18/07/2018
En 1945, los
franceses sabían lo que acababa de acontecer. En 2015, deberían saber mucho
más. En 1945, ante la pregunta “¿Quién fue el que más contribuyó a la derrota
alemana?” un 57% de los franceses respondía “la Unión Soviética”, solo un 20%
respondía “Estados Unidos” y un 12% “Gran Bretaña”. Pero cincuenta años más
tarde, todo ha dado un vuelco: en 1994, en el marco de las celebraciones del
quincuagésimo aniversario del desembarco aliado en Normandía, un 49% citaba a
Estados Unidos, el 25% a la URSS y el 16% a Gran Bretaña. En 2004, esa
tendencia se acentuó: el 58% citaba a Estados Unidos y solo un 20% a la URSS.
En 2015, el encuestador británico ICM obtiene peores resultados aún en Francia,
Alemania y Gran Bretaña.
Sin embargo,
los hechos son incuestionables. Hitler arriesgó y perdió sus mejores tropas
ante Moscú y Stalingrado. Utilizando los enormes aparatos de producción robados
en Francia y Bélgica, en aquella ofensiva movilizaba a un importante número de
fuerzas extranjeras y se beneficiaba de la extraña pasividad de Estados Unidos.
Este país, por su parte, se negó durante años a abrir un segundo frente en
Europa occidental y solo desembarcó en el último momento, en junio de 1944. La
mayor parte de Europa ya estaba liberada o a punto de estarlo. Podemos resumir
lo que pasó en una frase: “Volar en auxilio de la victoria”.
Por cierto,
en aquella guerra antifascista, la URSS perdió a 23 millones de ciudadanos,
mientras que Estados Unidos a 400 mil (184 mil de ellos en el frente europeo).
Los periodistas e intelectuales occidentales que actualmente minimizan o
desacreditan el papel jugado por la URSS son realmente ingratos: sin aquellos
horribles eslavos, ¿quizás hoy estarían hablando alemán en alguna sección de la
Propaganda Abteilung?
El robo de
la Historia
¿Cómo se
puede plantear una misma pregunta —no sobre gustos personales sino sobre hechos
históricos— y obtener primero un resultado ajustado a la realidad y luego otro
completamente falso? En realidad, ese falso resultado no es espontáneo, sino que
ha sido fabricado mediante un condicionamiento de la opinión occidental: con un
despliegue publicitario sobre el tema de “Estados Unidos, nuestros
libertadores” y una diabolización de la “URSS, cómplice de Hitler”.
Esta
ignorancia ¿puede considerarse grave? ¿O se trata de una cuestión del pasado
que debe dejárseles a los historiadores? No, no se trata únicamente de nuestro
pasado. Conocer la Historia es crucial. Para que en la actualidad cada
ciudadano pueda responder a la pregunta “¿Guerra o Paz?”, es esencial
comprender las “reglas del juego” entre las grandes potencias y cómo hemos
llegado hasta aquí. He aquí por lo que el libro de Robert Charvin es precioso,
y diría aún más: indispensable. Porque nos pone en guardia contra lo que él
llama el “robo de la Historia”, al mostrarnos que por mucho que la deformen y
manipulen al servicio de ambiciones inconfesables, nunca lograrán dejarla
atrás.
“¡El robo de
la Historia!”. ¿No es demasiado fuerte esta expresión? No. Apoyándose en hechos
precisos y en fuentes indiscutibles, Charvin nos hace comprender lo
artificiales que son las presentaciones de algunos intelectuales y periodistas
occidentales. De hecho, estos fabrican evidencias simplistas y falsas o bien se
adhieren a ellas sin reflexionar.
El reto es
enorme, ya que se trata de cuestiones fundamentales: ¿Hemos comprendido en
Francia y en Europa occidental las verdaderas causas de la Guerra 1914-1918?
No. ¿Hemos comprendido cómo la Primera Guerra Mundial provocó la Segunda? No.
