Indignación y protestas por todo Occidente
Le Monde
Diplomatique
16-03-2017
Traducido
del inglés para Rebelión por Beatriz Morales Bastos
|
Brexit,
victoria de Trump, movimientos populistas de Europa: desde la izquierda a la
derecha, Occidente protesta contra las ortodoxias neoliberales y globalistas de
los últimos 40 años.
Hace 25 años era usual utilizar
el término “movimientos antisistema” (1) para caracterizar a fuerzas de la
izquierda que se alzaban contra el capitalismo. Actualmente no ha perdido
relevancia en Occidente, aunque ha cambiado su significado. Los movimientos de
revuelta que se han multiplicado en la última década ya no se rebelan contra el
capitalismo, sino contra el neoliberalismo —flujos financieros desregulados,
servicios privatizados y aumento de la desigualdad social, esa variante
específica del reinado del capital establecido en Europa y Estados Unidos desde
la década de 1980. El orden económico y político resultante ha sido aceptado
casi indistintamente por gobiernos de centro derecha y de centro izquierda, de
acuerdo con el principio fundamental de la pensée unique, el dictado de
Margaret Thatcher de que “no hay alternativa”. Actualmente se presentan dos
tipos de movimientos contra este sistema. El orden establecido los tilda de
amenaza del populismo, ya sea de derecha o de izquierda.
No es
casual que estos movimientos aparecieran antes en Europa que en Estados Unidos.
Sesenta años después del Tratado de Roma, la razón es clara. El mercado común
de 1957, un producto de la comunidad del carbón y del acero del Plan Schuman,
concebido tanto para evitar cualquier retorno de un siglo de hostilidades
franco-alemanas como para consolidar el crecimiento económico de la postguerra
en Europa occidental, fue el producto de un período de pleno empleo y aumento
de los ingresos populares, afianzamiento de la democracia representativa y
desarrollo de los sistemas de bienestar. Sus disposiciones comerciales
incidieron muy poco en la soberanía de las naciones que lo formaban, que
resultaron más fortalecidas que debilitadas. Los presupuestos y los tipos de
cambio los determinaban internamente los parlamentos nacionales que tenían que
rendir cuentas al electorado nacional y en los que se debatían enérgicamente
políticas opuestas políticamente. París rechazó los intentos de agrandarse de
la Comisión de Bruselas. No sólo Francia bajo la dirección de Charles de
Gaulle, sino también, a su propia manera más discreta, Alemania Occidental bajo
Konrad Adenaue siguieron unas políticas exteriores independientes de Estados
Unidos y capaces de desafiarlo.
El final de los trente
glorieuses supuso un cambio fundamental para esta construcción. Como
analiza el historiador estadounidense Robert Brenner, (2) desde mediados de la
década de 1970 el mundo capitalista avanzado entró en una larga recesión: tasas
de crecimiento más bajas y aumentos más lentos de productividad década tras
década, menos empleo y mayor desigualdad, salpicados de fuertes recesiones.
Desde la década de 1980 se invirtieron las direcciones políticas, empezando en
Reino Unido y Estados Unidos para a continuación extenderse a Europa
gradualmente: se recortaron los sistemas de bienestar, se privatizaron las
industrias y servicios públicos, y se desregularon los mercados financieros.
Había llegado el neoliberalismo. En Europa esto ocurrió con el tiempo para
adoptar una forma institucional excepcionalmente rígida: la cantidad de Estados
miembros de lo que era la Unión Europea se multiplicó por más de cuatro al
incorporar una vasta zona de bajos salarios en el este.
