Alfredo Apilanez
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DICIEMBRE, 2018
Segunda parte
Dinero-capital: la
encarnación del poder social
“El dinero es el punto de
partida y el punto de cierre de todo proceso de valorización”
Carlos Marx
“Siempre es el dinero-crédito el
que pone en marcha el proceso de producción, que consiste en tener dinero para
producir mercancías con cuya venta obtener más dinero: el dinero es el
Principio y el Fin, el Alfa y el Omega, el Paraíso y el Apocalipsis de la producción
capitalista”
Joaquín Arriola
“Llegan el oro y la plata de América y todo cambia en Europa” E.J.
Hamilton
“La deuda global alcanzó en el primer
trimestre de 2018 la friolera de 247 billones de dólares, situando el ratio de
apalancamiento con respecto al PIB mundial –omitiendo la banca en la sombra y
el castillo de naipes de derivados y demás productos financieros creativos- en
el 318%, según los últimos datos dados a conocer por el Instituto Internacional
de Finanzas”
Entre estas dos noticias median cinco
siglos y una completa metamorfosis en la naturaleza y las funciones del dinero
y la deuda, desde los balbuceos de una economía monetaria harto limitada hasta
llegar a impregnar el último resquicio del metabolismo social. La compleja
interacción entre las colosales transformaciones de las relaciones de
producción y distribución desencadenadas por el surgimiento del capitalismo y
el desarrollo paralelo del hecho monetario, como soporte y potenciador de tales
procesos, condiciona decisivamente la evolución económica de los últimos dos
siglos.
La metáfora del
marxista austriaco Rudolf Hilferding, autor del
texto clásico ‘El capital financiero’, desvela la absoluta entronización del
dinero, reinando sobre el caos del régimen privado de producción de mercancías:
“en ausencia de cualquier organización social coordinadora, el dinero funciona
como la ‘inteligencia colectiva’ de la sociedad, es decir, es el medio por el
cual se efectúa la asignación y reasignación del trabajo social entre las
diferentes ramas de la división del trabajo”. El proceso de producción del
dinero y la deuda deviene pues el fulcro del mecanismo de dominación sobre el
tejido social en la sociedad mercantil. El experto en historia monetaria Michel
Aglietta, autor del magnífico texto, titulado
gráficamente ‘La violencia de la moneda’, da las claves de la estrecha conexión
entre el dinero, la deuda y la acumulación en el desarrollo del circuito
monetario del capitalismo progresivamente financiarizado: “La acumulación de
capital es un lado de la ecuación, pero el otro lado es necesariamente el
desarrollo del endeudamiento. El intento de acumular dinero por mor de
acumularlo como propósito de la actividad económica significa buscar el poder
sobre otros, porque el dinero es la base del tejido social”. El economista
marxista Fahd Boundi abunda en el
contraste crucial entre la concepción marxiana del dinero y la poskeynesiana,
hegemónica en las fuerzas de la izquierda reformista en la actualidad, en
cuanto a la explicación de la función y la naturaleza del hecho monetario en el
reino de la mercancía: “Para Marx, el dinero nace de las mismas contradicciones
que encierra la mercancía en cuanto unidad inmediata de valor de uso y de valor
de cambio; se trata de la encarnación del trabajo social abstracto. El dinero
es, en definitiva, una creación social. Por el contrario, en las tradiciones
keynesiana y poskeynesiana domina la concepción de George Friedrich Knapp
(1905), quien concibió la génesis del dinero como un acto emanado de las
propias leyes del hombre y del Estado, en cuanto garante de las mismas”. De
este modo, el análisis del desarrollo histórico de esta progresiva imbricación
entre la “fábrica monetaria” y las necesidades acuciantes de la valorización de
capital conforma, a través de la descripción de la forma en que la producción
de dinero se ha ido adaptando a las exigencias de una economía “real” cada vez
más financiarizada, una iluminadora panorámica sobre el carácter degenerativo
del capitalismo actual que no ofrecen, a pesar de sus valiosas aportaciones,
otras escuelas alternativas. Saquemos pues al dinero de su “rueda de hámster”
en el circuito financiero e integrémoslo en la argamasa de la matriz del
proceso de reproducción del capital a lo largo del desarrollo del capitalismo.
¿De qué forma se han ido transformando los mecanismos de creación e inserción
del dinero en el circuito de la acumulación en su pugna por responder a las
necesidades de sostenimiento de la rentabilidad del sistema? ¿Cuál ha sido el
papel del hecho monetario en la naturaleza cíclica, con auges y depresiones de
creciente virulencia, y degenerativa, con niveles de deuda y desigualdades
sociales sin precedentes, del capitalismo contemporáneo? ¿Qué tipo de conexión
existe, en fin, entre la extraordinaria financiarización de la economía
actual y la crisis crónica arrastrada por el sistema desde el final de los
treinta gloriosos a principios de los años 70?
Para atisbar
respuestas a tales cuestiones –completamente ignoradas por el dogma
económico mainstream y
malinterpretadas por los reformistas monetarios poskeynesianos– resulta
necesario seguir someramente el hilo de la tortuosa evolución del hecho
monetario desde el periodo precapitalista hasta la eclosión de la ‘nueva
relación social’ en la que el dinero deviene la ‘inteligencia colectiva’ de la
sociedad productora de mercancías. ¿En qué consistió el núcleo de esa
neurálgica transformación del modo de producción y de integración en el ‘tejido
social’ del flujo monetario que acompañó al surgimiento del capitalismo? En
relación a las épocas históricas anteriores–esclavismo, feudalismo,
mercantilismo-, la irrupción del nuevo modo de producción conlleva una
transformación esencial en la naturaleza y las funciones del flujo monetario en
la dinámica económica. La descripción del economista marxista Michael Roberts, a propósito del
magnífico texto de su colega Fred Moseley, titulado Dinero y Totalidad, de la
esencia del proceso resulta clarificadora: “No empezamos con un cierto valor
del tiempo de trabajo o una cierta cantidad de unidades físicas de trabajadores
y la tecnología, y acabamos ahí. Empezamos con el dinero y terminamos con el
dinero. En este punto es conveniente recordar que el dinero en manos del
capitalista es la forma de existencia en que el capital inicia su proceso de
valorización, y como tal, es poder social sobre la clase
obrera”. ¡Qué contraste tan abismal con la música celestial de
los manuales ortodoxos y su mitológica descripción del dinero como
servicial lubricante de los intercambios, sin conexión
alguna con los engranajes de la sala de máquinas del sistema! Resalta asimismo
la aguda diferencia con el lenguaje aséptico y tecnocrático, despojado de
adherencias socio-políticas, de los teóricos poskeynesianos de la teoría
monetaria moderna, centrados en
reformas de laboratorio del sistema financiero, que reparen los destrozos
causados por las políticas neoliberales de la austeridad, al margen de
la sala de máquinas de la acumulación de capital. El analista económico
Claudio Katz abunda en el
carácter del dinero como capital, como característica diferencial del signo
monetario en el sistema de la mercancía: “El dinero es, por lo tanto, el único
medio de que dispone la sociedad capitalista para validar el trabajo social y
viabilizar la reproducción del capital”. Como se afirma, de forma rotunda, en
las brillantes palabras de Aglietta, se trata de la
herramienta par excellence,a través de la que
se ejerce el poder social: “Si los salarios crean división social, determinando
el poder de una clase social sobre otra, ese poder es el poder del dinero. Para
ser más precisos, es el poder de aquellos que detentan la prerrogativa de crear
dinero con el fin de transformarlo en un medio de financiación de la
producción; es el poder sobre aquellos cuyo único acceso al dinero consiste en
la venta de su capacidad de trabajo”. Clarividentes palabras que descorren todo
el velo de oscuridad y tergiversaciones que sobre el ‘poderoso caballero’ han
echado los paladines de la ortodoxia neoclásica.
