03-01-2017
El Amo tiembla aterrorizado delante del Esclavo
porque sabe que, inexorablemente, tiene sus días contados.
I
Acaban de suceder dos hechos muy importantes en
términos políticos a nivel mundial, que para más de alguno hicieron pensar en
el fin del neoliberalismo. Nos referimos al rechazo de los votantes británicos
para la continuidad del Reino Unido de Gran Bretaña en la Unión Europea (lo que
popularmente se conoció como Brexit), y a las recientes elecciones
presidenciales en Estados Unidos con el triunfo de Donald Trump.
Si fuera cierto ese final (aunque creemos que no es
así exactamente), ello nos obligaría a replantearnos el sentido de la lucha
para el campo popular: si se terminó el neoliberalismo, ¿cuál es el enemigo a
enfrentar entonces? Con neoliberalismo o sin él -a lo que podría agregarse,
homologando las cosas: con imperialismo o sin él, o con Estado de bienestar
keynesiano o sin él, o más aún: con república o con monarquía parlamentaria- el
verdadero núcleo del problema es el sistema de base del que todas las
anteriores son expresiones determinadas y puntuales: el problema de fondo sigue
siendo el capitalismo. El neoliberalismo es una expresión determinada de ese
sistema, de ese modo de producción en su desarrollo histórico, con capitales
monopolistas y transnacionalizados, en su fase de imperialismo.
El sistema capitalista -nunca está de más
recordarlo- se fundamenta en la explotación del trabajo a partir de la
propiedad privada de los medios de producción, no importando la forma que ese
trabajo asuma: proletariado industrial urbano, proletariado agrícola -incluso
si se trata de trabajadores estacionales-, productores intelectuales, trabajo
hogareño no remunerado, habitualmente desarrollado por mujeres amas de casa. El
corazón del problema está en la plusvalía, el trabajo no remunerado apropiado
por los dueños de los medios de producción bajo la forma de renta, de ganancia,
sean ellos industriales, terratenientes o banqueros. Ese es el problema a
enfrentar: “No se trata de reformar la propiedad privada, sino de abolirla;
no se trata de paliar los antagonismos de clase, sino de abolir las clases; no
se trata de mejorar la sociedad existente, sino de establecer una nueva”
(Marx).
En realidad, lo que hoy día conocemos como
“neoliberalismo”, siempre asociado a la idea de globalización, es una forma que
el sistema adquirió entre los años 70 y 80 del siglo pasado, surgido como
doctrina en los llamados países centrales, en el que retoma la iniciativa
económica, política, militar e ideológico-cultural que había ido perdiendo a
través de décadas de avance popular. Recuérdese que los años 60/70 marcaron un
alza significativa de las luchas anti-sistémicas, con distintas expresiones de
rechazo que van desde organizaciones sindicales combativas hasta movimientos campesinos
organizados, el desarrollo de guerrillas de orientación socialista hasta la
aparición de un ala progresista de la Iglesia Católica surgida luego del
Concilio Vaticano II y su opción preferencial por los pobres, el rechazo a la
guerra de Vietnam y el movimiento hippie llamando al pacifismo y el
no-consumismo al Mayo Francés como fuente inspiradora de protestas, el auge de
los procesos de liberación nacional en África al impetuoso avance de los
movimientos feministas y de liberación sexual, la mística guevarista que va
marcando esos años así como el auge de un espíritu contestatario y rebelde que
se expande por doquier. Vale recordar que para los años 80 del siglo XX, al
menos un 25% de la población mundial vivía en sistemas que, salvando las
diferencias históricas y culturales existentes entre sí, podían ser catalogados
como socialistas (Unión Soviética y el este europeo, China, Vietnam, Corea del
Norte, Cuba, Nicaragua, muchos países africanos de reciente liberación, etc.).
