22-09-2015
La experiencia de los llamados gobiernos
progresistas en América Latina (Argentina, Bolivia, Brasil, Ecuador, El
Salvador, Nicaragua, Uruguay y Venezuela) parece haber entrado en un pasaje
crítico que algunos autores están denominando fin de ciclo, abriendo un
debate histórico, político y de fuertes implicaciones estratégicas respecto del
porvenir inmediato. A partir de la caracterización del ciclo progresista
latinoamericano como un conjunto de diversas versiones de revolución pasiva
(es decir, siguiendo a Gramsci, de transformaciones estructurales
significativas pero limitadas, con un trasfondo conservador y por medio de
prácticas políticas desmovilizadoras y subalternizantes) podemos analizar este
momento poniendo en evidencia su rasgo central y determinante: la pérdida
relativa de hegemonía, es decir de incapacidad creciente de construcción y
sostenimiento del consenso interclasista que caracterizó la etapa de
consolidación de estos gobiernos. Esta inflexión, que ya se percibía al menos
desde 2013, deriva en un giro desde un perfil progresivo a uno tendencialmente
más regresivo, perceptible tanto en las respuestas presupuestales a la crisis
económica que azota la región como la actitud hacia las organizaciones y
movimientos sociales situados a su izquierda.
Este viraje conservador, que se manifiesta
orgánicamente en el seno de los bloques y alianzas que sostienen a estos
gobiernos, se justificaría, desde la óptica de la defensa de las posiciones de
poder, por la necesidad de compensar la pérdida de hegemonía transversal por
medio de un movimiento hacia el centro, lo cual contrasta con la lógica de las
polarizaciones izquierda-derecha y pueblo-oligarquía que caracterizó el
surgimiento de estos gobiernos, impulsados por la irrupción de fuertes
movimientos antineoliberales. Este deslizamiento es más perceptible en algunos
países (por ejemplo Argentina, Brasil y Ecuador) que en otros (Venezuela,
Bolivia y Uruguay) ya que en estos últimos se mantienen relativamente compactos
los bloques de poder progresistas y no se abrieron fuertes clivajes hacia la
izquierda. En particular, Venezuela fue el único país en donde se impulsó la
participación generalizada de las clases subalternas con la conformación de las
Comunas a partir de 2009, a pesar de que esta apertura descentralizadora fue
compensada por la casi simultánea creación del Partido Socialista Unificado de
Venezuela como órgano de centralización y brazo político del chavismo.
Hay que registrar cómo en diversos países, además
de la ofensiva de las derechas nacionales e internacionales, se asiste desde
hace unos años a una franca reactivación de la protesta por parte de actores,
organizaciones y movimientos populares, donde vuelve a destacar un perfil
antagonista y autónomo a contrapelo de la subalternización que caracterizó a
las revoluciones pasivas latinoamericanas. Sin embargo, lamentablemente no
parece estar en el horizonte político una izquierdización de la política
latinoamericana. En efecto, a pesar de un lenta recuperación de autonomía y de
capacidad de lucha, no se observan relevantes y trascendentes procesos de
acumulación de fuerza política, salvo eventualmente en el caso del Frente de
los Trabajadores (FIT) en Argentina, cuyas perspectivas y potencial expansivo
tampoco están asegurados. Esto se debe parcialmente al efecto de reflujo,
después de la oleada ascendente de luchas antineoliberales, de los sectores
populares hacia lo clientelar y lo gremial originado por una cultura política
todavía subalterna pero, por otra parte, en buen medida es producto de las
iniciativas, o la falta de iniciativas, de gobiernos progresistas más interesados
en construir apoyos electorales y garantizar una gobernabilidad sin conflictos
sociales que a impulsar, o simplemente respetar, las dinámicas autónomas de
organización y la construcción de canales y formas de participación y
autodeterminación en aras de transformar profundamente las condiciones de vida,
y no solo la capacidad de consumo, de las clases subalternas.
Este
debilitamiento, o ausencia de empoderamiento, hace pensar que la pendiente
pasivizadora que operó como contraparte de las transformaciones estructurales y
las políticas redistributivas (excluyendo la polémica continuidad extractivista
y primario-exportadora) provocó una década perdida en términos de la
acumulación de fuerza política desde abajo, desde la capacidad autónoma de los
sectores populares, a contracorriente del ascenso que marcó los años 90 y que
quebró la hegemonía neoliberal, abriendo el escenario histórico actual. Este
saldo negativo no permite, por el momento, hacer frente a una doble deriva
hacia la derecha: por el fortalecimiento relativo de las derechas políticas y
por el giro conservador y regresivo que modifica los equilibrios políticos de
los bloques de poder que sostienen a los gobiernos progresistas
latinoamericanos. Al mismo tiempo, el fin de la hegemonía progresista no parece
implicar un riesgo inmediato de restauración de las derechas latinoamericanas,
como a veces se vaticina a modo de chantaje hacia la izquierda, porque éstas
apenas están remontando la profunda derrota política de los años 2000 y, como
reflejo de la hegemonía progresista, están aceptando e incorporando ideas y
principios que no corresponden al ideario neoliberal, como demostración de que
el ciclo de mediano alcance, entre las luchas antineoliberales de los 90 y los
gobiernos que se declararon posneoliberales, desplazó ciertos pilares del
sentido común y marcó en efecto un relativo cambio de época en la agenda y el
debate político y cultural.
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