Austeridad draconiana
Desde la unión monetaria (1990) al Pacto de Estabilidad
(1997) y después el Acta del Mercado Único (2011) se anularon los poderes de
los parlamentos nacionales en una estructura supranacional de autoridad
burocrática protegida de la voluntad popular, tal como había profetizado el
economista ultraliberal Friedrich Hayek. Una vez instalada esta maquinaria se
pudo imponer a los electorados indefensos la austeridad draconiana bajo la
dirección conjunta de la Comisión y una Alemania reunificada, ahora el Estado
más poderoso de la Unión, donde importantes pensadores anuncian francamente su
vocación de hegemonía continental. Externamente, en el mismo periodo la UE y
sus miembros dejaron de desempeñar cualquier papel significativo en el mundo
contrario a las directrices estadounidenses y se convirtieron en la vanguardia
de las políticas de una nueva Guerra Fría respecto a Rusia establecidas por
Estados Unidos y pagadas por Europa.
Así pues, no es de extrañar que
al desobedecer la voluntad popular en los sucesivos referendos e incorporar al
derecho constitucional los decretos presupuestarios, el cada vez más
oligárquico elenco de la UE haya generado tantos movimientos de protesta en su
contra. ¿Qué panorama ofrecen estas fuerzas? En el núcleo de la UE anterior a
la ampliación, la Europa occidental de la era de la Guerra Fría (la topografía
de Europa oriental es tan diferente que se puede dejar de lado a este
respecto), los movimientos de derecha dominan la oposición al sistema en
Francia (Frente Nacional), los Países Bajos (Partido para la Libertad, PVV),
Austria (Partido de la Libertad de Austria), Suecia (Demócratas Suecos),
Dinamarca (Partido del Pueblo Danés), Finlandia (Finlandeses Verdaderos),
Alemania (Alternativa para Alemania, AfD) y Gran Bretaña ([Partido de la
Independencia de Reino Unido] UKIP).
En España, Grecia e Irlanda han
predominado los movimientos de izquierda: Podemos, Syriza y Sinn Fein. De
manera excepcional, Italia tiene tanto un fuerte movimiento antisistémico de
derecha en Lega como otro aún mayor más allá de la división izquierda/derecha en
el Movimiento Cinco Estrellas (M5S): su retórica extraparlamentaria sobre las
tasas y la inmigración lo sitúa a la derecha aunque a la izquierda lo sitúan su
trayectoria parlamentaria de continua oposición a las medidas neoliberales del
gobierno de Matteo Renzi (particularmente respecto a la educación y a la
desregulación del mercado laboral) y su papel fundamental en la derrota de la
apuesta de Renzi para debilitar la constitución democrática de Italia (3). Se
puede añadir Momentum, que surgió en Gran Bretaña tras la inesperada elección
de Jeremy Corbyn como líder del Partido Laborista. Todos los movimientos de
derecha excepto AfD son anteriores a la crisis de 2008; algunos se remontan a
la década de 1970 e incluso antes. Syriza creció y M5S, Podemos y Momentum
nacieron a consecuencia directa de la crisis financiera.
El hecho
fundamental es el mayor peso global de los movimientos de derecha respecto a
los de izquierda, tanto por la cantidad de países donde tienen ventaja como por
fuerza de voto. Ambos son reacciones a la estructura del sistema neoliberal,
que encuentra su expresión más marcada y concentrada en la actual UE, con su
orden basado en la reducción y privatización de los servicios públicos, la
derogación del control y la representación democráticos, y la desregulación de
los factores de producción. Los tres están presentes a nivel nacional en
Europa, como en otras partes, pero tiene un nivel mayor de intensidad a nivel
de la UE, como atestiguan la tortura de Grecia, el hecho de pisotear los referendos
y la magnitud del tráfico de personas. En el ámbito político esas son las
cuestiones que más preocupan a la población y mueven las protestas contra el
sistema respecto a la austeridad, la soberanía y la inmigración. Los
movimientos antisistema se diferencian por la importancia que otorgan a cada
uno, a qué color de la paleta neoliberal son más hostiles.