II
Ante todo esto, para el sistema, entendido como
unidad global y monolítica, más allá de diferencias y pujas intercapitalistas,
se prendieron las luces rojas de alarma. El llamado neoliberalismo fue la
reacción a ese estado de cosas. De hecho, la primera experiencia como tal tiene
lugar en el medio de una sangrienta dictadura latinoamericana: el Chile del
general Augusto Pinochet. A partir de allí, el modelo se expande por
innumerables países del Sur, para llegar luego a las naciones metropolitanas.
Allí, Estados Unidos bajo la presidencia de Ronald Reagan y Gran Bretaña,
dirigida por Margaret Tatcher, son los países que enarbolan el neoliberalismo
como insignia triunfal, para impulsarlo a escala planetaria. Sus mentores
intelectuales: los austríacos Friedrich von Hayek, Ludwig von Mises y lo que
luego se conocerá como la Escuela de Chicago, capitaneada por el estadounidense
Milton Friedman y sus así llamados Chicago Boys, reflotan y llevan a un
grado sumo los principios liberales del capitalismo inglés clásico.
En pocas palabras, este nuevo liberalismo se
emparenta directamente con el viejo liberalismo dieciochesco y decimonónico de
los padres de aquella economía política clásica burguesa: Adam Smith, David
Ricardo, Thomas Malthus, John Stuart Mill: el acento está puesto en la entronización
absoluta de la libertad de mercado, reduciendo drásticamente el papel del
Estado a un mero mecanismo garante que asegura la renta de la empresa privada.
El actual neoliberalismo y sus recetas de privatización de los principales
servicios estatales, desarman el Estado de bienestar keynesiano surgido después
de la Gran Depresión de 1930, teniendo como resultado dos elementos
fundamentales: 1) el enriquecimiento exponencial de los grandes capitales en
detrimento de toda la masa asalariada (trabajadores varios y sectores medios),
y 2) el descabezamiento de toda protesta popular. Es elocuente al respecto lo
dicho por la Dama de Hierro, Margaret Tatcher, para resumir esta nueva
perspectiva: “No hay alternativa”. Dicho de otro modo: “O capitalismo
¡o capitalismo! Eso no se discute”.
El instrumento desde donde se impulsaron esas
nuevas políticas fueron los grandes organismos crediticios de Bretton Woods: el
Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, instancias financieras
manejadas por los grandes capitales corporativos de unos pocos países
centrales, Estados Unidos fundamentalmente. Desde ahí se fijaron las recetas
neoliberales que prácticamente la casi totalidad de países del mundo debieron
impulsar estas últimas décadas. Y por supuesto, no para beneficio de las
grandes mayorías populares sino para esos pocos capitales transnacionales.
Las dos tareas mencionadas (acumulación de riquezas
y freno de la protesta popular) se han venido cumpliendo a la perfección en
estas últimas cuatro décadas. La acumulación de riquezas de los más acaudalados
se llevó a niveles descomunales. A partir de ello, hoy día 500 corporaciones
multinacionales globales manejan prácticamente la economía mundial, con
facturaciones que se miden por decenas o centenas de miles de millones de
dólares (una sola empresa con más renta que el PBI total de muchos países del
Sur), y el patrimonio de las 358 personas cuyos activos sobrepasan los 1.000
millones de dólares -selecto grupo que cabe en un Boeing 747, en su gran
mayoría de origen estadounidense- supera el ingreso anual combinado de naciones
en las que vive el 45% de la población mundial. En otros términos: la
polarización económico-social se llevó a extremos que nunca antes había
conocido el capitalismo, surgido con los ideales (perversamente engañosos) de
“libertad, igualdad y fraternidad”. Esa acumulación fabulosa de riqueza se hizo
sobre la base de un empobrecimiento mayúsculo de las grandes mayorías.
