La Vanguardia
09-01-2017
En el
esfuerzo de Moscú por volver a levantar cabeza en el mundo, el “síndrome
1905” resume los peligros de la empresa de consolidación interna de un régimen
arcaico vía aventuras exteriores.
Ahora que la
Rusia de Putin aparece en la cima de la recuperación de su poder y prestigio
internacional con el clamoroso éxito alcanzado por su intervención en Siria
(hecho que explica la intensa campaña contra el dirigente ruso cuyo histérico
apogeo se vive estos días), es el momento de recordar los grandes riesgos que
comporta el más que legítimo desafío ruso a Occidente y la fragilidad interna
delrégimen del Presidente Putin.
El actual
sistema autocrático ruso, que Yeltsin puso en pie en 1993 con el entusiasta
apoyo de Occidente, es muy vulnerable a la inestabilidad interna. Sus
mecanismos de reproducción y legitimación apuntan siempre hacia la
concentración del poder personal. Eso choca con las exigencias de una sociedad
moderna.
Disfunción
El
tradicional régimen de samovlastie heredado y perfeccionado por Putin,
es poco funcional respecto a los desarrollos de su sociedad. Las encuestas
confirman que el 50% de los rusos consideran que tienen derecho a defender sus
intereses incluso si ello contradice los intereses del Estado. Los que no están
de acuerdo con ese enunciado no tienen otro que contraponer y se sumarían a él
de forma pasiva si llegara el momento. No estamos ante una sociedad soviética
desde hace mucho tiempo.
A diferencia
de los dos siglos anteriores, el legítimo nacionalismo ruso y los engranajes
del consenso interno hacia un líder fuerte cuya principal virtud ha sido haber
detenido una degradación nacional de casi veinte años, conviven con un vector
muy fuerte de tipo burgués, podríamos decir, que rechaza el conflicto y desea
la estabilidad, como ocurre en cualquier otra sociedad moderna. Ese vector,
iniciado en la URSS urbana de los años sesenta va a aumentar, porque forma
parte de la lógica histórica de nuestra época. El sistema autocrático no tiene
una respuesta a eso. No encaja con ello. Su reforma es, por definición,
complicada.
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En la actual
afirmación de Rusia en el mundo, hay, desde luego, una más que legítima
reclamación de potencia. En Europa el ninguneo o maltrato de grandes potencias
siempre tuvo resultados nefastos. Tras las guerras napoleónicas los vencedores
implicaron a la vencida Francia en la toma de decisiones, lo que abrió una
larga etapa de paz y estabilidad continental. El ejemplo contrario es lo que se
hizo con la Alemania posguillermina, tras la primera guerra mundial, y también
con la Rusia bolchevique tras la Revolución de 1917. En ambos casos, las
políticas de exclusión -y de tremendo intervencionismo militar en la guerra
civil rusa- tuvieron consecuencias nefastas para lo que luego fue el nazismo y
la génesis del estalinismo. Lo que hemos visto en Europa desde el fin de la
guerra fría es una nueva advertencia sobre los peligros de excluir a una gran
potencia de la toma de decisiones y tratarla a base de imposiciones y sanciones
en lugar de organizar la seguridad continental común que se acordó en París en
noviembre de 1990 (y que habría hecho obsoleta a la OTAN y con ella a la influencia
determinante de Estados Unidos en el continente). En lugar de eso, durante 25
años occidente ha maltratado a Rusia acosándola hasta llegar a los arrabales
geopolíticos de Moscú, con el resultado visto en Ucrania.
Pero en la
actual autoreivindicación del Kremlin hay también otro aspecto que no hay que
perder de vista: un vector de movilización del favor de la población ante los
efectos sumados que en el interior de Rusia tienen; los bajos precios del
petróleo, el estancamiento de la situación socio-económica y las sanciones
occidentales. Todo eso agudiza las contradicciones entre la sociedad rusa y su
poco funcional régimen político.
