09-11-2017
La relación entre el socialismo y antiimperialismo presentó
varias certezas durante el siglo XX. La meta anticapitalista sería alcanzada a
través de diversos caminos nacionales en una lucha contra la opresión
imperialista. La radicalización de esas batallas determinaría el debut del
socialismo en cada país de la periferia. ¿Cómo se procesó esa dinámica? ¿Cuál
es su vigencia en el siglo XXI? [1]
ANTECEDENTES Y
CONFIRMACIONES
Los primeros
vínculos entre el socialismo y el antiimperialismo fueron establecidos por Marx
en sus denuncias de la opresión colonial. Supuso que la transformación
socialista se localizaría en Europa y que la periferia jugaría un rol
secundario en esa mutación.
Posteriormente el
autor de El Capital resaltó el efecto positivo de los grandes
levantamientos en las regiones subdesarrolladas y elogió especialmente la
sublevación de Irlanda. Destacó que su convergencia con las luchas sociales de
Inglaterra favorecía la gestación de una conciencia solidaria en el
proletariado.
El
internacionalismo cosmopolita inicial de Marx evolucionó hacia un enfoque
centrado en el empalme de los movimientos anticoloniales, con las acciones
obreras en las metrópolis.
En el escenario de
guerras inter-imperialistas de principios del siglo XX, Lenin transformó esa
hipótesis en una estrategia integral. Rechazó las ideas socialdemócratas de
padrinazgo sobre las colonias, denunció frontalmente al imperialismo y objetó
la distinción entre modalidades regresivas y benévolas de esa dominación.
Con esa actitud
postuló la retroalimentación de las luchas nacionales y sociales, en el
complejo mosaico de Europa Oriental. Subrayó el derecho de los pueblos oprimidos
a la auto-determinación y polemizó con los partidarios del internacionalismo
puro, que cuestionaban las potencialidades progresivas de ese reclamo. Estas
ideas contribuyeron a forjar la corriente comunista que lideró la insurrección
bolchevique.
Cuando la
expectativa revolucionaria decayó en Europa y se desplazó a Oriente, Lenin
precisó su política antiimperialista. Distinguió el nacionalismo conservador
de los capitalistas locales del nacionalismo revolucionario de los sectores
oprimidos. Propició distintos puentes con esa vertiente para apuntalar
desemboques socialistas .
Esta estrategia
guió a los marxistas de posguerra durante el esplendor del antiimperialismo.
Ese florecimiento acompañó a la descolonización de África y Asia y a los
triunfos revolucionarios en China y Vietnam. Estas victorias indujeron, además,
a percibir cómo el antiimperialismo contribuía a iniciar transiciones
económicas socialistas para erradicar el subdesarrollo.
Para alcanzar esas
metas la mayoría de los Partidos Comunistas promovía una etapa inicial de
capitalismo nacional, en alianza con la burguesía. Los críticos de izquierda
objetaban la viabilidad o conveniencia de ese periodo intermedio.
Esas corrientes
postulaban estrategias de revolución permanente o ininterrumpida, enfatizando
el protagonismo del Tercer Mundo o l a confluencia con la clase obrera de las
metrópolis. Todos coincidían en la prioridad de confrontar con el atropello
estadounidense a los países que actuaban con independencia.
ÉXITOS Y
FRUSTRACIONES
La estrecha
conexión entre radicalización antiimperialista y desemboque socialista fue
confirmada por la revolución cubana. Esa sublevación respondió a las agresiones
yanquis con transformaciones anticapitalistas.
Ese curso demostró
que era posible iniciar un proceso socialista a 90 millas de Miami. También
aportó argumentos a los críticos de la estrategia de forjar alianzas con la
burguesía y reforzó las propuestas de convergencias con el nacionalismo
revolucionario.
La revolución
cubana intentó una extensión continental a través de la gesta del Che. Postuló
que el socialismo debía plasmarse a escala regional, en fuerte contrapunto con
la Unión Soviética que apostaba a la coexistencia pacífica con Estados Unidos.
Con este espíritu se forjó la OLAS y se convocaron las Conferencias
Tricontinentales.
La revolución era
el principal presupuesto de esa estrategia. Se esperaba desplazar p or esa vía
a las clases dominantes del manejo del estado. Esa convicción sintonizaba con
la preeminencia de dictaduras sostenidas por el Pentágono. La vía soviético-
insurreccional y el camino guerrillero de guerra popular prolongada eran vistas
como las principales opciones para la conquista del poder.
Una transición
pacífica al socialismo era poco imaginable en el Tercer Mundo. Esos senderos
eran promovidos en Europa Occidental, apostando a un efecto imitativo de los
éxitos obtenidos por el bloque socialista.
Como todas las
revoluciones irrumpían en la periferia para alcanzar alguna meta nacional,
democrática o agraria, la idea de radicalizar esos procesos contaba con gran
aceptación.
Ese período de
esperanzas en un acelerado avance del proyecto socialista se cerró en América
Latina en los años 80 con tres grandes frustraciones. La primera decepción fue
la derrota de los movimientos guerrilleros, que generó balances muy críticos de
la estrategia foquista.
El fracaso de la
Unidad Popular en Chile fue el segundo shock. Como ese país arrastraba una
larga tradición de continuidad institucional, algunos pensaban que allí era
factible soslayar el eslabón revolucionario.
Salvador Allende
intentó ese curso gradual mediante un acuerdo con la oposición. Pero quedó
entrampado en la tolerancia suicida al golpe y no supo utilizar el respaldo
popular para desbaratar al pinochetismo. Esa trágica experiencia confirmó la
necesidad de la revolución en disyuntivas críticas.
La tercera
frustración fue lo ocurrido en Nicaragua. El triunfo contra la dictadura y el
acoso de bandas financiadas por el Pentágono parecían repetir al principio el
camino cubano.
Pero los
sandinistas sucumbieron ante el cerco militar, detuvieron las transformaciones
sociales y pactaron con sus viejos adversarios. Al perder las elecciones
precipitaron un clima de gran pesar en toda la izquierda regional.
Los resultados de
esas experiencias no refutaron la centralidad de la radicalización
antiimperialista para alcanzar la meta socialista. Más bien indicaron erróneos
cursos para desenvolver esa estrategia. Pero la actualidad de esta política
debe evaluarse a la luz de las enormes mutaciones de los últimos 30 años.
TRES CAMBIOS
SUSTANCIALES
La primera
modificación del periodo ha sido l a etapa neoliberal, que empezó en años 80
con la instauración de un modelo capitalista muy alejado del keynesianismo de
posguerra.
El neoliberalismo
es una práctica reaccionaria, un pensamiento conservador y un sistema de
agresión contra trabajadores. Genera deterioro del salario y precarización
laboral, mediante el desplazamiento de la industria a Oriente. Utiliza la
informática para ampliar el desempleo, acentuar la marginalidad urbana y
ensanchar la desigualdad.
Ese esquema opera
al servicio de empresas transnacionales que promueven el libre-comercio para
bajar aranceles y demoler competidores locales. Aprovechan la revolución
digital para incrementar utilidades y facilitar la actividad especulativa de
bancos mundiales que operan sin ningún control.
Ese modelo
potencia los sufrimientos populares y precipita grandes crisis. Estas
convulsiones irrumpen por la contracción de los ingresos populares, la
sobreproducción y la expansión de las burbujas financieras.
El capitalismo
neoliberal transmite ilusiones en la sabiduría de los mercados, la prosperidad
espontánea y el derrame de beneficios. Pero también multiplica el miedo al
desempleo y socava la legitimidad de los sistemas políticos. Si la izquierda no
logra canalizar el descontento social, ese malestar es capturado por la
derecha.
El segundo cambio
del periodo derivó de la caída de la Unión Soviética. La relevancia de este
acontecimiento fue corroborada por la periodización del siglo XX como una
centuria corta (1917-1989), fechada en el surgimiento y desaparición de ese
sistema.
El neoliberalismo
se consolidó con ese desplome. La existencia de la URSS había aterrorizado a
las clases dominantes que otorgaron concesiones sociales inéditas. El estado de
bienestar, la gratuidad de ciertos servicios básicos, el objetivo del pleno
empleo y el aumento del consumo popular surgieron por temor al comunismo. Con
el fin de la URSS los capitalistas retomaron los mecanismos clásicos de la
explotación .
Los problemas
económicos no determinaron el derrumbe de ese sistema. L a URSS superaba a sus
equivalentes en PBI per cápita, calidad de vida o niveles de salud y educación.
El desplome del
régimen fue consecuencia de un vaciamiento político. Los gobernantes apostaban
a su propia conversión en burgueses. Cuando encontraron la oportunidad para
consumar ese salto, abandonaron el incómodo maquillaje socialista.
La p oblación
toleró ese viraje al cabo de varias décadas de inmovilidad y despolitización.
Con la frustración del último gran intento de renovación (Primavera de Praga)
se extinguió la oportunidad de rehabilitar el socialismo.
El tercer cambio
del período se localiza en la estructura del imperialismo . Ese dispositivo
incluye mayor coordinación de las acciones de gendarme, para lidiar con la
nueva integración mundial de los capitales .
Estas formas de
gestión colectivas prevalecen frente a la extinción de las viejas guerras
inter-imperialistas. N adie vislumbra la repetición de conflictos armados entre
Estados Unidos, Alemania o Japón. L a ausencia de proporcionalidad entre la
supremacía económica y la hegemonía político-militar de las distintas potencias,
impide la reaparición de esas conflagraciones.
A pesar de su
relativa pérdida de preeminencia económica Estados Unidos mantiene su función
protectora del capitalismo. Preserva una preponderancia militar absoluta y una
dirección de las operaciones internacionales más riesgosas.
Pero los imperios
centrales ya no actúan como únicos protagonistas de la gobernanza mundial.
Apéndices integrados a la estructura dominante (Israel, Australia, Canadá)
tienen mayor relevancia y formaciones subimperiales autónomas (Turquía, India)
son más gravitantes a escala regional. Cumplen un papel tan reaccionario como
desestabilizador del orden global.
También los
adversarios de largo plazo de Estados Unidos (Rusia, China) son más
influyentes. Actúan en forma defensivas frente al imperialismo y de manera
ofensiva hacia sus vecinos. Buscan forjar estructuras propias de dominación.
Estos convulsivos
roles de las potencias centrales, los apéndices, los subimperios y los imperios
en formación se verifican en escenarios de guerra permanente, como Medio
Oriente.
¿En este contexto
de neoliberalismo, desaparición de la URSS y remodelación de los dispositivos
imperiales sigue gravitando el antiimperialismo?
OTRO PERFIL DEL
MISMO DATO
Algunos analistas
estiman que el antiimperialismo perdió incidencia con la globalización. Estiman
que decayó junto al declive de los senderos nacionales, en el nuevo escenario
de luchas anti-sistémicas a escala mundial.
Pero no brindan
ejemplos de esas resistencias directamente globales. Es evidente que las
tradiciones, organizaciones y programas nacionales continúan singularizando las
movilizaciones de cada región.
Otros autores
afirman el antiimperialismo es obsoleto. Consideran que se extinguió junto a
los movimientos de liberación nacional, en un contexto de pocas colonias y
muchos países soberanos.
Pero no registran
cómo la opresión nacional ha resurgido con nuevas guerras, migraciones y
rediseños de fronteras. Tampoco notan hasta qué punto la intervención imperial
se ha intensificado con pretextos humanitarios. Basta observar la demolición de
Medio Oriente o la desintegración de África para dimensionar las consecuencias
de ese atropello.
Hay pensadores que
reconocen la gravitación del antiimperialismo, pero lo observan como un dato
negativo. Señalan que divide a los trabajadores, generando tensiones
artificiales por las costumbres, idiomas o razas de cada grupo nacional.
Este
cuestionamiento es ciertamente válido para e l nacionalismo reaccionario de
Trump o Le Pen. Pero no se aplica a Chávez-Maduro o Evo Morales. Ambas
variantes están separadas por el mismo abismo que en el pasado oponía a un
Mussolini con un Sandino.
Es absurdo
clasificar a esa diversidad de liderazgos dentro de un paquete común de
“populistas”. La nueva combinación de neoliberalismo con xenofobia -para
restringir inmigración- se ubica en las antípodas del nacionalismo radical de
Venezuela, Bolivia o Palestina.
Es también erróneo
suponer que el antiimperialismo conduce al abandono de posturas
anticapitalistas. La experiencia ha demostrado que las demandas nacionales y
sociales no son antagónicas. Constituyen dos formas de reacción frente a la
explotación padecida por los asalariados y la sujeción nacional, racial o
religiosa sufrida por los oprimidos. Esa adversidad compartida conduce al
empalme de resistencias comunes.
El
antiimperialismo persiste como un dato central del siglo XXI. Esa gravitación
ha sido confirmada por todos los procesos latinoamericanos de las últimas dos
décadas.
En esa región se
registraron significativos cambios en los levantamientos populares. Las
clásicas revoluciones del siglo XX ( México en 1910, Bolivia en 1952, Cuba en
1959 y Nicaragua en 1979) fueron reemplazadas por rebeliones de otro alcance.
Ya no irrumpieron formas de poder paralelo, ni organismos desafiantes del
estado para coronar desenlaces militares.
Hubo importantes
alzamientos populares en Venezuela, Bolivia, Ecuador y Argentina que superaron
el alcance de cualquier revuelta, sin traspasar el umbral de las revoluciones.
Esas sublevaciones modificaron los regímenes políticos, pero no demolieron al
estado, ni su ejército o instituciones.
Esos
levantamientos mantuvieron un contenido antiimperialista mixturado con demandas
contra neoliberalismo. En Bolivia las sucesivas “guerras del agua y del gas”
((2000-03) confrontaron con las empresas extranjeras que lucraban con las
privatizaciones. En Ecuador (1997-2000) se libraron batallas contra los bancos
extranjeros, la entrega del petrolero y la presencia de bases militares
estadounidenses.
En Argentina
(2001) la lucha de los desocupados y la clase media confrontó con los ajustes
del FMI. También en Venezuela (1989) las revueltas apuntaron contra el
encarecimiento de la gasolina y las confiscaciones impuestas por el custodio de
los bancos internacionales.
En todos los casos
la deuda externa operó como un gran detonante. El pago de ese pasivo generó
recortes de salarios que precipitaron movilizaciones por la auditoría y la
moratoria. La masividad de esa demanda confirmó su centralidad en las economías
dependientes. En todos los casos el antiimperialismo continuó operando como un
eje articulador de la lucha popular.
VIGENCIA EN
DISTINTOS GOBIERNOS
Es también
llamativa la permanencia de la problemática antiimperialista en las distintas
variantes de gobiernos latinoamericanos de las últimas décadas .
Esa centralidad se
verificó en las administraciones de centroizquierda (Lula-Dilma, Kirchner,
Correa), que introdujeron reformas en el sistema político e i ntentaron modelos
económicos neo-desarrollistas. Ensayaron cierta autonomía frente a los Estados
Unidos, tomaron distancia de la OEA y trataron de ampliar el margen de UNASUR.
Pero cuando
declinaron los proyectos de integración regional abandonaron esas pretensiones
. Fueron gobiernos autónomos pero no antiimperialistas y esa carencia explica
su total adaptación a la agenda de las clases dominantes .
La segunda
variante de mandatarios mantuvo un perfil derechista (México, Perú o Colombia),
que se ha expandido con la restauración conservadora perpetrada a través de
victorias electorales (Argentina) y golpes institucionales (Brasil, Honduras,
Paraguay).
En estos casos se
verifica la contracara del antiimperialismo, a través de una descarada asunción
de políticas pro-estadounidenses. Como siempre ocurre en América Latina, los
gobiernos ultra-liberales son fanáticamente afines a la preeminencia de su
viejo tutor.
