Pensamiento
21 octubre, 2019 Karl
Korsch
Podría decirse que sólo con la contrarrevolución de Alemania viene a
demostrarse la plena existencia histórica de la revolución (*1).
Como en la
primera guerra mundial de 1914-1918, también en la segunda y hasta en el
presente se sigue acusando a los alemanes de no haber sido democráticos. No
sólo a los alemanes de Hitler, sino a todos los alemanes; y no sólo ahora, sino
desde antiguo; ni tampoco sólo en sus manifestaciones externas, sino en su
esencia misma.
Desde el
punto de vista histórico, esta acusación no contiene nada que, desde hace cien
o ciento cincuenta años, no haya sido dicho constantemente y de las formas más
diversas por todo buen europeo. Ahí están los grandes pregoneros idealistas de
una educación progresista del género humano y de una nueva concepción de la
historia como evolución hacia la libertad y la belleza, la razón, la ciudadanía
universal y la paz perpetua. A esta primera generación de los Lessing, Kant, Klopstock y
Schiller, que conectan con la Ilustración inglesa y francesa, y siguen
desarrollando independiente y admirablemente sus propias ideas y virtualidades,
le sucede la generación de los pensadores absorbidos directamente por el
gigantesco acontecimiento de la revolución francesa, en cuyos sistemas, según
frase de Hegel, “la revolución se decanta y expresa como en forma de idea”.
Esta
evolución filosófica que en Alemania duró hasta 1840 sin solución de
continuidad, respondió de hecho, en el ámbito del espíritu propagado más allá
de Waterloo y Versalles, a una forma de proceso histórico-universal por el que
los tribunos, gobernantes y generales de la revolución francesa, los Brissot,
Danton, Robespierre y Napoleón, no sólo establecieron en Francia la moderna
sociedad burguesa, sino que le proporcionaron a ésta un entorno adecuado y
puesto al día más allá de las fronteras francesas, en el continente europeo. Y
ningún crítico de Occidente ni del Este debería hacerle precisamente a esta
generación de poetas y pensadores alemanes, tan profunda y palpablemente
imbuidos del espíritu de la revolución francesa, el reproche de que algunas de
sus mejores figuras vinieran a compartir después su entusiasmo con el
desencanto que, tras la victoria de la revolución, se propagó por todos los
países de Europa, igual, por otra parte, que en Francia misma.
La sociedad
burguesa nacida de la revolución, en su sobria realidad, vino a contradecir en
gran medida tanto las elevadas ideas que de sus resultados se habían formado
sus participantes y espectadores entusiastas, cuando el heroísmo, el
sacrificio, los horrores, la guerra civil y las matanzas populares que había
necesitado para venir al mundo. Así, no es de extrañar que también nosotros en
Alemania, país extraordinariamente afectado por la revolución francesa, junto a
la fervorosa adhesión a “las ideas de 1789 y 1793” no tardásemos tampoco en
percatarnos de aquel atroz retroceso que, con las etiquetas de romanticismo
político, legitimismo, glorificación de ideas e instituciones medievales,
irracionalismo básico, “teoría orgánica del estado” y “escuela histórica”,
retornaba por doquier asestando su carga negativa y crítica contra aquellas
mismas ideas que, muy poco antes, había sido acogidas con el máximo
enardecimiento por algunos de los espíritus rectores de este nuevo movimiento.
A la hora de
enjuiciar las formulaciones que se producen en ésta época -que precisamente
ahora vuelven a ser consideradas con particular predilección como prueba de la
naturaleza radicalmente antidemocrática del espíritu alemán-, no debe olvidarse
que éste fue el tiempo en que Francia imperó la restauración de los Borbones,
en Inglaterra persistió sin interrupciones hasta la era de la reforma de
1830-1846 una tendencia hostilmente enfrentada ya desde sus comienzos a la
revolución de 1789 y a su ideario, y, en el continente, la “Santa Alianza”
formada por todas las potencias europeas a excepción de Turquía y apoyada
asimismo por Inglaterra, reprimía violentamente cualquier expansión de las
ideas y movimientos generados por la revolución francesa.
