La
Vanguardia
30-01-2017
Hubo una época en que los obreros leían y los
banqueros no. Hecho sorprendente a primera vista. Leían las señoras de los
banqueros, pero sus maridos estaban demasiado ocupados en otras cosas y “no
tenían tiempo”. Los trabajadores que sabían leer, y querían sobre todo formarse
una idea del mundo, echaban mano de los libros más insólitos y de los autores
más raros. En España hay auténticos expertos en literatura popular.
¿Qué leía la clase obrera culta? Textos tan
insólitos como Las ruinas de Palmira, del conde de Volney, que nunca pisó
Palmira, cosa que sí hizo y durante un buen tiempo Agatha Christie, casi un
siglo después. ¡Y pensar que Volney, en un libro interesante de masón deísta,
evocaba en su imaginación las ruinas de la gran Palmira! ¿Qué escribiría hoy de
las ruinas que siguieron a aquellas ruinas y que es nuestro miserable legado de
una supuesta civilización más cuidadosa y modernizada?
Entre los autores favoritos de la clase obrera
culta, que la había en España y que fue diezmada por la Guerra Civil y la
posguerra implacable, estaba un tipo fuera de serie, Jack London (1876-1916).
Confieso que no soy un admirador de los Estados Unidos de América como
sociedad, pero me inclino ante algunos personajes que fue capaz de parir. Uno
de mis favoritos es Jack London. Europa, reconozcámoslo, no puede competir con
tipos así. Quizá lo provoquen los espacios. Quizá también por eso es probable
que Rusia y China tengan ejemplares únicos. El espacio cuenta, y si no que se
lo pregunten a la literatura de San Marino o de Andorra.
Jack London fue uno de los escritores más leídos en
el siglo XX. Escribió 20 novelas, 19 narraciones cortas –entre ellas Por un
bistec, un texto que adoro y que presté tanto, amén de hacerlo leer a mis hijos
como obligación, que alguien se quedó con él, hasta que un lector de La
Vanguardia ,de Vulpellac, al que estaré eternamente agradecido y al que no
conozco de nada, me envió un ejemplar que no saldrá de mi casa hasta que llegue
la hora funeraria–. Artículos escribió hasta cansarse, porque no era un
reportero al uso; era un escritor que iba a donde había que ir. Y sobre todo,
fue un inmenso fotógrafo cuya obra es para nosotros prácticamente desconocida
–12.000 fotos memorables– editadas hace años y que merecen la pena sin
excepción, porque ahí está la leprosería de Molokai (1907), con una placa de la
orquesta de leprosos vestidos de alcurnia, que te deja con la retina congelada.
Y el terremoto de San Francisco de 1906. Y la guerra ruso-japonesa (1904) y
hasta la Revolución Mexicana de 1914. Una exhibición de talento, de audacia,
donde reproduce una foto suya desnudo, con sus partes pudendas cubiertas con un
taparrabos tahitiano, que merecería un Pulitzer.
Y todo eso y mucho más en 40 años de vida, hasta
que el inevitable suicidio le arrastró al final. Seamos sinceros, aunque muchos
no admitan la muerte voluntaria: lo había hecho todo. Novelas irregulares como
El talón de hierro. La sugerente autobiografía enmascarada, Martín Eden,
recientemente editada por Akal. Pero a mí lo que más me emociona es que alguien
que llegó a ganar tanto dinero que no sabía ni cómo gastarlo, porque le pagaban
por sus textos cantidades astronómicas para nuestro pacato mundo europeo, lo
que le permitía barcos, viajes exóticos, una vida que ya hubiera deseado Scott
Fittzgerald, de pronto se decide a ir a donde nadie va voluntariamente. El East
End de Londres. Del Yukon canadiense, a la mugre del capitalismo europeo.
Quien no ha tenido el privilegio de ver sus fotos
de esos bajísimos fondos londinenses no sabe que ahí está concentrado mucho
Zola, incluso Victor Hugo, y toda una retahíla de escritores que no alcanzaron
gloria alguna porque, desmembrados ante aquella miseria en su más alto grado,
renunciaron y se fueron. Jack London se quedó. Como tenía sentido del humor en
alto grado, pudo compaginar lo que esperaba, la hez del capitalismo en su época
más agresiva y contemplar los festejos que conmovieron la Europa de la riqueza:
la coronación de Eduardo VII.
La recolección de reportajes, aunque mejor sería decir
fotogramas literarios de la miseria de un tiempo atroz, se tituló La gente del
abismo, y acaba de aparecer en Gatopardo Ediciones, editorial de la que
desconozco todo. Pero es muy bestia que no haya encontrado ni una reseña, ni
una evocación, ni la dignidad de reforzar unos artículos que conmueven por su
fuerza y su desolación. Es literatura. De la buena. No puedes hacerte pajas
mentales como Virginia Woolf, aquella cursi que reprochaba a James Joyce su
vulgaridad lingüística. (Siempre sentí cierta piedad hacia ella, porque murió
fría, en un río, tal como había vivido, sin ningún calor ni pasión que le
hubiera podido recordar el ardor, aunque durara un chispazo.)
Paradojas de la vida. Jack London consiguió que su
editor vendiera diez mil ejemplares de La llamada de la naturaleza en un solo
día. Y de pronto un pringao, estudios elementales, una semana y media en una
universidad de postín, unos matrimonios desastrosos, se convierte en aquello
que alimentó el gran genio de la promoción publicitaria, Ernest Hemingway:
transformarse en noticia y vivir de ello. Hasta que un día ese hilo fino que
liga la inteligencia, la sensibilidad y la honradez profesional se rompe. Y
entonces todo se va al carajo.
Tenía un cuerpo para pelear, una cabeza para llegar
lejos, una sensibilidad que sólo se les consiente a los poetas, él, que llegó a
la cultura y no digamos a la poesía demasiado tarde para que calara. Pero dejó
una obra de una fuerza extraordinaria que irrita a todos los pijos de la
tierra. Un escritor menor, aseguran. No lo era, pero por encima de todo era un
hombre que muere en el momento que cualquiera de los suyos se hubiera ido al
sur de Francia a gastarse una cuantiosa fortuna. Se quedó, el ciclo de su vida
había terminado. Había luchado hasta en el Partido Socialista norteamericano,
se afilió en 1896 y lo mandó a la mierda veinte años más tarde. Ya eran una
institución exitosa, aunque efímera.
¿Por qué ahora vuelve Jack London?
Independientemente del impulso editorial, que debe ser reconocido, porque su
mundo se nos echa encima. Una literatura muerta, sin fuerza, castrada por
principio de nacimiento, se ve de pronto reforzada por una historia antigua que
evoca tiempos pasados: cuando los obreros que leían querían conquistar el
mundo, y los banqueros no leían más que los balances, porque no tenían tiempo.
¿Por qué ahora vuelve Jack London?
Independientemente del impulso editorial, porque su mundo se nos echa encima.
Una literatura muerta, sin fuerza, castrada por principio de nacimiento, se ve
de pronto reforzada por una historia antigua que evoca tiempos pasados: cuando
los obreros que leían querían conquistar el mundo y los banqueros no leían más
que los balances porque no tenían tiempo.
Fuente: https://www.pressreader.com/
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