Alfredo Apilanez - 22/12/2018
Curanderos
monetarios: excéntricos y herejes
“Si nos vemos tentados de
asegurar que el dinero es el tónico que incita la actividad del sistema
económico, debemos recordar que el vino se puede caer entre la copa y la boca”
John Maynard Keynes
Los excéntricos del
dinero “seguro”
“Si tuviéramos un
sistema de ‘dinero seguro’ no habría crisis financieras”. ¡Bum! Miguel
Ángel Fernández Ordóñez,
alias MAFO, nada menos que gobernador del Banco de España desde 2006 a
2012, precisamente los años horribilis de
la crisis global, revela la piedra filosofal de la estabilidad financiera que
evitaría los catastróficos, y cada vez más frecuentes, cracksde las finanzas mundiales.
El eximio
personaje, ya jubilado, y dedicado, en piadoso propósito de enmienda, a la
loable tarea de “corregir los defectos del sistema que nos llevó a la
catástrofe”, argüía, en un reciente foro de economía monetaria crítica, que
la solución a la recurrencia de las crisis financieras sería, ni más ni menos
que prohibir a los bancos privados captar depósitos del público y facilitar el
acceso de los ciudadanos a cuentas en el banco central. Cual bálsamo de
Fierabrás, la genial propuesta del arrepentido exbanquero lograría, como por
ensalmo, la desaparición de los riesgos sistémicos generados por la
inestabilidad financiera: “Y este cambio tiene unas ventajas muy importantes
pues, mientras el dinero actual es frágil e inseguro, ya que depende del éxito
o fracaso de las inversiones de los bancos, pasaríamos a tener un dinero
totalmente seguro e independiente de los azares del mercado de préstamos porque
el banco central no prestaría el dinero depositado en el mismo. Con ello
desaparecerían las crisis bancarias con los costes monstruosos que hemos
sufrido”. ¡Albricias! La revolucionaria propuesta de MAFO se inspira en la
organización británica Positive Money,
colectivo activista en lucha incansable en pos del dinero soberano. Su
postulado central es realmente subversivo: separar el dinero del público de los
créditos bancarios, impidiendo asimismo a la banca privada crear, a través de
la concesión de préstamos, el dinero circulante ‘del mismo aire’, que
actualmente representa el 97% del flujo de liquidez de la economía. Al tener
los ciudadanos su dinero seguro en depósitos en el banco central, los bancos
asumirían los riesgos de sus préstamos erróneos o especulativos, sin arrastrar
en su quiebra los ahorros del desvalido público. A través de esta cirugía de
caballo se evita el riesgo de colapso del sistema y los costosísimos rescates
de la banca con dinero público. Quedarían así radicalmente separadas las dos
esferas financieras: el dinero del público–seguro, en manos del banco central-
y el crédito bancario -actuando únicamente como intermediario entre ahorristas
y prestatarios-. En esta Arcadia feliz del dinero soberano –de ahí su
sobrenombre de ‘excéntricos del
dinero libre de deudas’-, las hipotéticas crisis financieras y las quiebras
bancarias acabarían con los malos gestores –como en cualquier otro sector
económico en el edén de la libre competencia- evitando el “riesgo moral” de que
la asunción de riesgos excesivos por parte del casino financiero sea propulsada
por la seguridad del rescate del Estado en caso de derrumbe del castillo de
naipes. El manifiesto fundacional
del lobby del dinero ‘positivo’ enuncia su propuesta principal, parcialmente
coincidente, dicho sea de paso, con la ortodoxia neoclásica de todos los
manuales convencionales: “este documento presenta una reforma del sistema
bancario que quitar a los bancos la capacidad de crear dinero, en forma de
depósitos bancarios, cuando conceden prestamos”. ¿Y qué harían los mutilados
bancos comerciales en este idílico cuadro de dinero seguro? Lo cierto es que
sus, ahora todopoderosas, funciones, quedarían bastante laminadas, reducidas a
administrar pagos y a actuar como intermediarios financieros puros. Ni más ni
menos que el fulcro que sostiene la menguante rentabilidad del capital en la
fase neoliberal –la generación de actividad económica a través del dinero-deuda
creado por la banca privada- suprimido de raíz. Los dos pilares en los que
se sustenta el modo de producción y circulación del dinero moderno, la banca
central independiente –capo di tutti capi del sistema
financiero global- y la generación de colosales niveles de deuda bancaria hacia
las burbujas de activos financieros e inmobiliarios, fulminados por decreto.
Los castillos de naipes de derivados, titulizaciones y demás entelequias
financieras que propulsan los flujos de liquidez que recorren los circuitos
financieros mundiales de la denominada banca en la sombra, derribados de un
plumazo. ¡Qué sencillo resulta refundar el capitalismo! Sólo hay que extirpar
de raíz su tumoral apéndice financiero-especulativo y asunto resuelto. Más allá
de su utopismo anacrónico y su barniz populista, tales ocurrencias se inspiran
en teorías profundamente enraizadas en la ortodoxia monetaria. Aunque los
excéntricos del dinero ‘libre de deuda’ se sitúen entre las fuerzas
progresistas, lo cierto es que tienen notables coincidencias con teóricos del
otro extremo del espectro ideológico. Como refiere Alejandro Nadal: “Muchos de los
análisis de los movimientos civiles sobre reforma monetaria carecen de solidez
teórica. En algunos planteamientos sobre la inflación se acercan a las posturas
del monetarismo más añejo. Ignoran casi por completo el papel de los bancos
sombras y tampoco acaban de entender la relación que existe entre inversión y
ahorro: con frecuencia afirman que la inversión sólo puede provenir del
ahorro”. Afirman inspirarse en las ideas de David Ricardo, Irving Fischer e
incluso el ultra monetarista Friedman, todos obsesionados con el peligro
inflacionario y el control estricto de la oferta monetaria pública y del
crédito bancario. Incluso los economistas del FMI exploran la revolucionaria medida de
“prohibir a los bancos la creación de dinero”. La retrógrada ocurrencia implica
asimismo un retroceso a la prehistoria monetaria. La ley Peel, el acta
bancaria inglesa de 1844, fue el canto del cisne del intento de detener la
expansión de la deuda sin respaldo y la creación de dinero por parte de la
banca privada, rasgos sustanciales de la progresiva apertura de compuertas a
los crecientes flujos de dinero-deuda hacia la financiación del circuito
financiero de producción en la historia reciente del capitalismo. Incluso
Friedrich Hayek, el gran pope del libertarianismo thatcheriano, suscribiría la
propuesta de los paladines de la regeneración financiera: “los bancos deben
erigirse en la conciencia de la colectividad rehusando prestar crédito puro”.