Ese fabuloso acrecentamiento de riquezas vino de la
mano de las nuevas tecnologías de la comunicación que convirtieron el planeta
en una verdadera aldea global, eliminando distancias y homogeneizando culturas,
gustos y tendencias, aplastando tradiciones locales de un modo impiadoso. El
internet fue su ícono por antonomasia. De ahí que, en muy buena medida como
producto de una ilusión mediática que así lo presenta, esa nueva forma de
capitalismo despiadado que se erigió contra el alza de las luchas populares de
décadas anteriores, suele estar asociado a la mundialización o planetarización,
a lo que hoy se llama globalización, y siempre de la mano de las nuevas
tecnologías de la comunicación y la información. Pero ese fenómeno no es nuevo.
“La tarea específica de la sociedad burguesa es el establecimiento del
mercado mundial (…) y de la producción basada en ese mercado. Como el
mundo es redondo, esto parece tener ya pleno sentido [por lo que ahora
estamos presenciando]”, anunciaba Marx en 1858. En realidad, la globalización
no comenzó con la caída del Muro de Berlín, como malintencionadamente se
arguye, cuando el “mundo libre” vence a la “tiranía comunista”, sino la
madrugada del 12 de octubre de 1492, cuando Rodrigo de Triana avistó tierra
desde la nave insignia de la expedición de Cristóbal Colón.
La otra faceta del neoliberalismo: la neutralización
de todo tipo de protesta popular anti-sistémica, igualmente se llevó a cabo de
modo perfecto. En América Latina los planes neoliberales se asentaron a partir
de feroces dictaduras sangrientas que prepararon el terreno. Fueron todos
gobiernos civiles, llamados “democracias”, las que impulsaron las recetas
fondomonetaristas y privatistas, sobre montañas de cadáveres y ríos de sangre
que les antecedieron. En el llamado Primer Mundo, esas políticas se impusieron
también a sangre y fuego, pero sin la necesidad de dictaduras militares
previas. El resultado fue similar en todo el mundo: los sindicatos obreros
fueron cooptados, la ideología conservadora fue imponiéndose, y toda forma de
descontento y/o contestación fue reducida a “oprobiosa rémora de un pasado que
no debía volver”. Desmoronado el bloque socialista (fenecida la revolución en
la Unión Soviética y revertida la revolución hacia un confuso “socialismo de
mercado” en la República Popular China), Cuba fue prácticamente el único
baluarte que permaneció fiel al ideario socialista. Y así le fue. El
capitalismo global le ajustó cuentas, haciéndole sufrir el penoso “período
especial”. Sin ningún lugar a dudas, estas nuevas políticas neoliberales (o
capitalismo sin anestesia, para ser más explícito, sin el colchón que había
generado el Estado socialdemócrata de las ideas keynesianas) desarmaron,
desmovilizaron e hicieron retroceder toda protesta social. Conservar el puesto
de trabajo (indignamente en muchos casos) pasó a ser lo único que se podía
hacer. La protesta significa el desempleo, y ante el nuevo paisaje que crearon
estas políticas, eso es equivalente casi a la muerte. En Latinoamérica los
campos de concentración clandestinos, la desaparición forzada de personas y las
torturas pavimentaron el camino para estos planes, de los que todos los
trabajadores del mundo, Norte próspero y Sur mísero, siguen sufriendo hoy las
consecuencias.
III
Decir entonces que el neoliberalismo fracasó, es un
tanto osado. Para quienes lo impulsaron, definitivamente no fracasó. Si lo que
se buscaba, además de ampliar la riqueza, era tener a raya al movimiento obrero
y a cualquier tipo de protesta social, eso se cumplió a cabalidad, con más que
sobrado éxito. La parálisis evidenciada por la izquierda a nivel global es más
que evidente. Por otro lado, decir que fracasó porque empobreció a muy buena
parte de la humanidad es más que cuestionable, pues para eso surgió, no para
resolver sus problemas.