Todos a puntalan
la política exterior de Trump, c onvalidan la agresión contra México,
recomponen la OEA, participan en las conspiraciones propiciadas por la CIA y
delegan soberanía en materia de espionaje. Si en los gobiernos de
centroizquierda hubo carencia de antiimperialismo, en sus pares de derecha
abruma el sometimiento a Washington.
La gravitación de
la problemática imperial se verifica finalmente en los gobiernos radicales de
Venezuela y Bolivia. Esas administraciones han implementado políticas de
redistribución de la renta, en choque con las clases dominantes y el padrino
estadounidense.
Venezuela se ha
transformado actualmente en el epicentro de esos conflictos. Resiste las
pretensiones estadounidenses de recuperar el control de la principal reserva
continental de crudo. El Departamento de Estado trata de repetir los operativos
de Irak o Libia, busca instaurar el modelo de privatización imperante en México
e intenta expulsar a Rusia y China de su patio trasero.
Esos objetivos
explican la escalada de violencia que genera la oposición, ensayando variantes
golpistas que combinan el sabotaje de la economía con la virulencia callejera.
Esta confrontación
definirá el próximo escenario de la región. Un triunfo derechista generalizaría
la sensación de impotencia frente al imperio y un resultado inverso permitiría
apuntalar la nueva oleada de luchas sociales.
El
antiimperialismo continúa definiendo la dinámica política latinoamericana. Su
gravitación aumenta frente el proyecto recolonizador de Trump, que complementa
la agresión contra Venezuela con el reforzamiento del embargo a Cuba. Esos
atropellos reavivan la gran memoria de rechazo al intervencionismo
estadounidense.
SINGULARIDADES
LATINOAMERICANAS
El caso
latinoamericano también ilustra la especificidad regional de la relación entre
emancipación nacional y social. En ese terreno no hay recetas comunes para todo
el planeta. Sólo existe un enfoque general de objetivos socialistas
contrapuestos a la opresión imperial, que se adaptan a las diferentes
situaciones de cada lugar.
La singularidad
latinoamericana está determinada por la resistencia histórica al imperialismo
estadounidense. El Pentágono ya no ejerce su dominación a través de dictaduras
e intervenciones abiertas. Pero mantiene una gran primacía geopolítica (que no
comparte con las potencias europeas).
Trump intenta
utilizar ese poderío para retomar la supremacía total de Estados Unidos, frente
a la novedosa presencia de China. Percibe que esa llegada no ha desbordado aún
el terreno económico.
La impactante
incursión del gigante asiático reviva todos los debates sobre el
antiimperialismo. Durante los años de bonanza de las exportaciones
latinoamericanas, no se aprovechó la posibilidad de una asociación integral con
China para contrapesar la subordinación a Estados Unidos.
En vez de negociar
en bloque con la nueva potencia, los gobiernos mantuvieron el bilateralismo.
Ahora China tiende a erigirse como un referente del libre-comercio frente a
Trump y ambas potencias disputan la apropiación del botín latinoamericano.
Otra peculiaridad
del antiimperialismo regional es su estrecha conexión con el anhelo de unidad.
Ese objetivo constituye una asignatura histórica pendiente. En la última década
hubo algunos esbozos de integración con UNASUR y varias iniciativas solidarias
del ALBA, contrapuestas a los tratados neoliberales de libre-comercio y diferenciadas
del regionalismo capitalista del MERCOSUR.
Pero la
oportunidad para concretar esos proyectos se frustró y los gobiernos de derecha
recrean nuevamente la balcanización. Congelan UNASUR y paralizan el MERCOSUR
para facilitar los negocios excluyentes de cada burguesía.
Como ese
vaciamiento empalma con la crisis del Tratado del Pacífico (que promovían Obama
y Clinton) predomina un clima de indefiniciones. Esa incertidumbre facilita el
relanzamiento de los planteos antiimperialistas.
CONTRASTES CON
MEDIO ORIENTE Y EUROPA
Las singularidades
del antiimperialismo se clarifican en los contrastes entre regiones. América
Latina comparte con el mundo árabe una batalla común contra el saqueo. Ambas
zonas han sido avasalladas y colonizadas por distintos imperios. Pero la
reacción frente a esos atropellos transita por carriles diferentes.
