LOS
FUEGOS DE LA INSUMISIÓN Y LA MANSEDUMBRE
La marcha por la vida fue también,
en parte, el escenario de estas disposiciones culturales de clase del movimiento obrero. Como no podía ser de otra manera, la
marcha multitudinaria de casi quince mil personas, entre los cuales se encontraban mineros, amas
de
casa, estudiantes y campesinos, cristalizó un modo plebeyo de reclamar al Estado. Ahí quedaba condensada una secular memoria colectiva
de producir voz demandante a través de
la explicitación del cuerpo social en movimiento. En verdad, es lo único que la multitud
tiene de propio, de directo: su número, su agregación palpable, que manifiesta la fuerza de masa. Aquí, la
ocupación de las calles, de las carreteras, es la verificación
de una identidad de cuerpo de clase, fundada en la intervención directa en la escenificación del agobio, de la injusticia soportada y en la voluntad de que eso cambie.
Es claro que este acto de fusión colectiva
de indignación, que se abre paso por la geografía, es un impetuoso acto de desposesión
de la función parlamentaria
como vertedero
deliberativo de las pulsaciones sociales; aquí la aglomeración actuante se sobrepone
como mecanismo
de deliberación fáctica de los asuntos comunes. Se abandona el centro
de trabajo, se ocupan las carreteras (Oruro-La
Paz; Sud Yungas-La Paz), y se recurre al tumulto para externalizar la palabra y el sentimiento de todos los trabajadores. Ya de entrada, esto habla de la vigencia de una particular
manera en la que se interiorizó la ciudadanía como ejercicio de derechos,[1] bajo la
forma de asociación, de cuerpo movilizado. Se trata de una exultante interpretación ética de la
vida en común,[2] entendida como asociación y movilización por centro de trabajo,
por rama de actividad y por identidad
laboral como forma de filiación social.
En este sentido,
la marcha vuelve a validar
un modo histórico de entender la política como
un hecho de masas mediante el cual: a) el trabajador asume una identidad corporativa por centro
de trabajo; y b) este trabajador colectivo, así constituido como sindicato,
interpela al Estado y ejerce, sin más
mediación, su lucha por el reconocimiento y sus derechos
públicos.
Esta manera de filiación
política y de práctica política obrera era portadora de múltiples virtudes. Por un lado, permitió crear un sentido de responsabilidad política sumamente arraigado en la vida cotidiana
y la actividad
laboral. Dado que, para ejercer derechos y modificarlos,
el punto de encuentro
y verificación es la
unificación por centro de trabajo
más su movilización, el acto de la política
es una competencia socializada, practicada directamente por el trabajador como una más de sus funciones
cotidianas. El papel de los especialistas de la “política”, que monopolizan y privatizan este bien colectivo, queda así en gran parte limitado, ya que hay una inclinación generalizada a conceptuar el bien común como una competencia del común, de todos.
Por otro lado, la verificación de esta responsabilidad, por su propia cualidad de masa, no puede menos que practicarse a través de mecanismos de unificación colectiva
como la asamblea, la
marcha, la movilización, la rebelión. Esto significa que la representación simbólica[3] de la lucha por los derechos colectivos no sólo es un lugar de formación
de una identidad
social,
sino que además sólo se puede ejecutar mediante técnicas asociativas comunalizadas, esto es,
que
son capaces de crear interunificación práctica y autónoma entre los trabajadores. De ahí que la medida de la democracia, en toda la época en la que prevaleció esta manera de entender
la política, no fuera un problema cuantificable en votos ni en ingeniería de pactos parlamentarios, como lo es hoy. Democracia era básicamente la intensidad unificadora
por centro de trabajo
del conglomerado laboral y el grado de permeabilidad del Estado para reconocer, oír y canalizar
las demandas de la sociedad sindicalmente organizada.
Estos elementos, a su
vez, han permitido forjar en la historia una autorrepresentación obrera signada por la unidad, la disciplina laboral y la movilización de masas. Dado que el obrero sólo puede mirarse a sí mismo a través de su cohesión
con los demás y a
todos juntos en estado de tumulto movilizado, hablamos de una identidad de clase caracterizada por la fidelidad a los mandos sindicales y al estado
de congregación actuante. Se trata de un auténtico
prejuicio de clase, resultante de una lectura interna de la historia, en la que lo único permanente en las luchas
desplegadas ha sido el sindicato y la solidaridad de otros sindicatos. Mientras los pequeños partidos y los caudillos
se disuelven ante las primeras balaceras, el sindicato está ahí para proteger a las familias,
para cuidar a los hijos abandonados, dar trabajo
a las viudas, para hacer conocer lo
que
pasa en otros campamentos, para enterrar a los muertos.
