LA ESTRATEGIA DEL 1% Y LA NUESTRA
03-02-2018
Los datos de los días recientes iluminan la
estrategia del 1 por ciento más rico de la humanidad. Los medios divulgaron
hacia finales de enero un estudio de Oxfam, donde se asegura que de toda la
riqueza generada en 2017 en el mundo, 82 por ciento quedó en manos del 1 por
ciento más rico, mientras la mitad de la población no recibió absolutamente
nada. La economía funciona apenas para beneficiar a una ínfima minoría que
concentra cada vez más poder (goo.gl/qZwgNJ).
El segundo dato proviene del Foro de Davos, donde
se reúne el sector que representa los intereses del 1 por ciento. Todas las
crónicas aseguran que los CEOS de las multinacionales y los hombres (hay pocas
mujeres) más poderosos del mundo, estaban felices y convirtieron el encuentro
anual en los Alpes suizos en una verdadera fiesta. Casi todos llegaron en jets
privados; por los cuatro días de encuentros y conferencias y el acceso a las
sesiones privadas pagaron 245 mil dólares (goo.gl/UBSLLa).
Realmente, tienen razones de sobra para estar
felices. Las cosas, sus cosas, marchan de maravilla. Las cotizaciones en la
bolsa de Wall Street se multiplicaron por tres desde la crisis de 2008. El
índice Dow Jones estaba en 8 mil puntos durante 2009 y estos días cotiza a 26
mil. Una escalada permanente, aunque las economías están estancadas o apenas
crecen. No hay ningún dato de la economía real que respalde el crecimiento
exponencial de las bolsas, lo que muestra su desconexión con la producción y su
conversión en meros casinos.
Los datos que muestran el acaparamiento de riqueza
nos descubren la estrategia silenciosa del 1 por ciento. Más de 80 por ciento
de la riqueza que se genera en el mundo es para ellos. Alrededor de 20 por
ciento va para casi la mitad de la humanidad, esa que se mira en el espejo de
la riqueza y aspira, con o sin sentido, a estar cerca de los más ricos
esperando que se les caigan algunas migajas. Para la otra mitad, nada, no hay
futuro, sólo pobreza y represión.
La dominación siempre busca apoyarse en tres patas:
las clases dominantes, las clases medias y los sectores populares. El arte de
la dominación siempre ha sido sostenerse con base en la hegemonía, que se
consigue ofreciendo un lugar a los sectores medios y venderle la ilusión de
progreso a los de más abajo.
En los periodos de oro del capitalismo, entre el
fin de la Segunda Guerra Mundial y la crisis del socialismo real (1945 a 1991,
aproximadamente), la sociedad funcionaba integrando a los trabajadores mediante
el salario estable con plenos derechos. Eso les permitía obtener seguridad para
sus familias, que esperaban (y a menudo conseguían) el tan soñado ascenso
social. Las clases medias ya estaban en una posición más o menos confortable. Fueron
los años del desarrollismo y la cultura del consumo.
Esa estrategia fracasó, por varias razones:
rebeliones descolonizadoras en el tercer mundo; rebeliones fabriles contra el
trabajo opresivo en el primer mundo; rechazo del patriarcado y el machismo por
las mujeres en todo el mundo, rebeliones juveniles en las grandes urbes;
ocupación masiva de las ciudades por oleadas de campesinos migrantes, y varias
revoluciones como la cubana, la vietnamita y la de los guardias rojos chinos,
entre muchas otras.
Lo cierto es que la clase dominante comenzó a
replegarse sobre sí misma, a construir murallas para defender sus intereses y a
desentenderse del resto de la humanidad, en particular del 50 por ciento más
pobre y, a veces, más rebelde. Dejó de lado la integración de los trabajadores,
estrategia que había urdido para neutralizar la onda expansiva de la revolución
rusa (1917).
Ahora, el 1 por ciento enarbola una estrategia que
consiste en reducir la población del planeta a la mitad, como señalan algunos
estudiosos del Club de Bilderberg, otro espacio de los más ricos (goo.gl/C2mcdS). Es cierto que son
especulaciones más o menos fundadas, porque el 1 por ciento no se arriesga a
publicitar sus intenciones, como no lo hacen cada vez que deciden emprender un
genocidio contra los sectores populares.
