08-02-2020
Thomas
Piketyy en su más reciente libro, Capital e ideología, retoma una
gráfica de Milanovic para representar las desigualdades en el mundo en las
últimas décadas. Lo notable de esa curva que mide los ingresos de la población
es que toma la forma de una curva de elefante. Los primeros deciles, que
abarcan a las personas del planeta más pobres han experimentado un crecimiento
porcentual notable de su capacidad adquisitiva. Los deciles intermedios, es
decir los “sectores medios“ han tenido un aumento, pero moderado, en tanto que
el decil superior, especialmente el uno por ciento más rico ha experimentado un
crecimiento exponencial de sus ingresos, tomando la forma de una pronunciada
trompa.
Salvando las diferencias numéricas es posible
también representar la distribución de los ingresos en Bolivia desde el año
2006 al 2018 como una curva de elefante moderada.
Según el Instituto Nacional de Estadística (INE),
entre 2006 y 2018, el 33 por ciento de los bolivianos anteriormente pobres
alcanzaron ingresos medios (entre 5 y 50 dólares/día), pasando de 3.3 a 7
millones. El salario mínimo del país, que reciben la mayoría de los
asalariados, subió de 440 bolivianos a 2 mil 122 (de 55 a 303 dólares, es
decir, 550 por ciento). Como señala el Banco Mundial, Bolivia fue la nación que
más favoreció en la pasada década –con distintas políticas redistributivas– los
ingresos de 40 por ciento de la población vulnerable, en promedio 11 por ciento
anual; por lo que está claro que la primera parte de la curva de Piketty está
verificada.
Las clases altas por su parte, después de la
nacionalización de los hidrocarburos, electricidad agua y telecomunicaciones,
han tenido también un notable crecimiento de sus ingresos. La rentabilidad
anual de la banca ha saltado de 21 a 208 millones anuales. Los productores
mineros privados y la agroindustria han pasado de exportar 794 y 160 millones
de dólares en 2006 a 4,001 y 434 en 2018. Por su parte, el monto global de la
ganancia registrada del sector empresarial ha pasado de 6 mil 700 en 2005 a 29
mil 800 millones de bolivianos en 2018, 440 por ciento más. Lo que verifica la
trompa de la curva; con una diferencia respecto a lo que sucedió escala
mundial: una reducción drástica de la desigualdad entre el 10 por ciento más
rico con respecto al 10 por ciento más pobre que se redujo de 128 veces a 36,
fruto de las cargas impositivas a las empresas ( government take
gasífero de 80 por ciento, bancario de 50 por ciento y minero de entre 35 y 40
por ciento); por lo que debemos hablar de una trompa de elefante recortada o
moderada.
Lo que falta ahora es saber que pasó con el sector
medio de la sociedad.
Las clases medias tradicionales
Se trata de un sector social muy diverso en oficios
y propiedad formado después de la revolución de 1952 con los retazos de la
vieja oligarquía derrotada, pero cohesionada en torno al reciclado sentido
común de un mundo racializado en su orden y lógica de funcionamiento. Son
profesionales de segunda generación, oficinistas, oficiales uniformados,
intermediarios comerciales del Estado, pequeños empresarios ocasionales, ex
latifundistas, propietarios de inmuebles alquilados, políticos de oficio,
etcétera.
A primera vista han tenido un incremento de sus
ingresos y del valor de sus bienes inmuebles. La tasa de crecimiento de la
economía en 14 años, en promedio 5 por ciento anual, ha favorecido en general a
toda la sociedad. Pero mientras las clases plebeyas tuvieron un incremento de
sus ingresos de al menos 11 por ciento cada año y los asalariados más pobres
500 por ciento en 13 años. En el caso de los salarios altos, el presidente Evo
Morales fijó como remuneración máxima el salario presidencial, que se redujo de
26 mil bolivianos a 15 mil; y en 13 años sólo subió a 22 mil, es decir, 46 por
ciento, lo que llevó a que los ingresos de los profesionales con cargos más
altos tengan que apretarse como acordeón por debajo del techo presidencial.
Así, mientras la economía nominalmente pasaba de 9 mil 500 a 41 mil millones de
dólares, un aumento de 430 por ciento, las clases medias profesionales sólo
tuvieron un incremento menor a 95 por ciento por ciento de su salario promedio.
Para las nuevas clases medias populares ascendentes era una gran conquista de
igualdad, pero para las tradicionales, posiblemente un agravio.
Los propietarios de bienes inmuebles no sufrieron
una depreciación de sus propiedades ni mucho menos una expropiación, pero el
riguroso control de la inflación que ejerció el gobierno (alrededor de 5.4 por
ciento en promedio en los pasados 13 años) y la gigantesca política de fomento
a la construcción de viviendas, ya sea mediante cientos de miles viviendas
estatales donadas y la obligatoriedad de crédito bancario a la construcción de
vivienda a una tasa de interés de 6 por ciento, llevó a una amplia oferta que
atempero el aumento de los precios de las viviendas en un tope no mayor a 80
por ciento en toda una década.
De esta manera las clases medias tradicionales
tuvieron un incremento moderado de sus ingresos, porcentualmente mucho menor
que el de las clases populares y las clases altas, lo que completa la parte baja
de la curva de elefante de las desigualdades nacionales.