En fin, ha sido el sindicato-en-lucha el lugar donde el ser desarraigado de la tierra y del ayllu encuentra un sentido de intelección de la vida,
una
nueva familia perenne, que le devuelve la vivencia de integración y de trascendencia sin la cual ningún
ser humano es capaz de sostenerse en pie. En fin,
el sindicato, su disciplina, sus costumbres movilizadas,
son el lugar donde el obrero se puede mirar a sí mismo en la historia y proyectarse en el porvenir, de retarlo,
de desearlo y hundirse
en él. En este sentido, se
puede decir que el
sindicato fue la
única organización de clase obrera del siglo XX.
Por último, esta manera
de entender y ejercer las
funciones políticas fue, con todo, el único momento duradero, en las últimas décadas, en
que
la política dejó de sostenerse en
la
activación de redes de parentesco y el soborno
del miserabilismo económico, tan propios del comportamiento de las clases dominantes
y las
clases subalternas. El patrimonialismo[4] y el clientelismo,[5] tan enraizados en los habitus señoriales de las clases pudientes y en los habitus
dominados[6] de las clases
menesterosas, tuvieron en la forma sindicato, en particular
obrero, el único lugar
donde material
y culturalmente, y no sólo por medio de “llamados
a la conciencia” como hoy, comenzaron a ser disueltas
por prácticas y redes de filiaciones políticas modernas basadas en la adhesión y el compromiso ético.
Personas provenientes de los más distintos
lugares geográficos, desprendidos de los tejidos
de filiación sanguínea o de paisanaje, se agrupaban
por centro de trabajo para practicar desde ahí, sin mediación ni mercadeo de voluntades, su manera de intervenir en la gestión de los asuntos
públicos. La extinción posterior de esta manera de hacer política, que trajo consigo la “relocalización” (despido) y el enseñoramiento de los partidos
políticos, hará regresar a la sociedad
entera a los hábitos
decimonónicos de la consagración política por la vía del linaje de las elites gobernantes y la extorsión de la pobreza de los dominados.
Pero a la vez, hay un tronco de mansedumbre que se reconstruye a través de estas formas de entender la política. La marcha minera, en su euforia colectiva
desparramada por la carretera,
no se presenta en ningún momento para los mineros como
un medio para arrebatar, para tomar de facto lo que se cree que es propio. Se puede decir que en
todo el acto dramático de marchar lo que se está escenificando es la primordial manera de estructurar el
mundo a la que está acostumbrado el obrero,
y según la cual su papel muchedúmbrico y arriesgado lo es en cuanto demandante, en
cuanto peticionario alevoso y digno de lo que supone son
sus derechos, sus
necesidades y expectativas. Pero entonces aquí el
derecho no es tanto una autoconciencia con efectos prácticos de la posición
que uno ocupa en el mundo, y mediante
la cual uno ocupa el mundo, sino un gesto colectivo para obtener reconocimiento
ante el Estado,
para obrar de una manera en el mundo. Es, en definitiva, en el Estado en quien el obrero se refleja para hacerse reconocer en sus prerrogativas públicas. Ciertamente, es
una
apetencia política muy intensa la que se pone en marcha, y de hecho no es exagerado
afirmar que los obreros,
y en particular
los mineros, en toda esta época que va de 1952 a 1990, han interiorizado como un componente indisoluble de su identidad de clase
la
cercanía al Estado, la ambición de integración en el Estado.
Pero, a la vez, no se trata de una presencia en el Estado como objetivación de un yo
colectivo de clase; es decir, el minero no se ambiciona
en el Estado como titularidad gubernativa. Al contrario,
se ambiciona poderosamente en
el
Estado como súbdito, como seguidor, arrogante
y belicoso,
pero tributario de adhesión y consentimiento negociados. El obrero no se ha visto jamás, a no ser en momentos extremos y evanescentes, como soberano; pues el soberano no pide sino ejerce, no reclama
sino
sentencia. Si bien el
sindicato, movilizado a lo largo de todos los años anteriores desde la revolución de 1952, fue capaz de abrogar
el monopolio de las decisiones políticas basadas en el linaje, el conocimiento letrado y el dinero,
nunca ha de abandonar la creencia de que el
apellido, el dinero y el conocimiento letrado son los requisitos imprescindibles para gobernar.