Los excéntricos
monetarios tienen, empero, buenas intenciones y protestan enérgicamente ante la
acusación de convertirse en una suerte de ‘monetaristas de izquierdas’: “los
monetaristas no parecen darse cuenta de que hay una diferencia entre el dinero
fluyendo hacia el sector financiero e inmobiliario y el dinero fluyendo hacia
la economía real. No tienen preocupación alguna acerca de ‘para qué se usa el
dinero”. Al contrario que los fanáticos del déficit y la inflación –o los
reaccionarios austriacos, seguidores de Hayek y Von Mises y fervientes devotos
del patrón-oro– ponen la
herramienta de creación de dinero público, a cargo del dadivoso banco central,
al servicio del empleo y la economía real, en lugar de rendir tributo a la
sagrada estabilidad de precios. Su irresistible propuesta estrella –QE para la gente, facilitar la reactivación
económica y la reducción de la colosal deuda privada inyectando
directamente dinero del banco central en las cuentas de los ciudadanos-, que
recuerda enormemente al helicóptero monetario
friedmaniano, ha sido acogida favorablemente incluso por el guardián del euro,
Mister Draghi. Las distancias que marcan con los guardianes de la ortodoxia no
se sitúan pues tanto en el ámbito técnico como en el político: “Los
monetaristas ven la inflación como la mayor amenaza para la economía y están
dispuestos a tolerar un aumento del desempleo con tal de mantener la inflación
bajo control. Por el contrario, las propuestas en pos de un sistema de dinero
soberano ponen el acento en la manera en que la creación de dinero se puede
usar para impulsar el empleo y el crecimiento”. En su manifiesto fundacional exponen
las formidables ventajas de este armonioso edén financiero: estabilidad
económica –al impedir la expansión irresponsable del crédito bancario-,
financiación de la economía real -y no de los préstamos hipotecarios hacia las
burbujas de activos-, control de la carestía de la vivienda, reducción de la
desigualdad, fomento de inversiones medioambientales, etc. Sus proposiciones
rezuman “realismo” por los cuatro costados, hasta el punto de llegar a prohibir
a la banca hacer préstamos especulativos: “Una quinta posibilidad permitiría al
banco central crear dinero con el propósito expreso de financiar préstamos para
las empresas. Este dinero sería prestado a los bancos con el requisito que
fuera usado para ‘propósitos productivos’. Préstamos para propósitos
especulativos o con la intención de adquirir activos preexistentes, ya sean
financieros o reales, no serían permitidos”. En el fondo se trata, faltaría
más, de mejorar la democracia: “quitando a los bancos la capacidad para crear
dinero y devolviéndosela al estado se restaura el control democrático sobre la
creación de dinero”. Miel sobre hojuelas. Desaparecería pues la sagrada
independencia del banco central, pilar fundamental de la expansión de la
financiarización neoliberal a través del suculento negocio de la deuda pública
en manos privadas, integrándose en el mecanismo de control
democrático-gubernamental a cargo de los poderes públicos. Adiós a los hedge funds,
a la banca en la sombra apalancada hasta las trancas y a la nebulosa infinita
de los mercados financieros, que multiplican, en el capitalismo financiarizado,
por diez el valor de la producción real de bienes y servicios. Martin Wolf, nada
menos que comentarista jefe de economía del Financial Times, el oráculo de las
finanzas globales, se subió al carro de los excéntricos con un artículo
titulado “Quitemos a los bancos privados el poder de crear dinero”. Pues bien,
hágase. Seguro que los gestores del capital financiero y de la banca global
acogerán con alborozo la cura de caballo, que les exige únicamente un ligero
sacrificio, en nombre de la prosperidad y el bienestar generales. Cabría pensar
que este jardín del Edén del dinero democrático fuera recibido con los brazos
abiertos por las autoridades competentes, afanándose por aplicar raudos la
panacea para corregir sus contraproducentes y absurdas políticas. El
“arrepentido” Mafo se lamenta amargamente
de que no parece que así sea: Un exfuncionario de la Reserva Federal ha creado
un banco que se llama The Narrow Bank. Y lo que ha hecho es anunciar
a sus clientes que todos los depósitos los coloca en la Reserva Federal y, por
lo tanto, van a estar seguros. Y lo que ha pasado es que la Fed no le ha dejado
operar. Es decir, que se ha prohibido ejercer a un banco totalmente seguro, sin
duda porque desmontaría todo el sistema permitiendo que los ciudadanos
depositaran su dinero en el banco central directamente o a través de una
entidad”. ¡Una verdadera lástima! Al ilustre exbanquero le extraña sobremanera
que sus antiguos colegas de la Fed no estén encantados de aceptar una práctica
que desmontaría todo el sistema de extracción de riqueza hacia los circuitos
financieros, característico de la actual fase degenerativa del capitalismo
neoliberal. Sin duda el leve contratiempo no desanimará a los campeones del
dinero seguro que, iluminados por la certeza de la justicia de su causa,
continuarán con su porfiada lucha, inaccesibles al desaliento. Pues, como
irónicamente refiere el economista británico Dennis Robertson, “aquellos
que han encontrado la luz sobre el dinero toman sus bolígrafos y escriben, con
una convicción, persistencia y devoción que, de otra manera, sólo se encuentran
entre los discípulos de una nueva religión”.
Los herejes: el
atractivo ‘rockero’ de la Teoría Monetaria Moderna
“Hemos descubierto la manera en que el dinero funciona en la
economía moderna”
Randall Wray
El semanario
estadounidense ‘The Nation’ dedicaba, en mayo de 2017, un largo artículo al
‘atractivo rockero’ de la Teoría Monetaria Moderna (TMM). El texto no se
molestaba en describir las tesis principales, pero aseguraba lapidariamente que
“describe la forma en que funciona el dinero de un modo tal que un niño de ocho
años lo capta antes que alguien con un doctorado, lo que es en sí inquietante”.