Esta novedad
radical que representa el uso del dinero como instrumento de poder social al
servicio de la generación del excedente en el proceso productivo es la que
diferencia pues esencialmente al capitalismo de los modos de producción
anteriores. El punto nodal lo resume el economista marxista Andrés Piqueras: “recordemos que el capital es dinero
que se valoriza a sí mismo a través del trabajo humano –precisamente el trabajo
humano que no es pagado-“. Finalicemos pues el bosquejo de la revolucionaria
‘nueva determinación’ con la descripción de Marx del circuito
monetario de producción que, a pesar de sus adherencias hegelianas, es
enormemente ilustrativa: “El dinero como capital es una determinación del
dinero que va más allá de su determinación simple como dinero. Puede
considerársele como una realización superior, del mismo modo que puede decirse
que el desarrollo del mono es el hombre (sic). Es menester desarrollar la nueva
determinación”. A la luz de estas constataciones resulta fácilmente
comprensible que la apología de la ‘economía de libre mercado’, representada
por la corriente marginalista, surgida a
partir de 1870 como reacción ideológica de los apologistas del capital ante los
alarmantes derroteros “subversivos” que estaba tomando la economía política
clásica, se construyera precisamente sobre la negativa a desarrollar esa ‘nueva
determinación’ del dinero, como expresión del poder social en manos privadas.
Tal intención mistificadora, que queda reflejada vívidamente en su insistencia
en el mito del dinero-lubricante-medio de cambio con funciones meramente
circulatorias, sin intervención alguna en el libre juego de la oferta y la
demanda de factores y productos ni en la determinación de los dichosos
equilibrios de precios y cantidades en los mercados, refleja, cual espejo
invertido, su función ideológica: ocultar, mediante la deformación del papel
del dinero en el corazón del sistema de la mercancía, la génesis del beneficio
y del conflicto distributivo generado por la explotación del trabajo en el
circuito monetario de valorización del capital. Como señala enfáticamente
Aglietta: “La ciencia económica no se interroga sobre la naturaleza de los
fenómenos monetarios. Por el contrario, ¡está constituida por un conjunto de
postulados cuya razón de ser es evacuar los hechos monetarios del corpus teórico!”. Tratemos de actuar pues en
sentido contrario e iluminar los recónditos engranajes de la sala de máquinas
donde opera el mecanismo a través del que se ejerce el ‘poder social’ sobre los
que ostentan la condición subalterna de vendedores únicamente de su capacidad
de trabajo.
¿Hasta qué punto
podría afirmarse que la forma en la que ha ido evolucionando el proceso de
producción del dinero y la generación de deuda a lo largo de los dos siglos de
historia del capitalismo resulta funcional al mantenimiento –crecientemente
problemático- de la rentabilidad y la capacidad de reproducción del sistema?
¿Tiene sentido sostener que las transformaciones en el modo de producción del
dinero han contribuido a atenuar las crecientes tendencias degenerativas del
capitalismo a costa de intensificar su propensión a alimentar los circuitos
financieros especulativos alejándose de los productivos? El resumen que hace el
historiador monetario Charles Kindleberger, autor de
‘Manías, pánicos y cracs’, un enciclopédico recorrido por la historia y la
desquiciada psicología de las crisis y las burbujas financieras, de la compleja
maraña de interacciones entre la fábrica de dinero y su inserción en el
circuito monetario del capital, desgarrando progresivamente las costuras
institucionales que trataban de encorsetarlo, es inmejorable: “El proceso es de
Sísifo, un perpetuum mobile; la historia del
dinero es una historia de continuas innovaciones, para que la oferta existente
de dinero pueda ser utilizada de manera más eficiente y productiva y para
desarrollar sustitutos próximos al dinero que eludan los requisitos
reglamentarios que se aplican a la creación de dinero. El desarrollo de nuevos
instrumentos de crédito se produce en respuesta a los cambios en los arreglos
institucionales. La expansión monetaria es sistemática y endógena más que
aleatoria y exógena”. Resulta pues perentorio prestar atención al proceso ‘de
Sísifo’ a través del que los agentes propulsores de la creación de dinero han
ido desprendiéndose de las ataduras y los corsés institucionales para facilitar
su integración ‘más eficiente y productiva’ en la maquinaria de la acumulación
de capital. Recapitulemos pues, brevemente, la compleja relación entre los
cambios en la naturaleza y funciones del dinero moderno, la radical
transformación de su ‘modo de producción’ y la evolución de los ‘requisitos
reglamentarios’ que han tratado infructuosamente de levantar diques que
limitaran la apertura total de las compuertas de los flujos de liquidez que
alimentan la sala de máquinas de la acumulación de capital. Para ello es
importante disipar previamente algunos persistentes malentendidos.
No se trata, como a
veces expresan ciertas fábulas divulgativas con profunda penetración en los
mitos populares, de describir la historia del dinero como una evolución
continua de las formas monetarias desde el imperio de los metales preciosos
hasta la completa desmaterialización del dinero virtual-electrónico en la
actualidad. En todos los periodos precapitalistas convivieron, en distinto
grado, dinero-metálico puro, dinero fiduciario –teóricamente convertible pero
basado, en última instancia, en la confianza en el emisor-, signos de registro
de deudas, títulos de crédito comercial y depósitos y créditos bancarios como
soportes del poder de compra, los medios de pago y la acumulación de riqueza de
los agentes económicos. En los limitados márgenes de las relaciones monetarias
en las fases precapitalistas, el dinero crediticio –las famosas muescas en los
palos “de conteo”, que describe el antropólogo David Graeber en su,
excesivamente unilateral, tesis sobre el origen del dinero como unidad de
cuenta en el pago de deudas- ha sido omnipresente a lo largo de la historia.
Como precisa el historiador monetario Pierre Vilar : “Por tanto,
oponer una época de “moneda metálica”, que comprendiese toda la historia previa
a la edad dorada del capitalismo, y una época de moneda moderna,
desmaterializada, que nace entre 1920 y 1930 con el fin del patrón-oro, sería
un error”. La vívida descripción que hace el historiador de la escuela de los
Annales, Fernand Braudel, de las ferias
medievales, refleja elocuentemente la casi nula presencia del fulgor del metal
en los intercambios comerciales: “Casi no se lleva ninguna mercancía al
encuentro, se lleva muy poco dinero contante y sonante, pero sí grandes masas
de letras de cambio, que constituyen verdaderamente
los signos de la riqueza entera de Europa”. La liquidación de los
saldos era, eso sí, en plata y moneda fuerte –el legendario ‘real de a ocho’,
también conocido como dólar español, la primera moneda de reserva mundial de la
historia-. No olvidemos, empero, la cuestión crucial. Esta multiplicidad
entreverada de signos monetarios, unos con valor intrínseco y otros sin él,
adaptada a las necesidades, cambiantes pero nunca generalizadas, de los pagos y
la circulación, coexiste con una economía no monetaria de enorme extensión, en
agudo contraste con la monetización absoluta del metabolismo social bajo la
égida del capital. Es esencial, por tanto, recordar, como muestra
minuciosamente el formidable fresco que traza Karl Polanyi en su obra
cumbre, ‘La gran transformación’, que ni los “libres” mercados, como
reguladores del intercambio de bienes y servicios, ni el dinero, como ‘base del
tejido social’, son en absoluto hegemónicos en las fases precapitalistas. La
advertencia que hace Braudel no debe pues olvidarse: “Todo casa en este juego
que, por otra parte, no tiene ningún misterio, siempre que no se olvide que hay
una economía monetaria del Antiguo Régimen, diferente de la actual y muy
imperfecta, con múltiples niveles y no extendida, ni mucho menos, a todos los
hombres”. Crucial advertencia, que a veces parecen olvidar Graeber, Wray y
otros defensores acérrimos de la teoría del origen y evolución del dinero como
medio de pago de las deudas y creación del Estado -que impone su curso legal
mediante la obligación de pagar impuestos-, como si no se hubiera producido un
corte radical en la naturaleza de tales funciones del hecho monetario tras el
surgimiento del capitalismo.
