista. Pero no era particularmente burguesa. No solo no hubo lucha de
clases entre la burguesía y la aristocracia, sino que la clase capitalista
dominante era en realidad la aristocracia terrateniente.
La equiparación de estos casos históricos convirtió
la “revolución burguesa” en un tema central del relato capitalista. Llegados a
este punto, dicha revolución comenzó a desempeñar un papel crucial en la
explicación falaz, o mejor dicho, en la falta de explicación de los orígenes
del capitalismo. Una vez se dio por hecho que la burguesía era capitalista
intrínsecamente y por definición, se podía pensar que el capitalismo ya existía
y que lo que requería una explicación no era el origen del capitalismo, sino el
triunfo de la burguesía y con él la eliminación de los obstáculos a la victoria
del capitalismo en su conflicto con fuerzas más retrogradas.
Esta tendencia sería especialmente visible en
varias tradiciones marxistas. Es verdad que el propio Marx estuvo influido por
Guizot y el relato del avance burgués; sin embargo, en sus análisis del
capitalismo realizados en edad más madura iría mucho más allá de las ideas del
desarrollo histórico y de la lucha de clases inspiradas en Guizot. (Incluso en
su obra temprana, en particular el Manifiesto Comunista, ya se apartó en
algunos aspectos significativamente de la influencia del pensador francés.) Sin
embargo, la idea de la revolución burguesa como una etapa históricamente
necesaria, fruto de la lucha de clases entre la burguesía y las clases
terratenientes retrógradas, pasaría a formar parte de la ortodoxia simplista
cuando se recurrió a ella para apoyar la doctrina estalinista del “socialismo
en un solo país”/6 en contra de la “revolución permanente” de
Trotsky/7.
Ahora bien, la noción de “revolución burguesa” como
un acontecimiento histórico generado por un conflicto de clase entre una clase
capitalista emergente de comerciantes e industriales, por un lado, y una
aristocracia feudal retardataria, por otro, se volvió insostenible ante la
aportación de pruebas contundentes de que en ninguna parte, ni siquiera en
Francia, hubo una lucha de clases abierta entre la aristocracia terrateniente y
las clases capitalistas. Así que hace un tiempo se abandonó la noción de
revolución burguesa en su versión más burda.
Los “marxistas políticos”
No obstante, la idea como tal se mantuvo en vida,
en forma negativa, por obra y gracia de los críticos del marxismo. Sirvió de
diana importante para varios historiadores revisionistas que trataban de
poner en duda las “interpretaciones sociales” de las revoluciones
francesa e inglesa, demostrando que en ninguno de estos casos hubo nada que se
pareciera a una lucha de clases revolucionaria entre una burguesía capitalista
en ascenso y una aristocracia feudal en declive. Pero mientras los “revisionistas”
todavía apuntaban contra un tipo de interpretación social que apenas algún
historiador serio estaba defendiendo, los marxistas no se quedaron parados.
Algunos de los que habían concluido que el concepto de “revolución burguesa”
confundía más que esclarecer, y en particular los calificados de “marxistas
políticos”, comenzaron a proponer nuevas interpretaciones sociales de las
revoluciones francesa e inglesa (véase, en particular, George Comninel, Rethinking
the French Revolution, Verso, 1987/8; y sobre la revolución inglesa,
Robert Brenner, epílogo a Merchants and Revolution, Verso 2003/9).
Siguieron insistiendo en las relaciones de
propiedad social y de clase, destacando las limitaciones y los requisitos
específicos impuestos por unas relaciones de propiedad social concretas con sus
propias “normas de reproducción” distintivas, pero estas nuevas
interpretaciones sociales ya no dependían de los viejos relatos sobre las
luchas de clases entre capitalistas aspirantes y clases terratenientes
reaccionarias. Otros todavía se han mostrado reacios a abandonar la idea de la
revolución burguesa, pero para defenderla han tenido que prescindir
efectivamente de la idea tradicional de una clase burguesa ascendente frente a
una clase feudal retardataria para sustituirla por una noción mucho más vaga.
Partiendo de la identificación convencional de burgués y capitalista (siempre
problemática), un grupo de historiadores marxistas, encabezado especialmente
por Neil Davidson, ha planteado así la idea de que lo que hace que una
revolución sea burguesa, al margen de sus causas y sus agentes, es el hecho de
contribuir al avance del capitalismo. En otras palabras, son los resultados o
las consecuencias, no determinados agentes de clase, los que califican a una
revolución de burguesa.