Esto significa que la manera de proyectarse en el ámbito político sea meramente interpelatoria, no ejecutiva; esto es, que el
obrero, a raíz de sus luchas, se siente portador inexcusable del derecho a hablar, a resistir, a aceptar, a negarse a acatar, a presionar,
a exigir, a imponer un rosario de demandas a los gobernantes, pero nunca ha de poder verse a sí mismo en el acto de gobernar. Es como
si la historia de sumisiones
obreras y populares
practicadas desde el coloniaje se agolpara
en la memoria como un hecho inquebrantable, adherido al cuerpo obrero, y empujara a la masa movilizada a enfrentarse al poder como
simple sujeto de resistencia, de conminación, de reclamo, y no como sujeto de decisión y soberanía ejercida. La imagen que de sí misma habrá de producir la condición obrera es la del querellante, no la del soberano.[7]
Hay una inclinación irreductible de este proletariado, y
en general
del
proletariado moderno,
a buscar sus derechos
por mediación del Estado,
lo que significa un reconocimiento implícito del Estado como representante general
de la sociedad, como lugar de la constitución de un sentido de comunidad y adquisición de reconocimiento.[8] Pero, y esto es una singularidad de la formación de la condición obrera y popular en Bolivia, se trata además de una pertenencia dependiente, de una integración subordinada al Estado.
La actitud peticionaria en el ámbito
obrero explicita el carácter imprescindible de la aquiescencia de los gobernantes para ejercer
un derecho, porque parecería ser que sin ese consentimiento, ese derecho careciera de legitimidad y validez. Parecería que el mundo se estructurara en el imaginario de clase, de tal manera que la propia identidad
actuante
sólo pudiera consagrarse públicamente mediante el reconocimiento positivo (conquista de derechos)
o negativo (la represión
y la masacre)
por parte de los
gobernantes. Sin duda se trata de un auténtico habitus
de clase, que a lo largo de la historia reconstituirá
el núcleo conservador y dominado de la
condición obrera. Es quizá en esta anhelante búsqueda
de la mirada de los
dominantes para poder certificar la presencia de los dominados, donde habría que ir a buscar
la inclinación a un hábito mendigo de las clases populares o la predisposición a observar el cumplimiento de sus derechos como dádivas y favores personales otorgados por el personal gubernativo.
En la marcha,
la memoria de estas sumisiones, corporeizadas como sentido
común, guía los gestos mineros que se despliegan en el pavimento. En términos estrictos, la marcha, que con el pasar de los días llegará
a cobijar a más de diez mil mineros,
será la más grande escenificación de esta sujeción
de
la clase a la legitimidad estatal. En general, los mineros hacen lo que hacen para recordar al Estado
que él no puede hacer lo que está haciendo, que no puede romper unilateralmente un pacto con los primordiales fuegos de abril, cuando quedaron
fijadas
las prerrogativas y las dependencias
entre dominantes y dominados; se marcha, pues, para forzar nuevamente la inclusión de los derechos del trabajo en el ordenamiento del Estado.
A nadie se le ha ocurrido marchar para desconocer a Paz Estenssoro, que incluso había ganado
en varios de los distritos mineros en las recientes
elecciones de 1985; se marcha pues como gesto ritual y recordatorio de los compromisos históricos a quien precisamente emblematiza la impronta obrera en la nación: Víctor Paz Estenssoro.
Sin embargo, el hecho de que en este llamado
a la reconstitución de los pactos inclusivos en el Estado los mineros recurran al gesto doloroso y sufriente del cuerpo colectivo señala hasta qué punto las inclinaciones insurrecionales, con las que se forjó la correlación de fuerzas del Estado nacionalista, han cedido su lenguaje
vigoroso y arriesgado, por la puesta en escena de un tormento colectivo
a lo largo de trescientos kilómetros.