La modificación
esencial de la función financiera que supuso la irrupción del sistema de la
mercancía a partir del siglo XIX no residió pues en el soporte –metálico,
papel moneda más o menos convertible, billetes de banco, respaldados o no con
depósitos o títulos de crédito comercial- del signo monetario. Tampoco en la
alteración radical de la multiplicidad de sus funciones “circulatorias”–medio
de cambio, unidad de cuenta para el pago de obligaciones- o “productivas”, de
estímulo de la actividad económica–atesoramiento especulativo, crédito bancario
o comercial- . La radical novedad reside en la revolucionaria transformación de
la maquinaria de producción y distribución del dinero para adaptarla a su
utilización en la financiación de la acumulación de capital: la ‘nueva
determinación’ a la que se refería –siendo, dicho sea de paso, el primero en
emprender su estudio en profundidad- Marx. El resumen que hace Trevor Evans, economista
británico experto en finanzas, de esta novedad radical, es iluminador: “El
dinero se convierte en capital cuando es avanzado con el objetivo de obtener un
beneficio. El objetivo de la valorización es asegurar que el valor
originalmente avanzado se reproduce con un excedente, y el dinero sirve por
tanto para medir no solamente el valor, sino también el plusvalor; o, en
términos de la contabilidad cotidiana, no sólo los precios sino también el
beneficio. La función del dinero como medida del beneficio es uno de los
aspectos más cruciales de una economía capitalista”. Así pues, el dinero en su
nueva determinación deja de ser un stock de riqueza para devenir un flujo
continuo de financiación del circuito de producción. Roman Rosdolsky, autor de un
extraordinario texto sobre la génesis y las categorías principales de ‘El
capital’, resalta el punto clave: “en el capitalismo el dinero ha perdido su
rigidez, y de cosa palpable que era, ha pasado a ser proceso”. He aquí pues el
salto cualitativo –junto al cuantitativo, representado por la extensión de la
economía monetaria ‘a todos los hombres’- de la función financiera al servicio
del nuevo tipo de metabolismo social: el dinero como medida del plusvalor
obtenido en el proceso productivo y, por tanto, como encarnación del poder
social sobre los generadores no retribuidos del excedente, deviniendo así
el leit motiv de todo el entramado de la acumulación
de capital. Mientras que en el mercantilismo precapitalista el desarrollo de
los, en ocasiones, sumamente sofisticados, instrumentos financieros,
potenciados por la aparición de los primeros bancos “centrales”-el banco de
Amsterdam, el de Suecia y el de Inglaterra- se orienta hacia la financiación
del Estado –principalmente, el esfuerzo bélico imperialista en pos de la
hegemonía en la carrera por el saqueo de las tierras ignotas y de los pueblos
‘sin historia’- y el estímulo del comercio y la acumulación de riquezas, el
surgimiento del capitalismo supone un cambio sustancial en la función
bancario-financiera y en el papel del numerario. Las crecientes necesidades de
la financiación del flamante circuito monetario de producción irán
paulatinamente desgarrando las convenciones arcaicas acerca de la naturaleza
del ‘poderoso caballero’ y destruyendo progresivamente las rigideces
institucionales que constreñían la producción de dinero para adaptarla a las
insaciables demandas de combustible monetario de la locomotora de la
acumulación.
¿Cómo han
evolucionado pues las complejas relaciones entre los mecanismos de creación e
“inyección” monetaria endógena en los procesos productivos y las ‘restricciones
institucionales’ exógenas en la compleja adaptación de la ‘nueva determinación’
del dinero como propulsor y vara de medida de la producción de plusvalor?
Destacaremos dos mecanismos básicos a través de los cuales la evolución
‘institucional’ de la creación de dinero se ha ido acoplando –siempre de manera
incompleta y conflictiva- a las necesidades de la acumulación de capital: la
aparición de la banca central moderna en la cúspide del sistema financiero,
fungiendo de prestamista de última instancia, regulador del mecanismo de
generación de deuda pública y cámara de compensación del sistema bancario
privado, y, last but not least, la
liberalización progresiva del mecanismo de producción de dinero-deuda por parte
de la banca privada en pos de culminar la ‘apertura de compuertas’ de los
flujos de liquidez hacia los canales de la financiación crediticia y la
nebulosa de los mercados financieros. He aquí los dos pilares en los que se
sustenta la expresión de poder social de clase al servicio de la acumulación de
capital que representa el modo de producción y circulación del dinero moderno.
El economista marxista Joaquín Arriola describe la
‘estación termini’ de la pugna continua librada con denuedo por el capital
financiero en pos de la rotura de las ligaduras institucionales que sujetaban
la creación ilimitada de deuda por la banca privada: “En esta evolución, lo que
importa retener ahora es que en algún momento, el sistema bancario es capaz de
crear crédito independientemente del ahorro, rompiendo la identificación entre
ahorro e inversión tan cara a la economía neoclásica. Cuando la evolución del
sistema alcanza ese momento, el dinero bancario es dinero en el sentido pleno
del término, y deja a su vez de tener un vínculo directo con una base mercantil
real”. Costas Lapavitsas, autor de una
exhaustiva historia del capital financiero en la génesis de la globalización de
finales del siglo XX, titulada, significativamente, ‘Beneficios sin producción:
cómo nos explotan las finanzas’, resalta la estrecha interacción entre los dos
procesos que caracterizan la revolución en el modo de producción del signo
monetario en el capitalismo maduro: “La evolución de la forma del dinero ha
llevado a que el dinero crediticio sin valor intrínseco, que en última
instancia es sólo intercambiable por dinero de curso legal generado por el
banco central, dominara la circulación doméstica (…) En el corazón del ascenso
de las finanzas reside el monopolio absoluto del Estado sobre los medios de
pago finales”. Evans pone de nuevo el acento en el nudo gordiano de la
integración público-privada de la producción de dinero como factor propulsor de
la financiarización creciente de la estructura económica actual: “Un aspecto
clave de este cambio es que en el espacio de la economía nacional el dinero del
banco central sustituye a una mercancía en el papel de equivalente general. Pero, al mismo tiempo, otros cambios,
especialmente el desarrollo de la función del banco central como prestamista en
última instancia, aseguran que todo el dinero bancario privado pueda
convertirse siempre en dinero del banco central, garantizando de este modo que
aquel también pueda funcionar como equivalente general”. Queda clara la
profunda conexión entre los dos “revolucionarios” procesos que configuran la
producción e inyección del dinero-capital.
¿Cuáles son pues
los hitos históricos que han simbolizado esta progresiva destrucción de las
limitaciones institucionales tradicionales de la creación monetaria para
adaptarla a las apremiantes necesidades de la, crecientemente degenerativa,
valorización del capital? ¿Qué tipo de tensiones y “cuellos de botella”, que
estrangulaban el modo de producción del flujo monetario requerido por el
sistema financiero desembridado, característico de la fase financiarizada del
capitalismo, tuvieron que ser desatascados? Sin afán exhaustivo, podríamos
destacar tres momentos simbólicos en la pugna por la rotura de las amarras que
agostaban la creación ilimitada de crédito bancario e impedían la
centralización de la ‘regulación’ del sistema financiero a cargo de la banca
central en la historia económica contemporánea: los fracasados intentos –ejemplificados
en los debates en torno a la ‘ley Peel’ y la turbulenta historia del patrón oro
a lo largo del siglo XIX- por impedir la ‘apertura de compuertas’ a la
producción ilimitada de dinero-deuda por la banca privada; la adecuación
progresiva de la operativa de la banca central moderna a su función de soporte
y propulsor de los nervios y la circulación monetaria en el capitalismo
contemporáneo, encarnada en la aparición de la Reserva Federal de Estados
Unidos y, por último, la entronización definitiva del dinero-deuda ‘out of thin air’, multiplicado ad infinitum en las entelequias financieras que
pululan por la nebulosa de las finanzas en la sombra, que caracteriza la actual
etapa de financiarización ‘a muerte’ del capitalismo senil, simbolizada en la
política de ‘relajamiento’ monetario de la banca central actual. Lapavitsas
resume el resultado de esta profunda metamorfosis de la función monetaria en su
denodada persecución, crecientemente problemática, del sostenimiento de la
ganancia del capital: “Como consecuencia, el sector financiero actúa como si
fuera los nervios y el cerebro de la economía capitalista; es la entidad social
que convierte la organización de los recursos disponibles de la sociedad en un
conjunto integrado, aunque lo haga sobre la base de la propiedad privada y la
voraz obtención de ganancias”. Es esa necesidad imperiosa de la apertura de
gigantescas compuertas de liquidez hacia la nebulosa de los mercados
financieros y las burbujas de activos –llevada al paroxismo en la surrealista
política de expansión cuantitativa, característica de la actual fase
degenerativa del capitalismo senil- pugnando por mantener con respiración
asistida el maltrecho engranaje, aún a costa de modificar totalmente su función
tradicional de financiar la producción de ‘cosas útiles para la gente’, la que
proporciona la clave del ‘rol contemporáneo de la moneda’. Como explica Katz:
“Pero si los bancos cumplen un rol estratégico y la moneda incluye una gama tan
variada de medios de circulación y pago es porque las necesidades de liquidez
del sistema se amplían con el desarrollo de la acumulación. En este
desenvolvimiento, y no en las conductas “miméticas” de los especuladores,
radica la clave del rol contemporáneo de la moneda”.