La cosa promete. Si el dinero tiene un funcionamiento tan sencillo, nada parece
más perentorio que arreglar con urgencia el engranaje equivocado para alcanzar
la arcadia de la abundancia y el bienestar universales. Los ingredientes de la
milagrosa pócima, una nueva concepción del dinero –de su origen y de su
naturaleza actual- y de las claves monetarias para alcanzar el pleno empleo,
culminando con su propuesta política estrella del trabajo garantizado. ¿Alguien
podría resistirse a semejante panacea, que promete arreglar los males del
capitalismo con un “ligero” retoque en la fábrica de dinero? La economista
poskeynesiana, próxima a la TMM, Ann Pettifor, autora del
best seller “La producción de dinero”, defiende enfáticamente la realizabilidad
de la iniciativa: “Sí, la sociedad puede lograr todo aquello que necesite. Sí,
somos capaces de emplear suficiente dinero para educación, salud, desarrollo
sostenible y el bienestar de nuestras comunidades. Sin embargo, tiene que
cumplirse una condición: nuestro sistema monetario tiene que ser adecuadamente
regulado y gestionado”. Una nimiedad, vamos. La buena nueva monetaria, en
agudo contraste con los estrictos rigoristas del dinero seguro, es una teoría
sexy que promete abundancia y retorno al bienestar social, enterrados bajo
toneladas de absurdas y crueles políticas de austeridad. No se trata pues
de un abstruso objeto de debate académico, encerrado en sólidos muros de estilo
neogótico, sino de un arma de batalla política y de potentes campañas
mediáticas; ya no es heterodoxia, sino mainstream alternativo.
Las estrellas “rockeras” de la nueva internacional progresista global se rodean
de asesores –Bernie Sanders, con Stephanie Kelton y Michael Hudson, Corbyn,
apoyado por Varoufakis y Steve Keen o, en la humilde piel de toro, Izquierda
Unida con los hermanos Garzón– que predican el nuevo credo en las
plataformas mediáticas y en las campañas electorales. Y ciertamente, razón, en
apariencia, no les falta. Y rigor tampoco. Los partidarios de la TMM se
distancian enérgicamente de las extravagancias de los excéntricos del dinero
soberano libre de deuda. Como sentencia Randall Wray, quizás, junto con
Bill Mitchell, la mayor referencia teórica del Nuevo Credo, el slogan de la
secta del dinero seguro “provoca desconcierto y es un non sequitur”, ya que ignora los fundamentos de la
economía monetaria de producción en la que el ‘dinero es siempre deuda’:
“evitando hablar acerca de la deuda, por temor a perpetuar la ‘narrativa de la
austeridad’, distorsionan la realidad y fracasan en ofrecer un análisis
riguroso de su impacto en la sociedad”. Rebatiendo la idea del dinero seguro
como un corsé absurdo e irreal –una ‘bárbara reliquia’, como describía Keynes
el patrón oro- que limitaría la financiación de la producción y de la actividad
económica, Ann Pettifor, sentenció que la propuesta es “profundamente
defectuosa”, “extravagante” y que conduciría a “una escasez de dinero, un alto
desempleo y una baja actividad económica”. Los nuevos alquimistas del elixir
monetario difieren, por tanto, radicalmente de sus retrógrados colegas en el
papel neurálgico de la deuda pública como generador de actividad económica,
fungiendo de eficaz contrapeso al motor propulsor de la sala de máquinas del
capital: la creación de dinero endógeno por parte de la banca privada. La TMM
ofrece una revolución fiscal para enchufar la manguera del gasto público a la
economía real y asegurar el pleno empleo. Como si estuviera pensando en un niño
de ocho años, Wray señala la tecla mágica:
“Siempre pueden suministrarse unas finanzas suficientes para la plena
utilización de todos los recursos disponibles a fin de apoyar el desarrollo de
capital de la economía. Podemos servirnos del golpe de tecla para llegar al
pleno empleo”.
Sin embargo, a
pesar del aparente abismo teórico y político, los parecidos son más que
notables entre las dos ramas principales de los ‘curanderos monetarios’. La TMM
coincide con los apóstoles del dinero seguro en el diagnóstico de la
responsabilidad de la banca privada y el sector financiero global en el
desencadenamiento de la dinámica destructiva del capitalismo actual – la
hipótesis de la fragilidad financiera del economista poskeynesiano Hyman
Minsky- y comparte la condena de las políticas de austeridad y de
encarnizamiento neoliberales. Como afirma Rob Macquarie, activista de Positive Money, el
campo de acuerdo entre ambas iniciativas es amplio y se basa en el rechazo
enérgico al sistema vigente y en un objetivo compartido: “devolver el poder de
crear dinero nuevo a un organismo responsable que trabaje por el interés
público eliminando la dependencia del crecimiento impulsado por la deuda
privada”.
Una de las
indudables virtudes de la TMM, a diferencia de los retrógrados excéntricos del
dinero soberano, es que proporciona una descripción ajustada del funcionamiento
y la naturaleza del dinero en una economía monetaria de producción, opuesta a
los mandamientos de la ortodoxia monetarista. Una teoría del origen del dinero,
una descripción de su modo de producción –la teoría del dinero endógeno, generado por
la banca ‘del puro aire’, sin control alguno por parte del banco central- y una
explicación del funcionamiento de un sistema monetario moderno de moneda fiat y del papel del déficit público en la
generación de riqueza –el modelo de los balances sectoriales, que conecta el
sector público con el privado, a modo de vasos comunicantes- conforman los
pilares de la herejía monetaria contra la ortodoxia neoclásica. Todo ello
enraizado en las arcanas fuentes del evangelio keynesiano. Irresistible, ¿no?
La escuela cartalista – seguida por Wray, Hudson y Graeber-
describe el origen del dinero como ‘una criatura del estado’. Según el padre
fundador de la escuela, Friedrich Knapp, es absurdo
intentar comprender el dinero ‘sin la idea de Estado’: ”el dinero no es un
medio que surge del intercambio. Es más bien un medio de llevar la contabilidad
y saldar deudas, de las que las más importantes son las de los impuestos”.