Ciertamente, en esto está
presente la reactivación de un imaginario de clase, que narra su paso por la
historia a través del recuento de las masacres, el dolor y la injusticia perenne de una patria ingrata
que maltrata a quienes
la sostienen. De ahí que se
pueda decir que el movimiento obrero ha producido una narrativa sufriente
de su devenir de clase, donde el martirologio, la
desgracia y las tribulaciones marcarán el
único camino hacia lo que se
considera una venidera
redención, ineluctablemente ganada a costa de tanta desdicha.
La marcha, los
pies sangrantes, la
comida improvisada, la
lejanía de los
seres queridos, son los
gestos mediante los cuales reconstruyen su memoria para interpelar al Estado.
Pero ahora hay una peculiaridad distintiva de este recuento de experiencias pasadas. Antes, las experiencias de tribulaciones y actos de sufrimiento colectivo siempre fueron el resultado inesperado de demandas, de reclamos y luchas que los obreros se sintieron empujados a dar para obtener
lo que ellos habían considerado como justo.
Las penalidades colectivas emergían como respuesta brutal de
unos gobernantes insensibles, que no derogaban
la creencia moral de la justeza de lo reclamado y que, por tanto, más pronto o más tarde sería nuevamente contraargumentada
con una nueva movilización de las certezas morales de la clase. La marcha, en cambio, es una producción de penalidades deliberadas, decididas por cuenta propia; no la respuesta, sino el
enunciado con el que se dirigen al Estado.
¿Qué es lo que ha llevado
a esos mineros a recurrir a lo último que
el ser humano
utiliza cuando ya no tiene otras opciones, como es el cuerpo, como lugar de exhibición pública de dolor? La huelga de hambre,
o el suicidio,
en su versión más radical, siempre ha sido el último refugio
del ser que, inhabilitado de medios de poder e influencia ante sus interlocutores, arrojado a la impotencia absoluta, recurre al propio cuerpo, a la autoprivación y al riesgo de muerte autoinfligido como
último recurso de libertad para eludir la cadena de imposiciones que le ha arrebatado la posibilidad de ser reconocido. Es el último peldaño
del ser dominado que está a la defensiva, que ya nada puede hacer para revertir su situación subalterna, y que se refugia en el drama del cuerpo para lograr reconocimiento, mediante la conminatoria extrema del autosuplicio o la búsqueda de la muerte. Su efecto, en caso de darse, vendrá por el hecho de remover los más básicos fundamentos
morales de los dominantes, en cuanto seres humanos, que podrán verse compelidos a otorgar
un plus simbólico
de credibilidad, de poder al dominado,
a fin de integrarlo nuevamente al ámbito de la
economía de derechos y concesiones sociales.
La dramática marcha por la vida de 1986, que abrirá un largo ciclo de marchas
y crucifixiones populares en las siguientes décadas, marcará a su modo el nacimiento de una época de impotencias dramatizadas de las clases populares. La impotencia, puesta de manifiesto aquí, no es, en aquella parte del espacio político, definida por la capacidad
de movilizarse en masa o por la obtención de solidaridad de otros sectores sociales. Diez mil mineros caminando por días es, no cabe duda, una inédita acción multitudinaria, y el apoyo de los Comités
Cívicos de Oruro
y Potosí, que entraron en huelga en los días
previos,[9]
más la adhesión de comunarios,
pobladores
y
estudiantes, muestra esta amplitud de conquistar apoyo de otros conglomerados empobrecidos. La impotencia aquí
se
ha de dar en aquella franja central del espacio político que tiene que ver con
la
capacidad de generar
horizontes de organización y acción social propositiva. Los mineros carecen de un plan para producir historia colectiva que vaya más allá del legado por el capitalismo de Estado, en su versión nacionalista o izquierdista (el llamado “socialismo”), y que en 1986 se derrumbará estrepitosamente frente a los atónitos
ojos de los mineros.