Esa estrategia viene endulzada, como diría León
Felipe, con cuentos. Los gritos de angustia y los llantos, escribe el poeta,
los ahogan con cuentos. Uno de esos cuentos, el más terrible por eficiente, son
las promesas de derechos, ciudadanía y respeto de la voluntad popular. El
sistema político brasileño es un cadáver pudriéndose a cielo abierto, sostiene
un analista luego de la condena a Lula (goo.gl/ZUqhr4). Quizá por eso la bolsa de Sao
Paulo bate todos los récords.
Una de las tácticas preferidas de la estrategia del
1 por ciento es el fraude electoral. Hay tres tipos, según dice la experiencia.
El fraude posterior al voto, como sucedió recientemente en Honduras. El fraude
antes, durante y después de la emisión del voto, técnica que se aplica en
México desde 1988, por lo menos. La tercera es aceptar al vencedor y luego
sobornarlo y/o amenazarlo de muerte. Esto es lo que sucedió en Grecia, según
Yanis Varoufakis, el ex ministro de Syriza quien lo vivió desde dentro.
Hay más técnicas para asegurar el poder de los
poderosos, siendo el golpe de Estado con genocidio (como en Chile y Argentina,
entre otras) las más extremas. Lo que está claro es que el 1 por ciento se ha
blindado: tiene el poder del dinero, de las armas legales, las ilegales y de
los medios. Cada día acumula más poder.
Es evidente que, hoy por hoy, no los podemos
derrotar, ni por las malas ni por las buenas. ¿Entonces? El problema somos los
y las de abajo, porque depende de nosotros y de nosotras el seguir creyendo en
los cuentos de arriba. Cuentos que tuvieron cierta credibilidad cuando el
sistema aspiraba a integrarnos. El problema consiste en seguir confiando en estrategias
insostenibles, porque ya no existen las bases materiales y sociales que las
hicieron posible.
Como no nos vamos a rendir, el camino debe ser
construir lo nuevo. Para sobrevivir en la tormenta, no tenemos otra opción que
construir dos, tres, muchas Arcas de Noé (como decía el Che respecto de
Vietnam). Espacios de autonomía para afrontar el colapso que nos descerrajan
los de arriba.
CONTRADICCIONES EN DAVOS
República
de las ideas
03-02-2018
A Davos se le ha tenido siempre por la catedral de
la globalización. No en vano fue en ese foro donde hace 20 años el
neoliberalismo económico se quito la máscara y proclamó con todo el descaro por
boca de Tietmeyer, entonces presidente del Bundesbank: "Los mercados serán
los gendarmes de los poderes políticos", con lo que se quebraba la
soberanía popular.
No obstante este año, desde distintos ángulos se ha
mostrado la preocupación, cosa insólita en este foro, por los perjudicados por
la globalización. En realidad lo que les inquieta son los movimientos,
asociaciones y partidos de todo tipo que están surgiendo en todos los países
contra el sistema y que se supone que tienen como pretexto los incrementos en
la desigualdad que la misma globalización genera. Según la crisis va quedando
atrás se comprueba que la mejora económica no repercute sobre toda la
población. Hay muchos hogares cuyos ingresos continúan estancados o disminuyen,
y la pobreza permanece instalada en amplias capas de población.
Los principales líderes políticos, desde los
primeros ministros de India y Canadá hasta Macron, pasando por Paolo Gentiloni
o Merkel, todos han defendido la multilateralidad y han formado un frente común
contra el proteccionismo que parece defender Trump. Macron ha señalado que fuera
de la globalización no hay progreso posible. Angela Merkel ha manifestado
tajantemente que el proteccionismo no es la solución "Me pregunto: ¿hemos
aprendido realmente las lecciones de la historia, de las catástrofes provocadas
por el hombre en el siglo XX? Realmente, creo que no". Y el primer
ministro italiano Gentiloni ha declarado que "nuestra historia y nuestras
raíces no son sinónimo de proteccionismo".