Los movimientos de derecha
predominan sobre los de izquierda porque desde muy pronto hicieron suya la
cuestión de la inmigración jugando con las reacciones xenófobas y racistas para
lograr un amplio apoyo entre los sectores más vulnerables de la población. Con
excepción de los movimientos en los Países Bajos y Alemania, que creen en el
liberalismo económico, eso está típicamente vinculado (en Franca, Dinamarca,
Suiza y Finlandia) no a la denuncia del Estado de bienestar sino a su defensa;
se afirma que la llegada de inmigrantes lo mina. Pero sería erróneo atribuir
toda su ventaja a esta carta, en ejemplos importantes (el Frente Nacional (FN)
en Francia es el más significativo) también tienen ventaja en otros frentes.
La unión monetaria es el ejemplo
más obvio. La moneda única y el Banco Central, diseñados en Maastricht, han
hecho de la austeridad y la negación de la soberanía popular un sistema único.
Los movimientos de izquierda pueden atacarlos tan vehementemente como cualquier
movimiento de derecha, si no más. Pero las soluciones que proponen son menos
radicales. A la derecha, el FN y Lega tiene remedios claros para las tensiones
de la moneda única y la inmigración: salir del euro y detener el flujo. A la
izquierda, con excepciones aisladas, nunca se han hecho unas demandas tan
inequívocas. En el mejor de los casos, se sustituyen por ajustes técnicos de la
moneda única, demasiado complicados para tener mucha aceptación popular, y por
alusiones vagas y avergonzadas a las cuotas, que los votantes no entienden tan
fácilmente como las francas propuestas de la derecha.
El reto de la cada vez mayor emigración
La inmigración y la unión
monetaria crean dificultades especiales a la izquierda por razones históricas.
El Tratado de Roma se basó en la promesa del libre movimiento de capital,
mercancías y mano de obra dentro de un mercado común europeo. Mientras la
Comunidad Europea estuvo confinada a países de Europa occidental, los factores
de producción donde más importaba la movilidad eran el capital y las
mercancías: en general la migración a través de las fronteras internas de la
Comunidad eran bastante escasa. Pero a finales de la década de 1960 ya eran
significativas las cifras de mano de obra inmigrante procedente de las antiguas
colonias africanas, asiáticas y caribeñas, y de regiones semicoloniales del
antiguo imperio Otomano. Más adelante la ampliación de la UE hacia el este de
Europa incrementó drásticamente la migración interna de la UE. Por último, las
aventuras neoimperialistas en las antiguas colonias del Mediterráneo —el
bombardeo de Libia y el alimentar por intermediación la guerra civil en Siria—
han provocado grandes oleadas de refugiados a Europa, junto con represalias
terroristas por parte de militantes procedentes de una región en la que
Occidente continua instalado como cacique, con sus bases, sus bombarderos y sus
fuerzas especiales.
Todo esto ha provocado xenofobia: los movimientos
antisistema de derecha se han alimentado de ella y los movimientos de izquierda
han luchado contra ella leales a la causa del internacionalismo humano. Los
mismos compromisos subyacentes han llevado a la mayor parte de la izquierda a
oponer resistencia a cualquier idea de acabar con la unión monetaria, lo que se
considera una regresión a un nacionalismo responsable de las pasadas
catástrofes de Europa. Para ellos el ideal de unión europea sigue siendo un
valor esencial. Pero la actual Europa de integración neoliberal es más
coherente que cualquiera de las vacilantes alternativas que han propuesto hasta
ahora. Austeridad, oligarquía y movilidad de factores forman un sistema
interrelacionado. La movilidad de factores no se puede separar de la
oligarquía: históricamente no se ha consultado a ningún electorado europeo
acerca de la llegada de mano de obra extranjera o sobre la magnitud de esta;
esto siempre ocurría a su espalda. La negación de la democracia, que se
convirtió en la estructura de la UE, excluía desde el principio cualquier
opinión acerca de la composición de su población. El rechazo de esta Europa por
parte de movimientos de derecha es más consecuente políticamente que el de la
izquierda, otra razón de la ventaja de la derecha.