¿Hemos comprendido lo que se vino a llamar el “Pacto Hitler-Stalin”? No. ¿Hemos
comprendido la verdadera estrategia de Estados Unidos en 1940-1945? No.
Pero ¿se
trata quizás de simples olvidos, de una memoria que se difumina o de errores de
juicio? No, es mucho más grave, acusa Charvin: “Los poderes públicos
occidentales trabajan con perseverancia en base a las mismas falsificaciones,
con el fin de orientar la memoria conforme a las necesidades políticas del
momento”.
¿Estarán
reescribiendo la Historia para manipularnos? Esta acusación es grave. Pero hay
que reconocer que se apoya en cuatro expedientes dilucidados con maestría por
Charvin.
Cuatro
silencios culpables
De hecho,
Charvin acusa a la información y la historiografía occidentales de negacionismo
y revisionismo.
1. La
rehabilitación del fascismo en Letonia. ¿Por qué ningún medio de comunicación
occidental señala que en Letonia (nuestro querido y nuevo aliado de la Unión
Europea), se demoniza a la resistencia antinazi y se rehabilita discretamente a
los fascistas colaboradores de la Segunda Guerra mundial? El aparato judicial
de ese país se ha ensañado con un héroe de la resistencia letona, llegando
incluso a encerrarle en la cárcel a pesar de tener 75 años. Pero esto ha sido
completamente silenciado. ¿Por qué?
2. La
utilización por Occidente de pronazis antisemitas en Ucrania. ¿Por qué nuestra
nueva aliada rehabilita a los antiguos colaboradores de Hitler? Peor aún: ¿por
qué los introduce en una administración nacida de un golpe de Estado y en
puestos clave? Y todo ello en medio del silencio de los medios de comunicación,
que los bautizan de nuevo como simples “nacionalistas”.
3. La
negación del genocidio que Hitler intentó llevar a cabo contra la URSS. Sin
embargo, el programa estaba claramente expresado en los textos nazis:
considerando a los eslavos como “infrahumanos”, el “Plan Ost” preveía
exterminar al 40% de los rusos para dejar el espacio libre al traslado de diez
millones de colonos alemanes y germanizados. Aquel programa fue puesto en
práctica, pero la resistencia de todo un pueblo lo hizo fracasar. ¿Por qué
actualmente se presenta la Segunda Guerra mundial como un asunto entre Hitler y
los judíos cuando en realidad hubo varios genocidios?
4. La desvalorización
de los verdaderos vencedores de la Segunda Guerra mundial. Esto comienza con la
falsificación de la preguerra: ¡se acusa a la URSS de haber sido cómplice de
Hitler! Sin embargo, no había dejado de proponerle a los occidentales que se
aliaran para cortar el paso al nazismo; pero esta alianza fue rechazada por
Londres y París, que pactaron con Hitler en Múnich, aprobaron su alianza con
Polonia y le cedieron Checoslovaquia; incitándolo de esta manera para que
atacara Europa del Este, y dejar las manos libres en Europa occidental. ¡Cómo
se han invertido las responsabilidades!
Y eso
continúa con la negación de las víctimas: ¿quién recuerda en Occidente que la
URSS perdió a 23 millones de ciudadanos, China a 20 millones y que las pérdidas
británicas representan un 1,8% del total, las pérdidas francesas un 1,4% y las
de Estados Unidos un 1,3%? Y esto se concluye en una valorización etnocéntrica
y engañosa del desembarco en Normandía o “Día D”, que se presenta como un
acontecimiento decisivo, mientras que en realidad Hitler ya había perdido la
guerra en 1941, cuando fracasó en la toma de Moscú y se enredó en la trampa
soviética, ¡lo que confirmó su derrota en Stalingrado en el invierno de
1942-43!
¿Para
qué sirve la diabolización?