Arriesgada
legitimación
En la actual
tensión militar en Europa, cuya principal responsabilidad es de Estados Unidos,
con el regreso de la obsesión antirrusa de Alemania en segunda posición (la
histeria de polacos y bálticos solo es relevante por lo instrumental hacia esas
dos responsabilidades), la correlación de fuerzas es inequívoca: La población
de los miembros europeos de la OTAN supera en cuatro veces a la de Rusia. La
suma de sus PIB en nueve veces. Su gasto militar supera en por lo menos tres
veces el ruso. Incluyendo al conjunto de la OTAN el presupuesto militar ruso de
unos 90.000 millones de dólares es doce veces inferior al occidental. En Siria
esas correlaciones no son muy diferentes y si las cosas han funcionado bien
allí para Moscú ha sido gracias a cierto paralizante estupor de Estados Unidos
ante los desastres de sus últimas acciones militares en la región, y a los
zigzags de la actitud turca que la diplomacia rusa ha sabido jugar con gran
acierto y maestría.
La decrépita
máquina militar rusa ha sido mejorada en los últimos años, pero es un
instrumento aún lleno de grietas que ha estado trabajando a su máximo rendimiento.
Un caza-bombardero ruso fue abatido por los turcos, otros dos se cayeron al mar
desde el portaviones Almirante Kuznetsov. La intervención rusa ha sido
también arriesgada porque en caso de escalada difícilmente podría haber ido a
más. De ahí la impresión de que Moscú intenta abarcar más de lo que puede, o,
como mínimo, todo lo que puede. Una acción militar exterior con la lengua
afuera multiplica los riesgos.
Las
intervenciones en Siria y Ucrania han cargado las baterías de la legitimación
del sistema de puertas adentro, pero ¿Cuánto durará esa carga? De momento
funciona, pero los riesgos son inmensos y hay que preguntarse por la
sostenibilidad del recurso. Un revés militar en Siria o en Ucrania, habrían
sido letales para el Kremlin. En 1905 la derrota militar de Tsushima en la
guerra ruso-japonesa supuso el principio del fin de la autocracia de los
Románov, una dinastía de tres siglos. En el esfuerzo por volver a levantar
cabeza en el mundo este “síndrome 1905” es capital.
Populismo
sin distribución
El papel de
potencias más prudentes en su acción exterior como Rusia y China en el mundo
multipolar, es fundamental para evitar los peligrosos excesos del ilusorio
hegemonismo que han quedado bien patentes en los desastres de estos años, pero
en el orden interno Rusia debe ser valorada en su propia y contradictoria
realidad. Putin no ha resuelto, y ni siquiera ha buscado, la vía de desarrollo
que estabilice a Rusia. Es un patriota populista de derechas prisionero de un
modelo de mando caduco para la modernidad. Ni siquiera es un Hugo Chávez que
cometió el pecado de distribuir socialmente renta petrolera. Putin no
distribuye nada. Aunque de momento no hay signos de protesta social, ese es un
horizonte ineludible a largo plazo con el que un Occidente hostil siempre
jugará. El arriesgado recurso de un machismo exterior no funcionará
eternamente. En lo que concierne a Rusia ese es un desarrollo al que habrá que
prestar la máxima atención a partir de ahora.
Dicho esto,
es inevitable situar la injerencia (presunta o real) del Kremlin en la política
americana que tantos titulares hace estos días después de varios años de
intensa demonización del Presidente ruso en todo Occidente y particularmente en
Alemania. Lo menos que puede decirse es que lo que ha trascendido, si es
creíble, es ridículo al lado de lo que ha representado la ingerencia de Estados
Unidos en la política rusa.
El chiste de la injerencia en Hillarystán
En los años
noventa la injerencia de Washington en Rusia fue determinante para la ruina y
criminalización de la economía rusa. Muchos decretos de privatización y otros
aspectos esenciales se redactaron directamente en Washington. Gente como el
vicesecretario del tesoro americano Lawrence Summers, cursaba directamente
instrucciones en materia de código fiscal, IVA y concesiones de explotación de
recursos naturales y los fontaneros del Harvard Institute for International
Development, bajo patrocinio de la USAID, Jeffrey Sachs, Stanley Fisher y
Anders Aslund, tenían tanta influencia como los ministros.
