Jorge
Majfud
ALAI
AMLATINA, 31/01/2017.- En 2012 se disputaron la
presidencia de Estados Unidos Barack Obama y Mitt Romney. Por entonces, en
varios medios de prensa, enfaticé la simple idea de que ser un exitoso hombre
de negocios es un mérito pero no hace a nadie un buen gobernante, ya que un
país no es una empresa. Hace un par de años debimos soportar en nuestra
universidad un pobrísimo discurso de Mitt Romney sobre el éxito, lleno de
lugares comunes e ideas vacías, lo que demuestra cuán mediocre y arrogante
puede ser un exitoso hombre de negocios, aunque no tan exitoso ni tan mediocre
como el actual presidente Donald Trump.
Más o
menos por aquella época, Noam Chomsky me envió varios artículos y comentarios
esclarecedores sobre la realidad clave de las externalidades. En pocas
palabras: las externalidades son todos aquellos efectos que no entran en la
ecuación de un buen negocio. Dos partes pueden hacer un excelente negocio, pero
eso no significa que los resultados a largo plazo y en un contexto mayor vayan
a beneficiar al resto ni a ellos mismos, como indica la base del liberalismo
económico: perseguir el interés individual necesariamente conduce al beneficio
del resto de la sociedad.
Por
ejemplo (recuerdo brevemente dos ejemplos del mismo Chomsky): un excelente
negocio entre dos empresas puede conducir a una catástrofe internacional o
ecológica. Bajar los impuestos tiene un efecto inmediato en los negocios: los
individuos pueden ver los efectos en sus ahorros y pueden iniciar negocios en
principio más convenientes. Sin embargo, según estudios cuantitativos, cuando
el Estado invierte menos en reparar las carreteras, los usuarios terminan
llevando sus autos con más frecuencia al mecánico. Todos se quejan de los
impuestos que cobra el gobierno y todos quieren pagar menos, pero nadie se
queja de lo que debe gastar en reparar sus autos. Generalmente ocurre lo
contrario, porque todos agradecemos un buen trabajo de nuestro mecánico. En
otras palabras, la destrucción del medio ambiente y la destrucción de los
bienes como autos, vidrios, techos, etc., tiene un efecto positivo en la
economía pero a largo plazo no genera más riqueza ni es necesariamente
responsable con la realidad que nos rodea, como el medio ambiente, el
equilibrio social y la economía a largo plazo.
Un
exitoso hombre de negocios no debe preocuparse por la educación previa ni por
la suerte posterior de sus empleados cuando pierden su trabajo. En gran medida,
de eso se encarga el maldito Estado, por no hablar de otros aspectos, como la
represión policial de la violencia causada por los obscenos desequilibrios
sociales causados por el éxito de unos pocos. Estado al que se acusa de
desangrar a los exitosos empresarios con injustos impuestos que impiden que los
exitosos sean más exitosos.
Por
ponerlo en un par de figuras: que un jugador de fútbol sea un excelente
pateador de penales no lo hace un excelente director técnico. Un hombre de
negocios es un hábil jugador de ajedrez cuando su mano está dando jaque mate a
la reina adversaria (acosando al adversario antes de cerrar un excelente
trato), pero eso no lo hace un gran jugador de ajedrez que debe planificar la
jugada desde el inicio.
Más
gráfico: esa naturaleza del exitoso hombre de negocios ya se está observando en
la primera semana del gobierno de Donald Trump. Sus tempestuosas y erráticas
medidas y decretos revelan la mano del hombre de negocios: presión,
intimidación a corto plazo para cortar el árbol sin considerar el bosque. La
idea de castigar a México con un veinte por ciento de aranceles a sus
exportaciones a Estados Unidos no considera que todas esas exportaciones, según
las reglas del mundo capitalista que el Sr. Trump presume representar, no se
producen por una arbitrariedad fantástica sino por las viejas reglas de la
oferta y la demanda. Un colapso de las relaciones comerciales entre México y
Estados Unidos, dos grandes socios comerciales, significara un castigo a la
misma economía estadounidense. Aparte de las consecuencias geopolíticas, como
sería un México buscando alianzas con China, por ejemplo.
Si
observamos cada decisión tomada por el presidente Trump, cada una está basada
en la misma superstición de cómo funciona el mundo, como si las externalidades
no existieran, como si todo se redujese a una puja entre dos poderosos hombres
de negocios: la aprobación del oleoducto de Dakota sin considerar sus posible
efectos ecológicos; el bloqueo de refugiados de países víctimas de la
globalización, como si no existiesen los derechos humanos de los niños de la
guerra y no existiesen resentimientos de posibles aliados; el inicio del acoso
a México, su tercer socio económico más importante, como si la economía estadounidense
fuese una isla o respondiese al contexto mercantil del planeta Júpiter; y un
largo etcétera.
La sola
idea que Trump supo vender muy bien a sus votantes, de devolver los puestos de
trabajo de la industria a los estadounidenses presionando e intimidando a las
empresas estadunidenses puede ser un gol de penal, pero a largo plazo significa
varios goles en contra. Otra vez, según la lógica del capitalismo, no es
posible producir los mismos autos y las mismas sillas con obreros que en China
ganan unos pocos miles de dólares al año con unos obreros que en Estados Unidos
ganan cuarenta o sesenta mil dólares.
La causa
y consecuencia la hemos venido repitiendo desde hace años: la solución que
encontraran las empresas ante ese desbalance entre costos y precios finales es
una aún más rápida automatización: en la industria automovilística es una
tendencia que tiene décadas, pero hay otros sectores donde los robots seguirán
expandiéndose y las malditas universidades seguirán aportando cada vez más
valor agregado en detrimento de los tradicionales puestos de trabajo: en la
agricultura, en los servicios e, incluso, en el trasporte. Hoy en día, en
muchos de los viejos estados industriales del norte centro de Estados Unidos
(inesperados votantes de Trump) la profesión de conductores de camiones es una
de la principales debido a la expansión de la economía. Sin embargo, la
realidad de los autos, autobuses y camiones que no requerirán conductores irá
en aumento.
Es una
realidad inevitable, al menos que se invente una guerra civil o internacional y
volvamos a etapas anteriores del capitalismo industrial.
Por
supuesto que un exitoso hombre de negocios puede ser un gran estadista, como
puede serlo un sindicalista, un militar o un profesor. Pero ninguno de ellos
sería un buen estadista, ni siquiera un buen presidente, si creyera que
aplicando sus exitosos métodos sindicalistas, militares o pedagógicos sería la
clave para gobernar un país. Eso es miopía y tarde o temprano la realidad nos
pasa por encima cuando la ignoramos a fuerza de narraciones autocomplacientes.
Mucho más
si estamos hablando de un ego enceguecido por su propia luz. Entonces lo único
que podemos esperar son crisis de todo tipo: económicas en el mejor caso;
sociales y hasta bélicas en el peor.
- Jorge
Majfud es escritor y profesor uruguayo estadounidense, autor de Crisis y La
reina de América entre otros libros.
URL de
este artículo: http://www.alainet.org/es/articulo/183199
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