Unos niveles récord de descontento de los votantes
La llegada de M5S, Syriza, Podemos y el AfD marcó
un aumento del descontento popular en Europa. Las encuestas actuales registran
unos niveles récord de desafección de los votantes a la UE. Pero, ya sean de
derecha o de izquierda, el peso electoral de los movimientos antisistema sigue
siendo limitado. En las últimas elecciones europeas los tres mejores resultados
para la derecha —UKIP, el FN y el Partido del Pueblo Danés— supusieron
aproximadamente el 25 % de los votos. En elecciones nacionales la cifra media
en toda Europa occidental para estas fuerzas de derecha y de izquierda unidas
es de aproximadamente el 15 %. Este porcentaje de electorado supone una amenaza
pequeña para el sistema; el 25 % puede representar un quebradero de cabeza,
pero a día de hoy el “peligro populista” del que alertan los medios sigue
siendo muy modesto. Los únicos casos en los que un movimiento antisistema ha
llegado, o pareciera que podría llegar, al poder son aquellos en los que un mal
reparto deliberado de escaños, a través de una prima electoral creada para
favorecer a la clase dirigente, sale mal o puede salir mal, como en Grecia e
Italia.
En realidad, existe una enorme diferencia entre el
grado de desilusión popular con la actual UE neoliberal (el verano pasado las
mayorías en Francia y España expresaron su aversión a ella e incluso en
Alemania apenas la mitad de las personas encuestas tenía una opinión positiva
de ella) y la magnitud del apoyo a fuerzas que se declaran contrarias a ella.
Es común la indignación o la aversión por aquello en lo que se ha convertido la
UE, pero desde hace algún tiempo el determinante fundamental de las pautas de
las elecciones europeas ha sido, y sigue siendo, el miedo. Se detesta de manera
generalizada el status quo socioecónomico, aunque este es ratificado
regularmente en las elecciones con la reelección de aquellos partidos que son
responsables de él debido al temor a que alterar dicho estatus y alarmar a los
mercados conlleve una miseria aún mayor. La moneda única no ha acelerado el
crecimiento en Europa y ha infligido enormes penalidades a los países del sur
más afectados. Pero la posibilidad de una salida aterroriza incluso a aquellas
personas que ahora saben cuánto han sufrido por ella. Hay más miedo que ira. De
ahí la conformidad del electorado griego con la capitulación de Syriza ante
Bruselas, los reveses de Podemos en España, el arrastrar de pies del Parti de
Gauche en Francia. Lo que subyace en todas partes es lo mismo. El sistema es
malo, hacerle frente es arriesgarse a un castigo.
Entonces, ¿cómo se explica el
Brexit? En toda la UE se teme a la inmigración masiva. Ese temor lo fomentó la
campaña a favor de la salida en Reino Unido, campaña en la que Nigel Farage fue
un destacado orador y organizador, junto con importantes conservadores. Pero
por sí misma la xenofobia no es en absoluto suficiente para tener más peso que
el temor a un colapso económico. En Inglaterra, como en todas partes, ha ido
creciendo a medida que un gobierno tras otro mentía acerca de la magnitud de la
inmigración. Pero si el referéndum sobre la UE hubiera sido simplemente una
contienda entre estos miedos, como trató de hacer la clase dirigente política,
sin lugar a dudas el voto a favor de permanecer habría ganado por un amplio
margen, como ocurrió en el referéndum de 2014 sobre la independencia escocesa.
Había otros factores. Después de Maastricht la
clase política británica rechazó la camisa de fuerza del euro, solo para seguir
con un neoliberalismo nativo más drástico que cualquiera de los del continente:
en primer lugar, el desmedido orgullo financializado del Nuevo Laborismo que
sumió a Gran Bretaña en una crisis bancaria antes que cualquier otro país de
Europa, a continuación un gobierno conservador-liberal demócrata de una
austeridad más drástica que cualquiera de las generadas en Europa sin una
coacción externa. Los resultados de esta combinación son únicos económicamente.
Ningún otro país europeo se ha polarizado tan drásticamente por regiones entre
metrópolis encerradas en una burbuja y con altos ingresos en Londres y el
sudeste, y un norte y noreste empobrecidos y desindustrializados donde los
votantes consideran que tienen poco que perder votando a favor de salir (que,
significativamente, es una perspectiva más abstracta que abandonar el euro), pasara
lo que pasara a la City y la inversión extranjera. El miedo contó menos
que la desesperación.
