Opinión
02/10/2019
El 30 de setiembre de 2019 podría ser recordado en
el Perú como el día en que se cruzó el rubicón con el cierre del Congreso de la
República y la apertura de un proceso que ojalá continúe con la elección de una
Asamblea Constituyente y la aprobación de una Nueva Constitución. Se trata de
terminar con las consecuencias del golpe del cinco de abril de 1992 que cerró
las instituciones de la época e impuso su propia constitución, que continúa
hasta el presente, e iniciar un nuevo período para el Perú.
El cierre del Congreso de la República no es
cualquier cosa. Es el cierre de una institución que ha negado reiteradamente la
confianza al Poder Ejecutivo y encarna la quiebra moral de un orden que ha
hecho de sus prácticas corruptas la forma de manejar la democracia. ¡Ojo!
Cuando hablamos de una quiebra moral no hablamos de una cuestión banal, sino de
un quiebra profunda que deja desnudo al régimen al mostrar su podredumbre y de
esta manera herir mortalmente la legitimidad de su mandato. El hartazgo
ciudadano mostrado en cada sondeo de opinión en el último, por lo menos año y
medio, y en decenas de manifestaciones en todo el Perú, culminadas ayer en la
Plaza Bolívar, es prueba patente de ello.
El cierre, sin embargo, no es un hecho
revolucionario, ha sido realizado por un Ejecutivo que pretende reformas, en el
marco de este régimen político, es decir que no supera los límites del poder
constituido por la constitución imperante. Por lo tanto, hay necesidad de
aprovechar la oportunidad, que es una solución parcial, para plantear una
solución de fondo, que no es otra que la solución constituyente.
Esta supone un coraje especial porque la solución
constituyente no fluye del régimen anterior sino requiere de una ruptura con el
mismo, justificada por el devenir de los acontecimientos que demuestran la
inutilidad de las salidas anteriores y la urgencia de soluciones integrales
para el país. Las rupturas, sin embargo no suceden automáticamente, requieren
de actores: líderes, partidos y frentes, que las pongan como el eje de su
táctica. Para estos actores no será fácil lanzar una iniciativa de este tipo
porque desde el sistema –políticos, partidos y medios adversos– la
estigmatización va a ser inmediata, tratando de identificar la iniciativa con
el chavismo o peor aún con algún régimen comunista supérstite.
Hay una primera etapa, entonces, en el proceso
constituyente en que hay que evitar el cerco que van a tratar de tender los
defensores del orden actual desarrollando acciones en dos sentidos. Primero,
refiriéndose al origen histórico viciado del actual orden constitucional que se
basa en la represión a los movimientos sociales y el bloqueo a los partidos
políticos progresistas y segundo, señalando cómo la nueva propuesta surge del
fracaso de la actual constitución para cuestiones fundamentales como la
descentralización, el desarrollo económico, el bienestar social y las
relaciones Ejecutivo–Legislativo; todas ellas que apoyan un orden en el que los
derechos se entienden como privilegios. De esta manera, teniendo clara la
necesidad de una nueva constitución, es que podremos lograr que esta pase a ser
parte central de la agenda pública nacional. La puesta en escena del debate
será el inicio del momento constituyente.
Las elecciones legislativas de enero próximo no
pueden tener entonces otro objetivo que no sea el de convertir ese congreso en
Asamblea Constituyente, para que los peruanos seamos capaces de revertir la
declaración de guerra contra el pueblo que fue la constitución de 1993, por un
acuerdo de paz, que se plasme en una Nueva Constitución.
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