En Medio Oriente
las demandas antiimperialistas están entremezcladas con agudas tensiones
regionales y globales, en escenarios bélicos. Como ya ocurrió durante la
Segunda Guerra Mundial, en una misma confrontación se combinan choques entre
potencias, batallas democráticas y resistencias antiimperialistas.
Las demandas
nacionales en el mundo árabe están mixturadas con esos intrincados conflictos
geopolíticos. Esa complejidad explica, por ejemplo, que triunfos del movimiento
nacional kurdo (y su conquista de zonas autónomas) se logren bajo la coyuntural
protección de Estados Unidos. Una sintonía de ese tipo es inconcebible en
América Latina.
Otra peculiaridad
son los yihadistas, que disputan con el Pentágono mediante acciones totalmente
ajenas al antiimperialismo. Operan como movimientos reaccionarios que han sido
tan enemigos de la primavera árabe, como las dictaduras de la región. Esta
dualidad tampoco tiene parangón en América Latina.
Por distintas
razones históricas -como el peso de la teocracia y la sofocación de los
procesos de democratización secular- la relación entre emancipación nacional y
social presenta en el mundo árabe, complejidades muy superiores a las
imperantes en América Latina.
L as diferencias
con Europa son también significativas. En el Viejo Continente conviven en un
mismo radio geográfico opresores imperiales y naciones dependientes (Alemania
con Grecia, Inglaterra con Irlanda). Comparten la misma integración a los
organismos de la Unión Europea.
Esa estructura
neoliberal afronta manifiestos rechazos populares cada vez que se vota. También
suscita un fuerte despertar nacional contra la burocracia de Bruselas, al
servicio de las empresas multinacionales. Esta tensión recuerda las
resistencias nacionales de principios del siglo XX contra los viejos imperios.
En estos rechazos
resurgen contradictorios sentimientos de soberanía y desintegración nacional.
La gran variedad de culturas, tradiciones e idiomas que irrumpen en esos
conflictos contrasta con la mayor homogeneidad de la configuración
latinoamericana. Por esa razón el tipo de problemas creados con la
fragmentación de Yugoslavia, la partición de Checoeslovaquia o los impulsos
soberanistas de Cataluña y Escocia no se verifica en el Nuevo Mundo.
Sólo el ajuste
impuesto por la Troika a Grecia presenta parecidos. Ahí se verifica el mismo
catálogo de crueldades que padece América Latina. Alemania comandó la cirugía
económica y Estados Unidos reforzó su primacía militar en las bases helenas de
la OTAN.
En Grecia se
procesó también una gran experiencia de resistencia popular. Esa lucha quedó
abortada por el sometimiento a la Troika, generando frustraciones superiores a
las experimentadas durante el ciclo progresista latinoamericano.
Los contrastes con
el mundo árabe y con Europa ilustran la centralidad y las peculiaridades del
antiimperialismo contemporáneo. ¿Pero su vigencia se extiende a la meta
socialista?
PERSISTENCIA DE
UN PROYECTO
Algunos pensadores
retoman las viejas críticas al proyecto igualitario estimando que el socialismo
perdió sentido. Señalan que es innecesario en los períodos de estabilidad y
peligroso en las coyunturas de crisis.
Pero no explican
cómo el capitalismo podría erradicar los sufrimientos populares, las guerras o
la destrucción del medio ambiente. Tampoco han podido demostrar de qué manera
podría ser reformado o humanizado un régimen que funciona acrecentando esas
desgracias.
El neoliberalismo
ha confirmado que el capitalismo se asienta en la explotación. También
demuestra que la conquista de mayor democracia y logros sociales requiere
implantar otro modelo de sociedad.
Es indudable que
la caída de la URSS afectó seriamente la batalla por el socialismo, pero no
generó la primera derrota sufrida por los oprimidos, ni ha implicado el fin de
ese proyecto.
La historia de la
humanidad incluye victorias inesperadas y amargas decepciones. La URSS fue un
ensayo de socialismo que no logró eliminar la desigualdad. Pero conviene
recordar que en otros casos (como la revolución francesa) los ideales de
igualdad política se plasmaron en períodos muy posteriores.