A
partir de estas constataciones, Charvin plantea una nueva y sacrílega pregunta:
¿quién quiere, hoy día, diabolizar absolutamente a Rusia y por qué? Su
respuesta es clara: esta diabolización forma parte de una estrategia que nos
lleva hacia una nueva guerra fría a escala planetaria. La primera parte de su
libro analiza con precisión los objetivos y métodos de Estados Unidos. A
propósito de esta guerra fría, conviene preguntarse si será verdaderamente fría
o bien muy mortífera.
La tesis de
Charvin merece que reflexionemos: según él, desacreditar la resistencia de ayer
sirve para diabolizar a la Rusia actual, quizás con el propósito de atacarla
mañana. De hecho, es un ataque que se preparó desde la caída del Muro, y a
pesar de todas las solemnes promesas de la época : los acontecimientos en
Europa del Este en estos últimos años deben ser comprendidos como un cerco
sistemático por una red de bases militares que se acercan cada vez más a Moscú.
Esta
propaganda diabolizadora invade los medios de comunicación : no podemos abrir
un periódico sin que nos machaquen con todos los defectos de Putin: un
manipulador, deshonesto, agresivo, expansionista, etc. En resumen, ¡no se puede
en absoluto confiar en él! Por lo demás, nunca hemos podido confiar en los
rusos, ya fuesen comunistas o de derecha. Charvin recorre los prejuicios y los
estereotipos de toda la literatura y la sociología occidentales de ayer y de
hoy, y en ellos encuentra esta constante : “No se puede confiar en los rusos,
no son como nosotros”.
Por
supuesto, esta propaganda solo funcionará si el lector o el telespectador no
reflexiona: ¿por qué en nuestros medios de comunicación es Europa la que
siempre tiene la razón? ¿Por qué siempre sabe más que los rusos, los chinos,
los latinos, los árabes, y, de hecho, más que todo el resto del mundo? ¿Por qué
somos siempre infalibles dando lecciones a los demás? ¿Cuál es esa
extraordinaria suerte que nos hizo nacer en el lugar correcto para tener
siempre razón?
O bien,
quizás sea necesario plantear el problema de otra manera y desconfiar más de la
propaganda que nos rodea. ¿Puede ser que la propaganda no solo esté presente
“del lado de los otros”?
El
miedo se fabrica
En su
notable libro Manufacturing Consent (la fabricación del consentimiento), Herman
y Chomsky demostraban en 1988 cómo el aparato mediático occidental
(conscientemente o no) fabrica una opinión consensual aprobando siempre las
grandes opciones de sus gobernantes. Este análisis puede y debe aplicarse en
“la fabricación del miedo”.
En
septiembre de 1948, Paul-Henri Spaak (PS), el primer ministro y ministro de
Asuntos Exteriores belga, pronunció en la ONU en París un discurso que se hizo
famoso, llamado el “discurso del miedo” :
“La base de
nuestra política es el miedo. La delegación soviética no debe buscar
explicaciones complicadas sobre nuestra política. Voy a decirles cuál es la
base de nuestra política. ¿Saben ustedes cuál es la base de nuestra política?
Es el miedo. El miedo a ustedes, el miedo a su gobierno, el miedo a su
política”.
Spaak quería
denunciar el peligro representado por la URSS que, según él, se preparaba para
invadir Europa occidental, e incluso el mundo entero. De hecho, Spaak repetía
la propaganda lanzada por Estados Unidos. Más tarde, por cierto, sería nombrado
secretario general de la OTAN como recompensa a los servicios prestados.
Un recuerdo
personal. Puedo testimoniar que, durante los años 50, siendo entonces un niño
pequeño, esa propaganda funcionaba muy bien en Bélgica : la población vivía
verdaderamente bajo la angustia de aquella “amenaza”. El miedo reinaba, los
rusos iban a invadirnos, papá y mamá acumulaban en sus armarios unas cantidades
impresionantes de azúcar, arroz y café; los productos que más habían escaseado
durante la guerra del 40-45.