Resalta el carácter técnico, despojado de adherencias socio-políticas de la
descripción. Ni rastro del poder social que representa el uso del dinero como
capital en el circuito monetario de producción. Asepsia absoluta. El relato
histórico del origen del dinero como creación estatal –unidad de cuenta para el
pago de deudas e impuestos- y la teoría poskeynesiana del dinero endógeno
confluyen en el axioma central de su construcción teórica: la inocuidad del
endeudamiento público como panacea de la prosperidad y el pleno empleo.
“Toda nación dotada de una moneda
soberana será capaz de alcanzar el pleno empleo”. ¡Bum! Randall Wray, el pope
de la herejía ofrece el bálsamo de Fierabrás para resolver los males del
sistema. El uso pródigo del déficit y el gasto público financiará la creación
de riqueza y el pleno empleo: “El gobierno, monetariamente soberano, es el
monopolio proveedor de su moneda y puede emitir moneda de cualquier
denominación en formas físicas o no físicas. Como tal, el gobierno tiene una
capacidad ilimitada de pagar por las cosas que desea comprar y cumplir los
pagos futuros prometidos y tiene una ilimitada capacidad para proveer fondos a
otros sectores”.
Como complemento a la panacea de la
provisión de fondos públicos se trataría de “reorientar la misión de las
finanzas” (sic), desde la propulsión de las deletéreas burbujas de activos a la
financiación de la economía real, el desarrollo sostenible y demás loables
ámbitos del imaginario capitalismo bonancible y productivo. Uniendo ambos
hechos, el dinero endógeno y el monopolio del estado sobre su moneda, se deduce
que los déficits del estado no son tan malos –contradiciendo la narrativa de
las políticas de austeridad- como nos cuentan, siempre se pueden pagar
imprimiendo moneda, y ello no tendrá ningún efecto adverso, todo lo contrario,
al inyectar saldos en las cuentas del sector privado conseguimos que este
ahorre (la dichosa identidad contable de los balances sectoriales). Bastaría
pues con activar la maquinaria del gasto público gracias a la soberanía
monetaria –un Estado no puede quebrar ni tiene que preocuparse de la deuda
emitida en su propia moneda en caso de realizar inversiones sensatas en un
contexto de infrautilización de los recursos y capacidades productivas- para
lograr el pleno empleo, la redistribución de la riqueza y el sostenimiento del
Estado del bienestar. Y la inflación ni está ni se la espera. ¿Estamos soñando
despiertos o tales maravillas son realmente factibles?
Tan loables
pretensiones plantean ligeros inconvenientes. ¿Cómo modificar sustancialmente
el papel de la banca privada, fulcro neurálgico de la actual matriz de
rentabilidad del capitalismo neoliberal, basada en la hipertrofia del préstamo
personal-hipotecario? ¿Cómo podrían coordinarse los dos focos generadores de
actividad económica, el Estado soberano y la banca comercial, cuyos
intereses –el servicio del interés público y el voraz beneficio privado-
son objetivamente contrapuestos? ¿Cómo obligar, en fin, a la banca privada a
portarse bien y a dedicar su financiación a inversiones productivas y no
especulativas? Sobre estas nimias cuestiones, la TMM, más allá de loables
declaraciones de buenas intenciones, guarda silencio. La cosa se complica
teniendo en cuenta que precisamente esa necesidad imperiosa de la apertura de
gigantescas compuertas de liquidez hacia la nebulosa de los mercados
financieros y las burbujas de activos –llevada al paroxismo en la surrealista
política de expansión cuantitativa
de la banca central independiente-, pugnando por mantener con respiración
asistida el maltrecho engranaje, es la que proporciona la clave del ‘rol
contemporáneo de la moneda’. El apóstol del nuevo credo, Esteban Cruz, resume la piadosa
apelación a obligar a ‘portarse bien’ a la banca privada: “Que los bancos
privados cumplan su función esencial de financiar las necesidades del ciclo
reproductivo de bienes y servicios, no es incompatible con que haya una reforma
en el sistema bancario que les prohíba hacer cualquier otra actividad que diste
mucho de poder relacionarse con alguna finalidad pública”. Sin duda, un dechado
de realismo. Se ignora pues olímpicamente la profunda interrelación entre la
producción de dinero-deuda a mansalva hacia las actividades rentistas y
especulativas y el sostenimiento de la maltrecha rentabilidad del capitalismo
neoliberal, promoviendo reformas de los engranajes financieros de la
maquinaria, pero dejando intacto el corazón del motor de explotación y
extracción de riqueza social.
Se trata pues en el
fondo de convertir al estado –considerado, “idealistamente”, como una entidad
neutral, que podría, con el timonel adecuado, ponerse al servicio del
incremento del bienestar de la menesterosa ciudadanía- en el deus ex machinaque contrapese la función de
todopoderoso creador de dinero endógeno por parte de la banca privada,
dirigiéndola a la financiación de actividades productivas: “esto revela una
paradoja en el corazón de nuestro sistema financiero: es el estado el que
esencialmente determina qué es el dinero y su valor y sin embargo son los
bancos comerciales los que lo crean. Decidiendo quién recibe crédito, los
bancos comerciales determinan cómo se emplea en la economía; si en consumo,
inversión en activos o en actividades productivas”. ¿Cómo revertir pues esta
cruda realidad? Michael Hudson, otra de las
estrellas mediáticas de la causa contra el parasitismo rentista de las finanzas
modernas, autor del best seller ‘Matar al huesped’, simboliza el profundo
“idealismo” político que subyace al aséptico rigor teórico de los curanderos
monetarios: “Y vemos que los bancos crean crédito, que los gobiernos podrían
crear con la misma facilidad, con objetivos sociales y económicos más
productivos. Creemos que los déficits presupuestarios son una forma de
proporcionar a la economía dinero para impulsar el crecimiento y el empleo”.
La panacea de las
nuevas fuerzas de izquierda para mitigar el embate de la precariedad y el
desempleo crónicos -oponiéndose ferozmente de paso
a la otra idea estrella de los curanderos monetarios, más afín a los
excéntricos del dinero seguro: la Renta Básica Universal- culmina con la
propuesta de trabajo garantizado, como
solución “mágica” del desempleo, a cargo de la ilimitada prodigalidad del
Estado benefactor.