Si a ello sumamos que en este mismo tiempo a los 3
millones de personas de ingresos medios que ya existían en 2005 se sumaran
otros 3.7 millones, resulta que para un puesto laboral donde habían tres
ofertantes, ahora habrán seis; llevando a una devaluación de facto de 50
por ciento de las oportunidades de la clase media tradicional.
Esta devaluación de la condición social de la clase
media se vuelve tanto más visible si ampliamos la forma de medir los bienes de
las clases sociales a otros componentes más allá de los ingresos monetarios y
el patrimonio, como el capital social, cultural y simbólico.
Toda sociedad moderna tiene mecanismos formales e
informales de regulación de influencias sociales sobre las decisiones
estatales. Ya sea para debatir leyes, defender intereses sectoriales,
ampliación de derechos, acceso a información relevante, puestos laborales,
contratación de obras, créditos, etcétera, los partidos, pero también los lobbys
profesionales, los bufetes de abogados y las redes familiares funcionan como
herramientas de incidencia sobre acciones estatales. En el caso de Bolivia
hasta hace 14 años, los apellidos notables, los vínculos familiares, los
círculos de promoción estudiantil, las fraternidades, las amistades de
residencia gatillaban una economía de favores en el aparato estatal.
Un apellido siempre ha sido un certificado de
honorabilidad y, a falta de ello, el paso por determinados colegios,
universidades privadas, lugares de esparcimiento o pertenencia a una logia
desempeñaban el resorte de parcial blanqueamiento social.
Ya sea en gobiernos militares o neoliberales
siempre había una lógica implícita de los privilegios estatales y de los
lugares preestablecidos, social y geográficamente, que las personas debían
ocupar.
Por eso cuando el proceso de cambio introduce otros
mecanismos de intermediación eficiente hacia el Estado, las certezas seculares
del mundo de la clase media tradicional se conmocionan y escandalizan. La
alcurnia, la blanquitud y la logia, incluidas su retórica y su estética, son
expulsadas por el vínculo sindical y colectivo. Las grandes decisiones de
inversión, las medidas públicas importantes, las leyes relevantes ya no se
resuelven en el tenis club con gente de suéteres blancos, sino en atestadas
sedes sindicales frente a manojos de hojas de coca. La liturgia colectiva
sustituye la ilusión del mérito: 80 por ciento de los alcaldes han sido
elegidos por los sindicatos; 55 por ciento de los asambleístas nacionales y 85
por ciento de los departamentales provienen de alguna organización social. Los
puestos laborales en la administración pública, las contrataciones de obras
pequeñas, la propia atención ministerial requiere el aval de algún sindicato
urbano o rural. Hasta la servidumbre doméstica, vieja herencia colonial del
sometimiento de las mujeres indígenas, ahora impone derechos laborales y de
trato digno. Los indios están alzados, y la indianitud anteriormente arrojada
como estigma o veto al reconocimiento, ahora es un plus que se exhibe para
decir quien tiene el poder. En todo ello hay una inversión de la polaridad del
capital étnico: del indio discriminado se pasa al indio empoderado.
La plebe, anteriormente arrinconada a las villas y
anillos periféricos, invade los barrios de las “clases bien” comprando y
alquilando domicilios vecinos rompiendo las tradicionales geografías de clase.
Las universidades se llenan de hijos de obreros y campesinos. Los exclusivos shoppings
se vulgarizan con familias populares que traen sus costumbres de cargar su
comida en aguayo y meterse a los jardines de los prados. Y las oficinas antes
llenas de traje, corbata y falda tubo, ahora están atravesados por ponchos,
chamarras y polleras.
Para la clase media es el declive del individuo
frene al colectivo, del buen gusto frente al cholaje que lo envuelve todo y en
todas partes. Hasta las clases altas más hábiles en entender el nuevo relato
social se agrupan también como gremio y se vuelven diestras en las puestas en
escena corporativas.
Pero la clase media tradicional no. La simulación
siempre ha sido un estilo de su clase, pero que ahora no le da réditos. Otras
apariencias más cobrizas, otros hábitos e incluso otros lenguajes ahora
desplazan lo que siempre consideró un derecho hereditario. Y antes que
racionalizar el hecho histórico, prefiere ahogarse en las emociones de una
decadencia social inconsulta. El resultado será un estado de resentimiento de
clase contra la igualdad que lo irradiará hasta sus hijos y nietos. Por eso su
consigna preferida es resistencia. Se trata de resistir la caída del viejo
mundo estamental. Y para ello el fascismo es su modo de encostrarse.
Así, más que una querella por los bienes no
adquiridos la rebelión de la clase media tradicional es un rencor encolerizado
por lo que considera un desorden moral del mundo, de los lugares que la gente
debiera ocupar y de la distribución de reconocimientos que por tradición les
debiera llegar.
Por eso el odio es el lenguaje de una clase
envilecida que no duda en calificar de salvajes al cholaje que la está
desplazando. Y es que al final no se puede ganar impunemente la lucha contra la
desigualdad. Siempre tendrá un costo social y moral para los menos, pero lo
cobrarán.
Esta es también una de las preocupaciones de
Piketty en su libro, pues está dando lugar a un surgimiento de un tipo de
populismo de derechas y de fascismo alentado por la insatisfacción de estos
sectores medios con nulo o bajo crecimiento de sus ingresos. Y en el caso de
Bolivia a un tipo de neofascismo con envoltura religiosa.
Álvaro García Linera. Exvicepresidente de Bolivia
en el exilio
No hay comentarios:
Publicar un comentario