Desde el punto de vista político,
tampoco ningún otro país europeo ha manipulado tan descaradamente un sistema
electoral: UKIP era el mayor partido británico individual en Estrasburgo bajo
representación proporcional en 2014, pero un año más tarde, con el 13 % de los
votos, obtuvo una sola plaza en Westminster, mientras que el Partido Nacional
Escocés, con menos del 5 % obtuvo 55 escaños. Según los intercambiables
regímenes laborista y conservador producidos por este sistema, los votantes
situados en la parte inferior de la pirámide de ingresos dejaron de votar. Pero
cuando de pronto se les concedió, por una vez, una verdadera posibilidad en un
referéndum nacional, regresaron en masa para dar su veredicto sobre las
devastaciones de Tony Blair, Gordon Brown y David Cameron.
Por último, y de forma
contundente, está la histórica diferencia entre Gran Bretaña y el continente
Durante siglos el país no solo fue un imperio que empequeñeció culturalmente a
cualquier rival europeo, sino que, a diferencia de Francia, Alemania, Italia o
la mayor parte del resto del continente no sufrió derrota, invasión u ocupación
alguna en ninguna de las dos Guerras Mundiales. Por lo tanto, la expropiación
de los poderes locales por parte de una burocracia en Bélgica estaba más
abocada al fracaso que en otros lugares: ¿Por qué un Estado que había derrotado
dos veces el poder de Berlín habría de someterse a la mezquina intromisión de
Bruselas o Luxemburgo? Las cuestiones de identidad podrían superar más
fácilmente a las cuestiones de interés que en el resto de la UE. Así pues, no
funcionó la fórmula normal (el miedo a un castigo económico es superior al
miedo a la inmigración extranjera), resentida por una combinación de
desesperación económica y amour-propre nacional.
Estados Unidos salta en la oscuridad
Estas
fueron también las condiciones en las que un candidato republicano a la
presidencia de Estados Unidos con unos antecedentes y un temperamento sin
precedentes (abominable a ojos de la opinión bipartidista dominante, sin hacer
el menor intento de ajustarse a los códigos aceptados de conducta civil o
política, y que no gusta a muchos de sus votantes) pudo atraer a suficientes
trabajadores blancos del cinturón industrial despreciados como para ganar las
elecciones. Como en Gran Bretaña, la desesperación fue mayor que la aprensión
en las regiones proletarias desindustrializadas. También ahí y de una manera
mucho más cruda y abierta, en un país con una historia más profunda de racismo
nativo, se denunció a los inmigrantes y se exigieron muros, tanto físicos como
procedimentales. Sobre todo, el imperio no era un recuerdo lejano del pasado,
sino un vívido atributo del presente y una reivindicación natural respecto al
futuro, aunque había sido dejado de lado por quienes estaban en el poder en
nombre de una globalización que significó la ruina para la gente común y la
humillación para su país. El eslogan de Donald Trump era “Make America Great Again”
[Que Estados Unidos vuelva a ser grande*], que logró deshacerse de los fetiches
del libre movimiento de productos y mano de obra, e ignorar las ataduras y
devociones del multilateralismo: no se equivocaba al proclamar que su triunfo
era un ostensible Brexit. Fue una revuelta mucho más espectacular ya que no se
limitó a una única (y para la mayoría de la gente, simbólica) cuestión y
careció de toda respetabilidad de la clase dirigente o bendición mediática.