Hoy por hoy faltan propuestas de cambio. El
socialismo real, más allá de todas sus falencias -a veces abominables-,
funcionaba como paradigma anticapitalista, como esperanza. Al menos, era un
contrapeso para el mundo capitalista. Hoy, con honrosas excepciones como Cuba,
ese modelo alternativo está en crisis. La experiencia pareciera demostrar que,
aunque sepamos que no es así, tenía razón Margaret Tatcher: “No hay
alternativa”. Aunque sea incorrecto que hemos llegado al fin de la historia
(¡dislate absoluto que no puede mantenerse con ninguna justificación!), el problema
se plantea en que no aparecen esas alternativas. El socialismo real, el que se
conoció en buena parte del planeta, no pareciera un modelo atractivo. Y las
luchas populares actuales se encuentran un tanto -o bastante- perdidas, sin
norte. ¿Quién hoy, en su sano juicio, querría formar una fuerza guerrillera
para irse a la montaña a pelear por un mundo más justo? ¡Ni siquiera montaña
queda ya!
Pero más allá de esa desazón generalizada que nos
ha ganado, de ese espíritu negativo que se ha venido imponiendo, el sistema de
base sigue siendo el mismo monstruo generador de injusticias que inspiró las
grandes luchas populares de otros tiempos; e inspiró a Marx y Engels a formular
la teoría del socialismo científico. Las luchas de clases no han terminado, y el
ideal de justicia, aunque se haya acallado temporalmente por la represión feroz
de las bayonetas y/o de los planes de ajuste económico, no han desaparecido.
Por el contrario, aunque nos hayan querido hacer creer que “la historia
terminó” y desaparecieron las ideologías, la lucha de clases sigue siendo
el motor imperecedero de la dinámica humana. Si así no fuera, el neoliberalismo
no existiera. Es decir: como la lucha de clases sigue estando absolutamente
presente, la clase dominante hoy canta victoria porque, temporalmente al menos,
ha logrado maniatar a la clase trabajadora. Pero como dice el epígrafe: el Amo
tiembla aterrorizado delante del Esclavo porque sabe que, inexorablemente,
tiene sus días contados, porque en algún momento ese Esclavo abrirá los ojos
(aunque se los quiera cerrar a toda costa) y reaccionará. El materialismo
histórico, el marxismo, expresión teórico-científica de esas luchas,
reiteradamente ha sido declarado muerto. Aunque… “Curioso cadáver el del
marxismo, que necesita ser enterrado periódicamente” (Kohan). Si tan muerto
estuviera, no habría necesidad de andar matándolo continuamente.
Lo que acaba de suceder con los votantes en Gran
Bretaña y Estados Unidos, eligiendo en ambos casos propuestas que hablan de una
crítica a las políticas en curso, no significa, precisamente, el fin del
neoliberalismo. Significa, en todo caso, que la población reacciona a un estado
de precariedad en que ha ido cayendo cada vez más. De hecho, reacciones a estas
recetas neoliberales ha habido desde el momento mismo de su aplicación. Quizá
la más fuerte, la más notoria, fue el Caracazo de 1989, en Venezuela,
violentamente reprimida con miles de muertos luego arrojados al mar Caribe, que
preparó el camino para la llegada al poder más tarde de Hugo Chávez con una
propuesta anti-neoliberal. Pero ese es un ícono, evidente y particularmente
estridente; la historia de estas últimas décadas está plagada de reacciones
contra las políticas de ajuste estructural, de precarización del trabajo y de
avance impetuoso de los capitales por sobre los derechos de los trabajadores
cada vez más empobrecidos.
No podría decirse que la salida de Gran Bretaña de
la Unión Europea o la llegada a la Casa Blanca del magnate Donald Trump
representen el fin de esta era neoliberal. En todo caso, tanto el referéndum en
las islas británicas como el descontento de los trabajadores estadounidenses
expresan que la población trabajadora está agobiada. ¿Cambiarán ahora esos
planteos fondomonetaristas?