Pero también todos ellos se han hecho eco de los
problemas que la globalización presenta en los momentos actuales, originados
por la desigualdad. "La desigualdad está alcanzando niveles intolerables,
incluso ahora que ha vuelto el crecimiento. No podemos acabar en un mundo con
una élite cosmopolita y un ejército de trabajadores insatisfechos", alertó
Paolo Gentiloni. Emmanuel Macron ha sostenido que el crecimiento económico por
sí solo no basta para lograr el "bien común", porque ha dejado fuera
del progreso a muchas personas. "Si no le puedes asegurar a la gente,
afirmó, que la globalización es buena para ellos, habrá nacionalistas y
extremistas que quieran deshacerse del sistema. Y ganarán. Y no pasará solo en
Francia, pasará en todos los países".
Hoy el incremento de la desigualdad es tan evidente
que hasta en Davos se ha aceptado como un hecho incontestable. El informe
‘Premiar el trabajo, no la riqueza’, de Oxfam, pone de manifiesto que el 82%
del crecimiento fue a parar al 1% más privilegiado del mundo. Los
desequilibrios obedecen no solo a que la parte de la renta que se destina a la
retribución de los trabajadores se haya reducido de forma sustancial con
respecto al excedente empresarial, sino porque aun dentro del sector de
asalariados, el abanico retributivo es cada vez más amplio. Según este informe,
en Estados Unidos, por ejemplo, "con poco más de un día de trabajo, un
director general gana lo mismo que un trabajador en todo un año". Y esta
misma realidad la han querido poner de manifiesto los sindicatos europeos con
una imagen muy significativa, los altos ejecutivos que han participado estos
cuatro días en el Foro de Davos, han cobrado más en ese corto periodo de
tiempo, que la mayoría de los ciudadanos en un año y medio o dos de trabajo.
Concretamente España se sitúa con un año y siete meses, entre Reino Unido (dos
años) y Alemania (dieciocho meses).
Estos últimos datos tendrían que forzarnos a
considerar que las políticas redistributivas hay que diseñarlas no solo entre
rentas de capital y trabajo, sino también dentro de las propias rentas de
trabajo y constatar la enorme injusticia que se comete al reducir los tipos
marginales del IRPF en los tramos altos de renta. Los sindicatos en el Foro de
Davos han propuesto limitar los sueldos de los altos directivos, dado que en
algunos niveles son casi obscenos. No parece que la propuesta vaya a tener
mucho éxito. Sin embargo, todo está ya inventado. El mismo efecto se lograría
imponiendo a esos tramos altos de renta, tipos marginales muy elevados en el
impuesto sobre la renta personal, de manera que los nuevos incrementos de
ingresos pasen casi en su totalidad al fisco.
Ya en las sesiones del pasado año se plantearon
inquietudes similares sin que se adaptase ninguna medida para corregir los
desequilibrios, ni sin que estos hayan disminuidos, todo lo contrario. El
resultado este año ha sido el mismo. Nada que vaya más allá de las palabras. La
única novedad ha consistido en proponer un índice que denomina de crecimiento
inclusivo. Sin duda poca cosa si todo queda en elaborar un nuevo indicador para
medir el desarrollo, superando el contenido más bien estrecho de la evolución
del PIB. Lo cierto es que ya existen muchos y no se precisa uno nuevo sino la
voluntad de emplearlos y de sacar de ellos las consecuencias adecuadas. Por lo
que parece los gobiernos no han mostrado tampoco ningún entusiasmo en la aplicación
de este. Además la ordenación de los países por el nuevo indicador no difiere
sustancialmente de la que resulta al utilizar la renta per cápita. Las
variaciones más importantes de una a otra lista, saliéndose de la generalidad,
se producen en países no pertenecientes a la Unión Europea, como EEUU, Japón,
Israel etc, tal vez por poseer sus regímenes políticos un carácter más liberal,
o algunos países del este europeo Eslovenia, Eslovaquia y Estonia, quizás por
su herencia socialista.
No tiene nada de extraño que los últimos puestos
entre los desarrollados lo ocupen los países del Sur de Europa: Grecia,
Portugal, Italia, España, que han sufrido más duramente la crisis y las
políticas de austeridad aplicadas por Frankfurt y Bruselas. Choca sin embargo que
Italia se situé en un lugar peor que España. La explicación tal vez hay que
buscarla en el mayor grado de endeudamiento público, aunque no se tenga quizás
en cuenta que esta deuda está en su mayoría en manos italianas.