Durante
mucho tiempo, yo también creí que los rusos iban a atacarnos. Ahora bien,
después de la caída del Muro los dirigentes de la CIA reconocieron públicamente
que en realidad Estados Unidos sabía muy bien que los rusos no tenían ni los
medios ni las intenciones de atacarnos. Era propaganda. ¿Con qué objetivo? Pues
bien, gracias a esa propaganda, Estados Unidos se permitió invadir un
importante número de países (comenzando por Corea y luego Vietnam) y asimismo
derrocar, e incluso asesinar a numerosos dirigentes de países independientes
bajo el pretexto de que formaban parte de la “amenaza soviética”. ¿Se repetirá
la historia? Entonces ¿quién va invadir a quién verdaderamente?
¿A
quién le concierne esto?
¿Quién
necesita este libro? ¿Es necesario ser un partidario de las políticas de
Vladimir Putin para intentar ver con claridad estos problemas? No, de hecho,
estoy convencido de que este libro nos concierne a todos.
El asunto no
es saber si compartimos o no las opciones políticas y sociales de Putin.
Tampoco saber lo que podría llegar a ser un día Rusia con Putin o después de
él. El asunto es saber si hoy, en 2017, aceptamos que el mundo entero esté
dirigido por Estados Unidos y sus aliados; y también, que la información
internacional esté dominada por su versión de la realidad. La cuestión es saber
si semejante mundo unipolar constituye un verdadero peligro para todos, seamos
de derechas o de izquierdas, y vivamos aquí o allá.
Tenemos el
derecho de no apreciar a Putin si somos de izquierdas, tenemos el derecho a
pensar que el sistema económico y social establecido en Rusia va a generar
importantes problemas. Pero eso no le da a Occidente el derecho a multiplicar
las guerras y las injerencias. Las contradicciones económicas y sociales
internas en un país son una cosa, y las contradicciones entre las naciones con
sistemas diferentes son otra. No se resuelven de la misma manera.
Por cierto,
el derecho internacional y la Carta de Naciones Unidas prohíben recurrir a la
guerra. La única política legal es la que deja a los pueblos decidir y elegir
por sí mismos sus sistemas y sus dirigentes; asimismo, es el único fundamento
posible para mantener un mundo en paz. Es por lo tanto paradójico que los
“amables occidentales” violen constantemente el derecho internacional mientras
que los “malvados rusos” lo respeten. Y es muy paradójico que nuestros medios
de comunicación apliquen sistemáticamente a estos problemas un “doble rasero”
de medir. De manera que Kosovo tiene derecho a hacer secesión, pero Crimea no
tendría ese mismo derecho. Se aplaude un golpe de Estado en Kiev, pero las
provincias del Este ucraniano no podrían oponerse a un gobierno repleto de
pronazis. Y, por último, si Estados Unidos bombardea en Siria todo va bien,
pero si Rusia (a petición del gobierno) hace lo mismo, no está para nada bien.
¿Qué sentido tiene esta hipocresía?
Después de
1989, las relaciones internacionales han estado dominadas por una única
superpotencia, Estados Unidos, que se considera el gendarme del mundo. Y, por
lo tanto, autorizado a hacer añicos cualquier revuelta democrática o social, a
hacer la guerra o dar golpes de Estado en casi todas partes para poner a los
“buenos dirigentes”. En la actualidad, esto provoca prácticamente una guerra
por año, si contamos también las guerras no declaradas y llevadas a cabo por
intermediarios de Washington.
Pero si
dejamos de lado Europa y sus prejuicios, mucha gente considera que es
preferible un mundo pluripolar. Es decir que las grandes potencias rivales
–USA, Europa, Rusia, China, incluso otras– estuvieran más o menos equilibradas.
Esto les dejaría más margen de maniobra a aquellas naciones pequeñas y medianas
preocupadas por su independencia, un desarrollo autónomo, el respeto de su
naturaleza y la justicia social.
¿En
qué se transformará la “pequeña” guerra?
Con
esto ya tenemos una razón suficiente para escuchar atentamente a Charvin. Pero
también podemos profundizar en la reflexión.