Los diques se
resquebrajan: la victoria pírrica de la ‘ley Peel’
Las dos posturas
enfrentadas –la escuela monetaria y la bancaria- en los enconados debates
previos a la aprobación de la ley Peel –el ‘acta
bancaria’ inglesa de 1844, vigente hasta 1918- ilustran vívidamente las
virulentas polémicas que el surgimiento del capitalismo provoca en los
desconcertados teóricos del hecho monetario.
Tras las guerras
napoleónicas –el comienzo de la Pax Britannica sobre una Europa arrasada y
dividida- y el espectacular take off de la
industria británica, catapultada en apenas unas décadas a la condición de
fábrica del mundo, la conflictiva relación entre la banca privada y el Banco de
Inglaterra comienza a reflejar las tensiones características de la expansión
capitalista y el desgarro que esa mutación produce en el modo de producción
tradicional del dinero. Ante las recurrentes crisis bancarias, causadas principalmente
por las ingentes necesidades de financiación de los capitales requeridos por la
construcción del ferrocarril y por la irreprimible tentación de los bancos
privados de expandir, más allá de sus reservas metálicas, los límites del
crédito, aparecen las voces de alarma de los defensores de la parsimonia y la
prudencia ante la alocada marcha de los negocios.
Los partidarios de
la escuela monetaria –la currency school-,
herederos del fetichismo metalista característico del mercantilismo, propugnan un estricto control
de la emisión de moneda en manos del Banco de Inglaterra, acompañado de la
estricta prohibición de crear dinero-deuda a la banca mediante la obligación de
mantener un 100% de reservas metálicas sobre sus préstamos. Argumentos, por
cierto, sorprendentemente similares a los propugnados por los actuales
defensores del dinero ‘soberano’, libre de
deuda y bajo control estricto de la todopoderosa banca central, con gran
predicamento entre los “curanderos” monetarios, pretendidos poseedores de la
piedra filosofal que reparará milagrosamente la descontrolada maquinaria de la especulación
y la deuda ‘a muerte’. El egregio economista clásico David Ricardo, uno de los
partidarios acérrimos del dinero “seguro”, explica la necesidad de “atar en
corto” a la banca privada y al dueño de la maquinita de impresión, con el fin
de evitar la ominosa inflación, puesta en la picota por la ortodoxia de la
arcaica teoría cuantitativa del dinero como nociva consecuencia de la
abundancia de circulante: «La experiencia muestra que ni un Estado ni banco
alguno han tenido el poder irrestricto de emitir papel moneda sin abusar de ese
poder: por ello, en todos los Estados, la emisión de papel moneda debería estar
bajo una estricta vigilancia y control y ninguno parece ser tan adecuado para
este propósito corno el de sujetar las emisiones de papel moneda a la
obligación de pagar sus billetes en metal noble o en oro acuñado”. En un
anticipo de las concepciones ortodoxas sobre las causas de la inflación que
siguen focalizando el viciado debate sobre la política monetaria en nuestros
días, el circunspecto Ricardo anticipaba el argumento de la escuela monetarista –la
denominada ‘equivalencia ricardiana’- acerca del peligro del Estado manirroto
que desbarata los sagrados equilibrios del libre mercado detrayendo recursos
del sector privado: “Con una circulación metálica, no hay pues que temer una
multiplicación de signos monetarios que acarreen alzas de precios desordenadas.
Pero con la circulación de papel siempre existe el riesgo de una excesiva
multiplicación (en la medida en que el Estado puede considerar cómo emitir
papel para responder a sus arbitrarias necesidades)”. ¿Les suena? Prescindiendo
de los arcaísmos del ‘metal noble’ u ‘oro acuñado’, pareciera que escucháramos
a cualquier vocero actual de la pléyade de apologistas neoliberales de la
consolidación fiscal y la estricta vigilancia de la inveterada prodigalidad del
Estado despilfarrador.
Sin embargo, los
perdedores en la polémica –tan virulenta que el futuro Primer Ministro, lord
Gladstone, afirmó, sarcásticamente, en uno de los acalorados debates, que ‘la
especulación sobre la esencia del dinero había hecho perder la cabeza a más
personas que el amor’- eran, en realidad, los adelantados al signo de los
tiempos. Los partidarios de la banking school defendían,
anticipándose a los actuales teóricos poskeynesianos -y también a Marx,
que se inspiró en ellos en El Capital- el papel de la banca como financiador de
la producción, con capacidad para autorregularse sin riesgos inflacionarios,
siempre que las ‘necesidades del comercio’ exigieran el aumento de los flujos
financieros. El economista Thomas Tooke, líder de la escuela bancaria y adalid
de la defensa del dinamismo del crédito privado como motor económico, esgrimía
la actual teoría del dinero endógeno de los poskeynesianos contra el mito de la
exogeneidad del dinero-lubricante, heredado de la escolástica teoría cuantitativa: “la
cantidad de los billetes es un efecto y no una causa de la demanda de los
billetes”. Por tanto, el Banco sólo emitiría lo que le fuera solicitado en
crédito para cubrir las necesidades de la producción y circulación y el temido
riesgo inflacionario sería eliminado.
El economista
poskeynesinano, eximio representante de la teoría monetaria moderna,
Randall Wray, abundando en la
tesis de Tooke, resalta el punto nodal para refutar la tesis inflacionaria de
la ortodoxia: “la emisión privada de billetes de banco nunca será excesiva ya
que siempre que hubiera un exceso acabaría refluyendo a los bancos que
garantizaban su convertibilidad metálica”. Al menos en teoría, por supuesto. En
la práctica, como demostrarían las agudas crisis financieras detonadas por la
abundancia o escasez de numerario y crédito, otro gallo cantaría.
La aprobación final de la ley Peel
sería pues una victoria pírrica. El férreo corsé metalista puso al Banco de
Inglaterra en una posición insostenible, al no poder cumplir con su función de
prestamista de última instancia: tenía el mandato político de brindar liquidez
a otros bancos en momentos de crisis, pero su capacidad de emitir billetes
estaba restringida a sus reservas de oro. La respuesta expeditiva a esta inicua
limitación, derivada del arcaísmo de la concepción monetaria vigente, fue
expeditiva: la ley Peel se suspendió durante las crisis financieras de 1847,
1867 y 1876 y fracasó a la hora de detener la expansión de la creación de
dinero-deuda por los bancos privados. Al dejar libertad al banco para emitir
cheques contra los depósitos de los clientes se horadó un boquete por el que se
coló la riada creciente de flujos de liquidez que requería la propulsión de la
acumulación de capital. La dinámica expansiva ‘endógena’ del capitalismo y su
necesidad de someter la producción de dinero a las exigencias de la acumulación
eran incompatibles con el arcaico fetichismo del dinero mercancía y el
morigerado papel asignado al Banco de Inglaterra.