La fuerza obrera,
la identidad de clase consagrada revolucionariamente a través
de la insurrección de abril, tuvo al Estado y a
la economía
estatalizada como su fundamento material y político. La fortaleza
del Estado nacionalista y de su basamento económico, como la industrialización estatalizada, fue simultánea a la fortaleza del movimiento obrero. De hecho, la posibilidad de la
obtención del excedente social gestionado por el Estado, que le
permitió crear los primeros pasos de una integración territorial y económica, dependía de la minería y sus mineros. A su vez, los mineros podían tener la certeza de su importancia social y de su capacidad de producir
efectos de reacción
estatal, en la medida en que pertenecían a empresas estatales
y el sindicato
era reconocido como el modo predominante de ejercicio
de ciudadanía.[10]
Por eso los hechos
políticos sucedían de ese modo tan paradójico en el cual, si bien por una parte mineros y Estado aparecían como los
más
irreductibles opositores (bajo la
forma elocuente de enfrentamiento entre mineros y militares), lo eran porque al
mismo tiempo, en la raíz de la historia de ambos, cada uno era el engendro
del otro y su extensión
más duradera (bajo la forma de la gestión de la producción minera
y circulación de los excedentes
económicos).
Los mineros habían
producido, como ningún
otro sector social, las cualidades estatales de la vida política, y cuando los usufructuarios dominantes creyeron que había llegado el momento de romper
ataduras y reconfigurar
la relación de fuerzas en el
interior del Estado, los obreros no supieron qué hacer; carecían de opción, y a
lo único que se inclinaron de manera obsesiva fue a rememorar la antigua composición de fuerzas, los añejos pactos inclusivos dentro del mismo ordenamiento estatal y económico. Carecían de plan histórico y, por primera vez en su historia
de clase, se volvieron conservadores, pues sólo atinaron a proponer la preservación de lo existente.
El minero, que había impuesto
su sello al corpus espiritual del Estado nacionalista, se había desenvuelto en él, y su campo de visibilidad era el que otorgaba ese ambiente cultural. Más allá
de
la retórica pseudosocialista, el proletariado era nacionalista y con razón, porque fue
dentro del programa nacionalista donde produjo su unidad, su identidad de clase, su épica, su ascenso
social a través del sindicato y su pequeño bienestar. Por eso, cuando el propio Estado inició el desmantelamiento de los pilares materiales y organizativos de la antigua trama estatal y de las antiguas adhesiones, se estaba evidenciando que las principales fracciones de las clases
dominantes, constituidas en y gracias
al Estado nacionalista, estaban delineando una nueva trama política, donde el obrero quedaría desprovisto de su intrusión y protagonismo en el Estado. En cierto modo, era una declaratoria de guerra, si
entendemos la guerra como una abrupta
ruptura de la relación de fuerzas
sociales llevada a cabo por todos los medios, incluidos los de la violencia física.
Inicialmente, el
movimiento obrero no lo entendió
así, o no quiso entenderlo,
y
obró como estaba acostumbrado: reponer la economía de demandas y concesiones mediante la huelga, el
paro y la movilización. Y cuando
se percató de que lo que estaba en juego no era la forma de ese mercado político, sino la propia naturaleza, el contenido de los vínculos políticos anunciado por el cierre de minas y la muerte de la condición
material de clase, se
sintió incapaz de producir un proyecto autónomo de orden social
distinto al que había conocido hasta el momento, y demandó
el regreso al antiguo
horizonte histórico del Estado nacionalista.
Con ello, se inició un ciclo
de
derrotas de largo aliento en el
que, frente a una iniciativa arrolladora de las clases
pudientes, las clases subalternas no atinaron más que a atrincherarse en la evocación de antiguos pactos sociales que la habían arrojado a la pérdida
de iniciativa histórica, de imaginación propositiva, de autonomía, que hoy, catorce
años después, lentamente comienza a ser revertida
por estructuras de movilización social de nuevo tipo, como la Coordinadora del Agua y la Vida de Cochabamba.
Por cierto, el problema
no fue la falta de propaganda de los
“activistas” que panfleteaban sus ofertas programáticas.
Pensar que las clases sociales eligen sus rumbos en función de la influencia pedagógica de unos cuantos escribanos es reducir la sociedad a un aula escolar compuesta
por párvulos ignorantes y maestros portadores del saber y, peor aún, pensar que la objetividad del devenir de las luchas
sociales y de las condiciones de clase puede ser reemplazada por los efímeros diagramas de las ideas.
