Guillermo
Almeyra
La tasa
de abstenciones en los comicios electorales colombianos siempre ha sido
muy alta, con un promedio de cerca de 55 por ciento. Desde el asesinato de
Jorge Eliécer Gaitán en 1948 la lucha entre liberales y conservadores fue
cruentísima. La violencia creó millones de desplazados y centenas de miles de
familias tuvieron muertos o desaparecidos. Los partidos tradicionales –Liberal
y Conservador– comenzaron a tener políticas cada vez más semejantes y el
intento de crear una izquierda fuera de ellos fue ahogado en sangre. Las
Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), que nacieron como grupos
campesinos liberales de autodefensa, evolucionaron a su vez hacia un vago
comunismo estalinista y adoptaron métodos que fueron criticados hasta por Hugo
Chávez.
Los casi 7 millones de desplazados de las zonas de
combate entre las guerrillas, el ejército y los grupos paramilitares asesinos
se fueron hacia el centro del país –la zona donde más votos obtuvo el no en el
reciente plebiscito sobre los acuerdos de paz– odiando a todos los
contendientes y se transformaron, con su miseria material y moral, en la
clientela de la derecha política uribista.
Agreguemos a ese caldo de cultivo para el no que en
la poblada costa caribeña, de tradición liberal y partidaria de la paz, cayeron
lluvias muy intensas que aumentaron la abstención tradicional y que el
vicepresidente de la nación, caudillo de esa zona, en su lucha interna contra
el presidente Juan Manuel Santos, no hizo campaña por un sí que le hubiera dado
prestigio internacional a su adversario. Las encuestas que daban por ganador al
sí por 60 por ciento contra 40 por ciento del no también indujeron a muchos a
confiar en el triunfo del sí y a no desafiar la lluvia para ir a votar: el
resultado fue que en esa zona, aunque ganó el sí, la abstención superó la media
nacional y llegó a 81 por ciento.
Pero el factor principal fue la falta de
participación popular en los acuerdos, que se negociaron en La Habana a puertas
cerradas. Las propias bases de las FARC conocieron el texto definitivo una
semana antes del plebiscito cuando debieron votar en una consulta formal si lo
aprobaban o no. La opinión de los movimientos sociales, de las izquierdas, de
la otra guerrilla –el Ejército de Liberación Nacional–, de los sindicatos, de
los intelectuales no fue tenida en cuenta sino de modo extremadamente indirecto.
Un sector de la izquierda, por ejemplo, veía el referéndum como una maniobra de
Santos para lograr una paz ficticia y con ella atraer inversiones
estadunidenses y trasnacionales, pero no obtuvo seguridades.
Las FARC impusieron al gobierno una negociación de
igual a igual, lo cual es positivo, pero actuaron como si fuesen representantes
de la sociedad, lo cual no es real, y negociaron en las cúpulas con los
gobiernos mediadores, sobre todo el venezolano y el cubano, y con el gobierno
de Santos, ex ministro de Defensa de Álvaro Uribe, derechista y represor. Eso
dio margen a las mentiras de Uribe y al temor.
La falta de una alternativa también alejó de las
urnas porque cuando como en Grecia en la primera candidatura de Syriza hay una
esperanza, la abstención es mínima. Allí donde, en cambio, quienes se oponen lo
hacen sólo en el marco de una disputa entre diferentes sectores y partidos
capitalistas, la abstención crece y aumenta la derecha. Tal es el caso de
Italia, Francia, España y, en nuestro continente, México, Argentina, Perú,
Brasil.
El ganador de las elecciones en Sao Paulo, Brasil,
por ejemplo, tuvo menos votos que la suma de los votos nulos, en blanco y de
las abstenciones. Ganó la abstención porque Dilma Rousseff había gobernado para
los capitalistas, con una política de derecha y con los mismos métodos podridos
de los partidos tradicionales y porque el PT llamaba a volver a lo mismo.
También en Argentina fomentan la abstención en 2017 los ignaros que hablan de
Cristina conducción y dicen ser soldados del kirchnerismo renunciando a pensar
con su propia cabeza y apoyando a una ex presidente que no hizo ninguna
autocrítica por el desastre que provocó y que llama a formar una nueva mayoría
uniendo su equipo desprestigiado y corrompido con la derecha peronista y las
minorías macristas. Por su parte, el español Podemos, que espera ganar votos de
los socialistas pareciéndose cada vez más al PSOE de antes de su implosión
empuja hacia la abstención a buena parte de sus propios simpatizantes de
izquierda en el caso de una tercera elección en diciembre.
Porque no es posible proponer políticas reformistas
de centroderecha y gobiernos limpios cuando el capitalismo, a escala mundial,
agrava la crisis ecológica, reduce los derechos humanos y la legislación
favorable a los trabajadores, recurre cada vez más a la represión, reduce los
ingresos reales (atacando la sanidad, la educación, el transporte, los
servicios públicos) y empeora las condiciones de trabajo.
¿Qué credibilidad puede tener Cristina Fernández de
Kirchner si dos de sus ex primeros ministros son actualmente hombres de la
derecha y si sus gobernadores y ministros de más confianza –toda gente del Opus
Dei– apoyan a Macri mientras la conductora se olvida de que existen millones de
trabajadores que no se identifican con los charros, que son agentes del
Estado? Si un movimiento en México reclama ¡Fuera Peña! durante meses y su
líder, de golpe y porrazo, pide sostener al presidente de Atenco y Ayotzinapa
sin que nadie le pida rendir cuentas de ese viraje y un poco de democracia
interna, ¿cómo va a llevar gente a las urnas para exigir un cambio social?
No hay apatía, desinterés. Lo que hay es asco por
la política de los partidos procapitalistas, incluyendo los que dicen ser de
oposición de izquierda y hartazgo ante la continua ofensiva del gran capital.
Estamos en el hueco entre dos grandes olas: da la impresión de inmovilidad y
resignación, pero se siente ya el bramido de la ola siguiente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario