30/01/2017
Mal haríamos en considerar el escándalo que
conmociona al país en las últimas semanas por el reparto masivo de coimas
realizado por la empresa brasileña Odebrecht, a un vasto número de políticos y
funcionarios públicos de los últimos cuatro (Fujimori, Toledo, García y Humala)
gobiernos, como un asunto puntual, coyuntural, específico, ligado a la maldad
de algún representante local y a la ligereza de algunos individuos. La
dimensión del problema nos hace ver, por sí sola, que se trata de un tema
estructural, de funcionamiento del sistema económico y político que no se va a
solucionar con medidas de carácter inmediato.
La corrupción en el Perú, es cierto, nació con la
república y ha cubierto con su oprobio la mayor parte de nuestra historia. Sin
embargo, ha tomado, a partir del golpe de Estado del cinco de abril de 1992,
que institucionalizara el proyecto neoliberal, una dimensión desconocida en el
país. El cambio más importante que produjo el fujimontesinismo y que diseñó con
delectación Vladimiro Montesinos, fue el cambio en la relación entre la
economía y la política. Para hacer negocios en el Perú se volvió indispensable
haber capturado al poder de turno. Es decir, ya no solo una relación episódica,
alguna influencia o algunos amigos, sino tener el control de quienes gobiernan.
Esto significa que la ganancia en buena parte de los grandes negocios ya no
solo depende de la productividad lograda sino también y en medida creciente de
las relaciones políticas que desarrollen las empresas.
Ello ha significado el regreso violento, por la vía
del golpe de Estado, al asalto masivo de las arcas públicas por parte de
quienes controlan y finalmente gobiernan en el Perú. Los arrestos reformistas
que se dieron en el país entre 1960 y 1990 para separar economía y política y
finalmente encaminarnos a un Estado moderno, que distinguiera los intereses de
corto plazo que se juegan en la economía de los intereses de mediano y largo
plazo de la política, han sido así drásticamente revertidos para volver de los
intentos por hacer un Estado de todos a la insolencia del Estado de clase. Pero
lo grave del asunto es que esta relación perversa entre economía y política que
se potencia en dictadura, entre 1992 y el 2000, continúa en democracia,
llevando a un secuestro creciente de esta última por los grandes negocios.
En el análisis del capitalismo contemporáneo la
ciencia política estadounidense nos trae un término con singular fuerza
explicativa para este asunto “crony capitalism”, cuya traducción castellana
puede ser “capitalismo de amigotes”. En el Perú, el capitalismo en su versión
neoliberal se ha desarrollado en los últimos 25 años como un capitalismo de
amigotes. Aquí los negocios funcionan si tienen no un amigo o un grupo de
amigos en el gobierno sino un ejército de reclutas privatizadores cuya consigna
es favorecer a cualquier precio el interés privado de corto plazo. ¿Cuál es la
distancia que existe entre este capitalismo de amigotes y la corrupción?
Ninguna, porque la relación misma entre economía y política se ha corrompido al
dictar brutalmente la primera sobre la segunda, sobre sus leyes y sus
instituciones. Las coimas a los funcionarios públicos y los políticos pasan a
ser así un mecanismo central en el mundo de los negocios para ver quien
usufructúa mejor de la captura producida.
El escándalo Odebrecht no es entonces la excepción
sino la regla. Es la punta del iceberg que conocemos y no por eficiencia
nuestra sino por denuncias extranjeras. El gravísimo problema es que en este
contexto una democracia, limitada y excluyente como la que tenemos, se
convierte en un pretexto para robar con legitimidad y aún señorío. Los corruptos
y sus corruptores, sean individuos o empresas, por más obvia que sea su
participación siguen paseándose orondos por calles y plazas porque su
actividad, paradójicamente, se ha naturalizado.
Es muy difícil la coyuntura para el Perú porque
este cáncer ataca el corazón de la poca democracia que tenemos y amenaza
nuestra existencia misma como país. La única salida a la vista es, más allá del
combate implacable a los que hayan delinquido, es terminar con esta relación
nefasta entre economía y política que potenció el fujimontesinismo. Para ello
hay que emprender, de una vez por todas, una profunda reforma política que de
voz a aquellos excluidos, la abrumadora mayoría nacional, del banquete del
último cuarto de siglo, que, ahora lo sabemos, no solo ha sido para unos pocos
sino que estos han llegado con trampa.
http://www.alainet.org/es/articulo/183180
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