Por: Marcelo Colussi | Martes, 21/11/2017 03:34 PM
"Comprender
todo no significa perdonar todo".
Sigmund
Freud
I
Utilizado en el
ámbito social, pocos términos están tan cargados como el de "reconciliación".
Cargado en todo sentido: política, emotiva, incluso filosóficamente; la
asociación que se hace con lo religioso y su práctica de "perdón" es
inmediata. De esa cuenta, "reconciliación" no es una palabra inocente,
neutra, aséptica. Mucho menos neutros son, por tanto, los complejos escenarios
en que aparece ni los procesos político-sociales en que se desenvuelve, en que
intenta cobrar cuerpo.
Un exhaustivo
recorrido semántico en torno a su significado muestra que la nota distintiva
que lo caracteriza, en cualquier definición que se presente, está en el hecho
de retornar a un estado previo: el prefijo "re" implica retorno,
regreso, hacer por segunda vez. "Re - conciliar", de esta forma,
sería "volver a un estado previo de conciliación". Es decir: allí
donde había armonía y equilibrio, y por algún motivo se rompió, volver a ese
estado primero sería justamente la reconciliación. Según el Diccionario de la
Real Academia Española, por tanto, reconciliar es "volver a las
amistades, atraer y acordar los ánimos desunidos".
En general
cualquier definición de la palabra que podamos buscar resalta siempre esa misma
esencia. Sin ánimo de abundar innecesariamente en una exégesis etimológica,
citemos –sólo a título ilustrativo– otra posible conceptualización (del
Diccionario Enciclopédico de Derecho Usual de Guillermo Cabanellas): "restablecimiento
de la amistad, el trato o la paz, después de desavenencia, ruptura o
lucha". En definitiva, y casi a modo de síntesis de un recorrido
filológico que no viene a cuenta presentar aquí, queda claro que lo que prima
en esta noción es el "restablecimiento de vínculos que se rompieron a
causa de un conflicto".
En el ámbito
interpersonal, en el espacio micro, doméstico, esto funciona con facilidad.
Numerosos, casi cotidianos podría decirse, son los ejemplos que atestiguan
estos procesos: desavenencias conyugales, entre amigos, entre compañeros de
trabajo, entre vecinos, etc., terminan amistosamente superándose el problema
puntual con un retorno a la situación primera de equilibrio, de armonía. La
cuestión se complica –se complica exponencialmente, diríamos, se torna casi un
dilema, a veces insoluble– cuando se trata de la reconciliación en términos
macros, en términos de un colectivo social, de un país.
¿Qué significa
"reconciliar" cuando se trata de una sociedad? ¿Quién debe
reconciliarse con quién? ¿Para qué reconciliarse?
II
Estas no son meras
preguntas retóricas. Por el contrario, son los cimientos principales que deben
considerarse en toda acción que involucra poblaciones golpeadas por conflictos
armados, por guerras internas, por procesos tremendamente destructivos en los
que las poblaciones, pese a la crueldad de lo vivido, necesitan seguir
compartiendo un mismo espacio común en su existencia diaria una vez terminado los
enfrentamientos.
Que dos amigos o
dos cónyuges enemistados por alguna desavenencia de la vida cotidiana puedan
reconciliarse, es algo frecuente, en modo alguno problemático. No surgen allí
dudas filosóficas ni políticas sobre quiénes son los sujetos en juego en el
proceso, ni por qué o para qué se reconcilian. Es esto casi un imperativo de la
cotidianeidad: en el ámbito micro no se puede vivir en perpetuo estado de
conflicto con los rodeantes. Una sana y racional "negociación con la
realidad" impone deponer o moderar puntos de vista personales en pro de
una convivencia tolerable, donde todos pueden perder algo para ganar la
posibilidad de convivir con relativa armonía en el grupo. Vale aquí aquella
máxima de "nadie está obligado a amar al otro, pero sí a respetarlo",
en el sentido de tolerar diferencias para asegurar un clima que permita seguir
viviendo a todos en el día a día.
Luego de procesos
bélicos, y más aún cuando se trata de guerras internas, guerras que desgarran
una sociedad, tal como viene sucediendo con fuerza creciente desde el final de
la Segunda Guerra Mundial en 1945, momento a partir del cual las grandes
potencias capitalistas ya no se enfrentaron más entre sí, es ya canónico hablar
de reconciliación. Depuestas las armas –al menos es lo que suele decirse– hay
que "pacificar los corazones". Ello es cierto relativamente: sin
dudas, terminadas las operaciones militares, hay que buscar los mecanismos que
permitan bajar la agresividad desatada. Las guerras producen complejas
modificaciones subjetivas (en lo individual) y éticas (en lo social): todo ser
humano, puesto en esa circunstancia, puede matar a otro semejante en nombre del
ideal que sea, al despersonificarlo y convertirlo en "el enemigo" a
secas, lo cual justifica todo. Y cualquier sociedad puede avalar esas
modificaciones, incluso premiándolas. De hecho, es un héroe quien más enemigos
elimina; en vez de declararlo "asesino", se le condecora. Los valores
en juego en estos períodos se transforman dando lugar a complejas –y a veces enfermizas–
culturas militarizadas. ¿Cómo entender, si no, los genocidios?
En el contexto de
los post conflictos, "pacificados los corazones", no es infrecuente
que sujetos que hicieron parte de las fuerzas enfrentadas y fueron
"enemigos", una vez alcanzada la paz continúen con su vida cotidiana
normal produciéndose entonces espontáneos procesos de reconciliación, de
acercamiento. Pero ese es un nivel personal, subjetivo. Ello no alcanza para
plantear un proceso social, infinitamente más complejo por cierto.
El entendimiento
armónico entre dos sujetos no constituye la célula de las relaciones sociales;
por el contrario, lo que define las relaciones sociales tiene que ver con el
conflicto (diversos conflictos: económicos, interestatales, étnicos, de
géneros, etc.) en tanto motor de los procesos históricos. Las guerras no son
peleas entre dos individualidades llevadas a una expresión colectiva. Las
dinámicas que ponen en marcha conflictos armados son entrecruzamientos de
elementos mucho más complicados, de más alambicada textura que una desavenencia
entre dos personas. Los enfrentamientos armados, justamente –más aún las
guerras internas donde quienes se enfrentan son los miembros de un mismo
colectivo nacional– rompen los tejidos sociales. El tipo de conflictos armados
que se han ido imponiendo luego de la Segunda Guerra Mundial busca, entre otras
cosas, el enfrentamiento en el seno de la sociedad civil, el involucramiento de
la población no-militar, la conmoción psicológica con secuelas ideológicas y
políticas de largo plazo. Guerras donde el objetivo militar no está
representado por las otras fuerzas armadas enfrentadas en paridad de
condiciones sino, directamente, por toda una población civil sobre la que se
actúa. De hecho, esos enfrentamientos, manipulados por las grandes potencias
capitalistas pero peleados por los países pobres del Sur (donde el cuerpo lo
ponen, obviamente, las poblaciones empobrecidas de esos países) han producido
infinitamente más víctimas desde 1945 a la fecha que los 60 millones de muertos
acontecidos durante la Segunda Guerra.
Estas facetas de
la guerra que buscan desgarrar culturalmente a una población, apuntan a generar
el terror indiscriminado, hacer que nadie quede al margen del conflicto,
involucrar a todos en los mecanismos de la muerte. En estas nuevas guerras que
vemos expandirse por todos los continentes (con excepción de Europa y Estados
Unidos o las grandes potencias socialistas o ex socialistas, como China y
Rusia) ya no hay ejércitos combatiendo entre sí: cualquier persona es un potencial
blanco. El bombardeo a distancia, las minas antipersonales, la guerra
mediático-psicológica pasaron a ser el mecanismo íntimo de estas guerras.
La magnitud de la
tragedia humana en juego en estas estrategias es inconmensurable. Ello no es
azaroso; responde a un maquiavélico plan fríamente trazado que busca esa
descomposición social y ante la cual los mecanismos de afrontamiento que
disponen los seres que la sufren nunca son suficientes. Todas las sociedades
cuentan con alternativas para hacer frente al sufrimiento psicológico y para
sobrellevar medianamente bien situaciones duras: diferentes y variadísimos
rituales ante el dolor de las tragedias, ante la muerte, ante conmociones que
rompen la cotidianeidad; de ahí las religiones, los psicofármacos que reducen
la ansiedad, evasivos varios como las bebidas alcohólicas o ciertos narcóticos.
De todos modos, lo que se busca con este nuevo tipo de estrategias de guerra
sucia donde se enfrentan grupos de una misma sociedad (guerrillas y Estado
contrainsurgente, por ejemplo) supera todo tipo de respuesta: ningún mecanismo
de afrontamiento del dolor puede extinguir el miedo que dejan todas estas
intervenciones militares.
Sin dudas las
estrategias de descomposición del tejido social tienen el valor de una
catástrofe no-natural imperecedera, de "catástrofe social", tanto por
lo sufrido propiamente dicho (la masacre, la violación, la tortura, la
desaparición forzada de personas) como por las condiciones en que se hacen.
¿Qué sujeto individual o qué sociedad pueden salir indemnes, perdonar
fácilmente, olvidar, creer en las instituciones del Estado o seguir una vida
"normal" después de sufrir estas catástrofes? Y más aún si
consideramos que en buena medida un alto porcentaje de esas catástrofes se
sufren a manos de los iguales, de los propios vecinos, de miembros de la propia
familia. ¿Cómo un campesino pobre e históricamente excluido puede lograr
perdonar y reconciliarse con un igual, con otro campesino tan pobre y tan
históricamente excluido que le perpetró atrocidades inimaginables? Ejemplos al
respecto abundan en todas las guerras que vemos hoy día en curso o en las de
reciente finalización, en África, en Asia, en Latinoamérica: hutus matando
tutsis o patrullas de autodefensa campesina (aliadas forzosas del ejército) matando
a otros campesinos (base social de la guerrilla de izquierda). Alguien se
beneficia de esto, sin dudas; y no son precisamente los implicados directos.
¿Cómo lograr la reconciliación de víctimas y victimarios tras estos procesos de
odio estimulado?
III
Los traumas
psíquicos dejan marcas, y aunque se atiendan, muchas veces esas secuelas
persisten de por vida. En términos individuales, pensemos en las pesadillas
repetitivas de aquellos que estuvieron al borde de la muerte (en la guerra, en
accidentes, en naufragios, mujeres violadas sexualmente); la magnitud
resultante del ataque externo fue tan grande que nunca terminan de procesarlo.
Lo mismo puede verse en términos colectivos: ¿acaso los judíos masacrados por
los nazis durante la Segunda Guerra Mundial pudieron reconciliarse con sus
verdugos, o fue necesario ahí un tremendo trabajo post guerra –incluyendo los
famosos juicios de Nüremberg– para, no digamos reconciliarse, sino haber
obtenido una mínima armonía social que permite seguir existiendo al tejido
social alemán, con un continuado, constante, diario trabajo de recuperación de
su memoria histórica? "La culpa no se hereda", pudo decir en
ese contexto el canciller Willy Brandt, "pero se heredan
responsabilidades, misiones". "Olvidar es repetir",
reza un cartel en la entrada del museo del horror de Auschwitz, y pese a que
hoy por hoy no pareciera posible repetirse un holocausto con similares
características, no dejan de surgir grupos neonazis. Más que reconciliación,
allí hubo justicia, lo cual no es lo mismo. Atender las heridas de estos
desgarradores conflictos no es buscar simplemente el perdón: es buscar
inexorablemente la justicia y la reparación de lo sufrido. Si algo significa
reconciliación es eso. Si no, no pasamos de la declaración pomposa sin efectos
reales.
Algo similar
podemos ver en España: más allá del "destape" post franquista con la
masiva incorporación de esa sociedad a la modernidad europea, socialdemocrática
y favorecida en términos económicos, los fantasmas no reconciliados de la Guerra
Civil aún perduran cinco décadas después del holocausto vivido (allí no hubo un
Nüremberg, y recién quizá ahora se plantea la posibilidad de hacer algo al
respecto).
Una vez más la
pregunta entonces: ¿qué reconciliar en los procesos de post conflicto? "Ahora
está por salir la Ley de Verdad y Reconciliación", decía una víctima
en Sudáfrica. "Eso está muy bien, pero de todos modos yo no me
reconcilio. A mí me llevaron catorce horas en tren de Ciudad del Cabo a
Johannesburgo, a un tribunal. Pero me llevaron en un vagón de ganado y con
cabras, y por esa humillación no hay ley que haga que me reconcilie".
¿Es acaso un "provocador" antidemocrático quien declaraba esto, un
"enfermo" mental desadaptado? Sin dudas: no. Quizá no haya mayor
expresión de salud mental que su negativa a reconciliarse. En Chile,
sistemáticamente cada 11 de septiembre, una parte de la población manifiesta
contra la dictadura del ahora ya fallecido general Augusto Pinochet, no
faltando las pancartas que rezan: "¡Ni olvido ni perdón! ¡No a la
reconciliación!" ¿Son unos boicoteadores del estado de derecho
chileno quienes así se expresan? En cualquiera de los casos citados la
respuesta es "no". La reconciliación de una sociedad que sale de un
profundo conflicto interno plantea estos interrogantes: ¿puede haber
reconciliación a partir de una ley?
La reconciliación
entre los miembros otrora enfrentados de una sociedad puede darse, por supuesto
que sí. "Pisamos la misma tierra, compartimos el aire",
decía una víctima del conflicto armado en Guatemala. Allí, luego de 200.000
muertos y 45.000 detenidos-desaparecidos en la guerra interna, los hijos de
víctimas y victimarios del área rural juegan juntos, y la vida cotidiana impone
la convivencia. Pero no son las leyes quienes logran la reconciliación; los
instrumentos jurídicos crean las condiciones para poder procesar las pesadas
cargas de dolor que dejan los conflictos. La reconciliación es otra cosa.
Un genuino proceso
de reconciliación, de acercamiento con el otro que fue mi enemigo en el pasado,
puede darse. Los tejidos que desgarran estas guerras asimétricas que ahora
vemos expandirse por diversas regiones del globo –guerras marcadas por las
estrategias psicológicas que toman como objetivo militar la población no
combatiente para crear la desorganización y la desestructuración social–, luego
de las catástrofes sociales que significan esos enfrentamientos intestinos
comienzan a recomponerse. No de la manera más adecuada, por cierto, pero
–utilizando una metáfora que puede ser elocuente–, al igual que la piel que es
rasgada por un cuchillo, desde el momento mismo en que comienza a ser herida
por la hoja del arma, de esa misma manera, los mecanismos de cicatrización
comienzan a trabajar para recomponer el tejido roto. Si la herida provocada por
el puñal sobre la piel, al igual que la herida provocada sobre el tejido social
por el conflicto interno, no es adecuadamente atendida, presentará problemas.
Tiende a cicatrizar, a recomponerse, de ese no hay dudas. Pero mal. Las marcas
quedan, y se pueden tornar horribles.
Una cicatriz mal
tratada –la de la piel o la de las relaciones que hacen el todo social– es
siempre fea, impresentable, vergonzante. Las heridas de la guerra, con el paso
del tiempo, van cerrando. Pero la reconciliación implica mucho más que un manto
de olvido y un dar vuelta la página confiando en que "el tiempo y la
perentoria necesidad de seguir viviendo juntos en una comunidad" lograrán
el acercamiento entre las partes antes enfrentadas. Implica un proceso que
redefine las relaciones sociales en una sociedad fragmentada de tal forma que
los antiguos enemigos puedan coexistir aceptablemente uno a la par del otro.
Ese proceso, entendido como un fenómeno social que trasciende historias
puntuales de un determinado victimario junto a una determinada víctima, necesita
de mecanismos legales que creen las condiciones a partir de decisiones
políticas consensuadas y de instrumentos específicos que posibilitan la vida
con dignidad de todos y todas por igual, superando las heridas dejadas por el
pasado enfrentamiento.
La reconciliación
lleva dos elementos implícitos como mecanismos fundamentales que la definen:
por un lado, el reconocimiento de lo que pasó, la recuperación de la verdad, y
por otro, el mecanismo en virtud del cual las partes encontradas deben: a)
arrepentirse (una de las partes), y b) perdonar (la otra parte). Es decir:
verdad, arrepentimiento y perdón.
Retomando la idea
ya expuesta: en un nivel micro es posible –sucede a diario– que se cumpla ese
ciclo. La reconciliación implica la voluntad de ambas partes de querer seguir
una relación empática, arrepintiéndose y perdonando, sobre la base de no negar
lo que pasó, de lo que las enfrentó. El problema se plantea cuando ese esquema
se traslada a la sociedad como un todo. Como lo que define un todo social no
son las buenas intenciones individuales sino las relaciones de poder, en ese
complejo tejido, y a nivel macro, es mucho más difícil encontrar
arrepentimiento y la voluntad de pedir perdón. Si la dinámica de las sociedades
está dada por la lucha de clases, es más que evidente que la clase dominante
(que es la que sojuzga a la dominada, que es la que gana las guerras) no tiene
nada de qué arrepentirse, nada de lo qué pedir perdón. Es más confuso ver ahí
el mecanismo, y más difícil que pueda realizarse: si es un grupo de poder, en
nombre de sus intereses, el que victimizó a otro grupo, ¿podemos creer que
honestamente estará dispuesto a pedir perdón? Es por eso que, en términos
sociales, la historia siempre está contada a medias, desde la lógica del grupo
dominante. "La historia la escriben los que ganan", se dice. ¿Por qué
se sentirían culpables los ganadores?