A partir de
esta base histórica es como hay que investigar la cuestión de cuáles fueron las
fuerzas que sustentaron, de 1830 en adelante, la revolución y el desarrollo
posteri or de los principios democráticos en el continente europeo, qué
dificultades especiales hubo de superar, y qué distorsiones peculiares se le
impusieron al progreso democrático en razón de esos condicionamientos. Sólo así
puede entenderse cómo ha podido ocurrir que hasta el cambio de siglo no se
lograra en Alemania una victoria clara y total de la democracia, no ya
vacilante ni revocable.
Si en
Francia a la revolución le siguió la restauración, a los nuevos movimientos
revolucionarios de 1830 y 1848 la dictadura bonapartista, y finalmente, hasta
fines de siglo, a la aparente victoria de los republicanos en el affaire
Dreyfuss le sucedió inmediatamente un contra-movimiento de reacción militar,
monárquica y clerical mucho más fuerte y extenso, precursor en muchos aspectos
del fascismo alemán, la débil y en definitiva insuficiente evolución de las
fuerzas democráticas de Alemania durante ese período no se manifiesta ya como
un fenómeno específicamente alemán, sino sólo como forma particular de una
evolución europea generalizada.
Comparadas
con aquellas grandes revoluciones europeas por las que la Inglaterra y Francia
de los siglos XVII y XVIII experimentaron una total revulsión de estado y
sociedad a base de cruentas guerras prolongadas durante décadas, las
revoluciones de los siglos XIX y XX aparecen como una forma atrofiada y
desfigura de “la” revolución. El mismo Karl Marx, que criticó con demoledora
ironía el anclaje ideológico de los revolucionarios del XIX en las gloriosas
tradiciones del pasado, llegaría poco más tarde, cuando él mismo participaba en
la revolución alemana de 1848, a ser presa contigua de las mismas concepciones
tradicionales. A esta única revolución democrática del siglo XIX no le opuso el
programa de la revolución social o socialista, con objetivos más lejanos que
los burgueses, como hubiera cabido esperar de su independencia respecto de la
diletante visión burguesa de la revolución, mantenida por él en sus años de
docencia política y de la que se liberó tras una evolución crítica y dura. Por
el contrario, se contentó con poner en todo momento delante de esta nueva
revolución burguesa el glorioso modelo de la revolución francesa de 1789, y en
particular su fase jacobina de 1793-1794, para esforzarse en imitarlo.
Como botón
de muestra, citaremos aquí algunos párrafos tomados de la Neue Rheinische
Zeitung del 11 de diciembre de 1848, que subrayan con particular claridad este
carácter de la crítica marxiana a la revolución de 1848. En este artículo, Marx
expone primero en vivas pinceladas la magnitud histórica de las revoluciones de
1648 y 1789. Fuero éstas “no unas revoluciones inglesa ni francesa, sino
unas revoluciones al estilo europeo. No fueron la victoria de una determinada
clase de la sociedad frente al orden político antiguo; fueron la proclamación
del orden político para la nueva sociedad europea”.
De todo eso,
nada encontramos en la revolución prusiana de marzo…Lejos de ser una revolución
europea, fue sólo la atrófica repercusión de una revolución europea en una país
que se había quedado atrás…La revolución prusiana de marzo no fue ni siquiera
nacional, alemana; desde sus comienzos fue provincial, prusiana. Los
levantamientos de Viena, Kassel, Munich y de toda suerte de provincias se
apresuraron a sumársele, convirtiendo así su rasgo en tema de controversia… La
burguesía prusiana no fue, como la francesa de 1789, aquella clase que
representaba el conjunto de la sociedad moderna frente a los representantes de
la antigua, la monarquía y la nobleza. Se reducía a una especie de estamento…,
un estrato aún entero del antiguo estado, arrojado a la superficie del nuevo
por un terremoto, gruñendo contra arriba, temblando frente abajo, egoísta hacia
ambas partes y consciente de su egoísmo, revolucionario contra los conservadores,
conservador contra los revolucionarios, receloso de sus propias consignas,
fraseología en vez de ideas, zarandeado por la tormenta internacional,
explotador de esta tormenta…, sin iniciativa, sin fe en sí mismo, sin fe en el
pueblo, sin vocación histórica universal; un maldito viejo que se veía
condenado a dirigir y desviar las primeras corrientes jóvenes de un pueblo
robusto hacia sus propios intereses seniles; ¡sin ojos, sin oídos, sin dientes,
sin nada! Así fue como, tras la revolución de marzo, la burguesía prusiana se
encontró al timón del estado de Prusia.