El economista
marxista Rolando Astarita, en una reciente polémica mantenida
con Eduardo Garzón –uno de los más aguerridos adalides patrios de la TMM-,
resalta el carácter profundamente utópico, a pesar de su razonable y pragmático
reformismo, de tales planteamientos: “Son los condimentos necesarios para
sostener que basta con imprimir dinero para acabar con el desempleo (y de paso,
¿por qué no también para acabar con la pobreza, o con las desigualdades
sociales?). En conclusión, de estar en lo cierto el enfoque de la TMM, se
podría solucionar la desocupación en el capitalismo sin alterar de manera
significativa las estructuras sociales. Para eso, bastaría con superar la
“déficit-fobia”, creada artificialmente por el monetarismo y la ortodoxia
neoclásica”. Astarita acusa a los “curanderos sociales” del keynesianismo “bastardo” de ‘vender
humo y hacer promesas falsas’: “Esta corriente ha reemplazado la ‘socialización
de inversiones’ y la ‘eutanasia del rentista’, las utópicas pero radicales
propuestas keynesianas, por ‘imprimir libremente todo el dinero que haga falta
hasta llegar al pleno empleo’. La realidad es que los males del capitalismo
–las crisis, la desocupación, la miseria y la indigencia- no se arreglan
imprimiendo papelitos, o imaginando absurdas ingenierías bancarias”. El eximio
economista marxista Anwar Shaikh, que desarrolla
una profunda teoría del dinero y la inflación en su texto ‘Capitalismo:
competición, conflicto y crisis’, expone las razones que impiden que “un sabio
y benevolente estado pueda imprimir dinero para alcanzar el pleno empleo con
inflación moderada”, el postulado central de la TMM: “En primer lugar, la TMM
ignora los efectos de la tasa de beneficio en el crecimiento, el empleo y la
inflación. En segundo lugar, omite completamente el conflicto de clase entre
capital y trabajo. En tercer lugar, ignora la teoría marxista del ejército de
reserva de trabajo, que en el largo plazo, tiende a deprimir los salarios. Y,
por último, omite que el estado, como empleador de último recurso, sería una amenaza
para los negocios si pudiera contrarrestar la disciplina salarial”. Tan
atinadas críticas desvelan el “idealismo” de la TMM, sustanciado en su
incapacidad para incorporar el conflicto social en sus probetas financieras de
laboratorio. Lo cual obliga a dar respuesta negativa a las preguntas
neurálgicas acerca de la viabilidad y rigor de tales propuestas: ¿Reflejan de
forma realista el engranaje profundo de la acumulación de capital y su historia
reciente; dicho en otras palabras, permiten comprender la marcha del
capitalismo y su lógica de fondo? Y, en fin, ¿resulta útil, para avanzar en la
imperiosa necesidad de una transformación social radical, el diseño de
propuestas reformistas de ingeniería financiera que promuevan el avance hacia
un idealizado capitalismo bonancible y redistributivo?
Las teorías de las
dos escuelas de curanderos monetarios, a pesar de sus diferencias –una pone el
acento en agostar el poder desestabilizador de la banca privada, retornando a
la prehistoria monetaria y la otra en utilizar al Estado-providencia como Deus ex machina, apoyando a la economía productiva y
garantizando el pleno empleo- comparten, en resolución, un rasgo esencial:
hacer abstracción de la lógica interna de funcionamiento del capitalismo y
llegar por tanto a soluciones mágicas que ignoran las estructuras profundas de
las relaciones sociales. El dinero como encarnación del poder social y del
conflicto de clases deviene, en las recetas de los curanderos de la moneda, una
herramienta técnica, cuyo modo de producción habría únicamente que arreglar
para resolver el funcionamiento tóxico del motor de la acumulación de capital.
Olvidando de paso que los agentes propulsores de la creación de dinero
–destacadamente, la banca central y comercial- han ido precisamente desprendiéndose,
a lo largo de la evolución reciente
del capitalismo, de las ataduras y los corsés institucionales que constreñían
la producción de dinero para facilitar su integración ‘más eficiente y
productiva’ en la maquinaria de la acumulación de capital. Resulta por tanto de
todo punto utópico –una suerte de intento de dar marcha atrás en la inexorable
evolución del sistema- desgajar la producción de dinero de su inserción en la
dinámica degenerativa del capitalismo rentista y financiarizado. El analista
Claudio Katz hace un
magnífico resumen del profundo “idealismo” político y teórico que desprenden
tales planteamientos: “Su argumento más común subraya que la autonomía de las
finanzas es consecuencia de la declinación de la industria, y en ese sentido
contraponen “dos modelos de capitalismo”, como si especular y producir fueran
actividades opcionales y no constitutivas de este sistema. La heterodoxia no
puede conceptualizar adecuadamente este papel porque ignora que la dinámica del
dinero está determinada por el curso de la producción y por el desenvolvimiento
de los medios de circulación y pago, como equivalentes del valor creado en ese
ámbito. Al reemplazar el análisis del dinero contemporáneo en función del curso
del capitalismo por la búsqueda de sus secretos en alguna fuerza estatal o
militar o en cierta autoridad mítico-simbólica, la heterodoxia recrea el
antiguo fetichismo de la moneda. Lejos de constituir un escenario de
confluencia equilibradora, el área monetaria es el epicentro de la crisis,
porque concentra todas las tendencias dislocadoras de la acumulación”.
Magnífica síntesis.