El problema de los mandatarios internacionales que
en Davos se dan golpes de pecho, es que pretenden cuadrar el círculo. Por una
parte glorifican a la globalización y afirman que sin ella no hay futuro
económico ni político, pero por otra son conscientes de que el incremento de la
desigualdad la pone en peligro. No se dan cuenta, o no quieren dársela, de que
lo uno va unido indefectiblemente a la otra. La globalización significa, tal
como Tietmeyer anuncio en ese mismo foro hace ya veintidós años, la entrega del
poder a los mercados. Los gobiernos en buena medida han perdido su capacidad de
actuar y de controlar al poder económico, que impone sus condiciones. La
liberalización de todos los mercados conduce de forma automática y por su
propia inercia a incrementar la desigualdad y los desniveles sociales.
Globalización y proteccionismo no son sin más
conceptos antagónicos. Todos los estados tienden a ser proteccionistas. Es
lógico que intenten defender sus economías. La globalización solo cercena
aquellas medidas proteccionistas, que restringen los movimientos de capitales y
que implican regulación e intervención de los mercados. Cuando se impone la
globalización, el proteccionismo no desaparece solo que el estado cuenta con
muchas menos armas, se apoya exclusivamente en la manipulación del tipo de
cambio y en el dumping laboral y fiscal. Incluso en el caso de los países de la
Eurozona tampoco pueden contar con la devaluación de la moneda; luego, para
proteger la competitividad, se ven obligados a utilizar como únicas medidas la
reducción de los costes sociales y fiscales. No es por casualidad que los
países que se sitúan en la cola del nuevo índice que antes se ha citado, sean
los países del sur de Europa cuya enorme pérdida de competitividad durante los
primero años del Euro, les ha arrastrado a deflaciones competitivas de crecidas
dimensiones.
Macron en Davos ha advertido "contra la
evasión fiscal" y se ha pronunciado a favor de establecer "una
estrategia global" a la hora de fijar impuestos a las empresas. Así mismo
ha exhortado a Estados Unidos y a China a que se coordinen con Europa. La
petición no se sabe si la motiva la inocencia o la hipocresía. ¿Cómo es posible
pedir a otros países que armonicen su legislación fiscal con Europa cuando está
después de 50 años continúa permitiendo la mayor disparidad entre los sistemas
fiscales de sus miembros y cuando estados como Irlanda, Luxemburgo o Austria
mantienen regímenes de claro dumping fiscal, reduciendo a mínimos la
tributación de las empresas? En realidad en esta materia Trump no se separa
demasiado del resto de mandatarios internacionales. Justifica su reforma fiscal
en la competitividad y en la necesidad de repatriar los capitales americanos
que se mantienen en otros países como Irlanda por gozar de mejores condiciones
fiscales.
Merkel en su intervención se preguntaba si habíamos
aprendido realmente las lecciones de la historia, de las catástrofes provocadas
por el hombre en el siglo XX? Y se contestaba que no. Tenía razón, porque la
causa última de esas catástrofes hay que buscarlas en el rabioso liberalismo
económico que se impuso a finales del XIX, principio del XX. Sistema muy
parecido al actual. Tras la segunda guerra mundial parecía que se había
asimilado la enseñanza, estableciéndose en todos los países mecanismos para
controlar a los mercados y al capital. A partir de los años ochenta, sin
embargo, se ha vuelto a las andadas.
Globalización es ante todo libre circulación de
capitales y mientras esta subsista los sistemas fiscales se irán haciendo cada
vez más regresivos, y mientras las deslocalización sea una amenaza, los
salarios permanecerán estancados o perdiendo incluso poder adquisitivo. Estos
días hemos tenido un buen ejemplo con la factoría de Opel en Zaragoza ¿Cómo no
van a incrementarse las desigualdades y las divergencias sociales? Los
mandatarios internacionales a menudo parecen zombis, muertos vivientes. Aun no
se han dado cuenta que con la globalización, con su renuncia, el poder no se
encuentra ya en ellos, sino como hace veintidós años les dijo Tietmeyer, en los
mercados.
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