IV
Esto remite a la pregunta sobre cómo se estructura
verdaderamente el sistema capitalista actual. Está claro que quien manda, quien
pone las condiciones y fija las líneas a largo plazo, son estos capitales
globales, financieros en muy buena medida, que establecen las vías por donde
habrá de circular la población del planeta. Esos megacapitales realmente no
tienen patria. Los Estados nacionales modernos conformados con el triunfo de la
sociedad burguesa sobre el feudalismo medieval en Europa, y luego replicados en
todas partes del orbe, ya no les son funcionales ni necesarios. El capitalismo
globalizado actual no se maneja desde las casas de gobierno. La Casa Blanca,
representación por antonomasia del poder mundial (con acceso a uno de los dos
botones nucleares más poderosos del planeta) no es la que realmente decide por
dónde van las estrategias. Extremando las cosas, el presidente de la primera
potencia mundial es un operador de esos grandes capitales, donde el complejo
militar-industrial juega un papel de primera importancia, así como las
petroleras. ¿A quién pertenece, por ejemplo, la empresa automotriz más grande
del orbe actualmente, el gigante Daimler-Chrysler? A los accionistas, que
pueden ser tanto estadounidenses como alemanes…, o de cualquier parte del mundo
(¿quién sabe realmente la composición de esos capitales? ¿Podrán tener ahí
acciones el Vaticano, o algún cartel de la droga? ¿Por qué no?) Los dueños del
capital no tienen color de bandera: su único himno nacional es el billete de
banco, que se tiñe de rojo (sangre) cuando alguien se les opone. El Plan
Marshall posterior a la Segunda Guerra Mundial buscó justamente eso:
internacionalizar los capitales para evitar una nueva confrontación entre los
países centrales.
Hay tantas armas y tantas guerras en el mundo, en
casi todos los casos impulsadas desde Washington, porque ese entramado
industrial necesita realizar su plusvalía, no descender su tasa de ganancia.
¿Quién decide las guerras entonces: ¿los gobiernos, o los poderes que le hablan
al oído (dándole órdenes)? Del mismo modo, existe una cantidad insufrible de
vehículos automotores circulando por el globo impulsados por motores de
combustión interna que necesitan derivados del petróleo; sabido es que a) se
podrían reemplazar tantos vehículos particulares por transporte público de
pasajeros para hacer más amigable la circulación y, fundamentalmente, b) se
podría prescindir de los motores alimentados por sub-productos del oro negro
reemplazándolos por otros menos contaminantes: agua, energía solar,
electricidad. Todo ello, sin embargo, no pasa. ¿Quién lo decide: los gobiernos
o las megaempresas productoras de petróleo y/o de vehículos? (que le hablan al
oído y le dan órdenes a esas administraciones). Los ejemplos podrían
multiplicarse bastante abundantemente. La salud de la población mundial se beneficiaría
infinitamente más con atención primaria que con la profusión monumental de
medicamentos que llegan al mercado; los ministros de salud lo saben. ¿Quién
decide que eso así suceda: los gobiernos o las mega-empresas farmacéuticas? Con
la producción de transgénicos se podría acabar con el hambre en el mundo;
cualquier gobierno lo sabe, pero ello no sucede. ¿Quién decide eso? Y ni qué
decir del capital financiero global: ¿son necesarios esos paraísos fiscales
donde, a velocidad de la luz, se mueven cifras astronómicas de dinero virtual?
¿A quién beneficia eso? Obviamente, no a la población. Pero cuando quiebran
esos gigantes, son los gobiernos los que los socorren, cosa que no sucede
cuando los trabajadores pierden su empleo, por ejemplo.
Esos megacapitales, que cuando tienen traspiés son
asistidos por ese mismo Estado que tanto critican desde su visión neoliberal
(por ejemplo, el fabricante de vehículos General Motors, o la gran banca, como
sucedió con el Bank of America, o el Citigroup, o el JP Morgan, todos en
Estados Unidos, o el Lloyds Bank en Gran Bretaña, o el Deutsche Bank en
Alemania), son los que conducen finalmente las políticas mundiales. Obviamente
la humanidad no se necesita ni tantas armas ni guerras, ni tantos medicamentos
ni tantos automotores circulando, ni la infinita variedad de productos
prescindibles que deben reciclarse de continuo; si eso se da generando el
cambio climático -eufemismo moderado por no decir catástrofe medioambiental por
la sobreexplotación de recursos-, y gobiernos como los de Washington o los de
la Unión Europea lo avalan, es porque el complejo de mega-empresas globales lo
imponen.
