22/02/2020 | Facundo Ortíz Nuñez
La nación
que engendró al neoliberalismo antes de que se extendiera por el mundo, desde
el 18 de octubre de 2019 parió un movimiento que parecía imparable. “No nos
vamos ni cagando”, se gritaba en las multitudinarias marchas como respuesta a
la violencia estatal que busca encerrarlos en sus casa. Atronaron los
cacerolazos en Valdivia, La Serena, Concepción, Antofagasta o Puerto Montt
hasta altas horas de la noche, en respuesta al toque de queda que impuso el
gobierno en todas las capitales de provincia del país. Y, día tras día, en
cuanto emergía el sol, de norte a sur a lo largo del territorio, incluso en la
isla de Chiloé, los chilenos salían a ondear banderas nacionales, mapuches,
feministas, LGBTIQ+, también las de sus equipos de fútbol, en medio de
barricadas, saqueos y duros enfrentamientos contra carros lanza-aguas y
lanza-gases, frente al silencio mediático y la alianza entre el Estado y las
empresas privadas, aterradas de ver en peligro sus privilegios.
“Evadir, no
pagar, otra forma de luchar”, repetían los más jóvenes en las estaciones de
metro tomadas. “En Chile se tortura”, gritaban los futuros médicos e ingenieros
de las escuelas privadas, tapándose un ojo mientras recibían su título de
secundaria. Todos cantaron “El baile de los que sobran” en aquella marcha
histórica que recorrió Santiago y congregó a más de un millón de personas, al igual
que participaron en (o acompañaron) el baile de “Un violador en tu camino” ante
el palacio presidencial de la Moneda o el Congreso Nacional en Valparaíso,
antes de que su letra se convirtiera en el himno mundial del feminismo.
Ante escenas
tan incuestionables de unidad, no se esperaban que el proceso pudiera llegar a
terminar obedeciendo a una canción muy distinta, “Fiesta” de Joan Manuel
Serrat: “con la resaca a cuestas, vuelve el pobre a su pobreza, vuelve el rico
a su riqueza, y el avaro a sus divisas”. Porque, tres meses después, el
movimiento se dio de bruces con una realidad subyacente que todos habían creído
poder vencer: la diferencia de clases. El problema es que las clases sociales
no se derriban con una canción.
Pateando
piedras
El 6 de
enero de 2020, todos los que “sobraban” de verdad, esos adultos en ciernes que
saldrían del sistema de educación pública para enfrentar un futuro incierto
—dado que la mitad de ellos no accedería a la universidad; y si llegaban a
enfermarse gravemente morirían en las colas de espera de los hospitales; y en
el caso de salvarse no tendrían acceso a pensiones dignas bajo el actual
sistema privado de Administradoras de Fondos de Pensiones ideado por el hermano
del presidente Piñera—, llamaron a boicotear la rendición de la Prueba de
Selección Universitaria, que supone, en la práctica, uno de los principales
factores de segregación social del país. Distintos colegios donde tendría lugar
el examen amanecieron tomados por estudiantes. En una universidad de Reñaca se
lanzaron facsímiles por la ventana. En los liceos San Pedro Nolasco y el
Instituto Superior de Comercio de Valparaíso llegaron incluso a quemarlos. No
cabe duda de que muchos estudiantes de las escuelas privadas apoyan el
movimiento, pero no fueron pocos los que se vieron sobrepasados por una ola de
rabia en la que ellos mismos habían participado, pero en la que ya ni estaban
ni se los esperaba, porque una cosa era solidarizarse con los heridos, y otra
muy distinta quedarse sin la oportunidad de ingresar en la universidad.
Ahora bien,
sería injusto señalar esta fecha como el comienzo del quiebre de la unión del
pueblo chileno, que tan al alcance de la mano había parecido durante el toque
de queda, cuando el país entero colaboró para mandar un claro mandato al gobierno:
“No queremos otra dictadura” y “Queremos un país mejor, más justo, más
solidario y el derecho de vivir en paz”. La división ya había empezado antes.
Los sectores más privilegiados se escandalizaron cuando en el centro de
Santiago ardió la torre de ENEL (principal compañía eléctrica del país), o el
Ripley (una de las principales cadenas de venta minorista del país) de
Valparaíso, o los sesenta locales propiedad de Walmart que fueran saqueados en
el país. Muchos podían entender que saquearan algunas sucursales de Farmacias
Ahumada, Cruz Verde o Salcobrand, las principales corporaciones farmacéuticas
nacionales, sancionadas por colusión de precios entre ellas; pero, con el paso
del tiempo, ya se robaba hasta en las medianas empresas, las barricadas impedían
que los no movilizados llegaran al trabajo, y la represión estatal provocaba
tal caos en el centro de las capitales regionales que hasta los pequeños
comerciantes a pie de calle veían peligrar sus ingresos.