Frente a
esta crítica aniquiladora de las débiles formas de lucha revolucionaria que
entonces se estaban produciendo ante sus ojos, el contenido de las consignas
con que Marx intenta incidir en ese movimiento no rebasa nunca el marco de una
gran revolución democrática, de una revolución como la francesa del siglo
XVIII. Marx consideró como tarea suya el contraponer a las acciones de aquel
movimiento, temerosas de sus propios objetivos, audaces consignas de la lucha
de una época pasada, cuales eran el postulado de una “única república
indivisa”, el armamento del pueblo, la “dictadura revolucionaria” y el
“terror”. Ya aquí tropezó con obstáculos casi insalvables. Todos los postulados
mencionados provenían del arsenal de la revolución francesa de 1789. Eran
atributos de un movimiento cuyos resultados habían consistido en el
establecimiento de la sociedad burguesa. Pero, precisamente por eso, y debido
al progresivo aburguesamiento que entonces estaba experimentando la sociedad
europea, todos estos postulados cayeron en un descrédito tal entre la gran
burguesía y parte de la pequeña, que ni siquiera Marx podía propagarlos ya
públicamente, o, en todo caso, de forma muy debilitada.
Así, Marx
desplegará su propaganda a favor de las consignas jacobinas menos intimidantes
que las arriba citadas, con la cautelosa declaración de la Neue Rheinische
Zeitung del 16 de junio de 1848: “No plantemos la exigencia utópica de que
se proclame una república alemana única e indivisa”. Elimina toda esta
cuestión del ámbito de la actuación presente y la desplaza hacia el campo de
desarrollo futuro, declarando que “tanto la unidad alemana cuanto la
constitución alemana, sólo pueden nacer como resultado de un movimiento”. De la
misma manera, a pesar del tono ligeramente recrudecido, las consignas más
radicales de la lucha revolucionaria por unos objetivos democráticos serán
tratadas con máxima precaución en el “Órgano de la Democracia” (*2) dirigido
por Marx. Aunque esta renuncia a una defensa abierta del programa global de la
democracia revolucionaria no significara entonces para Marx sino una táctica
elegida provisionalmente, la consideración histórica descubre ya en esta
táctica un fragmento de aquella contradicción fundamental inherente toda la
postura de Marx frente a la revolución de 1848.
Marx se
niega a contraponerle a la realidad de la revolución burguesa una utopía
socialista de futuro. En cambio, intenta imponerle repetidamente a este
movimiento revolucionario de su tiempo las formas de una acción pasada,
extrañas ya a los condicionamientos del presente. Intenta elevar la revolución
democrática de su tiempo a un nivel más alto, y se le escapa que ese nivel “más
alto” no es en realidad un nivel histórico que fue conseguido ya por el
movimiento revolucionario conjunto de una época anterior.
Donde más
aguda resulta la contraposición entre la opinión de Marx y los datos históricos
reales, por lo que se refiere a los condicionamientos de la revolución de 1848
en que él mismo participó y vivió, es precisamente en aquellos puntos en que
una consideración ahistórica estimaría más fundamentada la crítica marxiana a
los aspectos débiles de esta revolución, y más rezagado su contenido real
frente a los requisitos que Marx le planteaba. Se cuenta aquí, sobre todo, la
política claramente provincialista y nacionalista compartida por los diversos
dirigentes nacionales y locales, y en contraste con ella, el espléndido
internacionalismo con que trató Marx en la Neue Rheinische Zeitung la conexión
de la revolución prusiana y alemana con el movimiento paneuropeo contemporáneo.
Ya a título
puramente cuantitativo, el órgano marxiano de la democracia alemana informó más
detalladamente que cualquier otro periódico alemán sobre las revoluciones de
Francia, Austria, Polonia, Bohemia, Italia y Hungría. La Neue Rheinische
Zeitung no se limitó a reclamar Alemania para los alemanes. Reclamó también
Polonia para los polacos, Bohemia para los checos, Hungría para los húngaros,
Italia para los italianos. El vergonzoso abandono de la revolución polaca por
parte del gobierno prusiano, las transigencias frente a la presión inglesa y
rusa en la cuestión Schleswig-Holstein, el sofocamiento de la “insurrección de
junio” de los obreros parisinos por parte de la misma burguesía revolucionaria
-acto de tan decisivas consecuencias para el destino de toda la revolución
europea-, la derrota igualmente decisiva de la revolución austríaca en Viena,
las consecuencias del fracaso de las grandes manifestaciones cartistas en
Inglaterra: todos estos fracasos y derrotas fueron tratados
en la Neue Rheinische Zeitung como otras tantas derrotas de la
revolución alemana y de la revolución europea general.