La convulsa
historia del patrón-oro –la
‘bárbara reliquia’, en palabras de Keynes-, con sus crisis bancarias
recurrentes de creciente virulencia, hasta la definitiva dislocación del
sistema monetario tradicional desencadenada por la Gran Guerra, refleja la
gradual inadecuación de los mecanismos ‘institucionales’ del sistema financiero
decimonónico a la expansión acelerada de los flujos de liquidez y los
requerimientos del creciente volumen de capitales en la época dorada del
capitalismo triunfante. Como hace notar el experto en temas monetarios James
Triffin, a pesar de la existencia del Patrón Oro, el volumen de billetes y
depósitos bancarios creció, en todo el mundo, muy por encima de las reservas
metálicas. En 1913, de toda la cantidad de dinero en circulación sólo un 10%
era oro y un 7% plata. Sin embargo, los billetes de banco aún eran
“teóricamente” convertibles en oro, lo que representa una diferencia abismal
con la situación actual. Los delirios metalistas, personificados en las fiebres del oro en
California y Alaska -un trasunto de la búsqueda desesperada del Dorado de los
atrabiliarios expedicionarios castellanos en América- remiten, al coste de
miles de vidas humanas, al fetichismo anacrónico del “brillo oscuro del metal”
como símbolo de riqueza, rescoldo de una época fenecida que daba sus
estertores. A medida que la expansión crediticia del dinero-deuda sin respaldo
iba desgarrando las costuras de la anacrónica restricción metalista, se hacía
más perentorio “lubricar” los engranajes de la producción monetaria, adecuando
el marco institucional a las nuevas necesidades de la acumulación de capital en
la incipiente fase fordista finisecular. Aglietta resume la profunda necesidad
de esta metamorfosis: “El vínculo con el oro está basado en una relación social
y, al igual que todas las demás relaciones de ese tipo, evoluciona a través de
un proceso de transformación que indica que antes de los años 30 se produjo un
cambio crítico que dio lugar a la aparición de una nueva forma de regulación
monetaria, asociada con la emergencia de un régimen de acumulación
predominantemente intensiva, o fordismo”. En la época en la que una nueva superpotencia
tomaba el relevo de la vieja Inglaterra en el dominio del mundo, una
revolucionaria institución, representante del nuevo poder imperial, se
encargaría de instaurar el ‘cambio crítico’ hacia la nueva forma de regulación
monetaria adecuada a los requerimientos que exigía el desarrollo de la
acumulación de capital en la edad dorada de los capitanes de la industria
fordista.
Se abren las
compuertas: la criatura de Jekyll Island y la ‘máquina de succión’
“Soy el hombre más infeliz. Arruiné a mi país con insensatez. Una
gran nación industrial es controlada por su sistema financiero. El crecimiento
de la nación y todas nuestras actividades están en manos de unos pocos hombres”
Woodrow Wilson, presidente de Estados
Unidos en el momento de la creación de la Reserva Federal
En 1913, mientras
en Inglaterra agonizaba la anacrónica Ley Peel y el mundo se acercaba a la
primera gran conflagración imperialista, uno de cuyos efectos fulminantes fue
la demolición del patrón-oro en un océano de deudas de guerra, un subrepticio
pero decisivo acontecimiento tenía lugar entre bambalinas. Las recurrentes
crisis bancarias –la última, en 1907, especialmente virulenta- en la emergente
superpotencia americana ponían de manifiesto la aguda urgencia de instaurar una
autoridad reguladora que desempeñara la función de proveedor de liquidez de
última instancia a la banca privada en momentos de sequía de crédito y crisis
de confianza en el volátil clima de los negocios. Tras una legendaria reunión secreta, alimento
de innumerables teorías conspiratorias, de los representantes de los hombres
fuertes de las finanzas mundiales en la paradisíaca isla de Jekill, se decide
la creación de la Reserva Federal, el flamante banco central de la gran
potencia emergente. La víspera de Nochebuena, con nocturnidad y alevosía, para
evitar el escándalo que provocaría la violación flagrante del precepto
constitucional que asignaba en exclusiva la emisión de dinero al Congreso de
EEUU, se dio el marchamo al primer banco central moderno, adaptado a las
formidables necesidades financieras del pujante capitalismo de los Rothschild,
los Rockefeller y los Robber Barons. Su aparición –en oposición al rigorismo
metalista que aún maniataba al Banco de Inglaterra- dio un impulso
extraordinario al papel de la creación de dinero-deuda en la generación de
actividad económica y en las burbujas especulativas que implosionaron, con gran
estrépito, el jueves negro de 1929. Eustace Mullins, autor de un
trepidante, aunque maniqueo y “conspiranoico”, relato del convulso proceso que
llevó a la creación de la primera ‘fábrica de dinero’ moderna, describe
el activo papel de la Fed en la propulsión de las burbujas de crédito que
estallaron en 1929: “Después de la Depresión Agrícola de 1920-21, la Mesa de
Gobernadores de la Reserva Federal trabajó durante ocho años facilitando la
rápida expansión del crédito de los banqueros de New York, una política que
culminó en la Gran Depresión de 1929-31 y ayudó a paralizar la estructura
económica del mundo”. William Greider, autor del excelente libro sobre
la historia de la ‘criatura de Jekyll Island’, titulado, significativamente,
‘Los secretos del templo’, acusa a la Fed de haber proporcionado combustible
para la hoguera: “Entonces llegó octubre de 1929. Muchos han culpado a la Fed
por crear la crisis. Con políticas de dinero fácil que propulsaron los
préstamos especulativos e inflaron espectacularmente el mercado de
acciones”. Destaca el enorme contraste entre estas afirmaciones y la tesis
central del pope monetarista Friedman que, en su opus magnum,
hace responsable a la incompetente dirigencia de la Fed de haber provocado la
Gran Recesión con su política monetaria restrictiva tras el brusco ‘secado’ de
los flujos de crédito desencadenado por el crash bursátil. Más allá de que
ambas tesis no son incompatibles, lo que resulta diáfano es el novedoso papel
del banco central en la regulación de los flujos monetarios y como soporte y
propulsor del sistema financiero y de la actividad económica. Todo un cambio de
paradigma respecto a la timorata y tediosa contención característica de su
predecesor en la vieja Inglaterra. ¿Cuál es la estructura interna y a través de
qué mecanismos de política monetaria trata de desarrollar la Fed su novedosa función
de centralizar ‘los nervios y la circulación’ del sistema financiero? La Fed es
un trampantojo perfecto. A pesar de su barniz de supervisión pública -la junta
de gobernadores, nombrados, en parte, entre ellos su presidente, por el
ejecutivo-, en realidad se trata de un, mal disimulado, holding de la gran banca privada estadounidense.
Al actuar como único emisor de moneda de curso legal, prestamista de última
instancia, cámara de compensación interbancaria y supervisor del sector
financiero garantiza la expansión del negocio bancario y proporciona cobertura
cuando las cosas vienen ‘mal dadas’. Como apunta Greider: “Si los banqueros se
equivocan, si el futuro no es como se esperaba y suficientes préstamos van mal,
los depositantes perderán su confianza en el banco y acudirán a sus mostradores
reclamando su dinero. Entonces, descubrirán que el banco no lo tiene. Aquí es
donde interviene la Fed, como prestamista de última instancia de la economía
americana”.
Lapavitsas resume su papel de
regulador y garante del negocio bancario a través de la centralización de la
producción de dinero ‘de curso legal’: “El banco central desempeña, de este
modo, un papel decisivo en el ascenso y consolidación del dinero crediticio
privado al convertirlo en una promesa de pago con los pasivos del banco
central, en vez de con el dinero mercancía. En el capitalismo contemporáneo, el
dinero crediticio promete básicamente pagar con dinero del banco central
(billetes y reservas bancarias), una vez que el Estado lo ha declarado inconvertible
en cualquier otra cosa”.
