Debemos
implantar en todas las parcelas de gobierno en sus diferentes niveles un
sistema realmente democrático del que ahora carecemos. No basta con reivindicar
la democracia en el terreno político y que, al tiempo, aceptemos una
semi-dictadura en el campo económico-financiero y en el empresarial-laboral.
El disparatado argumento que pone en tela de juicio la capacidad de muchas personas para garantizar la mejor y más correcta elección, parece dar por hecho que esas mismas personas son capaces de elegir al mejor gestor, el más sabio, el más inteligente, el de más integridad moral, incluso cuando sufren una hábil e insidiosa manipulación.
El disparatado argumento que pone en tela de juicio la capacidad de muchas personas para garantizar la mejor y más correcta elección, parece dar por hecho que esas mismas personas son capaces de elegir al mejor gestor, el más sabio, el más inteligente, el de más integridad moral, incluso cuando sufren una hábil e insidiosa manipulación.
Todas las estructuras de gobierno establecidas por los seres humanos a través de su historia son en definitiva fórmulas para ejercer el poder, siempre con el objetivo de obtener el máximo posible en manos de unos pocos. Aunque lo afirmen, ningún sistema político ha sido creado por mandato divino. Todos han sido creados por los hombres y en provecho de los hombres.
De
entre todos los métodos de organización social, la Democracia es el que tiene
el respaldo más firme desde el conocimiento científico y el análisis racional.
Aporta las mejores soluciones para la colectividad, y es el que más
acertadamente previene los errores, las desigualdades, las injusticias y las
corruptelas.
Sin
embargo, cuando las personas utilizan la palabra democracia, se están
refiriendo al sistema político, que se conoce con dicho nombre, que dista mucho
de ser una auténtica democracia (gobierno del pueblo). Las
características propias del actual sistema de gobierno en los países
occidentales apuntan a que, lo correcto, sería denominarle partidocracia.
La
Democracia no consiste en que los individuos de una sociedad elijan a sus
“representantes” (gobernantes) en función de una larga lista de propuestas
(programas) sobre los más variados temas, salidos ambos de un equipo de
personas (partido político).
En
las (pseudo) "democracias" actuales las decisiones colectivas no se
toman en función de las preferencias de los ciudadanos, sino en función de lo
que los gobernantes creen que son, o creen que deberían ser, las prioridades de
los ciudadanos. Lo que, realmente, los paisanos deciden con su voto es qué
grupo político, con su líder al frente, consideran que será el que mejor
interpretará sus prioridades, una vez que haya alcanzado el gobierno.
Con frecuencia, se tiende a querer ignorar el grado tan elevado de influencia no desinteresada, que los distintos poderes suelen ejercer sobre la voluntad de los ciudadanos. Resulta primordial, para la buena salud de la democracia, eliminar este tipo de influencia; sobre todo la que persigue -como sucede actualmente- apartar a los individuos de la conciencia, la responsabilidad y la participación política.
Parece un exceso de ingenuidad considerar que los representantes actúan primordialmente en defensa de los intereses de los ciudadanos. Las sañudas disputas entre los diferentes partidos y sus miembros evidencian algo más que una acalorada defensa de la predilección de los electores. De hecho, como ya he apuntado y argumentado numerosas veces, el interés básico, que mueve a los políticos y el que anima a los ciudadanos, difieren sustancialmente, y, en ocasiones, resultan contrapuestos (Razones para el cambio. Gulliver 2011).
Ni siquiera se puede considerar válida la justificación de la democracia representativa sobre la base de que el fin justifica los medios, de que los políticos, por ser más expertos, más sabios, por estar más al corriente de los problemas, pueden alcanzar mejores resultados en el breve o en el largo plazo. Imponer a las personas incluso lo que es mejor para ellas conculca el principio supremo de libertad del individuo y, por tanto, de la colectividad. El individuo tiene derecho a decidir sobre los asuntos que le atañen, aunque se equivoque. El ideal supremo de la igualdad y la libertad social no es que la decisión sea acertada, sino que sea colectiva, aunque sea errónea.
Por tanto, el ejercicio directo del poder por el pueblo no supone una garantía de no cometer errores, ni la seguridad de que determinados proyectos van a funcionar mejor. Lo que la democracia asegura es, por una parte, la puesta en práctica del legítimo derecho del pueblo a tomar decisiones, aun cuando se equivoque, y, por otra, el que las nuevas estructuras del cuerpo social van a permitir a la gente disfrutar del máximo grado posible de libertad, justicia y equidad.