Al mismo
tiempo, Marx puso allí de manifiesto la contradicción trágica entre los
supuestos intereses nacionales checos, húngaros, austríacos y prusianos, con
que las diversas secciones de la revolución europea, una y única, actuaban como
suicidas no sólo contra sus intereses revolucionarios comunes, sino a la vez contra
sus propios intereses nacionales. Austriacos contra bohemios, alemanes,
austriacos y húngaros contra italianos; Bohemia contra Viena; y por fin,
austríacos, bohemios y rusas contra la Hungría considerada por toda Europa como
la última y máxima esperanza del movimiento revolucionario. Así se encadenó
aquella sucesión sangrienta, hasta el fin violento de esta lucha revolucionaria
fraticida con la victoria generalizada de la contrarrevolución europea.
Pero
precisamente en la profunda y detallada exposición que todas estas
circunstancias hallaron en la Neue Rheinische Zeitung, se puso a la vez de
manifiesto ese rasgo excesivamente abstracto y ahistórico que también en este
punto es incoherente a la política sostenida por Marx. El heroico
internacionalismo con que procuró superar entonces estos “atrasos” nacionales,
hace abstracción del hecho que este robustecimiento de la conciencia nacional y
de las oposiciones nacionales, producidos en los últimos cincuenta años y tan
nocivo para la unidad de la acción revolucionaria, fue también por su parte un
producto de la victoria parcial precedente de los principios burgueses. No son,
pues, estas oposiciones surgidas de cualquier factor (de la “sangre”, por ejemplo,
o del “suelo patrio”) sino ese desarrollo histórico posterior de la sociedad
burguesa misma que se encuentra a la base de tales oposiciones, lo que hizo
imposible que la revolución del siglo XIX se constituyese como una simple
repetición de la expansión internacional de acuerdo con el antiguo modelo
jacobino y napoleónico.
Ateniéndose
a lo que ocurrió de hecho en el caso de la gran revolución francesa, Marx
consideró también ahora, en unas condiciones históricas suficientemente
modificadas, que el medio universal para superar todas las dificultades
internas y externas de la revolución europea habría de consistir en la
realización de la guerra revolucionaria a que le obligaba su entorno hostil. Y
así como con las tres grandes coaliciones de las potencias europeas que
hicieron la guerra a la Francia revolucionaria a caballo de los siglos XVIII y
XIX, la influencia rusa fue cobrando una importancia cada vez mayor, así
también ahora, una vez que el centro revolucionario se hubo desplazado hacia el
Este, el enemigo natural de la revolución europea en su conjunto tenía que ser
evidentemente la Rusia zarista.
Durante bastantes años más, Marx siguió ateniéndose a esta determinación
del enemigo capital de la democracia europea. Incluso hizo de ello una de las
pistas principales por las que habría de conducir en ese período posterior su
política democrática exterior. Cuando, con el imperio de Napoleón III, el
zarismo tuvo que compartir aparentemente durante cierto tiempo esa posición
privilegiada con el dictador francés, el serio y auténtico enemigo externo de
la democracia europea siguió
siendo, según Marx, no la “sucia figura” del aventurero imperialista que
condenó a la república francesa a la misma pena capital pronunciada contra él
mismo por la burguesía francesa con la represión de los obreros parisinos en
junio de 1848, sino aquel “poder bárbaro cuya cabeza está en San Petersburgo y
cuyas manos revuelven en todos los gabinetes de Europa”. Según esta concepción,
“Boustrapa” (*3) entraba en escena sólo como aliado o agente de la gran
potencia reaccionaria que actuaba entre bastidores.