Las neurálgicas
funciones de cámara de compensación y ‘red salvavidas’ de la banca privada
palidecen sin embargo ante la clave de bóveda de la máquina de succión
financiera en el capitalismo maduro: la “privatización” de la deuda pública
como propulsor de la hipertrofia de las finanzas modernas. Greider, en su
magnífica requisitoria contra la ‘los sumos sacerdotes del templo’–que
denomina, irónicamente, el Estado número 51 de la Unión- recoge la lapidaria
declaración del Gobernador de la Fed durante quince años, Marriner Eccles: “La deuda, pública y privada, es la base para la creación de dinero“.
A pesar del tono, puerilmente justiciero, Stephen Lendman hace una exacta descripción del extravagante mecanismo:
“La Ley de la Reserva Federal da a los banqueros privados el más importante de
todos los poderes. Al que la mayoría de los gobiernos jamás debieran renunciar.
La autoridad para crear dinero. Éste se presta al gobierno cobrándosele interés
por su propio dinero. Más tarde, es devuelto, menos gastos operativos, y un
beneficio garantizado de un 6%. Los contribuyentes pagan la cuenta”. Lapavitsas
explica el papel clave del manejo de la deuda pública en la provisión de
liquidez extra a las finanzas globales: “Sin los instrumentos de deuda del
Estado, los mercados monetarios habrían tenido menos profundidad y liquidez y
los tipos de interés hubieran carecido de un punto de referencia”.
Según cuenta Ellen
Brown, historiadora del dinero y utópica reformista monetaria, autora de ‘La telaraña de deuda’, un escéptico
congresista de la vieja escuela, incrédulo ante la milagrosa e infame capacidad
de crear dinero de la nada por la esotérica institución, decidió comprobar por
sí mismo qué había en las ultrasecretas cajas fuertes de los bancos de la
Reserva Federal. “Acudió a un par de bancos de la Fed, solicitando que le
enseñaran los billetes de banco o sus reservas de oro. Ante la extrañeza de los
anfitriones, insistió en su demanda y al bajarle a las cámaras acorazadas le
mostraron su contenido: enormes cantidades de bonos del tesoro. ¿De dónde
obtuvo la Reserva Federal el dinero para adquirir todos los títulos del tesoro
de sus bóvedas? De ningún sitio. Cuando la Reserva Federal gira un cheque
contra un bono del gobierno hace exactamente lo mismo que el resto de los
bancos hacen con los préstamos: crea dinero pura y simplemente en una anotación
contable”. ¿Pueden imaginarse la mezcla de estupefacción y horror que le
produciría al honorable sir Robert Peel tamaño sortilegio? El mediático
economista griego, exministro de finanzas, Yanis Varoufakis explica su
neurálgica interacción con la apertura de compuertas de los flujos financieros
en paralelo al desarrollo capitalista: “¿Y quién proveyó al gobierno con los
préstamos requeridos? ¡Los banqueros, naturalmente! ¿Y dónde hallaron los
bancos el dinero? He de decir, enérgicamente, que lo “conjuraron” del mismísimo
aire. Pero lo anterior dista mucho de ser la principal razón por la que a los
banqueros les encantan los bonos. La cosa que más odian los bancos es el dinero
(sic): depositado en sus bóvedas acorazadas o en sus hojas de cálculo electrónicas
no produce –al contrario que los bonos- intereses”. La prueba de que el “amor”
de los banqueros por la deuda del Estado recorre toda la historia del
capitalismo es que el propio Marx –a pesar del estado rudimentario de la
máquina de succión en su época- era perfectamente consciente de la nocividad
del engranaje: “El
endeudamiento del Estado era, al contrario, el interés directo de la fracción
de la burguesía que gobernaba y legislaba en el Parlamento. El déficit del
Estado era realmente el verdadero objetivo de su especulación y la fuente
principal de su enriquecimiento. Cada año un nuevo déficit. Cada nuevo préstamo
era una nueva ocasión para saquear lo público e invertir su capital en bonos
del Estado”.
Así pues, la
innovadora forma de gestionar y dar cobertura al sistema financiero de la
Reserva Federal representó un avance significativo en la adecuación de la
producción de dinero a las necesidades de la acumulación de capital. Todo
marchó moderadamente bien, sin los agudos sobresaltos característicos de la
fase anterior, a lo largo de la edad dorada posterior a la Segunda Guerra
Mundial. Mientras el capitalismo disfrutó de la mayor etapa de prosperidad de
su historia, tras los cataclismos de la primera mitad del siglo XX, las
residuales restricciones al funcionamiento liberalizado de la banca privada
–simbolizadas en la ley Glass Steagall, que, desde la Gran Depresión,
impedía a los bancos comerciales lanzarse al casino financiero- y los restos de
la sujeción metalista que representaba el patrón-dólar-oro de Bretton Woods
–aplicable únicamente al dinero-mundial de los saldos de reservas
internacionales- contuvieron el crecimiento exponencial de los mercados
financieros y mantuvieron la preeminencia de la financiación de la acumulación
tradicional por parte de la banca privada. Incluso la deuda pública se mantuvo moderadamente
bajo control en la
superpotencia, hasta las primeras señales de su inexorable declive a lo largo
de los felices sesenta. Los caudalosos flujos de plusvalía, extraídos de las
fábricas fordistas, lideradas por la industria del automóvil, el fetiche
por excelencia del capitalismo fosilista de la edad dorada, sostenían la sana
acumulación de capital y mantenían a raya las entelequias financieras. El
venerable activista Noam Chomsky describe el idilio
entre la banca y la buena forma de hacer ganancias durante los ‘treinta
gloriosos’: “Si nos fijamos en los años cincuenta y sesenta –la llamada época
dorada– los bancos estaban todavía conectados con la economía real. Esa era su
función. No había caídas en la banca porque había regulaciones de los mercados
financieros”. Pronto se truncaron sin embargo las vanas esperanzas de la
era keynesiana de un capitalismo temperado, moderadamente redistributivo, en el
que las finanzas sirvieran al bien común financiando la actividad productiva.
El final de la prolongada época de prosperidad de los treinta gloriosos y la
aguda crisis subsiguiente que dio a luz al neoliberalismo monetarista
desencadenaron –gracias al soporte que las nuevas tecnologías de la información
proporcionaron a los flujos instantáneos de capitales- una nueva revolución en
el papel de la función financiera. Una última vuelta de tuerca a la alquimia de
las finanzas modernas era imprescindible para completar su metamorfosis,
convirtiéndolas en la clave de bóveda del entramado del capitalismo senil. Para
ello tenía que descuajarse cualquier resto de sujeción institucional que
constriñera su expansión ilimitada al servicio de la maltrecha maquinaria del
capitalismo neoliberal.
Los diques revientan:
de los Eurodólares al paroxismo de la QE
“La doctrina más maligna planteada nunca en el mundo monetario o
bancario en este país es decir que la función propia del Banco de Inglaterra es
tener dinero siempre disponible para abastecer las demandas de banqueros que
han conseguido que sus activos no sean negociables”
Walter Bagehot
El golpe de gracia
para los últimos restos de ligamen material que sujetaban la ‘máquina de
succión’ de la producción de dinero-deuda en la circulación monetaria –los
famosos 35 dólares la onza del patrón-dólar-oro de Bretton Woods, que fungían
como regulador del comercio y las finanzas internacionales de la época dorada
del capitalismo de posguerra- llegó con el llamado Nixon Shock, en agosto
de 1971. El “tramposo” del Watergate suspende de un plumazo la
convertibilidad entre el dólar y el oro, dinamitando el mecanismo regulador del
comercio y las finanzas internacionales posterior a la segunda guerra mundial y
obligando al resto de potencias capitalistas a aceptar los devaluados
‘papelitos de colores’ del ‘amigo americano’ a cambio de la riqueza real
producida a lo largo y ancho del planeta. Sin embargo, el golpe en la
mesa de la superpotencia en decadencia en pos de conservar su maltrecha
hegemonía a través del mantenimiento manu militaride la
moneda de reserva mundial–el ‘privilegio exorbitante’, consistente en el
desarrollo de déficits comercial y fiscal astronómicos, sin preocuparse por su
financiación, tan brillantemente descrito por Varoufakis en “El
minotauro global”- no representó más que la certificación de iure de una situación de facto que ya existía previamente: sus orígenes
se remontan a la aparición del mercado de eurodólares a finales de los años 50.
