Análisis
03/02/2020
Durante
siglos hemos sido gobernados por una mentalidad que, lejos de aminorar las
diferencias entre los peruanos, las acrecentaron de manera totalmente
deliberada y consciente, a través del racismo, el desprecio y la exclusión.
Nada de eso era gratuito, pues la mentalidad provenía de una élite que habría
de vivir del sudor del cholo, del indígena, por lo que tenía que denigrarlos
primero. Con un convencimiento casi fanático, esa élite sostuvo durante demasiado
tiempo la vergonzosa premisa de que la gran mayoría del país estaba constituida
por seres humanos inferiores a ellos.
Lo decían
abiertamente y sin ninguna vergüenza, ni intelectual ni mucho menos moral. La
absurda premisa asegura que habrían mejores y peores entre esta sufriente y
atemorizada especie, de paso fugaz y desdeñable presencia en el espacio-tiempo.
¿También se discriminarán entre ellas las hormigas?
Y gracias al
racismo y a la denigración del otro se le hacía mucho más fácil a esa élite
llevar a cabo la explotación de ese otro, tal como para el soldado es más fácil
asesinar a quien antes ha deshumanizado. “No sabíamos que eran seres humanos”,
decían los soldados estadounidenses –algunos de ellos solo adolescentes, valga
la acotación–, que volvían de asesinar campesinos en Vietnam.
Y eso les
enseñaron a sus hijos estás élites: a despreciar, a deshumanizar, a explotar, a
mirar desde arriba sin haber conocido, jamás, altura de ningún tipo. Así
reprodujeron su mezquindad, su insignificancia. Así perpetuaron su bajeza las
élites de pacotilla que hemos tolerado por casi doscientos años de república.
Antes denigraban abiertamente; hoy, cuando se les escapa, hablan de gente “a la
que no le llega suficiente oxígeno al cerebro”.
¡Lástima!
Hoy esa élite no puede ser abierta y pública en cuanto a aquello que la une: su
arraigado complejo de superioridad. Tampoco puede bombardear la selva con el
mismo Napalm usado en los vietnamitas, como hace unas pocas décadas atrás. Los
tiempos cambian, se universaliza el acceso a la información y las fuerzas del
statu quo desesperan. Lo que se expresa por fuera de los medios tradicionales
es “fake news” y una “amenaza para la democracia”. Así quieren ocultar el hecho
de que ya nadie les cree.
Nuestra
élite fue tradicionalmente incapaz de capturar el Estado –tal como desea y como
sí lo hicieron otras élites vecinas, más brutales, o brutales de una manera más
astuta, como la colombiana o la chilena–, por eso se come las uñas cada cinco
años. De momento se conforman con engañar al país desde la concentración de
medios, hablando de liberalismo económico y competencia, mientras los ávidos
dueños de esos medios intentan capturar el Estado. Los liberales que sí existen
y no son puro humo no pueden competir con los liberales de fachada, que saben
“como es la nuez”.
Y al hablar
de élite jamás nos referiremos al poder político al servicio del dinero –para
aclarar–, sino al dueño de ese político sociópata y ladrón: al banquero
sociópata y ladrón. La mentalidad de quienes ven a la mayoría de peruanos como
inferiores es tenaz, es una identidad. Los más viejos de esa estirpe harían muy
bien en oír a Manuel González Prada y enfilar hacia sus mausoleos.
Pero el
poder es así –no suelta– y hemos permitido que se concentre demasiado y enferme
a estos pobres tipos, que los achore y los infle. No son capaces de ponerse por
encima de las inevitables patologías del poder; muy por el contrario: él los
confunde y ensoberbece tal como lo haría con el más vulgar y ramplón de los
seres humanos.
Quienes ven
el Perú como una gran chacra jamás permitirán que el peón se eduque, porque
entonces levantará cabeza. Es inconcebible que proveer educación gratuita y de
calidad sea imposible, como el Perú parece expresar de manera tan violenta. No,
las razones de nuestra abyecta ignorancia y, por lo tanto, de nuestro aterrador
conservadurismo, son parte de un diseño. Y al diablo si los servidores
ideológicos de la élite quieren hablar de “teorías de conspiración”. Ellos
están donde están justamente porque no ven más allá de sus narices, son como el
perro de circo que salta a través del aro sin necesidad de que el amo haga
restallar el látigo, parafraseando a Orwell.
Nuestra
sociedad es una guerra, pues, desgraciadamente. Una guerra de clases que se
lucha desde arriba hacia abajo todo el tiempo y desde siempre, pero,
ocasionalmente, también de abajo hacia arriba. La preocupación fundamental de
la élite es ser élite, no la democracia, no la justicia, ¡el concepto de
igualdad les sabe a insulto! Dejemos de fingir un interés común: si una
revolución amenaza, nuestra élite llamará a la CIA.
Esa guerra
de clases en la que las élites tradicionales son tan expertas nos ha negado
cualquier política limpia, racional, digna. La élite prefiere a sus operadores
corruptos, vendidos y débiles mentales. No podría haber nada más peligroso para
esas élites que un político honesto y si acaso surge debe ser aniquilado. La
historia está llena de ejemplos. Hace unos días se celebraron los aniversarios
de dos de ellos: Martin Luther King y Patrice Lumumba.
Aquí, la
predilección de la élite por la corrupción y la trampa quedó demostrada
claramente con las cochinadas que hicieron con el fujimorismo y otras bandas
–las mismas cochinadas de siempre–, con sus millones en sendos maletines, para
políticos y medios de comunicación.
Durante el
proceso por el cual nos enteramos de sus últimas corruptelas, se le cayó la
careta también a la prensa corporativa, tradicional. Los más grandes
anunciantes de los medios masivos, es decir, sus clientes primordiales
–Alicorp, Gloria, el Banco de Crédito, Interbank, etc.– son manejados por los
mismo que pusieron toda su fe y algunos de sus dólares en una banda criminal
que capturó el Congreso para ellos. Por eso tratan a sus injertos, en sus
noticieros, como ciudadanos honestos, por eso les lavan la cara cuantas veces
consideren necesario.
¿Hasta
cuándo tendremos que tolerar a los mismos dos o tres apristas, todos los días
dando cátedra política en sus canales de televisión?
Columnistas
intercambiables
Una señora
que escribe en La República los domingos dijo, en su última columna, que no
existe el neoliberalismo. Que sería una teoría de conspiración de la izquierda.
Eso ya no está permitido en 2020, alguien avísele. Díganle que el mismo Fondo
Monetario Internacional empleó el término para criticar la doctrina, en 2016, y
que la información está en https://www.imf.org/external/pubs/ft/fandd/2016/06/ostry.htm
¿Qué pensará
el lector de diarios cuando, luego de leer El Comercio, se acerque a La
República solo para darse cuenta de que sus columnistas son intercambiables, de
que ellos también lo quieren amedrentar con el cuco del modelo económico
perpetuo e invariable? Con el “no hay alternativa” de “Lady” Margaret Thatcher,
baronesa de no me acuerdo que feudo y cazadora de zorros.
El
periodismo, sin pluralidad, es otra cosa (y muy fea, además). En nuestro medio
no hay ni “ideas” ni “debate”, como sugiera Rosa María Palacios en la columna
afectada. Porque asegurar a estas alturas que no existe el neoliberalismo es
asegurar que no hay, pues, debate. De otra manera estaríamos mucho más
avanzados en la discusión y no intentando zanjar el asunto de su mera existencia.
Y no hay
debate porque no está permitido, no porque falten representantes de ideas
contrarias. Mire la cantidad de columnistas extranjeros que El Comercio
prefiere invitar de fuera, diariamente. Lo que sea antes que darle lugar a los
miles de peruanos que no piensan “correctamente”. Lo mismo sucede en la
televisión, ¿cómo podría ser de otra manera si son los mismos dueños? En
diarios y canales de televisión venimos leyendo y escuchando a los mismos
cuatro opinólogos durante décadas. Cualquier visitante extranjero pensaría que
el Perú no solo es Lima, sino que en ella, además, habitan unos cuantos miles
de seres humanos. Luego se “sorprenden” con votaciones como la del último
domingo.
Otro
“debate” que se estaría dando es de los derechos de las minorías. Pero no,
tampoco se está dando. La razón es que hay un punto de vista hegemónico y lo
demás es una herejía despreciable, automáticamente descartada. La prensa
corporativa dice que lo único que solucionará lacras como el feminicidio será
una suerte de toma de consciencia, una fuerte llamada de atención a la
sociedad. Es decir, la nada, lo que ya se viene haciendo sin respuesta alguna
desde hace años o décadas, y jamás tendrá efecto. Así, su poco interés en el
tema perpetúa el feminicidio, desgraciadamente. Porque si les interesara ya
habrían descubierto que un Estado precario no puede proteger a sus vulnerables.
Vivimos en un perpetuo estado de austeridad, nunca hemos conocido otra cosa.
Y esas
políticas de “responsabilidad fiscal” y austeridad que no conciben siquiera la
posibilidad subirles impuesto a los ricos, sino que, por el contrario, rescatan
sus bancos “demasiado grandes como para caer” –con el dinero de la gente–, ya
está haciendo estragos entre las mujeres del primer mundo, en la Europa que
desean convertir en otro Estados Unidos. Si al periodismo corporativo le
interesara el feminicidio lo suficiente como ir en contra de los intereses de
sus jefes y el orden que ellos prefieren, compartiría con nosotros los
numerosos estudios al respecto. Pero no vemos nada de eso, ni lo veremos. Su
chamba es otra y ya se va haciendo tarde para que nos enteremos.
Publicado en
Hildebrandt en sus trece (Perú) el 31 de enero de 2020.
https://www.alainet.org/es/articulo/204550
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