De este modo, como
consecuencia lógica de su análisis parcial del capitalismo neoliberal, los
reformistas monetarios ponen únicamente el acento en la “innecesaria” crueldad
y absurdidad de las políticas de austeridad y en su patente irracionalidad. Uno
de los más reputados economistas keynesianos, Joseph Stiglitz, expresa la
facilidad de alcanzar la Arcadia feliz del pleno empleo y la prosperidad,
característicos del idealismo reformista: “La reflexión sobre la crisis de 2008
tiene muchas enseñanzas que ofrecernos, pero la más importante es que el
problema era –y sigue siendo– político, no económico: no hay nada que
necesariamente impida una gestión económica que asegure pleno empleo y
prosperidad compartida”. Numerosos autores poskeynesianos han destacado este
punto. Drèze y Durré indican que las medidas de austeridad únicamente “prolongan
y profundizan la recesión”. Tales planteamientos ingenuos ignoran la profunda
conexión entre las políticas austeritarias –y sus justificaciones
pseucientíficas, la lucha contra la inflación y el déficit público- y el
mantenimiento de la rentabilidad en la nueva matriz financiarizada del
capitalismo senil. Su leit motiv consiste
en decir: la austeridad genera recesión, desigualdad y deuda, por lo tanto es
una política absurda. ¡Y tenemos las teclas mágicas para revertirla! El
economista marxista Michel Husson describe las
consecuencias del sesgo reformista y la superficialidad del análisis
poskeynesiano que acusa a las “desmadradas” finanzas de los males del sistema:
“El keynesianismo propone una explicación a la paradoja de la acumulación, es
decir, a la desconexión entre una tasa de beneficio que aumenta y una tasa de
acumulación que se estanca. Esta diferencia sería fruto dela sangría ejercida
por una finanza predadora. Reduciendo esta presión financiera, se podría
liberar la acumulación, relanzar la actividad económica y el empleo. Algo
parecido a la fórmula de Patrick Artus según la cual la salida de la crisis
implicaría que el capitalismo acepta funcionar con una tasa de beneficio menos
elevada y que la finanza privilegia las inversiones útiles. Lo que es al mismo
tiempo cierto pero incompatible con el fundamento mismo del capitalismo. Esto
es lo que no comprenden los analistas keynesianos que, fascinados por la
finanza, desprecian los fundamentos estructurales de la crisis”. Difícil
expresar mejor la futilidad de una política económica que se basa en el
oxímoron de que el capitalismo rabiosamente financiarizado acepte funcionar a
medio gas. Anwar Shaikh abunda en la
ingenuidad de los lamentos nostálgicos por un capitalismo bonancible: “los
keynesianos siempre dicen, no entienden cómo no se dan cuenta los partidarios
de la austeridad de que están creando miseria y sufrimiento”. La incomprensión
de la función esencial del sector financiero en el capitalismo financiarizado,
en crisis crónica desde los años setenta, y del decisivo papel de las finanzas
en el sostenimiento de la rentabilidad del capital alimentan una actitud pueril
basada en la posibilidad de reparar la maquinaria averiada sin alterar la sala
de máquinas y el motor que alimenta las calderas de la acumulación.
¿Pero es realmente
tan absurdo, como afirman los bienintencionados keynesianos, el dogma
monetarista, que justifica el austericidio, como expresión teórica de la
política del capital en la fase neoliberal? ¿No están ignorando los curanderos
monetarios el trasfondo de profundo agotamiento del capitalismo en la fase
neoliberal, que explica el encarnizamiento característico de las políticas de
austeridad? Y, por último, ¿no proporciona una –involuntaria- coartada al statu quo ofrecer recetas que, arreglando las
piezas averiadas, mantendrían incólume el core de la sala de máquinas del
sistema, ocultando de paso el rol que representa el dinero moderno como
encarnación del poder social?
Para constatar la inadecuación de
tales utopismos a la solución de los males del capitalismo es necesario
comprender la racionalidad instrumental que anida en las entrañas de la bestia
neoliberal.
El desempleo
“natural”: la racionalidad del austericidio
“Si el Occidente está enfermo, si los ríos se convierten en cloacas
y las ciudades llegan a ser inhabitables, si la pobreza y la miseria persisten,
a pesar de la elevación general del producto nacional y de los esfuerzos
políticos en la redistribución…todo ello no se debe a que nuestra sociedad sea
capitalista. A la inversa, se debe a que nunca ha sido realmente capitalista,
puesto que lo que se reprocha al capitalismo no proviene de su naturaleza, de
sus supuestas leyes, sino del hecho de que el Estado, traspasando sus límites
naturales de acción, impide el funcionamiento eficaz de los mecanismos de
saneamiento ligados al juego de la competencia”
Henri Lepage
“Una maldición
terrible, un conjuro de espíritus malvados”. El economista poskeynesiano
Nicholas Kaldor –autor del
texto, “El azote del monetarismo”, una crítica demoledora de los
postulados friedmanianos– describe
en estos apocalípticos términos la irrupción del monetarismo a lo largo de los
años 70. El conjuro, practicado por una mezcolanza de fanáticos anticomunistas
y apóstoles de la libertad individual contra la intervención del Estado –“El
camino a la servidumbre”, del gurú Hayek, es la biblia de los neocon- surgió en
las dulces praderas de los Alpes Suizos y los departamentos universitarios del
guardián del mundo libre. La sociedad Mont Pelerin –cenáculo del libertarianismo
desregulador contra el Estado-Leviatán- de Von Mises y Hayek y la Escuela
de Chicago – cuna del
monetarismo friedmaniano, base de la terapia del shock neoliberal- confluyeron en los años
70 para aprovechar la oportunidad que les brindaba la crisis del welfare state y el fracaso de las políticas
económicas keynesianas en la lucha contra la estanflación –desempleo e inflación
elevados-. Los Chicago Boys –hegemónicos en la profesión y en los departamentos
ministeriales de las principales potencias mundiales a partir de la revolución
conservadora liderada por Reagan y Thatcher- prescribirán los tratamientos de
choque austeritarios como receta infalible para, después de un periodo de
sufrimiento en la aplicación del torniquete antiinflacionario, restablecer la
prosperidad y el crecimiento. ¿Pero eran estos objetivos declarados por los
apóstoles de la cruzada neoliberal los verdaderos motivos del encarnizamiento
monetarista?