La impotencia de horizonte
histórico que emergerá en la marcha por la vida está anclada
en hechos más poderosos que la propia constitución de las clases laboriosas, como son los hechos prácticos y los efectos
materiales que las clases son capaces de desplegar
en el interior de las estructuras
técnicas
y simbólicas de su condición de clase. En particular, es en las características de las maneras de unificarse, de resistir, de proyectarse en el ámbito de la estructura técnica y organizativa del proceso de trabajo industrial, es decir que es en la
manera de constitución de la
identidad política de clase contemporánea donde
hay que ir a rastrear
la producción de sumisiones, dependencias y limitaciones de la clase obrera boliviana que emergerá en el momento de la marcha y en su desenlace.
En general, la condición obrera
se ha caracterizado por la
radicalidad de demandar y no tanto por la radicalidad de lo demandado
al Estado y a
la patronal. Desde los años veinte, el movimiento
obrero ha creado una cultura reivindicativa centrada en el salario, los
beneficios sociales, la alimentación, la
protección familiar, la salud, la vivienda,
el cuidado
familiar que,
ciertamente, poseen una
absoluta legitimidad en cuanto conquista de derechos sociales y laborales
mínimos e indispensables para garantizar la
continuidad del trabajo
y la vigencia
de una dignidad colectiva. Se trata en su totalidad de un conjunto de derechos articulados a la regulación del valor social
medio de la fuerza de trabajo, esto es, refieren al ámbito de la valorización histórico-moral de la
fuerza de trabajo[11] dentro
del espacio del mercado de la fuerza de trabajo. Se trata del punto de partida y del punto de llegada de
la
constitución del obrero como clase moderna, esto es, como portador de una mercancía que negocia los niveles de su realización mercantil, y que a lo largo de la vigencia del capitalismo ha tenido fuertes implicancias políticas de tipo reivindicativo, como sucede en Bolivia.
Sin embargo, existe otro espacio probable de constitución moderna de la condición obrera que, emergiendo de la posición objetiva del sujeto que vende la fuerza de trabajo
bajo las leyes de la lógica mercantil, inicia su desmonte simultáneo, por cuanto se
dedica a erosionar
la propia constitución de la fuerza de trabajo como mercancía medida y regulada por el valor. Este espacio, que marca la
franja crepuscular de la normatividad
del capital como hecho económico, cultural y simbólico, es el de la autoorganización del trabajador
en
el interior del proceso de trabajo, en acto de disputa y modificación de la realidad técnica y organizativa del trabajo como trabajo asalariado, como trabajo para valorizar el valor. Son los actos de resistencia, de interunificación de los trabajadores
para desplegar, corpuscular o ampliamente, estructuras de gestión de la realidad material del trabajo capaces de eludir la subsunción general del trabajo al capital, y, por medio de cuyas luchas, vertidas de múltiples formas y a lo largo de décadas, van creando
un tejido organizativo, cultural y simbólico en disposición de engendrar horizontes de historia social autónomos, proyectos
de iniciativa histórica susceptibles de disputar el
sentido general del devenir, producido recurrentemente por las
clases dominantes. Este nivel de autoorganización
de clase es el que, con el tiempo, produce efectos políticos de tipo revolucionario, que complementan y
expanden ilimitadamente el tipo de práctica política reivindicativa, surgida de la lucha por derechos laborales mercantiles. Otra manera de leer estos dos niveles
de la lucha política en la sociedad moderna es que el primero compete al nivel del sistema
social de libertades, en tanto que el otro compete al
sistema de necesidades. Una lectura del socialismo como mera satisfacción del sistema de necesidades, al margen de la ampliación del sistema de libertades, es
el que en general ha predominado en los antiguos
partidos de izquierda con influencia en el movimiento obrero, y que ha creado el ambiente intelectual y discursivo del enseñoramiento de la razón cultural del capitalismo de Estado
y del discurso
nacionalista.
El mundo obrero boliviano, precisamente, ha cultivado un tipo de práctica política
fundamentalmente reivindicativa, en tanto que las prácticas políticas
productoras de horizonte estratégico alternativo
han sido bastante restringidas, por la reconstitución de sumisiones y mansedumbres en el interior
del campo de fuerzas de clase que se dan dentro del proceso
de trabajo y el proceso de producción en general.