Poco a poco,
muchos de los sectores de la clase media comenzaron a ver en las marchas el
origen de todos sus problemas. Llevaban dos meses en el caos y no se aguantaba
más. Era hora de que pararan. Tiempo de volver a la “normalidad”. El problema
es que esa “normalidad” resume precisamente lo que pretende derribar el
estallido social.
El futuro no
es ninguno
Desde el
principio el gobierno de Sebastián Piñera, al igual que toda la élite política
del país, demostró poco olfato político y una severa incapacidad para
comprender y empatizar con lo que sucedía en las calles. Cuando vio surgir
manifestaciones por todo el territorio, le dio por acusar a agentes externos
que buscaban destruir la nación. Hasta llegó a pagar un informe llamado “Big
Data” que acusaba al movimiento K-Pop de haber alimentado la protesta. La
paranoia llegó a su cénit en un audio que se filtró a los medios en el que
Cecilia Morel, esposa del presidente, le comentaba a una amiga que esto era
“una invasión extranjera y alienígena”. Con el correr de los días y los
militares siendo increpados en las calles, Piñera comenzó a aparecer noche tras
noche en directo anunciando nuevas medidas de alivio. Mientras seguía tildando
a los movilizados de “vándalos” y “delincuentes”, empezó por cancelar el
aumento a la tarifa del metro, prometió un ligero incremento a las pensiones,
anunció una renta mínima garantizada y hasta aceptó aumentar los impuestos a
las fortunas más altas del país, pero nada parecía ser suficiente. Tras décadas
de despolitización ciudadana, a los chilenos ya no les bastaban medidas
cosméticas. Ahora lo querían todo, empezando por su dimisión.
¿Qué había
pasado en el “oasis latinoamericano”? Quizá el problema fuera que Chile es de
los pocos países del mundo donde el agua sigue siendo privada, lo que asegura
que ese “oasis”, en un país con sequía y famoso por su producción de palta,
esté en manos de unos pocos. Quizá el problema sea el sistema privado de las
AFPs que se impuso hace treinta años y cuyos usuarios han empezado a jubilarse
ahora para descubrir que fueron estafados, y que tras una vida de
contribuciones al sector privado recibirán una pensión de miseria. Quizá el
problema sea la escasez de insumos para un sistema de salud público que no
cubre las operaciones más costosas, o que el sistema educativo es un jugoso
patio de juegos para corporaciones y empresas público-privadas. Quizá el
problema sea que los estudios superiores de Chile son los segundos más caros
del mundo en relación a su salario medio, algo en lo que el país es únicamente
superado por Bulgaria.
La
generación anterior, atormentada por el recuerdo de la dictadura, se sintió
obligada a aceptar la desigualdad, la corrupción institucional y las continuas
cesiones de todo el espectro político al poder económico, porque, en
comparación a lo que sucedía en los ochenta, “al menos” ya nadie los
ametrallaba en la calle ni los sometía a vuelos de la muerte. Pero la nueva
generación, los nacidos en democracia, habían perdido el miedo. No es
casualidad que, entre todas las propuestas de Piñera para aliviar la situación,
no hubiera ninguna medida para los jóvenes, ninguna mención al CAE (sistema de
créditos universitarios con garantía estatal que supone un constante flujo de
dinero del Estado a los bancos).
Durante
años, la Concertación de partidos progresistas que gobernaron luego de la
dictadura no hicieron otra cosa que ahondar en esta clase de medidas
impopulares, y cuando algún gobierno intentó buscar alternativas se daba de
bruces con el Tribunal Constitucional, custodio último del modelo. Por eso, las
anteriores movilizaciones significativas que conmovieron al país, como las
estudiantiles de 2011, aunque permitieron un aumento del acceso al crédito
universitario, no lograron la ampliación del sistema público. Aquellas
protestas contribuyeron, sin embargo, al surgimiento de nuevas fuerzas
políticas como el Frente Amplio, que canalizaron el voto juvenil pero no
pudieron convertirse en alternativa de gobierno. En cierto modo, el estallido
era solo cuestión de tiempo.