Se trata, en la descripción del economista Pieschacón Velasco, de “un
verdadero mercado internacional de capitales, basado en depósitos en dólares
fuera de EEUU y no sujeto a restricciones ni normas por parte de las
autoridades monetarias y los gobiernos”. Varoufakis describe los antecedentes
de la total apertura de compuertas para los flujos financiero-especulativos
tras la crisis del fordismo de los treinta gloriosos: “El superávit
estadounidense, que era la base del sistema monetario global, desapareció.
Esto, combinado con el intento perenne de los banqueros de librarse de las
restricciones impuestas sobre ellos, creó el mercado extraterritorial de
eurodólares que se convertiría, más tarde, después de que Bretton Woods fue
desechado en 1971, en la base para la financiarización”. Así pues, el mercado
del eurodólar, propulsado asimismo por la inundación de petrodólares tras la
brusca subida del precio del petróleo en 1973, fue un paso decisivo hacia la
desregulación de los mercados internacionales de crédito y la consiguiente
expansión acelerada de los flujos financieros globales. Los magos de las
finanzas, los gurúes periodísticos y los popes de la academia celebraban
alborozados la ingeniería creativa financiera llamada a optimizar la inversión
y el ahorro y a procurar la riqueza y el bienestar del crecimiento perpetuo.
Relata Pieschacón que el Wall Street Journal lo describió como ‘el más
capitalista de todos los mercados capitalistas’. Se iban sentando
aceleradamente pues las bases de la revolución financiera en ciernes, presta
para acudir en auxilio de la languideciente esfera productiva donde, cada vez
menos lucrativamente, circulaba el dinero-capital. Los buenos tiempos de los
‘treinta gloriosos’ se habían terminado y había que ingeniárselas para mantener
al paciente con respiración asistida. Al agudizarse la crisis de rentabilidad
del capitalismo en los años 70, las mangueras de liquidez, potenciadas por la
revolución tecnológica de las tecnologías de la información, comenzaron a
insuflar riadas de flujos financieros a los gripados circuitos de la
acumulación. Kindleberger resalta el abrupto crecimiento resultante de las
burbujas financieras: “Las tres décadas desde el decenio de 1980 han sido las
más tumultuosas en la historia monetaria en cuanto al número, alcance y
gravedad de las crisis financieras. La mayoría de las quiebras bancarias desde
principios de 1980 han sido eventos sistémicos que han ocurrido en oleadas y en
los que han participado un gran número de prestamistas de los diferentes
países, debido a los cambios dramáticos en el ambiente financiero
internacional. Por lo general, estos países experimentaron fuertes caídas en
los valores de bienes raíces después de periodos en los que estos precios
habían aumentado rápidamente”. Saltan a la vista los precarios mimbres del
nuevo paradigma. Parecía, sin embargo, haberse encontrado la piedra filosofal
de la multiplicación de los panes y los peces con los revolucionarios productos
creativos pergeñados por los magos de las finanzas, que propulsaban el
crecimiento económico a través de las burbujas de activos infladas por las
mangueras de crédito fácil de la banca global. La nueva infraestructura
institucional del sistema financiero, basada en la sagrada independencia de la
banca central –ejemplificada en la fundación del guardián del euro en el
tratado de Maastricht de 1992- y en la liberalización completa del sector
bancario y los mercados de capitales –simbolizada en la derogación de la ley
Glass-Steagall, por el Congreso de EEUU, en 1999- despertaba alabanzas
entusiásticas en los analistas financieros y teóricos de la ortodoxia neoclásica
de las expectativas racionales y la autorregulación de los mercados. Todo era
empero una fachada de cartón piedra que ocultaba unos cimientos cada vez más
endebles y una creciente dificultad para mantener la maquinaria en
funcionamiento óptimo. El estrepitoso derrumbe en ciernes iba a desvelar los
pilares de barro del entramado neoliberal, construido sobre el mito del ‘país
de propietarios’, tan caro a los paladines de la revolución conservadora Reagan
y Thatcher, basado en la hipertrofia del castillo de naipes levantado sobre los
menguantes hilillos de liquidez de los flujos de crédito hipotecario que
exprimían los magros salarios de los trabajadores en el mundo entero.
El cataclismo
provocado por la crisis de 2008 desencadenó un nuevo salto cualitativo en la
tendencia a exacerbar los mecanismos artificiales de la creación de deuda
infinita para atenuar las crecientes señales de agotamiento de la acumulación
de capital. La respuesta al desplome de los mercados financieros mundiales por
parte de la Reserva Federal, a través de la QE (compras de bonos y demás activos
tóxicos depreciados a la banca comercial tras el crack del casino global, a
cambio de dinero fresco para insuflar nueva vida a las instituciones moribundas
del sistema financiero mundial) representa el ejemplo paradigmático de la
ilusoria pretensión de “arreglar” la maquinaria gripada a través de la
inundación de capital ficticio, inflando colosales burbujas de activos y
provocando brutales regresiones en la distribución de la renta. Con ello se
realiza en apariencia el sueño ilusorio de
la clase capitalista: que el capital se auto-reproduzca más allá del trabajo
humano, de la riqueza material y de las menguantes bases energéticas del
planeta. Se refuerza, de este modo, la mística del demiurgo capaz de usar los
esotéricos mecanismos de creación de dinero ‘del puro aire’ para mantener la
maquinaria en funcionamiento. Incluso las grandes corporaciones multinacionales
utilizan las riadas de flujos financieros, propulsadas por los bancos
centrales, para recomprar sus
propias acciones, aumentando ficticiamente el valor para el accionista sin
crear ni un átomo de riqueza real. Pero el absurdo surrealismo de tales
aberraciones no puede perdurar. Su aparente omnipotencia acaba chocando con la
cruda realidad de los límites objetivos de las relaciones de producción
capitalistas y su menguante base de generación de riqueza real. Como resalta
Alan Freeman, autor del texto ‘La totalidad
de la tormenta’: “la recesión es un desmoronamiento general de la reproducción
de capital, una suspensión conjunta tanto de la producción como de la
circulación. Si sólo ocurre una, esto conduce a respuestas como la Flexibilización
Cuantitativa, la cual desplaza o pospone, pero no resuelve, el problema. Una
recesión, por supuesto, no puede terminar salvo que el dinero sea puesto en la
circulación, pero esto no es suficiente. La recesión es una enfermedad, el
dinero inutilizado no camina a la producción, como Lázaro cuando se despierta,
sino que se aleja a otro lado. La tasa de rendimiento debe incrementar lo
suficiente para atraer a la producción al dinero reacio o el dinero debe ser
dirigido hacia allá”. Esto resalta la pregunta clave que explica la impotencia
de la esfera financiera para “arreglar” la economía real: ¿por qué el dinero no puede ser ‘empujado’ fuera de
la circulación? Se trata sólo, por tanto, a pesar de su carácter taumatúrgico,
de un truco colosal del demiurgo monetario tratando de empujar al sistema más
allá de sus límites objetivos: la extracción, menguante y crecientemente
problemática, de plusvalor a través del ‘poder social sobre otros’ que
representa el dinero-capital.
Conclusión: la
metástasis del capital
El punto clave es
pues la insolubilidad de la crisis crónica del capitalismo neoliberal.