La tesis de
Marx esbozada aquí sobre el significado de la guerra para la revolución, válido
también en el siglo XIX, no fue en modo alguno una quimera. Las guerras con el
exterior jugaron también en la revolución de 1848 un papel importante. Aunque
en Prusia, a diferencia de Italia, Austria y Hungría, las guerras internas y
externas no estuvieron conectadas en una unidad cerrada, sí ocurrió, en cambio,
que la interrupción de la guerra danesa para la “liberación” de Schleswig y
Holstein, mediante el
armisticio de Malmoe, produjo en todas las corrientes del movimiento
revolucionario de entonces un desencanto quizás mayor que cualquier otro revés
en el desarrollo de la política interior. La gran importancia que hubiera
podido tener para el desarrollo ulterior del movimiento de entonces una
realización ininterrumpida de esta primera guerra revolucionaria, se muestra
también indirectamente en el hecho de que esta “tarea irresuelta” de la
revolución alemana fue recogida en el período subsiguiente por la
contrarrevolución Guillermina y bismarckiana, y que esta nueva guerra con
Dinamarca, junto con las otras de 1866 y 1870, provocaron en Europa una
evolución al menos en parte progresista.
Tampoco la “guerra
revolucionaria contra Rusia” respondió en modo alguno, como fácilmente
podría creerse si no se conocía con exactitud la situación política y
diplomática de entonces, a una consigna importada arbitrariamente desde fuera para
el desarrollo de la revolución europea. Hoy día es sabido que, por la misma
época en que la Neue Rheinische Zeitung pedía la guerra revolucionaria contra
Rusia, el zar ruso habría ofrecido ya al príncipe de Prusia la ayuda de su
ejército para la restauración violenta del régimen despótico en Prusia. Un año
más tarde, los ejércitos rusos salvaron de hecho a la reacción austriaca,
aniquilando en Hungría a los ejércitos revolucionarios de Kossuth.
Una guerra
defensiva contra esta amenaza general de la revolución europea, guerra que
podrían haber hecho conjuntamente la república francesa, Prusia-Alemania,
Cerdeña-Italia, Hungría y los insurrectos polacos contra los zares rusos,
habría tenido un significado positivo para el desarrollo ulterior del movimiento
revolucionario de entonces, como expuso en 1938 en su instructivo libro sobre
democracia y socialismo el historiador marxista, recientemente fallecido en la
emigración, Arthur Rosenberg. Habría revolucionado los sectores occidentales
del país ruso, disuelto la coherencia artificial del imperio de los Habsburgo y
posibilitado un desarrollo nacional e independiente a las naciones oprimidas
por él. Habría obstaculizado la dictadura bonapartista en Francia y la solución
bismarckiana del problema alemán, elaborada a expensas de Alemania para el auge
de Prusia. Así habría consolidado durante varias décadas el desarrollo
democrático de la política interna y externa de Europa y preparado el camino
para la futura unión federada de todos los estados europeos.
Con todo,
también en este punto vuelve a ponerse de relieve el irrealismo inherente a la
postura de Marx frente a la revolución europea de 1848. Cabe preguntarse: ¿Para
qué Marx, que había elaborado en la década anterior una visión nueva, y que,
pocas semanas antes de estallar la revolución de febrero y marzo, había
construido las bases teóricas del movimiento inicial del socialismo obrero,
llegó a realizar luego ese gran sacrificio? ¿Por qué renunció a toda defensa de
las ideas e intereses obreros que rebasara el ámbito ideológico de la
democracia, cuando quiso sustituir el programa de una revolución social de la
clase obrera, sin duda todavía utópico, por otra mitología de la revolución,
tan irrealista como el anterior?
Es cierto
que ya en el Manifiesto Comunista de febrero de 1848 se preveía que en ningún
país europeo, ni siquiera Francia, donde el desarrollo estaba más avanzado,
iban a surgir los “comunistas” como movimiento independiente. Pero, en su
praxis, Marx y Engels superaron considerablemente esta medida de ascética de
clase prevista en el Manifiesto, porque dejaron por completo para el campo
ideológico la constante formación teórica de los obreros, que preconizaba el
Manifiesto para que “tras la caída de la clase reaccionaria de Alemania”
se iniciase inmediatamente la “lucha contra la burguesía misma”. Y esto
no se debió únicamente a un fracaso de su propia organización. Si la “Liga de
los comunistas”, como declaró más tarde Engels, demostró ser una “palanca
demasiado débil frente al movimiento de las masa populares ahora disgregado”,
ese resultado no les importunó demasiado, e incluso -según demuestran las
investigaciones posteriores- ellos mismos contribuyeron ocasionalmente a
producirlo.