En esta nueva fase del capitalismo iniciada entre
los 70 y 80 del siglo pasado, la globalización neoliberal encontró que es más
fácil producir fuera de los países del Norte, trasladando su parque industrial
al Sur, pues allí la mano de obra es mucho más barata y desorganizada, se
pueden evitar impuestos y las regulaciones medioambientales son mucho más laxas
o inexistentes. Esa globalización de la producción para un mercado igualmente
global (lo que ya entrevía Marx a mediados del siglo XIX), que tomó su forma
acabada desde fines del siglo XX con tecnologías que eliminan distancias, llegó
para quedarse. Sin dudas, a lo interno de los países metropolitanos (Estados
Unidos, Unión Europea, Japón), esa nueva recomposición del capital provocó
severos daños a la clase trabajadora, aumentando en forma creciente su
desocupación, lo que permitió recortar el precio de la mano de obra
-congelamiento de salarios y de beneficios varios-. Eso es lo que produjo el
notorio descontento de británicos y estadounidenses, que ante una elección
determinada (el referéndum para ver si el Reino Unido de Gran Bretaña
permanecía o no en la UE, la elección presidencial en Estados Unidos) dijeron
no a esas políticas. Pero eso en modo alguno significa que el neoliberalismo se
terminó.
V
¿Por qué ganó Donald Trump? Porque levantó un
discurso populista y emotivo llamando a reconstruir la hegemonía económica
estadounidense perdida, que detentó por varias décadas después de la Segunda
Guerra Mundial. La promesa, creída por buena parte de los votantes, es que
podrán volver esos tiempos dorados. Pero esa hegemonía del gran país, cuando
aportaba el 52% del PBI mundial (ahora aporta solo el 18%), seguramente ya no
podrá volver. Las megaempresas que manejan a Estados Unidos -y a buena parte
del planeta- encuentran que es mucho más lucrativo producir fuera de la nación
que dentro. Su mercado ya no es el territorio estadounidense: su mercado es el
mundo todo. Ahí no hay nacionalismo que valga: lo único que rige es el hambre
de lucro. Si su clase trabajadora queda desocupada y hambreada, no es problema
de los capitales. La otrora meca del automóvil, la ciudad de Detroit, que
albergaba hacia mediados del S. XX a las tres megaempresas fabricantes de
automóviles, General Motors, Ford y Chrysler, con casi dos millones de
habitantes, es hoy una ciudad empobrecida, casi fantasma, con apenas 700.000
pobladores e infinidad de establecimientos y casas abandonadas. Quien se
perjudica es el trabajador, no la empresa: para esas compañías sigue siendo más
redituable ensamblar sus vehículos en cualquier parte del planeta: la India,
México, Portugal o Puerto Rico, pues su mercado es igualmente mundial. Si uno
de sus vehículos lo adquiere un comprador estadounidense, pakistaní, senegalés
o noruego, a la empresa le da exactamente igual: la ganancia se la sigue
embolsando; si el anterior obrero productor de ese automóvil, camión o microbús
queda en la calle, es pérdida para el trabajador y su familia, no para la
empresa.
El discurso con el que gana Donald Trump
-efectista, mediático- abre ilusiones, para la clase obrera y capas medias
golpeadas, sobre la repatriación de esos capitales que ahora producen en
cualquier punto del globo. Su promesa se complementa con un xenofóbico llamado
a cerrar el país de los “indeseables” latinoamericanos que llegan ilegales en
búsqueda del pretendido american dream, supuestamente “robando puestos
de trabajo”. Si todo eso hace pensar que el neoliberalismo está en retirada,
hay un error de apreciación.