El disparatado argumento que pone en tela de juicio la capacidad de muchas personas para garantizar la mejor y más correcta elección, parece dar por hecho que esas mismas personas son capaces de elegir al mejor gestor, el más sabio, el más inteligente, el de más integridad moral, incluso cuando sufren -como sucede en las partidocracias- una hábil e insidiosa manipulación.
Hemos de tener en cuenta que, como veremos detenidamente un poco más adelante, todo ejercicio de gobierno comprende dos grupos sustanciales de elementos: por una parte, el acto mismo, libre y voluntario, de toma de decisiones, y, por otra, el análisis de las circunstancias y de las alternativas que propician la toma de una decisión, y el conocimiento que ha de facultarnos la eficaz puesta en práctica de dicha decisión.
Hasta el momento presente, ambos grupos de elementos han estado siempre inseparablemente unidos y agrupados en una misma persona, sea cual fuese el grado de responsabilidad de su ejercicio de gobierno. Pero esto no tiene por qué ser necesariamente así. La toma de resoluciones, el análisis de las alternativas y la gestión de su desarrollo práctico pueden ser independientes unas de otras; es decir, permiten ser llevadas a cabo por distintas personas, o grupos, sin que esto dañe en absoluto la eficacia y el éxito de su resultado.
Sin lugar a dudas, la función de adoptar decisiones, por constituir la auténtica esencia de la democracia, es la que han de asumir inexcusablemente todos los miembros de una comunidad. Naturalmente, cuanto más informados y mejor asesorados estén quienes se hallen en disposición de tomar una determinación, más posibilidades hay de que elijan la opción adecuada.
Otra cuestión relevante, que no conviene olvidar, es que la Democracia es un método, una fórmula útil, para soslayar un posible conflicto, pero no es la solución del conflicto. La Democracia parece ser el procedimiento más adecuado, cuando se requiere tomar una decisión colectiva en medio de un conflicto de intereses. Pero sólo el conocimiento, el diálogo y el pacto -el justo equilibrio entre la razón y la ética- pueden solucionar, o, al menos, paliar, el conflicto.
Sobre esta base, la Democracia, en cuanto método o instrumento, resulta válida para ser aplicada en todo tipo de colectividad (nación, comunidad, municipio, grupo político, empresa, etc.) siempre que sea necesario tomar una decisión colectiva. La democracia no puede pensarse sólo como un procedimiento de autogobierno meramente político.
Dado que el poder se impone en diferentes parcelas de la estructura social (el político, el económico, el militar, el religioso, etc.), y dado que se articula jerárquicamente por escalafones, no debemos concebir la democracia (gobierno del pueblo), exclusivamente, como el ejercicio directo del poder político por parte del pueblo, referido sólo a los estamentos más elevados de esa jerarquía.
El sistema democrático debe, pues, ser implantado en todas las parcelas de gobierno en sus diferentes niveles. No parece que sea inteligente reivindicar la democracia en el terreno político y que, al tiempo, aceptemos una semi-dictadura en el campo económico-financiero y en el empresarial-laboral.
Así pues, el ideal al que ha de aspirar toda sociedad inteligente y evolucionada no es el de disponer de un gobierno político democrático, sino el de disfrutar de una sociedad plenamente democrática en sus diferentes estructuras y articulaciones.
Con frecuencia, se tiende a querer ignorar el grado tan elevado de influencia no desinteresada, que los distintos poderes suelen ejercer sobre la voluntad de los ciudadanos. Resulta primordial, para la buena salud de la democracia, eliminar este tipo de influencia; sobre todo la que persigue -como sucede actualmente- apartar a los individuos de la conciencia, la responsabilidad y la participación política.
Parece un exceso de ingenuidad considerar que los representantes actúan primordialmente en defensa de los intereses de los ciudadanos. Las sañudas disputas entre los diferentes partidos y sus miembros evidencian algo más que una acalorada defensa de la predilección de los electores. De hecho, como ya he apuntado y argumentado numerosas veces, el interés básico, que mueve a los políticos y el que anima a los ciudadanos, difieren sustancialmente, y, en ocasiones, resultan contrapuestos (Razones para el cambio. Gulliver 2011).