En cierta medida, el obrero boliviano, a diferencia de los trabajadores de otros países latinoamericanos, ha sabido llevar
adelante una cultura de subordinación productiva basada en la sublevación intermitente y el lenguaje de masas. Pero a la vez, se ha impuesto
limitaciones sistemáticamente, ha eludido o no ha creído necesario expandir luchas en el
propio ordenamiento de la racionalidad productiva moderna, reconstituyendo continuamente los mandos organizacionales, los usos técnicos de los sistemas productivos, la intencionalidad sesgada de la productividad capitalista y los esquemas
organizativos técnicos del trabajo objetivantes de la lógica empresarial y de la acumulación.
Los contados momentos
visibles en los que esta mansedumbre técnico-organizativa se ha puesto en duda, a través
de las propuestas de cogestión, señalan una búsqueda renovada por incorporar este ámbito
fundamental en las estrategias de resistencia. Sin embargo,
por lo general, han sido propuestas de elites
dirigentes, que se han limitado
a modificar cuestiones de administración
y
gestión externa, dejando de lado el
espacio de la
materialidad específicamente
productiva del proceso de trabajo.
Que los mineros
concurran a la carretera
Oruro-La Paz con sus cascos, sus frazadas y unas cuantas
dinamitas, pero sin una creencia
aglutinante de lo que podría ser un devenir
histórico autónomo, precisamente hallará sus condiciones de posibilidad en que éste tampoco había sido producido previamente desde el
centro de trabajo. La estructura
simbólica
de clase quedará
así fusionada al Estado nacionalista y, cuando
éste comenzara a despedazarse, lo haría arrastrando las propias estructuras mentales y organizativas del proletariado boliviano.
No ha de ser extraño entonces que los mineros que atraviesan Caracollo, Konani, Lahuachaca y Patacamaya no se estén movilizando para imponer
un nuevo derecho legítimo, porque así lo han imaginado
desde el momento en que lo han experimentado como prerrogativa deseada desde su fuente de trabajo; lo que se
está pidiendo es que se cumpla
con un derecho que ya se sabe que está impregnado
en
la antigua institucionalidad estatal.
La experiencia del cuerpo, que representa en la carretera el dramatismo de la vida en los campamentos, se muestra también como lugar de enunciación de una mitología política
de clase del obrero en el
Estado. La autoridad
de la Autoridad
gubernativa no está en cuestión; sus atributos de decidir, delegados
y tolerados por los propios gobernados,
no son puestos
en duda. Es más, tanto gobernantes como gobernados
están siendo ratificados en sus respectivas posiciones políticas por obra práctica de los mismos gobernados, que no hacen más que reafirmar su posición
de gobernados
en el momento de demandar
la vigencia
de sus antiguos derechos de gobernados.
Desde el momento en que
se acude al gobernante para exigirle que no quiebre impunemente los acuerdos primigenios, se está convalidando tácitamente la delegación del poder de decisión y la separación reglamentada
entre dominantes y dominados. El lenguaje colectivo de la denuncia
de la transgresión moral del Estado, que se manifiesta a través de los signos del cuerpo,
de la gesticulación dramática
de los dilemas sociales, exacerbará aún más la fatal impotencia de estos mineros heroicos, que han cambiado
las balas en los pechos por los callos en los pies, para demandar lo que consideran sus derechos.
La marcha, desde su inicio hasta su cerco, será el recordatorio mímico de un pasado
subalterno, sostenido en la pertenencia de la
minería al núcleo fundador el Estado-nación; en los pliegues del belicoso lenguaje
y la puesta en escena del testimonio
del cuerpo, está la remembranza agónica de la centralidad del ser minero en el Estado, en tanto que la escenificación de la demanda pertenece al gesto del suplicio colectivo, que pretende rasgar la máscara de indolencia que se han puesto los gobernantes.
Atrás ha quedado la tentación de la ocupación y el levantamiento armado, que había despuntado en el horizonte en las jornadas de marzo de 1985. Incluso, vistas desde el temperamento de esta nueva marcha, se puede decir que esas consignas gritadas entonces desde los
camiones que los
regresaban a sus distritos eran poco menos que efímeros destellos, en
medio de un estado de ánimo signado por la pasiva espera de que “alguien” distinto a ellos, unos “doctores”, unos “jefes”, unos “militares”, tomaran las riendas de los asuntos públicos para apoyarlos.