Únete al
baile
Todo el
mundo en Chile sabe que la vida de un mapuche vale poco a ojos del poder
nacional. En medio del estallido se cumplió un año de la muerte de Camilo
Catrillanca, dirigente estudiantil que había participado de movilizaciones para
recuperar tierras mapuches en la Araucanía, hijo del presidente de una
comunidad local. Catrillanca fue asesinado el 14 de noviembre de 2018, con un
tiro en la cabeza por la espalda, disparado por el grupo especial de
carabineros denominado “Comando Jungla”. Asimismo, el 3 de enero último se
celebró el doceavo aniversario de la muerte de Matías Catrileo, un estudiante
que cursaba Agronomía en Temuco y fue acribillado por carabineros a los 22 años
mientras participaba en una “ocupación” de tierras en Vilcún bajo el gobierno
de Michelle Bachelet.
Son solo dos
ejemplos de una larga lista de bajas en el denominado “conflicto mapuche”. Sin
importar qué gobierno haya estado al mando del país, se siguen encarcelando y
asesinando a mapuches por una lucha política que nadie en las esferas del poder
nacional parece dispuesto a querer encarar de un modo que no sea represivo y
armado. Lo sucedido en Temuco en la segunda semana de iniciado el estallido,
cuando manifestantes mapuches arrancaron la cabeza de una estatua de Pedro de
Valdivia para colocarla bajo el brazo de una estatua de Caupolicán, líder
indígena del siglo XVI, revela que para ellos esto es una batalla que lleva 5
siglos.
La brutal y
constante falta de empatía del Estado contra mapuches, estudiantes, mujeres o
trabajadores precarizados se ha hecho más presente que nunca desde el 18 de
octubre. Como se dice popularmente en Chile, “el gobierno intenta apagar el
fuego con bencina”. Más que el aumento de 30 pesos al precio del metro, la gota
que realmente colmó el vaso fueron las declaraciones del ministro de economía,
Juan Andrés Fontaine, cuando señaló que el valor era menor entre las 6:00 y las
6:59 de la mañana, así que la medida iba a beneficiar a quienes madrugaban para
ir a trabajar. Luego de las primeras protestas, el director del servicio de
metro provocó a los manifestantes por televisión: “Cabros, esto no prendió”. El
funcionario había pifiado feo. La pradera no tardaría en incendiarse. Y el
fuego iba a llegar bien lejos.
Por qué no
se van
“Kiltro” es
el nombre que en Chile se le da al perro mestizo sin pedigrí que suele
descender de canes callejeros o salvajes. Durante las protestas de 2011, uno de
ellos adquirió particular notoriedad por su manera de acompañar a los
estudiantes en los enfrentamientos contra las fuerzas de seguridad. Los cabros
lo bautizaron el “Negro Matapacos”. Ocho años después aquel perrito se
convertiría en el principal icono del estallido social. Con un pañuelo rojo
alrededor del cuello, su imagen ha superado en Chile la del Che Guevara como
símbolo revolucionario. Se lo ve en camisetas, pañuelos, carteles, murales,
rayados, y en Santiago se fabricó un enorme muñeco que llevaron en procesión
por la ciudad.
El kiltro
representa como nadie el sentimiento que une a buena parte de los que combaten.
Compuesta mayoritariamente por jóvenes, “la primera línea” es acompañada por
adultos mayores que pelearon en su día a la dictadura, o por madres que enseñan
a sus niños cómo alimentar las barricadas. Aunque no hay un liderazgo claro,
cada miembro cumple un rol. Hay camoteros que lanzan piedras (“camotes”), creadores
(que fabrican la munición reventando los escombros a martillazos), enfermeros
(que rocían de agua con bicarbonato a los afectados por los gases), bomberos
(que apagan las lacrimógenas), escuderos que protegen, brigadistas de salud que
curan heridas, músicos que ponen el ritmo con tambores, fotógrafos que
glorifican a los luchadores o registran las violaciones a derechos humanos de
la policía. Todos ellos se sienten perros abandonados, sin dueño, sin correa.
Pero tras
meses de marchas y concentraciones, la “primera línea” que en cada ciudad del
país hace de escudo entre los manifestantes y la policía, se está comenzando a
quedar sola y concentra sobre sí toda la criminalización del oficialismo y los
grandes medios de comunicación. Los acusan de pretender desestabilizar el
“Acuerdo por la Paz”, firmado por todo el espectro político a excepción del
Partido Comunista y algunas facciones del Frente Amplio. La clave de ese
Acuerdo es una nueva Constitución. La primera del país, en caso de concretarse,
en cuya redacción no participarán los militares.