Las ideas del
socialismo no han perdido vigencia por su identificación con la Unión
Soviética. Muchos conceptos sufrieron una deformación semejante y nunca fueron
reemplazados. La bandera de la democracia ha sido utilizada para todo tipo de
tropelías y esa usurpación no disoció ese concepto de la soberanía popular.
Al igual que otros
principios de la acción política, el socialismo no tiene sustituto para
batallar por el ideario pos-capitalista. La lucha por esa meta requiere
nociones y estrategias que no se sustituyen con vaguedades sobre el
pos-capitalismo .
El socialismo del
siglo XXI recobra fuerza en su contraposición con el capitalismo, que es
actualmente percibido como sinónimo de desempleo, pobreza y exclusión. El ideal
comunista no es más utópico que el imaginario neoliberal del mercado, ni más
irrealizable que las fantasías heterodoxas de intervención estatal. E l
socialismo ofrece un horizonte de emancipación real, a los jóvenes indignados
que protestan en todo el mundo.
EXPERIENCIAS
ESPECÍFICAS
En cada región el
socialismo está asociado con ciertas experiencias. En América Latina está muy
identificado con el proceso cubano, que aportó a varias generaciones el mayor
ideario de transformación social.
Cuba también
demostró cómo un esquema económico-social no capitalista permite evitar el
hambre, la delincuencia generalizada y la deserción escolar en una economía con
pocos recursos .
La isla ya no está
en condiciones de continuar el camino precedente. Debió intentar una renovación
luego del colapso de la URSS, mediante la expansión del turismo, la llegada de
empresas extranjeras y los mercados de divisas. Este curso generó serios
problemas de segmentación social entre los receptores y huérfanos de remesas .
A hora el país
necesita ampliar la gravitación del mercado, ahorrar divisas y reanimar la
agricultura, sin consagrar el retorno al capitalismo y e vitando la formación
de una clase dominante. Ese curso requiere reforzar las cooperativas, superar
los ahogos burocráticos, transformar las divisas atesoradas en inversión y
facilitar la pequeña propiedad.
Esa estrategia
permitiría lograr altas tasas de crecimiento, limitando al mismo tiempo la
desigualdad social. Es un curso que exige ejemplaridad de los dirigentes y
continuidad de los sistemas educativos y sanitarios públicos.
La epopeya cubana
afronta los nuevos desafíos en condiciones regionales adversas. Pero mientras
el ideal socialista persista en la isla, esa meta permanecerá abierta también
para América Latina.
Es importante
registrar el estrecho camino que existe en la actualidad para mantener el
proyecto de emancipación. Lo más peligroso para Cuba sería volver al período
especial. Las reformas son tan necesarias como impedir la restauración
capitalista.
Con la misma
óptica hay que evaluar a Venezuela. El proceso bolivariano se desenvolvió junto
a un enunciado socialista, que alcanzó g ran difusión en las misiones, los
hospitales, las empresas y las comunas. También la crítica a la burguesía fue
incorporada al lenguaje corriente de amplios sectores populares. Ese giro
ideológico empezó con la rehabilitación que hizo Chávez del proyecto comunista.
Todo ese rumbo
afronta actualmente una crisis de gran alcance. Pero en lugar de sepultar los
logros alcanzados corresponde discutir dónde se localizan las fallas, en un
país (que a diferencia de Cuba) no consumó un debut del socialismo.
En Venezuela
existe un grave problema económico por la obstrucción que impone la renta a
cualquier proyecto de desarrollo igualitario. El socialismo es incompatible con
ese escollo .
Bajo el chavismo
la renta fue redistribuida a favor de los sectores populares, pero no fue utilizada
para gestar una economía productiva. Por eso la industrialización quedó
bloqueada y se recreó la convivencia con la burguesía, olvidando que l a
condición de un proyecto socialista es privar a la clase dominante de su poder
económico.