Durante años se había originado una larga cadena de hábitos colectivos, donde los obreros se veían a sí mismos y
actuaban como feroces opositores de gobernantes
autoritarios, o inquebrantables soportes de gobiernos y propuestas que ampliaran el
campo de ejercicio de demandas populares. Pero, en ninguno de los dos casos, se habían visto a sí mismos como ejecutantes del acto de gobierno,
como tampoco se veían como gestores del ámbito técnico productivo de la empresa. Siempre habían ordenado el campo significante de la lucha en términos
de alguien a quien resistir y de alguien a quien apoyar, sin necesidad
de cuestionar la pertinencia de la existencia de “alguien” por encima de ellos.
Es como si la identidad de clase requiriera, para existir públicamente,
de un tercero inclusivo,
de
un portavoz[12] que validara
la existencia colectiva
de la clase movilizada. Pero aquí, este “tercero inclusivo”, por la vía de la resistencia o el apoyo brindado hacia él, es un agente externo, que no pertenece ni a la clase ni a sus representantes
directos, sino
al
mundo institucionalizado del Estado.
La marcha minera es, así, un eslabón de estas luchas de reconocimiento no en el Estado, sino por el Estado como modo de validación de la propia presencia histórica de la clase obrera. Ante él, lo que se le dice ahora es que no puede abandonar a
los obreros; el sacrificio de la marcha es el medio al alcance, el último en este caso, para llamar la atención,
para pedirle que regrese a alguien
que ya no está dispuesto
a seguir moviéndose
en el mismo espacio y con las reglas de juego a las que están acostumbrados los mineros. El cierre de operaciones no es la radicalización de las opciones
del espacio compartido
entre Estado
y mineros, es sencillamente el fin
del
espacio social de la narrativa obrera de los últimos
cincuenta años; en realidad el único que conoció, y el que interiorizó el proletariado como substancia. El fin de este espacio se comenzará a vislumbrar como el fin del proletariado, de las estructuras
materiales y de las estructuras mentales de la condición obrera. Muchos hablarán de la
extinción de la
clase obrera.[13] Sólo años después se darán cuenta de que el fin obrero, sellado en Calamarca, no será el del proletariado en general, sino el de un tipo de proletariado, de un tipo de estructuras materiales y simbólicas de la condición de clase, y del largo y tortuoso proceso de formación
de nuevas estructuras materiales y simbólicas que están dando nacimiento a una nueva condición
obrera contemporánea en el siglo XXI.
Fuente:
La Potencia Plebeya
Álvaro
García Linera
Siglo
del Hombre Editores
CLACSO
Segunda
Edición 2009
Pág.
197 - 210
|
Texto extraído
de Álvaro
García Linera, “La muerte
de la condición obrera del siglo XX”, en El retorno de la Bolivia plebeya, La Paz, Comuna y Muela del Diablo, 2000
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[3] Ernest Cassirer, Filosofía de las formas simbólicas; fenomenología del reconocimiento. Tomo II. México, Fondo de Cultura
Económica, 1998.
[4] Max Weber, “Sociología de la
dominación”, en Economía y sociedad, México, Fondo de Cultura Económica, 1987
[5] Norbert Bobbio, El futuro de la democracia, México, Fondo de Cultura
Económica, 1986; Máximo
Quisbert, “Fejuve El Alto 1990-1998: dilemas del clientelismo colectivo en el
mercado político en expansión”,
Tesis de Licenciatura, carrera de Sociología, Universidad Mayor de San
Andrés (UMSA), 1999
[6] Pierre Bourdieu, La distinción, Madrid, Taurus, 1998; también,
del mismo autor, “Campo
del poder, campo intelectual y habitus de clase”, en Intelectuales, política y
poder, Buenos Aires,
Eudeba, 2000
[9] José Pimentel Castillo, “La marcha por la vida”, en Problemas
del sindicalismo, Llallagua, Universidad Nacional Siglo XX, 2000
[10] Álvaro García Linera, “Ciudadanía y democracia en Bolivia,
1900-1998”, en Ciencia Política, No. 4, junio de 1999
[12] Pierre Bourdieu, “La delegación y el fetichismo político”, en Cosas dichas, Barcelona,
Gedisa, 1996
[13] C. Toranzo et al., Nueva derecha y
desproletarización en Bolivia, La Paz, Unión Nacional de Instituciones para el Trabajo de Acción Social (UNITAS) e instituto Latinoamericano de investigaciones Sociales
(ILDIS), 1989
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