Esta versión “consecuencial” de la revolución
burguesa aplica el concepto a toda clase de transformación de la que de alguna
manera pueda decirse que promueve el desarrollo del capitalismo o elimina los
obstáculos a su avance, independientemente de la composición de clase o las
intenciones de los agentes revolucionarios. En efecto, estos últimos incluso
pueden dejarse de lado a la hora de determinar los avances capitalistas de la
revolución burguesa, sustituyéndolos por cierto mecanismo transhistórico del
progreso “burgués”, como el avance inevitable de las fuerzas tecnológicas.
Estos consecuencialistas marxistas pueden intentar tener en cuenta, hasta
cierto punto, las pruebas históricas que ponen en tela de juicio antiguas
ortodoxias, y sería perfectamente razonable que todos dijeran que el
capitalismo no surgió como un proyecto de clase deliberado, sino como una
consecuencia no intencionada (como por cierto argumentan los “marxistas
políticos”). Incluso sería más o menos comprensible que simplemente aceptaran
la identificación (problemática) de “burgués” con capitalista y redefinieran la
“revolución burguesa” como un proceso revolucionario que, al margen de los
agentes o las intenciones, impulsara el desarrollo del capitalismo.
Sin embargo, tal como está formulado, su argumento
choca con obstáculos insuperables. Esto se debe a que se sienten obligados, por
razones en gran medida ideológicas, a conferir al concepto de “revolución
burguesa” una universalidad insostenible, que al final la priva de todo significado.
La revolución burguesa tiene que incluir no solo revueltas revolucionarias,
sino también un proceso histórico gradual muy prolongado. También está
obligada, de forma bastante explícita, a abarcar un espectro histórico
curiosamente amplio y diverso. La revolución burguesa se vuelve cada vez más
improbablemente flexible para cubrir una vasta gama de modelos históricos de
varios continentes. Pero lo que realmente comporta una contradicción insoluble
del concepto consecuencialista de revolución burguesa es que incluye no solo
casos en los que el capitalismo se vio efectivamente impulsado –por ejemplo,
con el triunfo de una aristocracia terrateniente capitalista en Inglaterra–,
sino también casos en que el desarrollo capitalista se vio realmente impedido por
la revolución. Esto salta a la vista en lo que los analistas consecuencialistas
consideran el caso clásico de revolución burguesa, a saber, la Revolución
Francesa, que tuvo por efecto la paralización del desarrollo capitalista,
afianzando la propiedad de los campesinos y facilitando un acceso más libre a
carreras estatales para los cargos públicos burgueses.
Una concepción de la revolución burguesa que
incluya tanto el caso en que se haga avanzar al capitalismo como el caso en que
se obstruya su avance podría parecer carente de todo sentido. Pero incluso si
dejamos de lado el hecho de que el concepto consecuencialista de la revolución
burguesa no guarda ninguna relación evidente con el avance del capitalismo,
como quiera que se defina el mismo, simplemente no explica ni puede explicar el
origen de las relaciones de propiedad capitalistas, por mucho que se diga que
la revolución en cuestión se produce antes de la maduración del capitalismo y
es una condición necesaria para la misma. Esto es así porque según la propia
definición de los consecuencialistas, todo lo que comporta la revolución
burguesa es la eliminación de obstáculos al desarrollo de un capitalismo que ya
existe, un capitalismo cuya preexistencia se asume. La cuestión fundamental de
cómo surgió no se puede plantear.
En su formulación más reciente, el argumento
consecuencialista subraya la importancia de las revoluciones desde arriba o
transformaciones del Estado, que luego trata de maximizar el beneficio
capitalista. Estas transformaciones del Estado pueden variar mucho de
naturaleza, de ritmos y de causas; además, las revoluciones burguesas pueden
producir una gran variedad de formas de Estado, desde Francia o Inglaterra
hasta Japón. Sin embargo, independientemente de la naturaleza y el ritmo de las
respectivas transformaciones del Estado, el consecuencialismo no explica el
origen precisamente de aquellas relaciones de propiedad capitalista que se
supone que dichas transformaciones del Estado han de hacer avanzar.
