31-10-2015
Cada
quien elige el lugar desde el cual mira el mundo, pero esa elección tiene
consecuencias y determina lo que puede ver y lo que irremediablemente se le
escapa. El punto de observación no es nunca un lugar neutro, como no lo puede
ser el que observa. Más aún, el observador es modelado por el lugar que elige
para realizar su tarea, al punto que deja de ser mero espectador para
convertirse en participante –aunque se diga objetivo– de la escena que cree
sólo observar.
Ante nosotros se despliegan las más diversas
miradas: desde aquellas localizadas en los estados (partidos, fuerzas armadas,
academias), las que se emiten desde los países poderosos y el capital
financiero, hasta las miradas ancladas en las comunidades indígenas y negras, y
en los movimientos antisistémicos. Un amplio abanico que podemos sintetizar,
con cierta arbitrariedad, como miradas de arriba y miradas de abajo.
Las opiniones vertidas en meses recientes sobre la
situación que atraviesan los gobiernos progresistas sudamericanos dicen más del
observador que de la realidad política que pretenden analizar. Desde los
movimientos y las organizaciones populares que resisten el modelo extractivo,
las cosas se ven bien distintas que desde las instituciones estatales. Ninguna
novedad, aunque esto suele alarmar a quienes creen ver la mano de la derecha en
las críticas al progresismo y en los movimientos de resistencia.
Para el que escribe, es la actividad o la
inactividad, la organización para el combate, la dispersión o la cooptación de
los movimientos, el aspecto central a tener en cuenta a la hora de analizar los
gobiernos progresistas. Sólo en segundo lugar aparecen otras consideraciones,
como los ciclos económicos, las disputas entre los partidos, los resultados
electorales, la actitud del capital financiero y del imperio, entre muchas
otras variables.
Hace más de dos años hablamos del fin del consenso
lulista a raíz de las masivas movilizaciones de millones de jóvenes brasileños
en junio de 2013 (http://goo.gl/lS9K9R).
Varios analistas brasileños explicaron las movilizaciones de aquel año en un
sentido similar, destacando que se trataba de un parteaguas en el país más
importante de la región.
Hace un año dije que el ciclo progresista en
Sudamérica ha terminado, en relación con el balance de fuerzas que surgía de
las elecciones brasileñas, consecuencia directa de las protestas de junio de
2013 (http://goo.gl/z92152). El Parlamento
que emergió de la primera vuelta era considerablemente más derechista que el
anterior: los defensores del agronegocio consiguieron una mayoría aplastante;
la bancada de la bala, compuesta por policías y militares que proponen armarse
contra la delincuencia, y la bancada antiaborto, escalaron posiciones como
nunca. El PT pasó de 88 diputados a 70.
Muchos desestimaron la importancia de junio de 2013
y de la nueva relación de fuerzas en el país, confiando en el carisma de
dirigentes como Lula, en su capacidad casi mágica para contrarrestar un
escenario que se les había vuelto en contra. Los resultados están a la vista.
El fin del ciclo progresista podemos verlo con
mayor claridad a la luz de los nuevos datos que arrojan los hechos recientes.
Primero. Estamos ante una nueva fase de los
movimientos que se están expandiendo, consolidando, modificando sus propias
realidades. Aún no estamos ante un nuevo ciclo de luchas (como los que vivieron
Bolivia de 2000 a 2005 y Argentina de 1997 a 2002), pero se registran grandes
acciones de los abajos que pueden estar anunciando un ciclo. La movilización de
más de 60 mil mujeres en Mar del Plata y la enorme manifestación Ni una menos
(300 mil sólo en Buenos Aires contra la violencia machista) hablan tanto de la
expansión como de la reconfiguración.
La resistencia a la minería está paralizando o
enlenteciendo proyectos de las trasnacionales, sobre todo en la región andina.
Perú, que concentra un elevado porcentaje de conflictos ambientales, registró
varios levantamientos populares y comunitarios contra las mineras. Por primera
vez en años, la inversión minera en América Latina está retrocediendo. En 2014
cayó 16 por ciento y en el primer semestre de 2015 cayó otro 21 por ciento
según la Cepal. Las razones que aducen son la caída de los precios
internacionales y la porfiada resistencia popular.
Segundo. La caída de los precios de las commodities
es un golpe duro a la gobernabilidad progresista, que se había asentado en
políticas sociales que fueron posibles, en gran medida, por los excedentes que
dejaban los altos precios de las exportaciones. De ese modo se pudo mejorar la
situación de los pobres sin tocar la riqueza. Ahora que cambió el ciclo
económico sólo se pueden sostener las políticas sociales combatiendo los
privilegios, algo que pasa por la movilización popular. Pero la movilización es
uno de los mayores temores del progresismo.
Tercero. Si el fin del ciclo progresista es
capitalizado por las derechas, no es responsabilidad de los movimientos ni de
las luchas populares, sino de un modelo que promovió la inclusión a través del
consumo. Un excelente trabajo de la economista brasileña Lena Lavinas sobre la
financierización de la política social asegura que la novedad del modelo
socialdesarrollista es haber instituido la lógica de la financierización en
todo el sistema de protección social (http://goo.gl/XyrcPF).
Por medio de la inclusión financiera los gobiernos
de Lula y Dilma pudieron potenciar el consuno de masas, vencer la barrera de la
heterogeniedad social que frenaba en América Latina la expansión de la sociedad
de mercado. Para los sectores populares, supuestos beneficiarios de las
políticas sociales, se trata de un retroceso: En lugar de promover la
protección contra riesgos e incertidumbres, aumenta la vulnerabilidad.
El consumismo, decía Pasolini hace casi medio
siglo, despolitiza, potencia el individualismo y genera conformismo. Es el
caldo de cultivo de las derechas. Están consechando lo que sembraron.
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