También falló la
política económica por una errónea utilización de las divisas, que potenció el
desabastecimiento y la inflación. No hubo expansión del empleo productivo
y en lugar de apuntalar un esquema combinado de plan, mercado y
desarrollo socialista, persistió el consumo irracional y la baja productividad.
Además, se
soslayaron ciertas nacionalizaciones claves -como los bancos y el comercio
exterior- y se abuso de otras, que se volvieron perniciosas. Estos errores
recrearon una larga tradición rentista de ineficiencia, que impide utilizar los
ingresos petroleros para el desenvolvimiento industrial. No se pudo (o no se
quiso) generar una cultura pos-rentista de producción y responsabilidad .
La corrección de
esos desaciertos depende del desenlace de la crisis actual. Si la derecha
triunfa el ideal socialista quedara afectado por mucho tiempo. Una victoria del
proceso bolivariano permitiría, por el contrario, encarar un programa de
erradicación de la boliburguesía y la corrupción. El escenario es difícil, pero
los grandes proyectos revolucionarios siempre despegaron en la adversidad.
La experiencia de
Bolivia transita por carriles menos dramáticos. En el plano económico hubo un
manejo austero de la macroeconomía y en el plano político se recuperó el
orgullo nacional y la auto-estima.
El gobierno de Evo
logró c onsolidar una nueva configuración plurinacional del estado para ejercer
su autoridad sobre todo el territorio. Las tensiones han sido menores a partir
de un piso de subdesarrollo mayor. El Altiplano tampoco afrontó una hostilidad
estratégica equiparable a Venezuela por parte del imperialismo estadounidense
VIGENCIA DE UNA
ESTRATEGIA
En la última
década el socialismo volvió a discutirse en América Latina. Ese proyecto
recobró vitalidad a partir de las nuevas experiencias de Cuba, Venezuela,
Bolivia y el ALBA.
Resulta necesario
debatir con seriedad las luces y sombras de esos procesos sin indulgencia, ni
derrotismo. El desenlace de la crisis en Venezuela influirá sobre el alcance de
la resistencia social, los procesos electorales y los resultados de la agresión
imperial.
En estos
turbulentos escenarios la meta socialista continúa tan vigente como la
mediación antiimperialista para alcanzarla. La dinámica clásica de
radicalización persiste pero con nuevos ritmos y formas. La combinación de
lucha nacional y social asume inéditos contornos y transita por inesperados
senderos.
2-8-2017.
RESUMEN
En el siglo XX la
batalla por el socialismo transitó en la periferia por la radicalización de la
resistencia antiimperialista. Las rebeliones anticoloniales, el protagonismo
del Tercer Mundo y los triunfos de posguerra confirmaron ese curso. Cuba aportó
otra ratificación que fue ensombrecida por varias frustraciones posteriores.
En la nueva etapa
de neoliberalismo, desaparición de la URSS y remodelación de la dominación
global, el antiimperialismo persiste como articulador de la lucha popular. Esa
centralidad se verificó en las rebeliones sudamericanas, en la fallida
autonomía de los gobiernos progresistas y en el contrapunto de los gobiernos
radicales con la restauración conservadora.
La confrontación
con Estados Unidos y el anhelo de unidad regional singularizan al
antiimperialismo latinoamericano. Los contrastes con el mundo árabe y Europa
confirman esas peculiaridades.
El socialismo no
ha perdido vigencia por la implosión de la URSS. Las experiencias de Cuba,
Venezuela y Bolivia indican nuevas pistas de combinación de las batallas
nacionales y sociales.
[1] Este artículo
actualiza conceptos expuestos en Katz Claudio Neoliberalismo,
Neodesarrollismo, Socialismo , Batalla de Ideas, 2016, Buenos Aires
(primera, cuarta y quinta parte). Las disyuntivas de la izquierda en América
Latina, Ediciones Luxemburg, Buenos Aires, 2008 (primera y segunda parte) .
Artículos sobre la Teoría de la Dependencia www.lahaine.org/katz . Toda la
bibliografía puede ser consultada en esas fuentes.
[2] Economista,
investigador del CONICET, profesor de la UBA, miembro del EDI. Su página web
es: www.lahaine.org/katz
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