Para uno de los más
ilustres economistas poskeynesianos, Paul Davidson, la estanflación mundial –
Robert Lucas, el fanático
neoliberal y cachorro de Friedman, la denominará “la discriminación
experimental más clara que jamás verá la macroeconomía”- llevó al “colapso de
la dominación de la teoría económica keynesiana” y a la emergencia arrolladora
del nuevo paradigma de política monetaria. Friedman expone el
fundamento del ataque a las políticas keynesianas, que ponen el acento en la
creación de empleo mediante el gasto público a costa de aceptar cierto nivel de
inflación: “Una falsa dicotomía nos ha orientado: inflación o paro. Esta opción
es falsa. La alternativa real consiste sólo en si nos enfrentamos a un
desempleo más elevado como consecuencia de unos precios más altos o debido a un
efecto temporal secundario para eliminar la inflación”. Esa incapacidad de la
política económica para reducir el desempleo, más allá de cierto umbral, sin
generar una inflación galopante, dio origen al concepto de la tasa “natural” de
desempleo. El nuevo credo monetarista postuló que, a largo plazo, existe una
“tasa de desempleo natural” y que todo intento por disminuirla con un
incremento del gasto público, que él asimiló a una creación monetaria, sólo se
traduciría en un incremento de los precios. José Briceño resume la génesis del nuevo
paradigma: “La hipótesis de la NAIRU –tasa de desempleo no aceleradora de
inflación- surgió a raíz del debate keynesiano-monetarista respecto a la curva
de Phillips, que postulaba una relación inversa entre la inflación de salarios
o de precios y la tasa de desempleo que implicaba aceptar una inflación
moderada como mal menor de la lucha contra el desempleo. La estanflación de los
años 70 mostró que tal trasvase era falso: altas tasas de desempleo e inflación
coexistían de forma inexplicable”. De ahí se pasó a modelizar la NAIRU de cada
país. Un país con mercados poco flexibles – como el español- tendría una NAIRU
superior a un país con mercados flexibles y escasa intervención estatal en
ellos. Cualquier intento de bajar la tasa de paro real por debajo de la NAIRU
ineludiblemente llevaría a una subida de la tasa de inflación. Para hacernos
una idea de la brutalidad subyacente al aséptico parámetro pensemos que, según
rigurosos estudios de sesudos departamentos universitarios, que dedican
ingentes recursos y toneladas de horas de investigación a tan loable tarea,
“el desempleo estructural de la economía
española, el que no tiene en cuenta factores cíclicos, se sitúa entre el 18% y
el 19%”.
El economista
Bellod Redondo , en un
espléndido artículo titulado ‘La NAIRU y la pseudociencia neoliberal’,
explica las razones de fondo ocultas tras el encarnizamiento terapéutico del
talón de hierro monetarista: “La NAIRU justifica la deconstrucción del Estado
de Bienestar y de los mecanismos de protección social de los trabajadores
(salario mínimo, negociación colectiva, prestaciones por desempleo, protección
frente a la enfermedad o la vejez), debilitando su capacidad negociadora frente
al capital”. No es arriesgado pues afirmar que la teoría y las políticas monetaristas
interpretan mejor, en momentos de estanflación, las necesidades de la burguesía
internacional que el keynesianismo, al sugerir remedios radicalmente
reaccionarios para afrontar el malestar burgués: inducir abiertamente al
desempleo para ‘darles una lección a los sindicatos’. Las cosas están pues
bastante claras. El economista estadounidense Michael Hudson explica el
principio “psicológico” del encarnizamiento terapéutico: “yo te alimentaría,
pero entonces acabarías siendo dependiente de la comida”.
La NAIRU y sus posteriores
refinamientos juegan un papel central en la política económica actual: tanto
instituciones multilaterales (FMI, OCDE, Unión Europea, etc.) como gobiernos
nacionales la emplean de forma prolija en el análisis, justificación y diseño de
políticas macro y microeconómicas.
Si los políticos
han de desentenderse de la lucha contra el desempleo, el campo queda libre para
los tecnócratas de la banca central y sus objetivos prioritarios de ‘metas de
inflación’. Luego, la fuerza del mercado libre, la fuerza del desempleo, será
el árbitro de la relación salario–ganancia. William Vickrey, autor del
excelente texto ‘Quince falacias funestas del fundamentalismo financiero’ pone
el dedo en la llaga: “Una interpretación marxista de la insistencia en la NAIRU
diría que se trata de vendarnos los ojos y suscitar el temor a la inflación
para justificar el mantenimiento del ‘ ejército de
reserva’, arguyendo que se intenta evitar que los salarios inicien una espiral’
salarios-precios’. Curiosamente, nunca se oye hablar de una’ espiral
renta-precios’ ni de una ‘espiral
intereses-precios’, aunque esos costos también se deben tener en cuenta al
fijar los precios”. Así pues, el anatema de la inflación de precios de bienes
de consumo se complementa con la bendición de las burbujas de activos y el
rentismo financiero, característicos del capitalismo senil, por parte de
los policy makers del capital financiero global.
Husson resalta de nuevo el punto central:
“Toda política orientada a recuperar el pleno empleo sería ilusoria, ya que la
baja de la tasa de paro desencadenaría un aumento de la inflación que,
finalmente, conduciría la tasa del paro a su valor ‘de equilibrio’. La supuesta
absurdidad de las políticas de austeridad adquiere una luz muy diferente cuando
se incluye en el cuadro al ‘elefante en la habitación’, ignorado por la
ortodoxia monetarista y por sus furibundos enemigos, los curanderos monetarios:
la tasa de ganancia del capital. El análisis que plantea Husson acerca de la
función neurálgica del desempleo –el ejército de reserva marxista- como
regulador de la relación capital-trabajo, merece ser citado en extenso: “Ahí
está la clave de una explicación de la estanflación en Estados Unidos diferente
al recurso a las anticipaciones y otros delirios monetaristas. Es claro que la
caída de la tasa de beneficio a partir de 1967, hasta inicios de los años 1980,
se acompaña de una aceleración de la inflación. El choque de las políticas
neoliberales desencadena, de forma simultánea, el ascenso de la tasa de
beneficio y la vuelta de la tasa de inflación al nivel de los años 1960. El
verdadero arbitraje es pues entre inflación y el beneficio, y la tasa de paro
es el útil que permite ajustar ese arbitraje. El esquema es pues el siguiente:
si el desempleo baja demasiado, la relación de fuerzas entre capital y trabajo
se modifica a favor de los asalariados. El aumento de los salarios muerde sobre
el beneficio y las empresas responden aumentando sus precios. La tasa de paro
que no acelera la inflación podría ser bautizada también, y ello sería más
claro, como “tasa de paro que no hace bajar la tasa de beneficio“.
