15/05/2020
El Estado,
cualquiera éste sea, capitalista o socialista, es -como señalara el teórico
italiano Antonio Gramsci, entre sus más amplias reflexiones y
conceptualizaciones-, hegemonía acorazada de coerción. Es decir, es la
capacidad de una clase o fracción hegemónica del bloque en el poder para
convencer, persuadir y seducir a las otras clases y fracciones de clase de una
formación social determinada, sobre la viabilidad de un proyecto estadual y
societal de corto y largo alcance. Pero el Estado, como síntesis de las
contradicciones irreconciliables de clase y como aparente representante del
“interés general”, también tiene la facultad de controlar y repeler, a través
del uso del monopolio de la fuerza pública, las acciones de descontento que
surjan y se desarrollan en la sociedad. Hasta ahí, nada fuera de lo normal.
Pero un
Estado (y gobierno) que se mueve y pretende reproducir su poder -que no es otra
cosa que la materialización de los intereses de las clases o fracciones de
clase que están en el bloque en el poder-, sólo mediante el empleo del aparato
de Estado (Policía, Fuerzas Armadas y magistratura), instala un régimen de
excepción que, al mismo tiempo, lo convierte en inviable en el largo plazo, más
aún si el origen de su mandato no ha surgido de las urnas. No hay que
olvidar que incluso el fascismo surgió en Alemania e Italia de la participación
electoral en la forma de democracia que se tenía en el tipo de Estado
capitalista de ambas formaciones sociales en ese momento histórico-concreto:
Hitler (elecciones parlamentarias de 1930) y Mussolini (presidente del consejo
de ministros en noviembre de 1922), respectivamente.
Cuando se
produce un tipo de relación entre el aparato de Estado y los aparatos
ideológicos de Estado (independientemente del carácter legal de su propiedad,
pública o privada), en el cual existe la primacía del primero sobre los
segundos, es decir, con el predominio permanente del uso excesivo de la
fuerza, la perspectiva de ese régimen de excepción es de corta vida, aun opte
por la sistemática persecución, judicialización, represión y masacre
sistemática (que incluye muertos), de la oposición social y política. Es más, la
legitimación de la represión física que se hace en un primer momento desde los
aparatos ideológicos de Estado (medios de comunicación, jerarquía de la Iglesia
Católica y protestante, organizaciones empresariales y otros) se enfrenta a un
límite y no logra, a la larga, evitar que la sociedad reaccione en la búsqueda
de una convivencia pacífica y democrática en el sentido más amplio de la
palabra.
No hay Estado que se reproduzca sólo a través de la represión física. El
uso abusivo de la coerción, por más exaltación que se haga de lo maléfico que
es el “enemigo interno” (construido en el imaginario social) o instrumentalice
la amenaza de una pandemia para apilar presos como en los campos nazis de
exterminio, desconocer el derecho a la libertad de expresión, negar el
principio liberal de pensar diferente, lanzar amenazas contra el candidato de
mayor preferencia en la intención de voto, “criminalizar” cualquier expresión
de descontento social motivado por la hambre y postergar elecciones generales,
va a generar fisuras en la sociedad, incluso dentro de las clases y fracciones
que forman parte del bloque en el poder o en los propios aliados secundarios
que participaron al inicio en el derrocamiento y/o sustitución de un gobierno
de corte ideológico-político distinto. Hay clases y fracciones dominantes que
tienen sinceramente una concepción liberal de la política y la democracia que
la despliegan a través de sus aparatos ideológicos y terminan condenando, en
diverso grado, las acciones represivas. No es que el liberal se oponga a que el
Estado ejerza un “principio de autoridad”, pero sabe que los límites de la
coerción están fijados por el propio sistema jurídico. No es nada exagerado
que, también, dentro de la Iglesia Católica –como categoría social contradictoria-
se produzcan realineamientos nuevos: de bendecir la represión de los
“subversivos” a pasar luego a condenar las amenazas y violencia del régimen
represivo. Cuando sucede eso y las amenazas y las acciones de fuerza se
convierten en el pan de todos los días, esas mismas clases y fracciones
burguesas con concepción liberal se distancian y erosionan la estabilidad del
gobierno, aunque le siguen temiendo a la insurgencia del pueblo como fuerza
social, y es ahí cuando la legitimación del uso de la fuerza se debilita y
queda al desnudo la naturaleza dictatorial del régimen.
No se puede
indefinidamente sustituir la falta de hegemonía ideológica y legitimidad
mediante el uso desproporcionado de la represión física del Estado. Es una ley
inexorable de la política.
Hugo Moldiz
Mercado
La Época
Asilado
desde hace seis meses en la embajada de México en Bolivia
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