¿Qué es lo
que alborotó el avispero en Ucrania? Pues la negativa del presidente Yanukovich
de firmar con la Unión Europea un acuerdo de libre comercio desfavorable, dado
que este habría destruido una gran parte de las empresas ucranianas. Entonces
prefirió acercarse a Moscú. De modo que parecería que un país como Ucrania ya
no tiene derecho a escoger libremente a sus socios, lo cual contradice el
concepto de libre comercio. Este, ¿existe realmente en la actualidad? ¿Hay un
libre intercambio entre el lobo y el cordero?
Tomemos un
poco de perspectiva. ¿No fue el desarrollo del capitalismo en Estados Unidos y
Europa (primero en su versión de libre comercio, luego en su fase de monopolios
conquistadores que se han hecho omnipresentes) lo que produjo una concentración
fenomenal de la riqueza y el poder entre las manos de un puñado de dirigentes
de multinacionales, industriales o bancarias? ¿No fue esta concentración la que
provocó un crecimiento igualmente vertiginoso de la brecha entre ricos y
pobres?
¿No es esta
brecha la que hunde a la economía en una crisis fundamental desde hace décadas:
unos, siendo capaces de vender cada vez más y los otros incapaces de comprar lo
que producen? ¿No es por esta razón por lo que tantos capitales inutilizados en
el Norte luchan por encontrar salida en otra parte, con el propósito de
conquistar el Sur y sus materias primas, sus mercados en expansión, y también
su muy rentable mano de obra? ¿No es esta la causa esencial de todas las
guerras a las que asistimos actualmente y que son fundamentalmente guerras de
recolonización y/o de repartición del mundo entre las potencias?
El problema
es que este engranaje podría conducirnos hacia una Tercera Guerra Mundial, por
una razón muy simple que no tiene nada que ver con los sentimientos de unos o
la moral de otros. Cuando usted dirige una multinacional que domina un sector
de la economía mundial, cuando usted ya no logra hacer “suficientes beneficios”
(según los criterios de la bolsa) y sus competidores lo amenazan con hacerlo
desaparecer, ¿no hará lo que sea por salvar su pellejo y sus privilegios? Por
ejemplo, ¿una “pequeña guerra local” para controlar con toda seguridad la
materia prima con la que usted trabaja: energía, mineral u otra? Pero, si usted
se lanza por el camino de las “pequeñas guerras” que solo son peligrosas para
las poblaciones locales, naturalmente sus rivales tendrán la misma idea que
usted. Entonces, ¿cómo hará para salirse de este peligroso camino? Imaginemos
que de repente decidiera hacerlo en base a principios morales o mediante un
acuerdo entre usted y sus competidores…Entonces la cuestión será : ¿cuál de los
dos se comerá al otro?
Antes de la
Primera Guerra Mundial, casi todos los observadores pensaban que se alcanzaría
un acuerdo y que podría detenerse a tiempo o que la guerra sería muy breve.
Resultado: diez millones de muertos. Antes de la Segunda Guerra Mundial, la
situación fue similar. Resultado: cincuenta millones de muertos.
¿Y usted
piensa que los dirigentes de las multinacionales de hoy son mejores personas
que los de ayer?
¿Está usted
listo para asumir ese riesgo?
Lean el
prefacio de Michel Collon al nuevo libro de Robert Charvin, Rusofobia ¿Hacia una nueva guerra fría?
En su nuevo
libro Rusofobia. ¿Hacia una nueva guerra fría? el profesor emérito de derecho
Robert Charvin señala cómo los poderes fácticos están iniciando un
proceso similar al de la Guerra Fría, en el que los europeos tenemos poco que
ganar y mucho que perder.
Nacido en
1938, Robert Charvin es profesor emérito de Derecho (especializado en
Relaciones Internacionales) en la Universidad de Niza Sophia-Antipolis. Es
Decano honorario de la Facultad de Derecho y Ciencias Económicas de Niza y
Consultante en Derecho Internacional y Derecho de las Relaciones
Internacionales.
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