La victoria de Trump ha sumido a
la clase política europea, centro derecha y centro izquierda unidos, en una
indignada consternación. Es bastante malo romper las convenciones establecidas
sobre la inmigración. Puede que la UE haya tenido pocos escrúpulos en encerrar
a los refugiados en la Turquía de Recep Tayyip Erdoğan, con sus decenas de
miles de presos políticos, su tortura policial y la suspensión de lo que se
entiende por el imperio de la ley, o en mirar hacia otro lado ante las
barricadas de alambre de espino en toda la frontera norte de Grecia para
mantener a los refugiados en las islas del Egeo. Pero, respetando las
convenciones diplomáticas, la UE nunca se ha vanagloriado abiertamente de sus
exclusiones. La falta de inhibición de Trump en estas cuestiones no afecta
directamente a la UE. Lo que sí le afecta, y es motivo de una preocupación
mucho más grave, es su rechazo de la ideología del libre movimiento de factores
de producción y, aún más, su displicente indiferencia por la OTAN y sus
comentarios acerca de mantener una actitud menos beligerante con Rusia. Habrá
que ver si algo de esto es más que un gesto que pronto caerá en el olvido, como
muchas de sus promesas referentes a cuestiones internas. Pero su elección ha
materializado una importante diferencia entre una serie de movimientos antisistema
de derecha o de un centro ambiguo y partidos de izquierda, rosas o verdes
convencionales. En Francia e Italia los movimientos de derecha se han opuesto
sistemáticamente a las políticas de la nueva Guerra Fría y a las aventuras
militares aplaudidas por los partidos de izquierda, incluyendo el bombardeo
sobre Libia y las sanciones a Rusia.
El referéndum británico y las
elecciones estadounidenses fueron unas convulsiones antisistema de la derecha,
aunque estuvieron flanqueadas por significativos incrementos antisistema de la
izquierda (el movimiento de Bernie Sanders en Estados Unidos y el fenómeno de
Corbyn en el Reino Unido), de menor escala, aunque menos esperados. No estará
claro qué consecuencias tendrán Trump o el Brexit, aunque sin duda serán más limitadas
que las predicciones actuales. El orden establecido está lejos de estar
derrotado en ninguno de los dos países y, como ha demostrado Grecia, es capaz
de absorber y neutralizar a una velocidad impresionante las revueltas desde
cualquier dirección. Entre los anticuerpos que ya ha generado están los
simulacros yuppies de avances populistas (Albert Rivera en España, Emmanuel
Macron en Francia), que arremeten contra los callejones sin salida y
corrupciones del presente, y prometen una política más limpia y dinámica en el
futuro, más allá de los partidos decadentes.
Está clara la enseñanza de los últimos años para
los partidos antisistema de izquierda en Europa. Para no ser superados por los
movimientos de derecha no se pueden permitir ser menos radicales a la hora de
atacar el sistema y deben ser más coherentes en su oposición a este. Eso
significa hacer frente a la probabilidad de que la UE sea ahora tan dependiente
de decisiones previas en su condición de construcción neoliberal que ya no se
pueda pensar seriamente en reformarla. Habría que deshacerla antes de poder
construir algo mejor, ya sea rompiendo la actual UE o reconstruyendo Europa
sobre otras bases y arrojando Maastricht al fuego. A menos que se produzca otra
crisis económica más profunda, ninguna de las dos opciones es muy probable.
Notas:
(1) Por parte de Immanuel Wallerstein, Giovanni
Arrighi y otros.
(2) Robert Brenner, The Economics of Global
Turbulence: the Advanced Capitalist Economies from Long Boom to Long Downturn
1945-2005, Verso, Nueva York, 2006.
(3) Raffaele Laudani, ‘Renzi’s fall and Di Battista’s
rise’, Le Monde diplomatique, edición inglesa, enero de 2017.
* [N. de la t.: Para la
traducción de este eslogan véase el interesante artículo ¿Cómo
traducir ‘Make America Great Again’? Esta traductora se ha permitido
añadir otra discrepancia: para los estadounidenses el nombre de su país es “America”,
ignorando al los demás habitantes tanto de América del Norte como de América
Central y Sur.
Perry Anderson enseña historia en la Universidad de
California, Los Angeles, y su obra más reciente es The H-Word: the
Peripeteia of Hegemony, Verso, Londres, 2017.
No hay comentarios:
Publicar un comentario