Bajo la
batuta de Andrei Kózyriev (1992-1996), la política exterior rusa estaba en
manos de una marioneta de Washington que fue puesta como premio al frente de la
farmacéutica americana ICN al ser cesada. El gran proyecto geopolítico para
Rusia de estrategas de Washington como Zbigniew Brzezinski era disolver el país
en cuatro o cinco repúblicas geopolíticamente irrelevantes -un escenario que
Rusia nunca se planteó para Estados Unidos ni en los momentos más bollantes del
poder soviético y cuyo precedente histórico más próximo es el proyecto de
disolución de la URSS del Reichsministerium für die besetzten Ostgebiete
bajo la dirección del nazi Alfred Rosenberg. En las presidenciales de junio/
julio de 1996 la complicidad de Estados Unidos fue clave para facilitar la
financiación ilegal de la campaña de Yeltsin y la manipulación informativa que
le acompañó, lo que impidió una probable victoria comunista…
Que mucho de
todo esto fuera consentido e incluso propiciado por la clase política rusa cuya
preocupación central en aquella época era llenarse los bolsillos, no cambia
gran cosa el asunto: Después, cuando con Putin la prioridad fue la
estabilización de lo adquirido y la recuperación de Rusia, Washington
promocionó las revoluciones de colores en diversos países del entorno
ruso y apoyó siempre ese escenario en la propia Rusia, sosteniendo económica e
informativamente a organizaciones no gubernamentales y defensores de derechos
humanos -muchos de ellos más que honorables- cuya acción consideraba favorable
a sus intereses.
Clave de la
recuperación rusa de principios de siglo XXI ha sido la sumisión del complejo
energético a los intereses del Estado. Fue entonces, cuando se percató de que
Putin ponía fin a la bananización de Rusia, cuando Washington apostó por
el magnate Mijail Jodorkovski.
Propietario
de Yukos, la mayor compañía petrolera rusa, y principal beneficiario de la
privatización energética de los noventa, Jodorkovski se preparaba para desafiar
electoralmente a Putin. En 2003 se disponía a trazar para ello vínculos
económicos estratégicos con Occidente como la venta de una tercera parte de las
acciones de Yukos a la norteamericana Exxon-Mobil (22.000 millones de dólares),
la construcción de un oleoducto hacia China y de una terminal para la
exportación a occidente en Murmansk con la que pretendía determinar el sentido
de la exportación de crudo. Todo ello no solo rompía el pacto que Putin
estableció con los magnates (respeto a las adquisiciones de la privatización a
cambio de la no injerencia política y de la sumisión al Estado), sino que
privaba al Kremlin de la principal baza geopolítica para la recuperación de
Rusia: el uso de su potencia energética.
Jodorkovski,
“adoptó decisiones que afectaban al destino y soberanía del Estado y que no
podían dejarse en manos de un solo hombre guiado por sus propios intereses”,
explicó Putin en su día. Jodorkovski fue encarcelado e inmediatamente
beatificado en Occidente hasta su puesta en libertad…
Este tipo de
injerencia en los asuntos de Rusia ha sido una constante -cualquier ruso lo
sabe- y sitúa en su debido lugar el presunto escándalo de los hackers
rusos en la campaña electoral americana. La simple realidad es que, en la
hipótesis más extrema e indemostrable -con Putin manejando personalmente la
operación- todo el asunto es bastante inocente. Más aún: al lado de lo que el
valeroso disidente Eduard Snowden ha revelado al demostrar documentalmente la
existencia de Big Brother y su control global total de las
comunicaciones por Estados Unidos a través de la NSA, este episodio de los
correos de Doña Hillary se parece mucho a una descomunal tomadura de pelo.
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