En términos de una
sociedad, reconciliación no es olvido, no es borrón y cuenta nueva con un
llamado a deponer odios del pasado. La basura escondida debajo de la alfombra
no se ve; pero ahí está, y siempre es posible que pueda reaparecer. Hay un
axioma de la ciencia psicológica que dice "lo reprimido siempre retorna,
de manera deformada, como síntoma, pero no desaparece: se reactualiza". Si
lo reprimido es una historia no contada, una historia de abusos y violaciones,
eso sigue estando presente en los imaginarios sociales, en la memoria colectiva
de los pueblos que los sufrieron, reapareciendo de distintas maneras como
síntomas; o para decirlo con terminología clínica: con malestares diversos, con
nuevas manifestaciones de violencia, con gran dolor. E incluso se transpasa a
las nuevas generaciones. La cultura de violencia que permanece siempre por un
determinado tiempo, indefectiblemente, al terminar una guerra, es producto de
esos odios que se dispararon y toman mucho trabajo reconvertirse, apaciguarse.
En cualquier
sociedad que sale de una guerra interna la palabra reconciliación es equívoca,
llama a ambigüedades, produce contradicciones. En muchos casos hace alusión
velada al olvido de lo ocurrido, a la amnistía de los victimarios; es decir:
fomenta la impunidad. Ello va de la mano de un llamado al entendimiento, a la
buena voluntad, al amor y la concordia. Pero en términos de grupos sociales –la
experiencia de numerosos casos en distintas sociedades de post guerra lo enseña
con patetismo–, ese "estallido de paz y armonía" no surge nunca
espontáneamente. Esas cosas tan loables por sí mismas pero siempre tan lejos de
las buenas voluntades –la historia no se hace con buenas voluntades sino,
lamentablemente, con violencias ("la violencia es la partera de la
historia", se ha dicho sin ingenuidad)–, y la reconciliación en
especial, que es el tema que nos convoca, más allá que puedan circunscribirse a
un papel firmado que las legaliza, no se decretan. Pueden ser legales, pero no
legítimas. En todo caso, gracias a lineamientos que se fijan en legislaciones
pero que se edifican en las relaciones concretas entre los miembros del
colectivo, son construcciones que tienen que ver con los juegos de poder que se
dan en la sociedad.
Que el concepto de
reconciliación es equívoco, que está muy cargado y no es nada inocente nos lo
puede mostrar, entre otras cosas (solo para poner algún ejemplo demostrativo)
el hecho que la derecha política en la actual República Bolivariana de
Venezuela llama a "reconciliarse" al presidente Nicolás Maduro, líder
de una revolución con tintes socialistas. ¿Por qué ese llamado? ¿Qué significa
en ese contexto "reconciliación": un pedido de no seguir profundizando
medidas populares que podrían desbancar a los tradicionales sectores de poder?
Si podemos tener cierto recelo en el uso de esta palabra, todo lo dicho hasta
aquí es suficiente prueba para ver que constituye uno de los términos menos
ingenuos del vocabulario político. Si la vida política es, inexorablemente, la
expresión de conflictos, la cara visible de la relación de poderes asimétricos
con que se constituyen las sociedades, los llamados a la reconciliación pueden
ser la forma velada de pedir no cambiar nada, no revisar ni pretender remover
las estructuras establecidas.
En otros términos,
y en el contexto de los procesos post bélicos: si es posible acercar partes
enfrentadas buscando una aceptable forma de relacionamiento en que se procesen
sanamente historias desgarradoras, ello necesita no sólo las declaraciones
políticas sino, antes que nada, cambios reales en la distribución de los
poderes, acciones concretas que dignifiquen a las víctimas y castiguen a los
victimarios, hechos constatables que permitan superar las secuelas y
posibiliten seguir viviendo con mayor calidad de vida. Para todo ello son
precisos elementos mínimos: 1) conocer y apropiarse la verdad histórica y 2)
reparar las injusticias. Pero queda claro que para ello son imprescindibles
modificaciones a las estructuras de poder que llevaron a la guerra. Sin esos
reacomodos concretos, tanto la paz como la reconciliación no pueden pasar de
buenas intenciones sin efectos tangibles en la realidad.
_______________
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