Alejandro Nadal, brillante
analista y divulgador económico, resume el nudo gordiano: “El neoliberalismo es
la respuesta a un gran fracaso de dimensiones históricas, a saber, la
incapacidad del capital para mantener tasas de ganancia adecuadas”. La
mutación producida, como respuesta a esa creciente atonía de la rentabilidad
global del sistema, en el papel del sector financiero, orientándolo hacia la
generación de burbujas, simboliza la pérdida de dinamismo del dinero-capital
que desemboca en la hipertrofia de la esfera del capital ficticio pugnando por
multiplicar la menguante plusvalía. No se trata pues, como sostienen los
reformistas poskeynesianos, en su afán de aislar la causa del tumor en la
esfera financiera, dejando el resto de órganos vitales inalterados, de atribuir
a la inestabilidad financiera, provocada por los ‘espíritus animales’ de los
tiburones de la banca y las finanzas , la causa real de las crisis en el
capitalismo senil. Estamos ante algo mucho más profundo. El mecanismo
“saludable” de la acumulación de capital, vigente durante la edad de oro del capitalismo
de posguerra, se encasquilló. Como destaca Lapavisas, la hipertrofia del
‘milagro del interés compuesto’ y la inundación de deuda por todos los poros de
la economía refleja la atonía de la acumulación en las locomotoras de la
globalización: “En conjunto, los cuatro países capitalistas líderes de la
financiarización presentan una imagen de débil crecimiento de la productividad
a pesar de la introducción de nuevas tecnologías, de la transformación de la
fuerza de trabajo y de la reestructuración completa de sus economías”. La
recuperación de los niveles de ganancia no pasó por una reestructuración
productiva, a pesar de la creciente ola de automatización y las incesantes
revoluciones tecnológicas, sino que ocurrió gracias al incremento desorbitado
de la esfera financiera para sostener mediante la deuda ‘a muerte’ la
insuficiencia de la demanda de los menguantes salarios: es esta mutación de la
‘buena forma de hacer ganancias’ en la toxicidad de la hipertrofia crediticia y
la proliferación de entelequias financieras en la era del rentista la que
caracteriza la llamada financiarización. El eximio economista marxista
Michel Husson lo expresa
palmariamente: “De este modo, la falta de oportunidades para sostener una
acumulación rentable, a pesar de la recuperación de los niveles de ganancia
gracias a la ofensiva neoliberal sobre los trabajadores, movilizó una masa
creciente de rentas financieras en busca de valorización: allí es dónde se encuentra
la fuente del proceso de financiarización”. Andrés Piqueras describe
brillantemente el carácter degenerativo de una economía sostenida por la
alquimia de los money makers, en su huida
hacia adelante de especulación y creación de riqueza ficticia: “Hoy vivimos en
un capitalismo irreal, ficticio, moribundo, cuya economía aparenta que sigue
funcionando porque vive asistida a través de la invención incesante de dinero
de la nada, y de una deuda creciente que está devorando toda la riqueza social
y natural. Es decir, el capital se desubstancia en dinero: es un proceso de involución a los
orígenes del capitalismo, pues precisamente este sistema se llama así por haber
convertido el dinero en capital”. Brillante
fórmula. La desubstanciación del capital en dinero y la difuminación progresiva
de su cometido original resultan pues esenciales para el sostenimiento de la
maltrecha rentabilidad del capitalismo senil. Ello comporta una extraordinaria
presión sobre la fuente de la que mana la riqueza social. La financiarización
se basa pues, en última instancia, en una brutal sobrecarga sobre el
dinero-capital, única fuente de valor: la base del metabolismo social, el valor
generado en la producción, tiene que soportar una carga insostenible al estar
sometido a una doble presión derivada de la explotación laboral y la
expropiación financiera. Como enfatiza Freeman: “en última instancia el ingreso
financiero sigue dependiendo de la producción; una hipoteca entra en impago
cuando el valor real que paga por ella deja de producirse”. De hecho ese fue el
estruendoso detonante, a pesar de la supuesta estabilidad rocosa del castillo
de naipes levantado sobre la titulización de hipotecas, propalada a los
cuatro vientos por los voceros del sistema, de la crisis de las subprime de
2008. Lapavitsas destaca la ambivalencia de la punción de riqueza social
extraída por las finanzas: “La ganancia financiera contiene elementos de
plusvalía pero es, por construcción, una categoría más amplia de ganancia que
incluye también otras formas de incrementos monetarios. Estrictamente, en
términos de su contenido analítico, esta ganancia puede dividirse entre,
primero, el interés obtenido de los préstamos hechos entre los capitalistas y,
segundo, el interés obtenido de los préstamos de los capitalistas a los
trabajadores (o incluso a una ≪tercera≫ clase). El primero representa habitualmente una proporción de la
plusvalía, aunque podría contener también aspectos de expropiación financiera.
El segundo incluye una proporción de la renta personal y es un resultado
característico de la expropiación financiera”. El interés “natural” percibido
del crédito productivo difiere pues radicalmente del interés expropiador
extraído del crédito personal-hipotecario. Pero ambos manan de la misma fuente:
la riqueza producida por el trabajo humano. Existe, por tanto, una diferencia
crucial entre los dos tipos de rentas. La relación empresario-banquero resulta
potencialmente simbiótica, ya que la extracción del interés se compensa
–teóricamente- con el aumento de la ganancia y la plusvalía que el crédito
produce. Lo contrario de lo que ocurre en el crédito personal. A la ‘porción de
plusvalía’, capaz de retornar el crédito y los intereses, bocado tradicional
del financista al capitalista productivo a cambio del adelanto del capital, se
une, en la financiarización basada en el crédito personal-hipotecario, una
proporción creciente de expropiación financiera del salario puro. El precio
para sostener la rentabilidad global del capital es pues la brutal sobrecarga
de la extracción de riqueza de las rentas laborales, la exacerbación del poder
sobre aquellos cuyo único acceso al dinero es su salario. En el tercer volumen
de El capital, Marx también argumentó que el crédito a los
trabajadores representa una ≪explotación secundaria≫, que incluye los procesos de expropiación que se dan en la circulación.
Fah Boundi destaca la profunda imbricación entre los menguantes hilillos de
plusvalía y el incremento de la máquina de succión de las rentas laborales: “En
vista de esto, los bancos, al otorgar créditos a los capitalistas, dependerán
de que estos últimos logren de la explotación de la fuerza de trabajo la
suficiente masa o magnitud de plusvalor que consienta la devolución íntegra de
los préstamos y el pago de los intereses correspondientes”. He aquí, una vez
más, la íntima conexión entre la sobreexplotación laboral y el crédito a
muerte, característica de la fase neoliberal. Como resalta –contra los
reformistas ingenuos que quieren extirpar el ‘parásito’ financiero para regenerar
la economía real, liberada de su cepo especulativo- Husson: “En este esquema,
la finanza no es predatoria sino funcional”. Sin embargo, el intento de estirar
los ciclos alcistas a través de la hipertrofia del capital ficticio no hace
sino aplazar y acrecentar el inevitable desplome. El economista marxista
Michael Roberts resalta el
carácter de parche de la hipertrofia financiera: “Este enorme crecimiento de la
deuda en sus diferentes formas es el sustrato de la burbuja especulativa y de
las crisis financieras, incluida la próxima. Así que esta contratendencia puede
compensar la tendencia general sólo temporalmente. El crecimiento de la tasa de
ganancia debido a las ganancias ficticias alcanza su propio límite: las crisis
financieras recurrentes, y las crisis se catalizan en los sectores
productivos”. Así pues, la ‘nueva determinación’ del dinero como capital,
surgida en los albores del nuevo modo de producción, se convierte, tras el
proceso que culmina el desarrollo de todas sus potencialidades, en el propio
límite objetivo de la reproducción del sistema de la mercancía. Esta
configuración social, crecientemente parasitaria, que resulta de la estrecha
imbricación entre la hipertrofiada fábrica de dinero-deuda, característica de
la financiarización neoliberal, y las agudas dificultades de sostenimiento de
la posibilidad de reproducción ad eternum del
depredador capitalismo senil, es la expresión más palmaria de la condición
degenerativa del modelo social vigente. En el paroxismo de las entelequias
financieras y de los castillos de naipes de las colosales burbujas de activos,
que muestran palmariamente el agudo marasmo y el caos social al que nos aboca
la metástasis imparable del capital, se manifiesta la acuciante necesidad de
acabar con ‘el poder social sobre otros’ que representa el dinero-capital como
expresión última de la contradicción esencial en la sociedad de clases.
*Agradezco
efusivamente al compañero Salva Torres, de la
asociación 500×20, su revisión crítica y sus atinados
consejos
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