El valor explicativo del concepto de “revolución
burguesa” resulta todavía más cuestionable si reconocemos que todos los casos
de desarrollo capitalista, aparte del primero, presuponía la existencia de
imperativos, comerciales y militares, generados por un capitalismo ya existente
en otra parte. El principal ejemplo al respecto es el de las ventajas
comerciales y bélicas de que gozaba la Gran Bretaña capitalista, que afectaron
al desarrollo de otras potencias europeas y a la expansión imperialista,
especialmente al favorecer políticas destinadas a rivalizar con los británicos,
como fue el caso de Francia. De manera que este consecuencialismo es ambiguo
con respecto tanto a las causas como a las consecuencias. En este sentido, el
concepto de revolución burguesa apenas se refiere a algo específico. La idea de
revolución burguesa se ha definido al margen de la existencia. Se aplica a
todo, lo que significa que no explica nada.
La locura de la inevitabilidad
Hay sin duda un montón de cosas que explicar con
respecto a acontecimientos tumultuosos que han acompañado a la expansión
mundial del capitalismo, pero es difícil atisbar qué “revolución burguesa”
puede contribuir a tal explicación. Quienes todavía se aferran a la idea lo
hacen menos porque ilumine la historia que por su significado político simbólico.
No se trata tanto de que las revoluciones burguesas sirvan de modelos para
otras transformaciones sociales, en particular la transición al socialismo. La
cuestión es más bien que el concepto se ha imbricado desde el comienzo con la
idea del progreso inevitable. En su forma propia de la Ilustración, esto
significaba el avance de la razón, incluidos los progresos tecnológicos. En sus
formas socialistas, el progreso burgués se transformó en la inevitabilidad del
socialismo, impulsado por el desarrollo inexorable de las fuerzas productivas
cuando entran en conflicto con las relaciones sociales imperantes.
El proyecto socialista es a todas luces un sueño
vacío a menos que el socialismo sea el destino inevitable de un proceso
impulsado por la dinámica y la expansión irresistible de las fuerzas
productivas; un proceso del que de alguna manera también forma parte la
revolución burguesa, cualesquiera que sean las diversas formas que adopte. Pero
incluso sin estas motivaciones ideológicas, los consecuencialistas necesitan
una concepción de la inevitabilidad histórica simplemente para sostener su
elusiva (falta de) explicación del origen del capitalismo. Este
consecuencialismo también ha de tratar las “leyes del movimiento”
sumamente específicas del capitalismo –sus imperativos específicos para mejorar
las fuerzas productivas y eliminar los obstáculos que se oponen a esta mejora–
como leyes universales de la historia. O, para ser más exactos, estos
consecuencialistas adoptan la variante más simplista del determinismo
tecnológico para eludir la especificidad del capitalismo.
Una cosa sería afirmar la obviedad (como hacemos a
menudo los “marxistas políticos”) de que hubo importantes avances
tecnológicos en varias épocas y distintos lugares antes de que surgiera el
capitalismo; incluso se puede decir, en sentido muy amplio (por no decir
banal), que a largo plazo ha habido una tendencia incremental general a la
mejora tecnológica, aunque solo sea por el hecho de que, una vez descubiertos,
no es probable que estos avances desaparezcan sin dejar rastro. Pero este tipo
de progreso tecnológico es muy distinto de los imperativos exclusivos del
capitalismo, su obligación ineludible, como condición de supervivencia, de
mejorar continuamente la productividad del trabajo y reducir sus costes, con el
fin de competir y maximizar el beneficio. Sin embargo, el consecuencialismo nos
lleva a elidir, a desvanecer, también esta diferencia.
Necesitan esta elisión no solo para evitar la
cuestión de cómo surgió el capitalismo, sino también para sostener el punto de
vista de que, pese a todos los retrasos, distracciones o retrocesos que pueda
haber en el camino, la historia es impulsada inexorablemente por una fuerza
universal y transhistórica hacia el progreso tecnológico, que inevitablemente
culminará en el socialismo. La inevitabilidad sustituye la historia por la
teleología y socava toda noción de causalidad histórica. Esto resulta
particularmente claro en las críticas formuladas por estos consecuencialistas
contra historiadores marxistas (por ejemplo, los “marxistas políticos”)
que rechazan la noción de revolución burguesa y subrayan el papel de la
propiedad social y las relaciones de clase de maneras distintas. Estos
historiadores, según los consecuencialistas, han reducido la historia a un
“voluntarista” choque de voluntades, no solo carente de un resultado claro y de
un socialismo inevitable, sino carente incluso de cualesquiera condiciones
materiales firmes.