Ni siquiera se puede considerar válida la justificación de la democracia representativa sobre la base de que el fin justifica los medios, de que los políticos, por ser más expertos, más sabios, por estar más al corriente de los problemas, pueden alcanzar mejores resultados en el breve o en el largo plazo. Imponer a las personas incluso lo que es mejor para ellas conculca el principio supremo de libertad del individuo y, por tanto, de la colectividad. El individuo tiene derecho a decidir sobre los asuntos que le atañen, aunque se equivoque. El ideal supremo de la igualdad y la libertad social no es que la decisión sea acertada, sino que sea colectiva, aunque sea errónea.
Por tanto, el ejercicio directo del poder por el pueblo no supone una garantía de no cometer errores, ni la seguridad de que determinados proyectos van a funcionar mejor. Lo que la democracia asegura es, por una parte, la puesta en práctica del legítimo derecho del pueblo a tomar decisiones, aun cuando se equivoque, y, por otra, el que las nuevas estructuras del cuerpo social van a permitir a la gente disfrutar del máximo grado posible de libertad, justicia y equidad.
El disparatado argumento que pone en tela de juicio la capacidad de muchas personas para garantizar la mejor y más correcta elección, parece dar por hecho que esas mismas personas son capaces de elegir al mejor gestor, el más sabio, el más inteligente, el de más integridad moral, incluso cuando sufren -como sucede en las partidocracias- una hábil e insidiosa manipulación.
Hemos de tener en cuenta que, como veremos detenidamente un poco más adelante, todo ejercicio de gobierno comprende dos grupos sustanciales de elementos: por una parte, el acto mismo, libre y voluntario, de toma de decisiones, y, por otra, el análisis de las circunstancias y de las alternativas que propician la toma de una decisión, y el conocimiento que ha de facultarnos la eficaz puesta en práctica de dicha decisión.
Hasta el momento presente, ambos grupos de elementos han estado siempre inseparablemente unidos y agrupados en una misma persona, sea cual fuese el grado de responsabilidad de su ejercicio de gobierno. Pero esto no tiene por qué ser necesariamente así. La toma de resoluciones, el análisis de las alternativas y la gestión de su desarrollo práctico pueden ser independientes unas de otras; es decir, permiten ser llevadas a cabo por distintas personas, o grupos, sin que esto dañe en absoluto la eficacia y el éxito de su resultado.
Sin lugar a dudas, la función de adoptar decisiones, por constituir la auténtica esencia de la democracia, es la que han de asumir inexcusablemente todos los miembros de una comunidad. Naturalmente, cuanto más informados y mejor asesorados estén quienes se hallen en disposición de tomar una determinación, más posibilidades hay de que elijan la opción adecuada.
Otra cuestión relevante, que no conviene olvidar, es que la Democracia es un método, una fórmula útil, para soslayar un posible conflicto, pero no es la solución del conflicto. La Democracia parece ser el procedimiento más adecuado, cuando se requiere tomar una decisión colectiva en medio de un conflicto de intereses. Pero sólo el conocimiento, el diálogo y el pacto -el justo equilibrio entre la razón y la ética- pueden solucionar, o, al menos, paliar, el conflicto.
Sobre esta base, la Democracia, en cuanto método o instrumento, resulta válida para ser aplicada en todo tipo de colectividad (nación, comunidad, municipio, grupo político, empresa, etc.) siempre que sea necesario tomar una decisión colectiva. La democracia no puede pensarse sólo como un procedimiento de autogobierno meramente político.
Dado que el poder se impone en diferentes parcelas de la estructura social (el político, el económico, el militar, el religioso, etc.), y dado que se articula jerárquicamente por escalafones, no debemos concebir la democracia (gobierno del pueblo), exclusivamente, como el ejercicio directo del poder político por parte del pueblo, referido sólo a los estamentos más elevados de esa jerarquía.
El sistema democrático debe, pues, ser implantado en todas las parcelas de gobierno en sus diferentes niveles. No parece que sea inteligente reivindicar la democracia en el terreno político y que, al tiempo, aceptemos una semi-dictadura en el campo económico-financiero y en el empresarial-laboral.
Así pues, el ideal al que ha de aspirar toda sociedad inteligente y evolucionada no es el de disponer de un gobierno político democrático, sino el de disfrutar de una sociedad plenamente democrática en sus diferentes estructuras y articulaciones.
No hay comentarios:
Publicar un comentario