El próximo
26 de abril los ciudadanos decidirán en un referéndum si el proceso
Constituyente pondrá en juego una Convención Mixta o una Convención
Constitucional. Según la primera opción, la mitad de los delegados electos
deberán ser independientes y la otra mitad serían propuestos por los partidos
políticos; según la segunda alternativa todos los encargados de redactar la
Carta Magna serían asambleístas independientes. El
acuerdo dejó muchas lagunas que suponen cortapisas para las esperanzas de
los que comenzaron a manifestarse el 18 de octubre. Por ejemplo, los cambios
estructurales deberán alcanzarse mediante un quórum de dos tercios, algo muy
difícil de obtener y que le otorga poder de veto a los conservadores. Tampoco
se previó que hubiera paridad de género, ni cupos para pueblos originarios. En
este marco, el Congreso Constituyente podría verse con las manos atadas e
incapaz de realizar los cambios que la sociedad exige.
Conscientes
de un desenlace que no esté a la altura de los anhelos mayoritarios, muchos
manifestantes comenzaron a organizarse en cabildos y asambleas territoriales
que brotan por los barrios y cerros del país, y van poco a poco coordinándose
como una nueva forma de realizar política popular. También se forman cabildos
temáticos o sectoriales (de sanidad, educación, medioambientales,
audiovisuales), donde son recibidos intelectuales o juristas del país invitados
a debatir sobre la naturaleza y las posibilidades que se abren con el proceso
Constituyente, en la
búsqueda de nuevas formas de participación ciudadana. Se están eligiendo voceros
por cada territorio para articular propuestas que buscarán colocar en la agenda
de la nueva Constitución. Pero el movimiento asambleario es complejo y debe
lidiar con intereses partidarios y sectarismos que buscan adueñarse de las
energías colectivas.
Nadie tiene
ganas de ver un final
Mientras
daba los últimos trazos de este artículo, en cuyo último párrafo pensaba
señalar la muerte de Jorge Herrera Moya, hincha de Colo Colo que fuera
arrollado por un carro de carabineros durante la noche del martes 28 de enero,
se ha confirmado la muerte de otro muchacho, Ariel Moreno, de 24 años de edad,
que se manifestaba en el exterior de una subcomisaría de Carabineros contra el
asesinato de su compañero de hinchada.
Las cifras
de heridos, detenidos, torturados y lesionados siguen aumentando, pero nada
parece ser capaz de romper el cerco mediático que se cierne sobre el país, ni
siquiera el hecho de que la aprobación de Sebastián Piñera haya caído a un
mínimo histórico del 6% según todas las encuestas de opinión. A nivel
internacional, los medios vendieron “la marcha más grande de Chile” que se
produjo el 25 de octubre como un cénit, la cumbre de un estallido finiquitado.
Nada más lejos de la verdad.
Lo cierto es
que ningún país ha dado el paso de reconocer que en Chile se están violando
sistemáticamente los Derechos Humanos, a pesar de los contundentes informes de
Amnesty International, Human Rights Watch, la Corte Interamericana de Derechos
Humanos (CIDH) y hasta la ONU. El Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH)
tiene una visión poca esperanzadora respecto al esclarecimiento de las más de
mil acciones judiciales ya presentadas contra las fuerzas de seguridad. Después
de todo, hasta los carabineros que cometen asesinatos son puestos en libertad
por los tribunales a las pocas horas. Y es que la polarización está llegando a
sus máximos extremos.
Pasado el
“sprint” de los primeros meses del estallido, más fuerte y duradero incluso que
el Mayo del 68 francés, la insubordinación parece asumir que se enfrenta ahora a
una carrera de larga distancia. La unidad callejera comienza a agrietarse, no
por falta de consenso en los reclamos sino en relación a las tácticas y caminos
a seguir. La esperanza de los chilenos depende no solo de que recuperen esa
comunión que les permitió colmar las ciudades, sino de que la consoliden en un
proyecto transformador. Hay algo indudable: el país es otro desde el 18 de
octubre. Los chilenos abrieron los ojos, y quizá por eso mismo intentan
cercenárselos con balines y lacrimógenas. “Tardamos tanto en encontrarnos...”,
rezan las pancartas en todos los rincones del país. Y concluyen: “No nos
soltemos ahora”.
19/02/2020
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