¿Cómo logrará el nuevo presidente hacer que
retornen esas empresas a suelo estadounidense? Por lo pronto, hay allí, ante
todo, pirotecnia verbal de campaña electoral. Y si alguna empresa retornara,
como ya ha comenzado a amagarse, ello sería a condición de enormes
exoneraciones impositivas. Como Trump es una rara avis de la política
(“bicho raro”, dicho en otros términos), puede hacer creer que va en contra del
sistema. ¡Pero en modo alguno es así! Como tampoco va en contra del sistema
neoliberal la salida de Gran Bretaña del bloque económico-político europeo.
Esas acciones expresan un descontento de la población, tanto como lo expresó el
Caracazo o la interminable cantidad de protestas, marchas, saqueos y
actividades de repudio a las políticas vigentes que se dieron, y se siguen
dando, en innumerables puntos del planeta.
Si fuera cierto que termina el neoliberalismo: ¿qué
sigue luego, entonces? ¿Terminaron los males de la humanidad? ¿Era el
neoliberalismo el “malo de la película”? En modo alguno. Lo que se evidencia es
un descontento que está por doquier. Pero esa desarticulación de la protesta es
lo que buscó ese neoliberalismo justamente: el tener a la clase trabajadora de
rodillas, desorganizada, sin modelos ni referentes alternativos. El “No hay
alternativas” de una ampulosa y dictatorial Dama de Hierro es la expresión
política concreta de esa ideología socio-económica que surgió en la Universidad
de Chicago, en Estados Unidos, funcional a las grandes empresas que vienen
manejando el mundo desde hace tiempo, y que tienen en el ciudadano de a pie, el
trabajador explotado, a su enemigo eterno, en tanto antagonista de clase. Ahí
es donde cobra más que nunca sentido el epígrafe: el Amo tiembla aterrorizado
(tratando que no se note, por supuesto, armándose hasta los dientes y
neutralizando por todos los medios posibles una amenaza transformadora) ante el
Esclavo porque sabe que, irremediablemente (porque hay una injusticia en juego,
no natural, mantenida a capa y espada, con represión ideológico-cultural, en
principio, y a garrotazos limpios cuando las cosas se ponen complicadas) tiene
sus días contados (sus privilegios se asientan en la explotación, y eso no debe
cambiar). El neoliberalismo es una forma de forzar a muerte, llevando a límites
paroxísticos, esa dominación.
Una “democrática” elección donde la gente expresa
ese descontento no significa que las políticas en curso están fenecidas.
¿Volverán ahora, entonces, los sindicatos con sus reivindicaciones? ¿Eso es lo
que abren el Brexit y la llegada del millonario Donald Trump a la Casa Blanca?
En Venezuela esa protesta -con varios miles de muerto de por medio- dio como
resultado un Hugo Chávez, un líder carismático y populista que enarboló
banderas anti-neoliberales, prometiendo un “socialismo del Siglo XXI” que nunca
terminó de salir de los moldes del capitalismo (capitalismo rentista-petrolero
con rostro más humano -mejor distribución de la riqueza- que sus antecesores,
pero capitalismo al fin). ¿Qué sigue ahora en Estados Unidos y en Gran Bretaña?
¿Un populismo que vocifera contra los males de la globalización? ¿Qué sigue
entonces: se desarman los megacapitales transnacionales que ponen las
condiciones del mundo? ¿Terminan los paraísos fiscales y las compañías que
producen en el Tercer Mundo, a costos ridículos, retornan a sus países de
origen?
Aunque la ideología dominante y todo el aparato
mediático-cultural global han intentado sacar de circulación el discurso
socialista, la lucha de clases y la explotación de los trabajadores, ese sigue
siendo el núcleo del problema. Ahí es donde debemos dirigir las baterías; el
problema, en definitiva, no es el neoliberalismo, o neo-capitalismo: ¡es el
capitalismo mismo!
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