Editorial de La Jornada
11-06-2016
El candidato liberal Pedro Pablo
Kuczynski se perfila como el presidente electo de Perú al adelantar a
Keiko Fujimori con 12 mil 562 votos, una ventaja considerada
irreversible cuando falta por computar únicamente 173 de las más de las
73 mil actas de la segunda vuelta realizada el domingo 5. De acuerdo con
este resultado, el veterano político obtuvo 50.12 por ciento de los
votos frente a 49.88 por ciento de su contendiente. Pese a esta apretada
victoria, el gobierno entrante deberá enfrentar una oposición
fujimorista que contará con mayoría parlamentaria absoluta al haber
obtenido 73 de los 130 escaños en el Congreso.
No puede soslayarse que el proyecto construido por el fujimorismo es
en realidad el de un grupo delictivo arropado por la institucionalidad
política, el cual resulta particularmente peligroso por la base de apoyo
social construida a partir del reparto de recursos cuyo origen nunca ha
sido aclarado. Por ello, constituye un motivo de alivio para la
sociedad peruana el que se haya logrado derrotar a la mafia encabezada
por Keiko Fujimori desde que su padre, el ex presidente Alberto
Fujimori, fue encarcelado por las graves violaciones a los derechos
humanos perpetradas durante su gobierno (1990-2000).
Sin embargo, es difícil depositar expectativas de cambio en la figura
de Kuczynski, un miembro de la vieja clase política oligárquica que
desde hace medio siglo ha combinado su papel de directivo en grandes
trasnacionales con el ejercicio de la política. Su ideario de
neoliberalismo irrestricto y su cercanía con la industria extranjera de
la energía y las minas permiten anticipar una falta de novedades frente a
las políticas implementadas por sus antecesores, las cuales enfrentan
una oposición creciente de amplios sectores sociales y se han mostrado
incapaces de responder a las carencias crónicas del país.
El actual resultado electoral se inscribe en la lucha que ha
signado a la política peruana desde que Alberto Fujimori desplazó a la
clase gobernante tradicional con el llamado autogolpe de 1992,
un proceso que incluyó la disolución del Congreso y la intervención del
Poder Judicial. Es deplorable que un cuarto de siglo más tarde, la
disputa por la Presidencia siga siendo una lucha entre estas dos
facciones políticas, y no un proceso que contraste alternativas para
resolver los graves conflictos sociales acumulados en Perú.
Cabe recordar que el mandatario saliente, Ollanta Humala, llegó al
gobierno gracias a un discurso crítico hacia las medidas neoliberales
que habían exacerbado la desi-gualdad económica y atizado el descontento
social, pero ya en el poder se plegó a esa misma lógica de corrupción
institucional. Este viraje muestra la capacidad de las facciones
tradicionales para neutralizar propuestas transformadoras y explica el
tremendo desgaste del mandatario saliente, quien deja el cargo con una
aprobación de apenas 17 por ciento.
En un escenario tan sombrío para la nación andina, cabe hacer votos
porque Kuczynski lleve adelante al menos una administración honrada y
con sentido de país, más allá de las limitaciones que su proyecto
permite vislumbrar desde ahora.
Fuente: http://www.jornada.unam.mx/2016/06/10/opinion/002a1edi
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