Esta crítica consecuencialista no podía ser más
errónea. El marxismo político insiste en que determinadas formas
sociales, como el capitalismo –con sus propias condiciones materiales, sus
propias relaciones de propiedad social y sus propias reglas de reproducción–
engendran determinados objetos y formas de conflicto. Reconoce que sus
resultados no están predeterminados, pero vienen configurados y limitados por
unas condiciones materiales específicas, por vías históricamente específicas y
mediante procesos específicos de cambio histórico: la lucha de clases en una
sociedad feudal, independientemente de su resultado, es necesariamente un
proceso diferente del de la lucha de clases en una sociedad capitalista; y
mientras nunca puede haber una garantía del resultado, el socialismo como
consecuencia de la lucha de clases en el capitalismo es una posibilidad
histórica de un modo que nunca podría darse en el contexto de unas relaciones
de propiedad social feudales.
Por mucho que el socialismo haya sido un objetivo
consciente y deliberado de algunas luchas de clases en un sistema capitalista de
una manera que, digamos, el capitalismo no era el proyecto pretendido de las
luchas de clases en el sistema feudal, esto no hace que el socialismo sea una
consecuencia. Reconocer esto es lo que significa hablar de historia en vez de
teleología. La crítica al marxismo político de ser “voluntarista”
demuestra el desconocimiento de qué significa hablar de causalidad histórica.
Parece indicar que estamos obligados a elegir entre procesos totalmente
accidentales por un lado, y una predeterminación incondicional por otro. Esto
es particularmente desconcertante al venir de defensores del nuevo
consecuencialismo, que han adoptado una mezcla curiosa de contingencia
completamente ahistórica y determinismo absoluto. Pueden seguir estando
convencidos de que la lucha de clases es la fuerza motriz de la historia, pero
insisten a pesar de ello en que su resultado tiene que estar, en última
instancia, prefijado. Han acabado defendiendo la idea de “revolución burguesa”
menos como un momento histórico que teleológico.
Al igual que tantos otros con concepciones vagas
del capitalismo, por tanto, estos críticos del marxismo político no pueden
explicar el origen del capitalismo y ni siquiera definirlo de alguna manera que
tenga sentido. Si casi cualquier cosa puede valer como revolución burguesa,
¿cómo reconocemos el capitalismo cuando lo vemos? A este respecto, ¿cómo se
puede sostener una concepción del capitalismo como forma social específica, con
sus propios principios de funcionamiento sistémicos, si sus leyes de movimiento
vienen a ser leyes transhistóricas? La mayor ironía de la visión
consecuencialista es que, al tratar de defender un tipo de ortodoxia marxista
frente a lo que sus defensores consideran una suerte de herejía, consigue
suprimir todo lo que distingue al máximo el materialismo histórico de Marx,
negando todos los esfuerzos por clarificar la naturaleza específica del
capitalismo a que este dedicó la mayor p0arte de su vida.
Este consecuencialismo vuelve en su lugar a algo
así como las concepciones de la historia que Marx rebatió en su crítica de la
economía política clásica y a las concepciones del progreso de la Ilustración.
Todo lo que añaden a una idea premarxista sorprendentemente burda es el
socialismo inevitable. A diferencia de sus predecesores de la Ilustración, Marx
sustituyó deliberadamente la teleología por la historia. Calificó su propia
crítica de la economía política, entre otras cosas, de esfuerzo por rebatir a
economistas que tratan la producción como algo que responde a “eternas leyes
naturales independientes de la historia, en que aprovechando la oportunidad se
introducen sigilosamente las relaciones burguesas como leyes naturales
inviolables en que está basada la sociedad en abstracto” (Grundrisse
I.1/10). Fue la obra de su vida sustituir esta tendencia ahistórica por
una explicación de la dinámica históricamente específica del capitalismo y sus
principios de funcionamienbto distintivos. ¿Se trata acaso de una concepción “excéntricamente
estrecha” del capitalismo?
5/12/2014
* Ellen Meiksins Wood es la autora de The
Origin of Capitalism, entre otros libros. Murió el pasado 14 de enero y VIENTO
SUR publicó un obituario sobre ella, escrito por el profesor de sociología
de la Universidad de N.Y.Vivek Chibber:
Notas:
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