Las acervas
políticas de austeridad se revelan pues, no como un error garrafal, causante de
sufrimiento absurdo e innecesario, sino como el “torniquete” ideal utilizado
por el poder global del capital para tratar de restablecer la tasa de beneficio
-en declive claro desde
el final de los ‘treinta gloriosos’-. La depresión subsiguiente es un efecto
secundario, como recalca Husson, irrelevante para el objetivo principal: “Pero
es la última correlación la que permite comprender la lógica de fondo. Los
países que han sufrido la austeridad presupuestaria (y salarial) más fuerte son
también países en los que los beneficios se han restablecido de forma neta: los
países de la periferia (Grecia, España, Portugal e Irlanda) han recuperado la
tasa marginal de beneficio a pesar del hundimiento de su economía y de la
explosión del paro”. El misterio que genera la ausencia de inflación ante la
masiva inyección de liquidez en los circuitos financieros realizada por la
banca central a través de la ‘expansión cuantitativa’ se disipa contemplando el
brutal aumento de la desigualdad y de la tasa de beneficio del capital que la
QE ha provocado. La inflación y el paro, en consecuencia, lejos de responder
únicamente a aspectos técnicos –como creen los curanderos monetarios-, son, en
esencia, un reflejo del insoluble conflicto distributivo en la sociedad de la
mercancía.
Epílogo: desde el
‘bajo mundo’ de la economía
“Hoy vivimos en un capitalismo irreal, ficticio, moribundo, cuya
economía aparenta que sigue funcionando porque vive asistida a través de la
invención incesante de dinero de la nada, y de una deuda creciente que está
devorando toda la riqueza social y natural“
Andrés Piqueras
A la luz de este proceso implacable y
degenerativo de sobreexplotación y desigualdad, característico del capitalismo
neoliberal, adquieren un cariz aún más utópico e irreal las propuestas de
‘garantizar el pleno empleo’ o utilizar el estado como empleador de último
recurso de los curanderos monetarios. El economista marxista Fred Moseley
resalta, una vez más, la limitación esencial de los utopismos keynesianos del
estado benefactor en el contexto de la crisis crónica del capitalismo senil:
“Muchos gobiernos en los años 70 respondieron a la mayor desocupación adoptando
políticas expansionistas de tipo keynesianas: más gasto estatal, bajos
impuestos y bajas tasas de interés. Sin embargo, estas políticas resultaron en
un aumento de la tasa de inflación. Las empresas capitalistas no incrementaron
el gasto y el empleo, sino que respondieron a la estimulación estatal de la
demanda aumentando los precios a mayor velocidad, con el fin de restaurar su
tasa de beneficio”. Katz describe el ‘apagón’ de la sala de máquinas, accionado
por los excéntricos del dinero, en aras de una descripción funcionalista y
tecnocrática del hecho monetario como herramienta pretendidamente aséptica y
neutral: “La heterodoxia remarca que el dinero es una “una relación social”,
pero interpreta esta definición como un lazo entre individuos dentro de cierto
marco institucional. Esta definición es una simplificación, porque desconoce
que el manejo del dinero pertenece a los capitalistas y no al conjunto de la
sociedad. Se limita a subrayar lo obvio (que la moneda es un instrumento de la
reproducción económica de la sociedad) eludiendo lo esencial (que la moneda
consagra la explotación de los asalariados). Esta omisión le impide a la
heterodoxia desentrañar los misterios de la moneda y dilucidar los enigmas de
la “financíarización”.
Según Fred Moseley,
Keynes, venerable patriarca de la heterodoxia reformista, se refirió al
circuito de valorización del capital-dinero de Marx como una observación
valiosa y concordó con Marx en que el objetivo de los empresarios no es más
producto físico, sino más dinero y que la teoría de una economía empresarial
debe estar en términos de variables monetarias, no de variables reales. Sin
embargo, Keynes, prosigue Moseley, “parece no
haberse percatado que el circuito del capital (D – M – D’) no es sólo una
observación valiosa, sino que es el marco lógico global para toda la teoría de
Marx. Desafortunadamente, la teoría de Keynes –quien, pese al elogio anterior,
incluía a Marx en ‘las regiones del bajo mundo de la economía’- no provee una
explicación del crucial ∆D –incremento de dinero-, sino que toma ∆D como un
costo inicial dado; esto es, ¡∆D es tratado como parte de D!, como en la
economía neoclásica en general”. Quizás esa ligera omisión del ‘elefante en la
habitación’ de todo el sistema social, llevó al padre de la macroeconomía
contemporánea a permitirse cometer ensoñadores deslices. El gran descubridor
del principio de la demanda efectiva también tenía veleidades de curandero
monetario. En las consideraciones finales de su opus magnum expresa
su admiración –calificándole nada menos que de fundador de un socialismo
antimarxista y afirmando, con gran don profético, que el porvenir tendría mucho
más que aprender de él que de Marx- por Silvio Gesell, heterodoxo
economista alemán, creador de la idea del ‘dinero sellado’, como solución
mágica a las crisis de demanda efectiva debidas al atesoramiento –la
preferencia por la liquidez, clave de
bóveda del sistema keynesiano-. Los actuales epígonos poskeynesianos no parecen
haber avanzado mucho más allá que su maestro en la comprensión de esa
‘observación valiosa’, pilar fundamental de la formidable construcción teórica
del poblador más conocido del ‘bajo mundo de la economía’. Quizás esa carencia
les ha impedido comprender que el modo de producción del dinero moderno -el
llamado milagro del interés compuesto- no es ninguna aséptica herramienta, que
pueda desmontarse a discreción para ponerla al servicio del interés de la
colectividad, sino un instrumento de poder social y de captura de riquezas al
servicio de los poseedores de los medios de producción.
Y, como concluye la
analista Paula Bach, esa ceguera les
invalida para ofrecer medidas eficaces y realistas que pugnen por detener la
marcha degenerativa de un modo de organización social que está ‘devorando toda
la riqueza social y natural’: “Esta conclusión es importante para los
trabajadores porque muestra que el capitalismo está estancado en una situación
crítica a largo plazo y que intentará recomponerse a través de ataques cada vez
más agresivos a las condiciones de vida de trabajadores Es una conclusión pues
importante porque habla de la imposibilidad de un período ‘reformista’”.
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