Cuando Marx,
a comienzos de abril de 1849, inició al fin por primera vez una discusión sobre
cuestiones obreras específicas en la Neue Rheinische Zeitung, dio como razón de
su negligencia anterior respecto a tales problemas el que “antes que nada”
se imponía “perseguir la lucha de clases en la historia de cada día y comprobar
empíricamente, sobre el material de datos frescos y cotidianos, que, con el
sojuzgamiento de la clase obrera que había hecho febrero y marzo, fueron
vencidos simultáneamente sus enemigos”. Pero eso es precisamente lo que no
hizo Marx. No utilizó el material histórico ofrecido por la lucha cotidiana de
clases del período revolucionario para deducir la derrota de la burguesía a
partir de la oposición entre burguesía y proletariado, y a partir del “sojuzgamiento”
de la clase obrera. En lugar de eso, se limitó a demostrar que la burguesía
europea fracasaba porque, debido a la desconsiderada imposición de sus propios
intereses de clase, no era capaz de producir ya un desarrollo progresivo de la
sociedad entera. Pero lo que se deducía de ello en primera instancia era
solamente que tales progresos políticos y sociales, en la media en que pudieran
darse a partir de entonces, habrían de ser producidos bajo otras formas
distintas, no por la burguesía sino contra ella. Y de hecho, ésta fue la
función que desempeñó después la dictadura bonapartista de Francia, así como la
llamada “revolución desde arriba” de Prusia.
No podemos
entrar aquí en detalles sobre la postura que adoptaron Marx y Engels frente a
estas formas ya modificadas de la evolución política y social durante el
período postrevolucionario. Nos limitaremos a constatar que la concepción de
que la política de la contrarrevolución bonapartista y bismarckiana debe
considerarse como una auténtica continuación de la evolución revolucionaria
precedente, encontró fuertes resonancias en la época subsiguiente, no sólo
entre los historiadores burgueses sino incluso entre los marxistas y otros
teóricos socialistas, y no los peores de ellos. Ya Proudhon, en su escrito de
1852 La revolution sociale demontre par le coup d´Etat, y el propio Marx
en sus análisis de la revolución francesa y alemana redactados por las mismas
fechas, promocionaron considerablemente ese tipo de concepción; y en muchas
otras ocasiones a partir de entonces se ensayaron interpretaciones similares de
acciones contrarrevolucionarias y procesos revolucionarios.
Los peligros
que surgen de esta ambigua concepción de la revolución, quedan ilustrados por
la polémica que, durante los años sesenta, se entabló entre Marx y Lassalle en
torno a este punto, y que algo más tarde llevó a una ruptura total de Marx y
Liebknecht con Schweitzer. El conflicto entre ambas corrientes consistía en que
Lassalle y Schweitzer querían deducir de las citadas posibilidades
“revolucionarias” de la contrarrevolución el derecho del revolucionario a
colaborar incluso directamente con el poder contrarrevolucionario si el caso lo
requería, mientras que, para Marx, en casos como ésos el partido obrero tenía
que reconocer ciertamente el carácter objetivamente progresista de las concesiones
hechas a los trabajadores por la reacción en su lucha contra la burguesía, pero
jamás debería entregar su autonomía por pacto alguno con la reacción. O, como
lo expresó Engels de forma bella y poética en su estudio de 1865 sobre La
cuestión militar prusiana y la clase obrera alemana: Mit geru scal man
geba infahan, ort widar orte: “Lanza un ristre se recibirán los dones,
borne contra borne”.
En razón a
esto, y sobre todo teniendo en cuenta las últimas experiencias, consideramos
que es urgente romper con esta concepción de las relaciones entre revolución y
contrarrevolución, tan ambigua y en definitiva tan oscurecedora de todas las
diferencias, así como fijar los límites entre ambas, apoyándonos en la misma
caracterización que hace el Manifiesto Comunista de 1848 del “socialismo
reaccionario”, con su afirmación de que ha de excluirse del concepto de
revolución a quienes reprochan más a la burguesía el hecho de engendrar un
proletariado revolucionario, que el de “engendrar, sin más, un proletariado”.
NOTAS.
*1. V. Valentin, Geschichte der deutschen
Revolution von 1848-49 II, Berlin 1931, 548.
*2. Subtítulo de la Neue Rheinische Zeitung.
*3. Apodo inventado por Victor Hugo referido a Napoleón III.
Publicado en Die Schule. Montastsschrift für geistige Ordning,
3/5 105-174, 1948.
Fuente: https://www.elviejotopo.com/topoexpress/la-postura-de-marx-en-la-revolucion-europea-de-1848/
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